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    Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870)

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    Gustavo Adolfo Bécquer - Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) Empty Gustavo Adolfo Bécquer(1836-1870): La corza blanca (leyenda)

    Mensaje por helena Miér 26 Ago 2009, 16:31

    Voy a dejar alguna muestra de la bellísima prosa poética que son las leyendas de Gustavo-Adolfo Bécquer, no tan conocidas como su poesía (sus Rimas en particular), pero más ricas literariamente hablando.
    Antes, un breve apunte sobre su biografía:

    Nacido en Sevilla en el año 1836, hijo de un célebre pintor del costumbrismo sevillano que murió cuando él tenía cinco años. Inició sus primeros estudios en el colegio de San Antonio Abad y luego pasó a tomar la carrera náutica en el colegio de San Telmo. A los nueve años quedó huérfano también de madre y salió del anterior  colegio para ser acogido por su madrina de bautismo. A la edad de diecisiete años dejó a su madrina y a la buena posición que ésta le proporcionaba para viajar a Madrid en busca de fortuna a través del campo de las letras que se le daban con facilidad.  Pero como es sabido no era fácil subsistir de la literatura y paradójicamente, Bécquer que deseaba encontrar fortuna, lo que halló fueron escaseces, por lo que se vio obligado a servir de
    escribiente en la Dirección de Bienes Nacionales, donde su habilidad para el dibujo era admirada por sus compañeros, pero fue motivo de cese el ser sorprendido por el Director dibujando escenas de Shakespeare (que lógicamente no era “un bien nacional”). De este modo volvió a vivir de sus artículos literarios que eran entonces de poca demanda, alternando esta actividad con la elaboración de pinturas al fresco. Tiempo después encontró una plaza en la redacción de "El Contemporáneo" y fue entonces cuando escribió la mayoría de sus leyendas y las "Cartas desde mi celda". En 1862 llegó a vivir con él su hermano Valeriano, célebre en  Sevilla por su producción pictórica pero no por eso más afortunado que Gustavo (aunque decoró preciosamente el famoso Palacio de Linares de Madrid) , y juntos vivieron al día, uno traduciendo novelas o escribiendo artículos y el otro dibujando y pintando a destajo; les costó mucho salir adelante de su infortunio, pero con el tiempo lograron juntos una modesta estabilidad.  
    Como legado para la literatura del mundo, Gustavo Adolfo Bécquer
    dejó sus "Rimas", a través de las cuales deja ver lo melancólico y
    atormentado de su vida; en el género de las leyendas escribió la
    célebre "Maese Pérez el Organista", "Los ojos verdes", "Las hojas
    secas", "La rosa de pasión", “El Monte de las Ánimas”, etc... Escribió además esbozos y ensayos como "La mujer de piedra", "La noche de difuntos", "Un
    Drama" y "El aderezo de esmeraldas" entre una variedad similar a
    la de sus leyendas. Hizo descripciones de "La basílica de Santa
    Leocadia", el "Solar de la Casa del Cid" y el "Enterramiento de
    Garcilaso de la Vega", entre otras. Por último, dentro del
    costumbrismo o folklore español escribió "Los dos Compadres",
    "Las jugadoras", la "Semana Santa en Toledo", "El café de Fornos"
    y otras más.
    En septiembre de 1870 murió su hermano Valeriano, un duro golpe para
    Gustavo, que pronto enfermó sin ningún síntoma preciso, de pulmonía
    que se convirtió luego en hepatitis para tornarse en una pericarditis
    que pronto había terminar su vida el 22 de diciembre de ese mismo año, a la edad de treinta y cuatro años.

    A continuación dejaré el primer capítulo de la leyenda “El Monte de las Ánimas”

    EL MONTE DE LAS ÁNIMAS
    [Leyenda soriana]
    Gustavo Adolfo Bécquer

        La noche de difuntos me despertó a no sé qué hora el doble de las campanas; su tañido monótono y eterno me trajo a las mientes esta tradición que oí hace poco en Soria.
        Intenté dormir de nuevo; ¡imposible! Una vez aguijoneada, la imaginación es un caballo que se desboca y al que no sirve tirarle de la rienda. Por pasar el rato me decidí a escribirla, como en efecto lo hice.
        Yo la oí en el mismo lugar en que acaeció, y la he escrito volviendo algunas veces la cabeza con miedo cuando sentía crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire frío de la noche.
        Sea de ello lo que quiera, ahí va, como el caballo de copas.
    I
        -Atad los perros; haced la señal con las trompas para que se reúnan los cazadores, y demos la vuelta a la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las Ánimas.
        -¡Tan pronto!
        -A ser otro día, no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos que las nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigueras; pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los Templarios, y las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la capilla del monte.
        -¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?
        -No, hermosa prima; tú ignoras cuanto sucede en este país, porque aún no hace un año que has venido a él desde muy lejos. Refrena tu yegua, yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el camino te contaré esa historia.
        Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos; los condes de Borges y de Alcudiel montaron en sus magníficos caballos, y todos juntos siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que precedían la comitiva a bastante distancia.
        Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la prometida historia:
        -Ese monte que hoy llaman de las Ánimas, pertenecía a los Templarios, cuyo convento ves allí, a la margen del río. Los Templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Conquistada Soria a los árabes, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la ciudad por la parte del puente, haciendo en ello notable agravio a sus nobles de Castilla; que así hubieran solos sabido defenderla como solos la conquistaron.
        Entre los caballeros de la nueva y poderosa Orden y los hidalgos de la ciudad fermentó por algunos años, y estalló al fin, un odio profundo. Los primeros tenían acotado ese monte, donde reservaban caza abundante para satisfacer sus necesidades y contribuir a sus placeres; los segundos determinaron organizar una gran batida en el coto, a pesar de las severas prohibiciones de los clérigos con espuelas, como llamaban a sus enemigos.
        Cundió la voz del reto, y nada fue parte a detener a los unos en su manía de cazar y a los otros en su empeño de estorbarlo. La proyectada expedición se llevó a cabo. No se acordaron de ella las fieras; antes la tendrían presente tantas madres como arrastraron sendos lutos por sus hijos. Aquello no fue una cacería, fue una batalla espantosa: el monte quedó sembrado de cadáveres, los lobos a quienes se quiso exterminar tuvieron un sangriento festín. Por último, intervino la autoridad del rey: el monte, maldita ocasión de tantas desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos, situada en el mismo monte y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse.
        Desde entonces dicen que cuando llega la noche de difuntos se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos, y al otro día se han visto impresas en la nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria le llamamos el Monte de las Ánimas, y por eso he querido salir de él antes que cierre la noche.
        La relación de Alonso concluyó justamente cuando los dos jóvenes llegaban al extremo del puente que da paso a la ciudad por aquel lado. Allí esperaron al resto de la comitiva, la cual, después de incorporárseles los dos jinetes, se perdió por entre las estrechas y oscuras calles de Soria.
    (sigue)

    G.A.Bécquer
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    Gustavo Adolfo Bécquer - Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) Empty Re: Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870)

    Mensaje por Javier Andrade Miér 26 Ago 2009, 17:23

    Es un verdadero placer releer las Leyendas de mi admirado Bécquer.
    paisano mío, por cierto.
    Un auténtico erudito, un poeta excepcional.
    Me complace encontrarme con su obra, y más que seas tú, entrañable amiga, quien la comparta con nosotros.
    Abrazos.
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    Gustavo Adolfo Bécquer - Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) Empty JAVI

    Mensaje por helena Miér 26 Ago 2009, 17:42

    Gracias, Javi, me das una gran elegría en una noche para mí muy difícil por cuestiones íntimas.
    Soy una enamorada de Bécquer desde que era una niña. Creo que es lo mejor del romantisimo español, y cuesta trabajo pensar que hubo una época en que su arte fue cuestionado. Menos mal que después se reconoció el error y se reivindicó su figura de gran escritor. Sus leyendas son hermosísimas desde donde se las quiera mirar.
    Voy a dejar otra entrega porque ésta ha sido muy corta, debido a que se imponía incluir su biografía.
    Gracias, estimado amigo, y que tengas una feliz noche.
    Abrazos-Helena
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    Gustavo Adolfo Bécquer - Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) Empty EL MONTE DE LAS ÁNIMAS II (G.Adolfo Bécquer)

    Mensaje por helena Miér 26 Ago 2009, 17:48

    II

    Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta chimenea gótica del palacio de los condes de Alcudiel despedía un vivo resplandor iluminando algunos grupos de damas y caballeros que alrededor de la lumbre conversaban familiarmente, y el viento azotaba los emplomados vidrios de las ojivas del salón.
    Solas dos personas parecían ajenas a la conversación general: Beatriz y Alonso: Beatriz seguía con los ojos, absorta en un vago pensamiento, los caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo de la hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz.
    Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio.
    Las dueñas referían, a propósito de la noche de difuntos, cuentos tenebrosos en que los espectros y los aparecidos representaban el principal papel; y las campanas de las iglesias de Soria doblaban a lo lejos con un tañido monótono y triste.
    -Hermosa prima -exclamó al fin Alonso rompiendo el largo silencio en que se encontraban-; pronto vamos a separarnos tal vez para siempre; las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales sé que no te gustan; te he oído suspirar varias veces, acaso por algún galán de tu lejano señorío.
    Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia; todo un carácter de mujer se reveló en aquella desdeñosa contracción de sus delgados labios.
    -Tal vez por la pompa de la corte francesa; donde hasta aquí has vivido -se apresuró a añadir el joven-. De un modo o de otro, presiento que no tardaré en perderte... Al separarnos, quisiera que llevases una memoria mía... ¿Te acuerdas cuando fuimos al templo a dar gracias a Dios por haberte devuelto la salud que viniste a buscar a esta tierra? El joyel que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó tu atención. ¡Qué hermoso estaría sujetando un velo sobre tu oscura cabellera! Ya ha prendido el de una desposada; mi padre se lo regaló a la que me dio el ser, y ella lo llevó al altar... ¿Lo quieres?
    -No sé en el tuyo -contestó la hermosa-, pero en mi país una prenda recibida compromete una voluntad. Sólo en un día de ceremonia debe aceptarse un presente de manos de un deudo... que aún puede ir a Roma sin volver con las manos vacías.
    El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras turbó un momento al joven, que después de serenarse dijo con tristeza:
    -Lo sé prima; pero hoy se celebran Todos los Santos, y el tuyo ante todos; hoy es día de ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar el mío?
    Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la mano para tomar la joya, sin añadir una palabra.
    Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y volviose a oír la cascada voz de las viejas que hablaban de brujas y de trasgos y el zumbido del aire que hacía crujir los vidrios de las ojivas, y el triste monótono doblar de las campanas.
    Al cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó a anudarse de este modo:
    -Y antes de que concluya el día de Todos los Santos, en que así como el tuyo se celebra el mío, y puedes, sin atar tu voluntad, dejarme un recuerdo, ¿no lo harás? -dijo él clavando una mirada en la de su prima, que brilló como un relámpago, iluminada por un pensamiento diabólico.
    -¿Por qué no? -exclamó ésta llevándose la mano al hombro derecho como para buscar alguna cosa entre las pliegues de su ancha manga de terciopelo bordado de oro... Después, con una infantil expresión de sentimiento, añadió:
    -¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que por no sé qué emblema de su color me dijiste que era la divisa de tu alma?
    -Sí.
    -Pues... ¡se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como un recuerdo.
    -¡Se ha perdido!, ¿y dónde? -preguntó Alonso incorporándose de su asiento y con una indescriptible expresión de temor y esperanza.
    -No sé.... en el monte acaso.
    -¡En el Monte de las Ánimas -murmuró palideciendo y dejándose caer sobre el sitial-; en el Monte de las Ánimas!
    Luego prosiguió con voz entrecortada y sorda:
    -Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces; en la ciudad, en toda Castilla, me llaman el rey de los cazadores. No habiendo aún podido probar mis fuerzas en los combates, como mis ascendentes, he llevado a esta diversión, imagen de la guerra, todos los bríos de mi juventud, todo el ardor, hereditario en mi raza. La alfombra que pisan tus pies son despojos de fieras que he muerto por mi mano. Yo conozco sus guaridas y sus costumbres; y he combatido con ellas de día y de noche, a pie y a caballo, solo y en batida, y nadie dirá que me ha visto huir del peligro en ninguna ocasión. Otra noche volaría por esa banda, y volaría gozoso como a una fiesta; y, sin embargo, esta noche... esta noche. ¿A qué ocultártelo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero, las ánimas del monte comenzarán ahora a levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren sus fosas... ¡las ánimas!, cuya sola vista puede helar de horror la sangre del más valiente, tornar sus cabellos blancos o arrebatarle en el torbellino de su fantástica carrera como una hoja que arrastra el viento sin que se sepa adónde.
    Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz, que cuando hubo concluido exclamó con un tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde saltaba y crujía la leña, arrojando chispas de mil colores:
    -¡Oh! Eso de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por semejante friolera! ¡Una noche tan oscura, noche de difuntos, y cuajado el camino de lobos!
    Al decir esta última frase, la recargó de un modo tan especial, que Alonso no pudo menos de comprender toda su amarga ironía, movido como por un resorte se puso de pie, se pasó la mano por la frente, como para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza y no en su corazón, y con voz firme exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún inclinada sobre el hogar entreteniéndose en revolver el fuego:
    -Adiós Beatriz, adiós... Hasta pronto.
    -¡Alonso! ¡Alonso! -dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero cuando quiso o aparentó querer detenerle, el joven había desaparecido.
    A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al galope. La hermosa, con una radiante expresión de orgullo satisfecho que coloreó sus mejillas, prestó atento oído a aquel rumor que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último.
    Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcón y las campanas de la ciudad doblaban a lo lejos.
    (sigue)

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    Gustavo Adolfo Bécquer - Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) Empty Re: Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870)

    Mensaje por Javier Andrade Miér 26 Ago 2009, 18:01

    Con el mejor de mis deseos para que esas dificultades íntimas que nublan tu noche se disipen cuanto antes, me dispongo a disfrutar de la segunda entrega de tan hermosas Leyendas del poeta romántico por antonomasia.
    Abrazos... y una sonrisa que busca su homónima al otro lado de la pantalla.
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    Gustavo Adolfo Bécquer - Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) Empty Re: Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870)

    Mensaje por Javier Andrade Miér 26 Ago 2009, 18:05

    Qué bueno disfrutar del magistral talento literario de este poeta insigne del Romanticismo español.
    Un placer, sin duda.
    Buenas noches, estimada Helena.
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    Gustavo Adolfo Bécquer - Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) Empty JAVI

    Mensaje por helena Miér 26 Ago 2009, 18:21

    Muchas gracias por tus buenos deseos (he leído tu mensaje de la primera entrega), ya voy capeando "el temporal" como puedo. Las palabras de un buen amigo, a la hora oportuna, son una bendición.

    Dejo ya el final de la leyenda. Quiero darte el gusto de saborearla en su plenitud.
    Un abrazo del alma
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    Gustavo Adolfo Bécquer - Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) Empty EL MONTE DE LAS ÁNIMAS- FINAL (G.Adolfo Bécquer)

    Mensaje por helena Miér 26 Ago 2009, 18:37

    III
    Había pasado una hora, dos, tres; la media noche estaba a punto de sonar, y Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, cuando en menos de una hora pudiera haberlo hecho.
    -¡Habrá tenido miedo! -exclamó la joven cerrando su libro de oraciones y encaminándose a su lecho, después de haber intentado inútilmente murmurar algunos de los rezos que la iglesia consagra en el día de difuntos a los que ya no existen.
    Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió; se durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso.
    Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la campana, lentas, sordas, tristísimas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído a par de ellas pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz ahogada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la ventana.
    -Será el viento -dijo; y poniéndose la mano sobre el corazón, procuró tranquilizarse. Pero su corazón latía cada vez con más violencia. Las puertas de alerce del oratorio habían crujido sobre sus goznes, con un chirrido agudo prolongado y estridente.
    Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación iban sonando por su orden, éstas con un ruido sordo y grave, aquéllas con un lamento largo y crispador. Después silencio, un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la media noche, con un murmullo monótono de agua distante; lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi se sienten, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve y cuya aproximación se nota no obstante en la oscuridad.
    Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinillas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar: nada, silencio.
    Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos que se movían en todas direcciones; y cuando dilatándolas las fijaba en un punto, nada, oscuridad, las sombras impenetrables.
    -¡Bah! -exclamó, volviendo a recostar su hermosa cabeza sobre la almohada de raso azul del lecho-; ¿soy yo tan miedosa como esas pobres gentes, cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura, al oír una conseja de aparecidos?
    Y cerrando los ojos intentó dormir...; pero en vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió a incorporarse más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de brocado de la puerta habían rozado al separarse, y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y arrebujándose en la ropa que la cubría, escondió la cabeza y contuvo el aliento.
    El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía con un rumor eterno y monótono; los ladridos de los perros se dilataban en las ráfagas del aire, y las campanas de la ciudad de Soria, unas cerca, otras distantes, doblan tristemente por las ánimas de los difuntos.
    Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz. Al fin despuntó la aurora: vuelta de su temor, entreabrió los ojos a los primeros rayos de la luz. Después de una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó las cortinas de seda del lecho, y ya se disponía a reírse de sus temores pasados, cuando de repente un sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal descoloró sus mejillas: sobre el reclinatorio había visto sangrienta y desgarrada la banda azul que perdiera en el monte, la banda azul que fue a buscar Alonso.
    Cuando sus servidores llegaron despavoridos a noticiarle la muerte del primogénito de Alcudiel, que a la mañana había aparecido devorado por los lobos entre las malezas del Monte de las Ánimas, la encontraron inmóvil, crispada, asida con ambas manos a una de las columnas de ébano del lecho, desencajados los ojos, entreabierta la boca; blancos los labios, rígidos los miembros, muerta; ¡muerta de horror!
    IV
    Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador extraviado que pasó la noche de difuntos sin poder salir del Monte de las Ánimas, y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que viera, refirió cosas horribles. Entre otras, asegura que vio a los esqueletos de los antiguos templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la capilla levantarse al punto de la oración con un estrépito horrible, y, caballeros sobre osamentas de corceles, perseguir como a una fiera a una mujer hermosa, pálida y desmelenada, que con los pies desnudos y sangrientos, y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.


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    Mensaje por Juan Martín Jue 27 Ago 2009, 14:34

    ¡Qué interesante y fantástica historia, querida Helena! Si voy alguna vez a Soria preguntaré dónde de haya ese monte y esa capilla. Eso sí, no frecuentaré tales parajes de noche, por si acaso.

    Besos de tu amigo.

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    Mensaje por helena Jue 27 Ago 2009, 14:52

    Querido Juan, harás bien guardando esas cautelas, pues toda leyenda tiene algún fondo de verdad...
    Y sobre todo que no sea el Día de Todos los Santos...
    Gracias por entrar en esta maravilla de nuestro gran poeta romántico.
    Es un placer verte por aquí.

    Muchos besos
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    Gustavo Adolfo Bécquer - Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) Empty Re: Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870)

    Mensaje por Juan Martín Jue 27 Ago 2009, 17:58

    Qué interesante se pone este asunto. Y esa señorita no me está gustando mucho, ¡mira que incitar al joven a meterse en semejante lío! ¡Claro, después hay quien dice que las mujeres nos pierden!

    Muchos besos, querida amiga, y gracias por tan interesante historía.

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    Gustavo Adolfo Bécquer - Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) Empty Re: Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870)

    Mensaje por Juan Martín Vie 28 Ago 2009, 08:19

    Querida Helena, ¡qué cosas pasan cuando uno se mete de noche en parajes habitados por las ánimas, y no digamos en noche de difuntos!

    ¡Sin duda hay que ser prudente, aunque a veces uno hace cada burrada!...

    Me ha gustado muchísimo este cuento -leyenda- de Bécquer. Gracias por traerlo y muchos besos de tu amigo.

    Juan
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    Gustavo Adolfo Bécquer - Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) Empty Re: Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870)

    Mensaje por Javier Andrade Vie 28 Ago 2009, 14:21

    Muchas gracias por tus buenos deseos (he leído tu mensaje de la primera entrega), ya voy capeando "el temporal" como puedo. Las palabras de un buen amigo, a la hora oportuna, son una bendición.

    Dejo ya el final de la leyenda. Quiero darte el gusto de saborearla en su plenitud.
    Un abrazo del alma
    Helena

    Espero que ese temporal se desvaneciera por completo y los rayos de sol iluminen tu sonrisa, estimada Helena.
    Retomo la obra de Bécquer, voy a su final.
    Abrazos.
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    Gustavo Adolfo Bécquer - Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) Empty Re: Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870)

    Mensaje por Javier Andrade Vie 28 Ago 2009, 14:25

    Ha sido un verdadero placer volver a rememorar esta genial Leyenda de Bécquer. Gracias por compartirla, Helena.
    Abrazos.-
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    Gustavo Adolfo Bécquer - Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) Empty JUAN

    Mensaje por helena Vie 28 Ago 2009, 14:49

    Querido Juan, gracias por llegar hasta aquí. En verdad creo que valía la pena.
    Este final es un escalofrío de sublime belleza...

    Que pases una buena tarde!

    Besos

    Helena
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    Gustavo Adolfo Bécquer - Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) Empty JAVI

    Mensaje por helena Vie 28 Ago 2009, 14:53

    Hola, Javi. Estoy de acuerdo contigo, ésta es una obra genialmente bella.
    Me alegro de que te haya gustado releerla.
    ¡Feliz tarde-noche!

    Abrazos -Helena
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    Gustavo Adolfo Bécquer - Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) Empty LA CORZA BLANCA I (leyenda G.Adolfo Bécquer)

    Mensaje por helena Sáb 29 Ago 2009, 05:51

    LA CORZA BLANCA
    (G.A.Bécquer)

    I

    En un pequeño lugar de Aragón; y allá por los años de mil trescientos y pico, vivía retirado en su torre señorial un famoso caballero llamado don Dionís, el cual después de haber servido a su rey en la guerra contra infieles, descansaba a la sazón, entregado al alegre ejercicio de la caza, de las rudas fatigas de los combates.
    Aconteció una vez a este caballero, hallándose en su favorita diversión acompañado de su hija, cuya belleza singular y extraordinaria blancura le habían granjeado el sobrenombre de Azucena, que como se les entrase a más andar el día engolfados en perseguir a una res en el monte de su feudo, tuvo que acogerse, durante las horas de la siesta, a una cañada por donde corría un riachuelo, saltando de roca en roca con un ruido manso y agradable.
    Haría cosa de unas dos horas que don Dionís se encontraba en aquel delicioso lugar, recostado sobre la menuda grama a la sombra de una chopera, departiendo amigablemente con sus monteros sobre las peripecias del día, y refiriéndose unos a otros las aventuras más o menos curiosas que en su vida de cazadores les habían acontecido, cuando por lo alto de la más empinada ladera y a través de los alternados murmullos del viento que agitaba las hojas de los árboles, comenzó a percibirse, cada vez más cerca, el sonido de una esquililla semejante a la del guión de un rebaño.
    En efecto, era así, pues a poco de haberse oído la esquililla empezaron a saltar por entre las apiñadas matas de cantueso y tomillo, y a descender a la orilla opuesta del riachuelo, hasta unos cien corderos blancos como la nieve, detrás de los cuales, con su caperuza calada para libertarse la cabeza de los perpendiculares rayos del sol, y su atillo al hombro en la punta de un palo, apareció el zagal que los conducía.
    -A propósito de aventuras extraordinarias -exclamó al verle uno de los monteros de don Dionís, dirigiéndose a su señor-: ahí tenéis a Esteban el zagal, que de algún tiempo a esta parte anda más tonto que lo que naturalmente lo hizo Dios, que no es poco, y el cual puede haceros pasar un rato divertido refiriendo la causa de sus continuos sustos.
    -¿Pues qué le acontece a ese pobre diablo? -exclamó don Dionís con aire de curiosidad picada.
    -¡Friolera! -añadió el montero en tono de zumba-: es el caso que, sin haber nacido en Viernes Santo, ni estar señalado con la cruz, ni hallarse en relaciones con el demonio, a lo que se puede colegir de sus hábitos de cristiano viejo, se encuentra, sin saber cómo ni por dónde, dotado de la facultad más maravillosa que ha poseído hombre alguno, a no ser Salomón, de quien se dice que sabía hasta el lenguaje de los pájaros.
    -¿Y a qué se refiere esa facultad maravillosa?
    -Se refiere -prosiguió el montero- a que, según él afirma, y lo jura y perjura por todo lo más sagrado del mundo, los ciervos que discurren por estos montes se han dado de ojo para dejarle en paz, siendo lo más gracioso del caso que en más de una ocasión los ha sorprendido concertando entre sí las burlas que han de hacerle, y después que estas burlas se han llevado a término, ha oído las ruidosas carcajadas con que las celebran.
    Mientras esto decía el montero, Constanza, que -así se llamaba la hermosa hija de don Dionís, se había aproximado al grupo de los cazadores, y como demostrase su curiosidad por conocer la extraordinaria historia de Esteban, uno de éstos se adelantó hasta el sitio en donde el zagal daba de beber a su ganado, y le condujo a presencia de su señor, que, para disipar la turbación y el visible encogimiento del pobre mozo, se apresuró a saludarle por su nombre, acompañando al saludo con una bondadosa sonrisa.
    Era Esteban un muchacho de diez y nueve a veinte años, fornido, con la cabeza pequeña y hundida entre los hombros; los ojos pequeños y azules, la mirada incierta y torpe como la de los albinos, la nariz roma, los labios gruesos y entreabiertos, la frente calzada, la tez blanca, pero ennegrecida por el sol, y el cabello, que le caía parte sobre los ojos y parte alrededor de la cara, en guedejas ásperas y rojas semejantes a los crines de un rocín colorado.
    Esto, sobre poco más o menos, era Esteban en cuanto al físico; respecto a su moral, podía asegurarse, sin temor de ser desmentido ni por él ni por ninguna de las personas que le conocían, que era perfectamente simple, aunque un tanto suspicaz y malicioso como buen rústico.
    Una vez el zagal repuesto de su turbación, le dirigió de nuevo la palabra don Dionís, y con el tono más serio del mundo, y fingiendo un extraordinario interés por conocer los detalles del suceso a que su montero se había referido, le hizo una multitud de preguntas, a la que Esteban comenzó a contestar de una manera evasiva, como deseando evitar explicaciones sobre el asunto.
    Estrechado, sin embargo, por las interrogaciones de su señor y por los ruegos de Constanza, que parecía la más curiosa e interesada en que el pastor refiriese sus estupendas aventuras, decidiose éste a hablar, mas no sin que antes dirigiese a su alrededor una mirada de desconfianza, como temiendo ser oído por otras personas que las que allí estaban presentes, y de rascarse tres o cuatro veces la cabeza tratando de reunir sus recuerdos o hilvanar su discurso, que al fin comenzó de esta manera.
    -Es el caso, señor, que según me dijo un preste de Tarazona, al que acudí no ha mucho para consultar mis dudas, con el diablo no sirven juegos, sino punto en boca, buenas y muchas oraciones a San Bartolomé, que es quien le conoce las cosquillas, y dejarle andar: que Dios, que es justo y está allá arriba, proveerá a todo.
    Firme en esta idea, había decidido no volver a decir palabra sobre el asunto a nadie, ni por nada; pero lo haré hoy por satisfacer vuestra curiosidad, y a fe, a fe que después de todo, si el diablo me lo toma en cuenta y torna a molestarme en castigo de mi indiscreción, buenos Evangelios llevo cosidos a la pellica y con su ayuda creo que, como otras veces, no me será inútil el garrote.
    -Pero, vamos -exclamó don Dionís, impaciente al escuchar las digresiones del zagal, que amenazaba no concluir nunca-, déjate de rodeos y ve derecho al asunto.
    -A él voy -contestó con calma Esteban, que después de dar una gran voz acompañada de un silbido para que se agruparan los corderos que no perdía de vista y comenzaban a desparramarse por el monte, tornó a rascarse la cabeza y prosiguió así:
    -Por una parte vuestras continuas excursiones, y por otra el dale que le das de los cazadores furtivos, que ya con trampa o con ballesta no dejan res a vida en veinte jornadas al contorno, habían no hace mucho agotado la caza en estos montes, hasta el extremo de no encontrarse un venado en ellos ni por un ojo de la cara.
    Hablaba yo esto mismo en el lugar, sentado en el porche de la iglesia, donde después de acabada la misa del domingo solía reunirme con algunos peones de los que labran la tierra de Veratón, cuando algunos de ellos me dijeron:
    -Pues, hombre, no sé el qué consista en que tú no los topes, pues de nosotros podemos asegurarte que no bajamos una vez a las hazas que no nos encontremos rastro, y hace tres o cuatro días, sin ir más lejos, una manada, que a juzgar por las huellas debía componerse de más de veinte, le segaron antes de tiempo una pieza de trigo al santero de la Virgen del Romeral.
    -¿Y hacia qué sitio segura el rastro? -pregunté a los peones, con ánimo de ver si topaba con la tropa.
    -Hacia la cañada de los cantuesos -me contestaron.
    No eché en saco roto la advertencia, y aquella noche misma fui a apostarme entre los chopos. Durante toda ella estuve oyendo por acá y por allá, tan pronto lejos como cerca, el bramido de los ciervos que se llamaban unos a otros, y de vez en cuando sentía moverse el ramaje a mis espaldas; pero por más que me hice todo ojos, la verdad es que no pude distinguirla ninguno.
    No obstante, al romper el día, cuando llevé los corderos al agua, a la orilla de este río, como obra de dos tiros de honda del sitio en que nos hallamos, y en una umbría de chopos, donde ni a la hora de siesta se desliza un rayo de sol, encontré huellas recientes de los ciervos, algunas ramas desgajadas, la corriente un poco turbia y, lo que es más particular, entre el rastro de las reses las breves huellas de unos pies pequeñitos como la mitad de la palma de mi mano sin ponderación alguna.
    Al decir esto, el mozo instintivamente y al parecer buscando un punto de comparación, dirigió la vista hacia el pie de Constanza, que asomaba por debajo del brial, calzado de un precioso chapín de tafilete amarillo; pero como al par de Esteban bajasen también los ojos don Dionís y algunos de los monteros que le rodeaban, la hermosa niña se apresuró a esconderlo, exclamando con el tono más natural del mundo:
    -¡Oh, no!; por desgracia, no los tengo yo tan pequeñitos, pues de este tamaño sólo se encuentran en las hadas, cuya historia nos refieren los trovadores.
    -Pues no paró aquí la cosa -continuó el zagal cuando Constanza hubo concluido-, no que otra vez, habiéndome colocado en otro escondite por donde indudablemente habían de pasar los ciervos para dirigirse a la cañada, allá al filo de la media noche me rindió un poco el sueño, aunque no tanto que no abriese los ojos en el mismo punto en que creí percibir que las ramas se movían a mi alrededor. Abrí los ojos, según dejo dicho; me incorporé con sumo cuidado, y poniendo atención a aquel confuso murmullo que cada vez sonaba más próximo, oí en las ráfagas del aire como gritos y cantares extraños, carcajadas y tres o cuatro voces distintas que hablaban entre sí, con un ruido y algarabía semejante al de las muchachas del lugar, cuando riendo y bromeando por el camino vuelven en bandadas de la fuente con sus cántaros a la cabeza.
    Según colegía de la proximidad de las voces y del cercano chasquido de las ramas que crujían al romperse para dar paso a aquella turba de locuelas, iban a salir de la espesura a un pequeño rellano que formaba el monte en el sitio donde yo estaba oculto, enteramente a mis espaldas, tan cerca o más que me encuentro de vosotros, oí una nueva voz fresca, delgada y vibrante, que dijo... creedlo, señores, esto es tan seguro como me he de morir... dijo... claro y distintamente estas propias palabras:
    ¡Por aquí, por aquí, compañeras,
    que está ahí el bruto de Esteban!
    Al llegar a este punto de la relación del zagal, los circunstantes no pudieron ya contener por más tiempo la risa que hacía largo rato les retozaba en los ojos, y dando rienda a su buen humor, prorrumpieron en una carcajada estrepitosa. De los primeros en comenzar a reír y de los últimos en dejarlo, fueron don Dionís, que a pesar de su fingida circunspección no pudo menos de tomar parte en el general regocijo, y su hija Constanza, la cual cada vez que miraba a Esteban todo suspenso y confuso, tornaba a reírse como una loca hasta el punto de saltarle las lágrimas a los ojos.
    El zagal, por su parte, aunque sin atender al efecto que su narración había producido, parecía todo turbado e inquieto; y mientras los señores reían a sabor de sus inocentadas, él tornaba la vista a un lado y a otro con visibles muestras de temor y como queriendo descubrir algo a través de los cruzados troncos de los árboles.
    -¿Qué es eso, Esteban, qué te sucede? -le preguntó unos de los monteros notando la creciente inquietud del pobre mozo, que ya fijaba sus espantadas pupilas en la hija risueña de don Dionís, ya las volvía a su alrededor con una expresión asombrada y estúpida.
    -Me sucede una cosa muy extraña -exclamó Esteban-. Cuando, después de escuchar las palabras que dejo referidas, me incorporé con prontitud para sorprender a la persona que las había pronunciado, una corza blanca como la nieve salió de entre las mismas matas en donde yo estaba oculto, y dando unos saltos enormes por cima de los carrascales y los lentiscos, se alejó seguida de una tropa de corzas de su color natural, y así éstas como la blanca que las iba guiando, no arrojaban bramidos al huir, sino que se reían con unas carcajadas cuyo eco juraría que aún me está sonando en los oídos en este momento.
    -¡Bah!... ¡bah!... Esteban -exclamó don Dionís con aire burlón-, sigue los consejos del preste de Tarazona; no hables de tus encuentros con los corzos amigos de burlas, no sea que haga el diablo que al fin pierdas el poco juicio que tienes; y pues ya estás provisto de los Evangelios y sabes las oraciones de San Bartolomé, vuélvete a tus corderos, que empiezan a desbandarse por la cañada. Si los espíritus malignos tornan a incomodarte, ya sabes el remedio: Pater noster y garrotazo.
    El zagal, después de guardarse en el zurrón un medio pan blanco y un trozo de carne de jabalí y en el estómago un valiente trago de vino que le dio por orden de su señor uno de los palafreneros, despidiose de don Dionís y su hija, y apenas anduvo cuatro pasos, comenzó a voltear la honda para reunir a pedradas los corderos.
    Como a esta sazón notase don Dionís que entre unas y otras las horas del calor eran ya pasadas y el vientecillo de la tarde comenzaba a mover las hojas de los chopos y a refrescar los campos, dio orden a su comitiva para que aderezasen las caballerías que andaban paciendo sueltas por el inmediato soto; y cuando todo estuvo a punto, hizo seña a los unos para que soltasen las traíllas, y a los otros para que tocasen las trompas, y saliendo en tropel de la chopera, prosiguió adelante la interrumpida caza.


    (sigue)
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    Gustavo Adolfo Bécquer - Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) Empty LA CORZA BLANCA II (G..A. Bécquer)

    Mensaje por helena Sáb 29 Ago 2009, 05:58

    II

    Entre los monteros de don Dionís había uno llamado Garcés, hijo de un antiguo servidor de la familia, y por tanto el más querido de sus señores.
    Garcés tenía poco más o menos la edad de Constanza, y desde muy niño hablase acostumbrado a prevenir el menor de sus deseos y a adivinar y satisfacer el más leve de sus antojos.
    Por su mano se entretenía en afilar en los ratos de ocio las agudas saetas de su ballesta de marfil; él domaba los potros que había de montar su señora; él ejercitaba en los ardides de la caza a sus lebreles favoritos y amaestraba a sus halcones, a los cuales compraba en las ferias de Castilla caperuzas rojas bordadas de oro.
    Para con los otros monteros, los pajes y la gente menuda del servicio de don Dionís, la exquisita solicitud de Garcés y el aprecio con que sus señores le distinguían, habíanle valido una especie de general animadversión, y al decir de los envidiosos, en todos aquellos cuidados con que se adelantaba a prevenir los caprichos de su señora, revelábase su carácter adulador y rastrero. No faltaban, sin embargo, algunos que, más avisados o maliciosos, creyeron sorprender en la asiduidad del solícito mancebo algunas señales de mal disimulado amor.
    Si en efecto era así, el oculto cariño de Garcés tenía más que sobrada disculpa en la incomparable hermosura de Constanza. Hubiérase necesitado un pecho de roca y un corazón de hielo para permanecer impasible un día y otro al lado de aquella mujer singular por su belleza y sus raros atractivos.
    La Azucena del Moncayo, llamábanla en veinte leguas a la redonda, y bien merecía este sobrenombre, porque era tan airosa, tan blanca y tan rubia, que, como a las azucenas, parecía que Dios la había hecho de nieve y oro.
    Y, sin embargo, entre los señores comarcanos murmurábase que la hermosa castellana de Veratón no era tan limpia de sangre como bella y que, a pesar de sus trenzas rubias y su tez de alabastro, había tenido por madre una gitana. Lo de cierto que pudiera haber en estas murmuraciones nadie pudo nunca decirlo, porque la verdad era que don Dionís tuvo una vida bastante azarosa en su juventud, y después de combatir largo tiempo bajo la conducta del monarca aragonés, del cual recabó entre otras mercedes el feudo del Moncayo, marchose a Palestina, en donde anduvo errante algunos años, para volver por último a encerrarse en su castillo de Veratón con una hija pequeña, nacida sin duda en aquellos países remotos. El único que hubiera podido decir algo acerca del misterioso origen de Constanza, pues acompañó a don Dionís en sus lejanas peregrinaciones, era el padre de Garcés, y éste había ya muerto hacía bastante tiempo, sin decir una sola palabra sobre el asunto ni a su propio hijo, que varias veces y con muestras de grande interés se lo había preguntado.
    El carácter, tan pronto retraído y melancólico como bullicioso y alegre de Constanza, la extraña exaltación de sus ideas, sus extravagantes caprichos, sus nunca vistas costumbres, hasta la particularidad de tener los ojos y las cejas negros como la noche, siendo blanca y rubia como el oro, habían contribuido a dar pábulo a las hablillas de sus convecinos, y aún el mismo Garcés, que tan íntimamente la trataba, había llegado a persuadirse que su señora era algo especial y no se parecía a las demás mujeres.
    Presente a la relación de Esteban, como los otros monteros, Garcés fue acaso el único que oyó con verdadera curiosidad los pormenores de su increíble aventura, y si bien no pudo menos de sonreír cuando el zagal repitió las palabras de la corza blanca, desde que abandonó el soto en que habían sesteado comenzó a revolver en su mente las más absurdas imaginaciones.
    -No cabe duda que todo eso de hablar las corzas es pura aprensión de Esteban, que es un completo mentecato -decía entre sí el joven montero mientras que, jinete en un poderoso alazán, seguía paso a paso el palafrén de Constanza, la cual también parecía mostrarse un tanto distraída y silenciosa, y retirada del tropel de los cazadores, apenas tomaba parte en la fiesta-. Pero ¿quién dice que en lo que refiere ese simple no existirá algo de verdad? -prosiguió pensando el mancebo-. Cosas más extrañas hemos visto en el mundo, y una corza blanca bien puede haberla, puesto que si se ha de dar crédito a las cantigas del país, San Huberto, patrón de los cazadores, tenía una. ¡Oh, sí yo pudiese coger viva una corza blanca para ofrecérsela a mi señora!
    Así pensando y discurriendo pasó Garcés la tarde, y cuando ya el sol comenzó a esconderse por detrás de las vecinas lomas y don Dionís mandó volver grupas a su gente para tornar al castillo, separose sin ser notado de la comitiva y echó en busca del zagal por lo más espeso e intrincado del monte.
    La noche había cerrado casi por completo cuando don Dionís llegaba a las puertas de su castillo. Acto continuo dispusiéronle una frugal colación y sentose con su hija a la mesa.
    -Y Garcés ¿dónde está? -preguntó Constanza, notando que su montero no se encontraba allí para servirla como tenía de costumbre.
    -No sabemos -se apresuraron a contestar los otros servidores-; desapareció de entre nosotros cerca de la cañada, y ésta es la hora en que todavía no le hemos visto.
    En este punto llegó Garcés todo sofocado, cubierta aún de sudor la frente, pero con la cara más regocijada y satisfecha que pudiera imaginarse.
    -Perdonadme, señora -exclamó, dirigiéndose a Constanza-, perdonadme si he faltado un momento a mi obligación; pero allá de donde vengo a todo el correr de mi caballo, como aquí, sólo me ocupaba el serviros.
    -¿En servirme? -repitió Constanza-: no comprendo lo que quieres decir.
    -Sí, señora, en serviros -repitió el joven-, pues he averiguado que es verdad que la corza blanca existe. A más de Esteban, lo dan por seguro otros varios pastores, que juran haberla visto más de una vez, y con ayuda de los cuales espero en Dios y en mi patrón San Huberto que antes de tres días, viva o muerta, os la traeré al castillo.
    -¡Bah!... ¡Bah!. -exclamó Constanza con aire de zumba, mientras hacían coro a sus palabras las risas más o menos disimuladas de los circunstantes-; déjate de cacerías nocturnas y de corzas blancas: mira que el diablo ha dado en la flor de tentar a los simples, y si te empeñas en andarle a los talones, va a dar que reír contigo cómo con el pobre Esteban.
    -Señora -interrumpió Garcés con voz entrecortada y disimulando en lo posible la cólera que le producía el burlón regocijo de sus compañeros-, yo no me he visto nunca con el diablo, y, por consiguiente, no sé todavía cómo las gasta; pero conmigo os juro que todo podrá hacer menos dar que reír, porque el uso de ese privilegio sólo en vos sé tolerarlo.
    Constanza conoció el efecto que su burla había producido en el enamorado joven; pero deseando apurar su paciencia hasta lo último, tornó a decir en el mismo tono:
    -¿Y si al dispararle te saluda con alguna risa del género de la que oyó Esteban, o se te ríe en la nariz, y al escuchar sus sobrenaturales carcajadas se te cae la ballesta de las manos, y antes de reponerte del susto ya ha desaparecido la corza blanca más ligera que un relámpago?
    -¡Oh! -exclamó Garcés-: en cuanto a eso, estad segura que como yo la topase a tiro de ballesta, aunque me hiciese más momos que un juglar, aunque me hablara, no ya en romance, sino en latín, como el abad de Munilla, no se iba sin un arpón en el cuerpo.
    En este punto del diálogo terció don Dionís, y con una desesperante gravedad a través de la que se adivinaba toda la ironía de sus palabras, comenzó a darle al ya asendereado mozo los consejos más originales del mundo, para el caso de que se encontrase de manos a boca con el demonio convertido en corza blanca. A cada nueva ocurrencia de su padre, Constanza fijaba sus ojos en el atribulado Garcés y rompía a reír como una loca, en tanto que los otros servidores esforzaban las burlas con sus miradas de inteligencia y su mal encubierto gozo.
    Mientras duró la colación prolongose esta escena, en que la credulidad del joven montero, fue por decirlo así, el tema obligado del general regocijo; de modo que cuando se levantaron los paños, y don Dionís y Constanza se retiraron a sus habitaciones, y toda la gente del castillo se entregó al reposo, Garcés permaneció un largo espacio de tiempo irresoluto, dudando si, a pesar de las burlas de sus señores, proseguiría firme en su propósito o desistiría completamente de la empresa.
    -¡Qué diantre! -exclamó saliendo del estado de incertidumbre en que se encontraba:- mayor mal del que me ha sucedido no puede sucederme, y si por el contrario, es verdad lo que nos ha contado Esteban... ¡oh, entonces, cómo he de saborear mi triunfo!
    Esto diciendo, armó su ballesta, no sin haberle hecho antes la señal de la cruz en la punta de la vira, y colocándosela a la espalda se dirigió a la poterna del castillo para tomar la vereda del monte.
    Cuando Garcés llegó a la cañada y al punto en que, según las instrucciones de Esteban, debía aguardar la aparición de las corzas, la luna comenzaba a remontarse con lentitud por detrás de los cercanos montes.
    A fuer de buen cazador y práctico en el oficio, antes de elegir un punto a propósito para colocarse al acecho de las reses, anduvo un buen rato de acá para allá examinando las trochas y las veredas vecinas, la disposición de los árboles, los accidentes del terreno, las curvas del río y la profundidad de sus aguas.
    Por último, después de terminar este minucioso reconocimiento del lugar en que se encontraba, agazapose en un ribazo junto a unos chopos de copas elevadas y oscuras, a cuyo pie crecían unas matas de lentisco, altas lo bastante para ocultar a un hombre echado en tierra.
    El río, que desde las musgosas rocas donde tenía su nacimiento venía siguiendo las sinuosidades del Moncayo, a entrar en la cañada por una vertiente, deslizándose desde allí bañando el pie de los sauces que sombreaban sus orillas, o jugueteando con alegre murmullo entre las piedras rodadas del monte, hasta caer en una hondura próxima al lugar que servía de escondrijo al montero.
    Los álamos, cuyas plateadas hojas movía el aire con un rumor dulcísimo, los sauces que inclinados sobre la limpia corriente humedecían en ella las puntas de sus desmayadas ramas, y los apretados carrascales por cuyos troncos subían y se enredaban las madreselvas y las campanillas azules, formaban un espeso muro de follaje alrededor del remanso del río.
    El viento, agitando los frondosos pabellones de verdura que derramaban en torno de su flotante sombra, dejaba penetrar a intervalos un furtivo rayo de luz, que brillaba como un relámpago de plata sobre la superficie de las aguas inmóviles y profundas.
    Oculto tras los matojos, con el oído atento al más leve rumor y la vista clavada en el punto en donde según sus cálculos debían aparecer las corzas, Garcés esperó inútilmente un gran espacio de tiempo.
    Todo permanecía a su alrededor sumido en una profunda calma.
    Poco a poco, y bien fuese que el peso de la noche, que ya había pasado de la mitad, comenzara a dejarse sentir, bien que el lejano murmullo del agua, el penetrante aroma de las flores silvestres y las caricias del viento comunicasen a sus sentidos el dulce sopor en que parecía estar impregnada la Naturaleza toda, el enamorado mozo que hasta aquel punto había estado entretenido revolviendo en su mente las más halagüeñas imaginaciones, comenzó a sentir que sus ideas se elaboraban con más lentitud y sus pensamientos tomaban formas más leves e indecisas.
    Después de mecerse un instante en ese vago espacio que media entre la vigilia y el sueño, entornó al fin los ojos, dejó escapar la ballesta de sus manos y se quedó profundamente dormido.
    Cosa de dos horas o tres haría ya que el joven montero roncaba a pierna suelta, disfrutando a todo sabor de uno de los sueños más apacibles de su vida, cuando de repente entreabrió los ojos sobresaltado, e incorporándose a medias lleno aún de ese estupor del que se vuelve en sí de improviso después de un sueño profundo.
    En las ráfagas del aire y confundido con los leves rumores de la noche, creyó percibir un extraño rumor de voces delgadas, dulces y misteriosas que hablaban entre sí, reían o cantaban cada cual por su parte y una cosa diferente, formando una algarabía tan ruidosa y confusa como la de los pájaros que despiertan al primer rayo del sol entre las frondas de una alameda.
    Este extraño rumor sólo se dejó oír un instante, y después todo volvió a quedar en silencio.
    -Sin duda soñaba con las majaderías que nos refirió el zagal -exclamó Garcés restregándose los ojos con mucha calma, y en la firme persuasión de que cuanto había creído oír no era más que esa vaga huella del ensueño que queda, al despertar, en la imaginación, como queda en el oído la última cadencia de una melodía después que ha expirado temblando la última nota. Y dominado por la invencible languidez que embargaba sus miembros, iba a reclinar de nuevo la cabeza sobre el césped, cuando tornó a oír el eco distante de aquellas misteriosas voces que, acompañándose del rumor del aire, del agua y de las hojas cantaban así:


    (sigue)
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    Gustavo Adolfo Bécquer - Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) Empty LA CORZA BLANCA -FINAL (G.A.Bécquer)

    Mensaje por helena Sáb 29 Ago 2009, 06:04

    «El arquero que velaba en lo alto de la torre ha reclinado su pesada cabeza en el muro.
    Al cazador furtivo que esperaba sorprender la res, lo ha sorprendido el sueño.
    El pastor que aguarda el día consultando las estrellas, duerme ahora y dormirá hasta el amanecer.
    Reina de las ondinas, sigue nuestros pasos.
    Ven a mecerte en las ramas de los sauces sobre el haz del agua.
    Ven a embriagarte con el perfume de las violetas que se abren entre las sombras.
    Ven a gozar de la noche, que es el día de los espíritus.»
    Mientras flotaban en el aire las suaves notas de aquella deliciosa música, Garcés se mantuvo inmóvil. Después que se hubo desvanecido, con mucha precaución apartó un poco las ramas, y no sin experimentar algún sobresalto vio aparecer las corzas, que en tropel y salvando los matorrales con ligereza increíble unas veces, deteniéndose como a escuchar otras jugueteando entre sí, ya escondiéndose entre la espesura, ya saliendo nuevamente a la senda, bajaban del monte con dirección al remanso del río.
    Delante de sus compañeras, más ágil, más linda, más juguetona y alegre que todas, saltando, corriendo, parándose y tornando a correr, de modo que parecía no tocar el suelo con los pies, iba la corza blanca, cuyo extraño color destacaba como una fantástica luz sobre el oscuro fondo de los árboles.
    Aunque el joven se sentía dispuesto a ver en cuanto le rodeaba algo de sobrenatural y maravilloso, la verdad del caso era que, prescindiendo de la momentánea alucinación que turbó un instante sus sentidos, fingiéndole músicas, rumores y palabras, ni en la forma de las corzas, ni en sus movimientos ni en los cortos bramidos con que parecían llamarse, había nada con que no debiese estar ya muy familiarizado un cazador práctico en esta clase de expediciones nocturnas.
    A medida que desechaba la primera impresión, Garcés comenzó a comprenderlo así, y riéndose interiormente de su incredulidad y su miedo, desde aquel instante sólo se ocupó en averiguar, teniendo en cuenta la dirección que seguían, el punto donde se hallaban las corzas.
    Hecho el cálculo, cogió la ballesta entre los dientes, y arrastrándose como una culebra por detrás de los lentiscos, fue a situarse obra de unos cuarenta pasos más lejos del lugar en que antes se encontraba. Una vez acomodado en su nuevo escondite esperó el tiempo suficiente para que las corzas estuvieran ya dentro del río, a fin de hacer el tiro más seguro. Apenas empezó a escucharse ese ruido particular que produce el agua que se bate a golpes o se agita con violencia, Garcés comenzó a levantarse poquito a poco y con las mayores precauciones, apoyándose en la tierra primero sobre la punta de los dedos, y después con una de las rodillas.
    Ya de pie, y cerciorándose a tientas de que el arma estaba preparada, dio un paso hacia adelante, alargó el cuello por encima de los arbustos para dominar el remanso, y tendió la ballesta; pero en el mismo punto en que, a par de la ballesta, tendió la vista buscando el objeto que había de herir, se escapó de sus labios un imperceptible e involuntario grito de asombro.
    La luna, que había ido remontándose con lentitud por el ancho horizonte, estaba inmóvil y como suspendida en la mitad del cielo. Su dulce claridad inundaba el soto, abrillantaba la intranquila superficie del río, y hacía ver los objetos como a través de una gasa azul.
    Las corzas habían desaparecido.
    En su lugar, lleno de estupor y casi de miedo, vio Garcés un grupo de bellísimas mujeres, de las cuales unas entraban en el agua jugueteando, mientras las otras acababan de despojarse de las ligeras túnicas que aún ocultaban a la codiciosa vista el tesoro de sus formas.
    En esos ligeros y cortados sueños de la mañana, ricos en imágenes risueñas y voluptuosas, sueños diáfanos y celestes como la luz que entonces comienza a transparentarse a través de las blancas cortinas del lecho, no ha habido nunca imaginación de veinte años que bosquejase con los colores de la fantasía una escena semejante a la que se ofrecía en aquel punto a los ojos del atónico Garcés.
    Despojadas ya de sus túnicas y sus velos de mil colores, que destacaban sobre el fondo suspendidos de los árboles o arrojados con descuido sobre la alfombra del césped, las muchachas discurrían a su placer por el soto, formando grupos pintorescos, y entraban y salían en el agua, haciéndola saltar en chispas luminosas sobre las flores de la margen como una menuda lluvia de rocío.
    Aquí una de ellas, blanca como el vellón de un cordero, sacaba su cabeza rubia entre las verdes y flotantes hojas de una planta acuática, de la cual parecía una flor a medio abrir, cuyo flexible tallo más bien se adivinaba que se veía temblar debajo de los infinitos círculos de luz de las ondas.
    Otra allá, con el cabello suelto sobre los hombros, mecíase suspendida de la rama de un sauce sobre la corriente del río, y sus pequeños pies, color de rosa, hacían una raya de plata al pasar rozando la tersa superficie. En tanto que éstas permanecían recostadas aún al borde del agua con los ojos azules adormidos, aspirando con voluptuosidad el perfume de las flores y estremeciéndose ligeramente al contacto de la fresca brisa, aquéllas danzaban en vertiginosa ronda, entrelazando caprichosamente sus manos, dejando caer atrás la cabeza con delicioso abandono, e hiriendo el suelo con el pie en alternada cadencia.
    Era imposible seguirlas en sus ágiles movimientos, imposible abarcar con una mirada los infinitos detalles del cuadro que formaban, unas corriendo, jugando y persiguiéndose con alegres risas por entre el laberinto de los árboles; otras surcando el agua como un cisne y rompiendo la corriente con el levantado seno; otras, en fin, sumergiéndose en el fondo, donde permanecían largo rato para volver a la superficie, trayendo una de esas flores extrañas que nacen escondidas en el lecho de las aguas profundas.
    La mirada del atónito montero vagaba absorta de un lado a otro, sin saber donde fijarse, hasta que, sentado bajo un pabellón de verdura que parecía servirle de dosel, y rodeado de un grupo de mujeres todas a cual más bellas, que la ayudaban a despojarse de sus ligerísimas vestiduras, creyó ver el objeto de sus ocultas adoraciones: la hija del noble don Dionís, la incomparable Constanza.
    Marchando de sorpresa en sorpresa, el enamorado joven no se atrevía ya a dar crédito ni al testimonio de sus sentidos, y creíase bajo la influencia de un sueño fascinador y engañoso.
    No obstante, pugnaba en vano por persuadirse de que todo cuanto veía era efecto del desarreglo de su imaginación; porque mientras más la miraba, y más despacio, más se convencía de que aquella mujer era Constanza.
    No podía caber duda, no; suyos eran aquellos ojos oscuros y sombreados de largas pestañas, que apenas bastaban a mortiguar la luz de sus pupilas; suyas aquella rubia y abundante cabellera que, después de coronar su frente, se derramaba por su blanco seno y sus redondas espaldas como una cascada de oro; suyos, en fin aquel cuello airoso, que sostenía su lánguida cabeza, ligeramente inclinada como una flor que se rinde al peso de las gotas de rocío, y aquellas voluptuosas formas que él había soñado tal vez, y aquellas manos semejantes a manojos de jazmines, y aquellos pies diminutos, comparables sólo con dos pedazos de nieve que el sol no ha podido derretir y que a la mañana blanquean entre la verdura.
    En el momento en que Constanza salió del bosquecillo, sin velo alguno que ocultase a los ojos de su amante los escondidos tesoros de su hermosura, sus compañeras comenzaron nuevamente a cantar esta melodía dulcísima:
    CORO

    «Genios del aire, habitadores del luminoso éter, venid envueltos en un jirón de niebla plateada.
    Silfos invisibles, dejad el cáliz de los entreabiertos lirios, venid en vuestros carros de nácar, a los que vuelan uncidas las mariposas.
    Larvas de las fuentes, abandonad el techo de musgo y caed sobre nosotras en menuda lluvia de perlas.
    Escarabajos de esmeralda, luciérnagas de fuego, mariposas negras, ¡venid!
    Y venid vosotros todos, espíritus de la noche, venid zumbando como un enjambre de insectos de luz y de oro.
    Venid, que ya el astro protector de los misterios brilla en la plenitud de su hermosura.
    Venid, que ha llegado el momento de las transformaciones maravillosas.
    Venid, que los que os aman os esperan impacientes.»
    Garcés, que permanecía inmóvil, sintió al oír aquellos cantares misteriosos que el áspid de los celos le mordía el corazón, y obedeciendo a un impulso más poderoso que su voluntad, deseando romper de una vez el encanto que fascinaba sus sentidos, separó con mano trémula y convulsa el ramaje que le ocultaba, y de un solo salto se puso en la margen del río. El encanto se rompió, desvaneciose todo como el humo, y al tender en torno suyo la vista, no vio ni oyó más que el bullicioso tropel con que las tímidas corzas, sorprendidas en lo mejor de sus nocturnos juegos, huían espantadas de su presencia, una por aquí, otra por allá, cuál salvando de un salto los matorrales, cuál ganando a todo correr la trocha del monte.
    -¡Oh!, bien dije yo que todas estas cosas no eran más que fantasmagorías del diablo -exclamó entonces el montero- pero por fortuna esta vez ha andado un poco torpe dejándome entre las manos la mejor presa.
    Y, en efecto, era así: la corza blanca, deseando escapar por el soto, se había lanzado entre el laberinto de sus árboles, y enredándose en una red de madreselvas, pugnaba en vano por desasirse. Garcés la encaró la ballesta; pero en el mismo punto en que iba a herirla, la corza se volvió hacia el montero, y con voz clara y aguda detuvo su acción con un grito, diciéndole:
    -Garcés, ¿qué haces? -El joven vaciló y, después de un instante de duda, dejó caer al suelo el arma, espantado a la sola idea de haber podido herir a su amante. Una sonora y estridente carcajada vino a sacarle al fin de su estupor; la corza blanca había aprovechado aquellos cortos instantes para acabarse de desenredar y huir ligera como un relámpago, riéndose de la burla hecha al montero.
    -¡Ah! condenado engendro de Satanás -dijo éste con voz espantosa, recogiendo la ballesta con una rapidez indecible-; pronto has cantado la victoria, pronto te has creído fuera de mi alcance; y esto diciendo, dejó volar la saeta, que partió silbando y fue a perderse en la oscuridad del soto, en el fondo del cual sonó al mismo tiempo un grito, al que siguieron después unos gemidos sofocados.
    -¡Dios mío! -exclamó Garcés al percibir aquellos lamentos angustiosos-. ¡Dios mío, si será verdad! Y fuera de sí, como loco, sin darse cuenta apenas de lo que pasaba, corrió en la dirección en que había disparado la saeta, que era la misma en que sonaban los gemidos. Llegó al fin; pero al llegar, sus cabellos se erizaron de horror, las palabras se anudaron en su garganta, y tuvo que agarrarse al tronco de un árbol para no caer a tierra.
    Constanza, herida por su mano, expiraba allí a su vista, revolcándose en su propia sangre, entre las agudas zarzas del monte.

    FIN



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    Mensaje por Juan Martín Lun 31 Ago 2009, 09:30

    Querida Helena, me estoy aficionando a los relatos de Bécquer gracias a ti.

    Besos de tu amigo.

    Juan
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    Mensaje por helena Lun 31 Ago 2009, 14:09

    Querido Juan, me encanta que hayas entrado a leer "La corza blanca". Es una leyenda muy bella y fascinante. Te gustará, como las otras que iré colgando en días sucesivos. Serán sólo algunas de las muchas que escribió, pero una muestra suficiente.
    Gracias por pasar!

    Muchos besos

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    Mensaje por Juan Martín Lun 31 Ago 2009, 16:31

    Querida Helena, esta historia, además de ser bellísima y estar muy bien contada, es de lo más interesante y misteriosa.

    Da gusto leer cosas así.

    Muchas gracias por tales aportacones y muchos besos de tu amigo.

    Juan
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    Mensaje por helena Lun 31 Ago 2009, 17:25

    ¡Hola, querido amigo!
    Lástima que se lea tan poco en general, porque estas leyendas vale la pena conocerlas.
    Muchas gracias por interearte.
    Que tengas una feliz noche!

    Muchos besos
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    Gustavo Adolfo Bécquer - Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) Empty Re: Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870)

    Mensaje por Juan Martín Mar 01 Sep 2009, 09:24

    Querida Helena, ¡qué trágico desenlace! Se veía venir algo así a medida que avanzaba la narración, pero uno siempre alberga la posibilidad de que al final la historia no tenga un final trágico.

    Por lo demás, esta narración de Bécquer tiene un halo de misterio que recuerda a veces a los cuentos de las Mil y una noches, donde no es rara la conversión de seres humanos en animales y viceversa; así como todo tipo de recursos mágicos.

    Ha sido un gran placer leer una historia tan bien narrada y tan interesante.

    Muchos besos de tu amigo.

    Juan
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    Gustavo Adolfo Bécquer - Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) Empty LA CUEVA DE LA MORA (leyenda G.A. Bécquer)

    Mensaje por helena Sáb 05 Sep 2009, 06:17

    LA CUEVA DE LA MORA

    I
    Frente al establecimiento de baños de Fitero, y sobre unas rocas cortadas a pico, a cuyos pies corre el río Alhama, se ven todavía los restos de un castillo árabe abandonado, célebre en los fastos gloriosos de la reconquista por haber sido teatro de grandes y memorables hazañas, así por parte de los que lo defendieron como de los que valerosamente clavaron sobre sus almenas el estandarte de la cruz. De los muros no quedan más que unos ruinosos vestigios; las piedras de la atalaya han caído unas sobre otras al foso y lo han cegado por completo; en el patio de armas crecen zarzales y matas de jaramago; por todas partes adonde se vuelven los ojos no se ve más que arcos rotos, sillares oscuros y carcomidos; aquí un lienzo de barbacana, entre cuyas hendiduras nace la yedra; allí un torreón que aún se tiene en pie como por milagro; más allá los postes de argamasa con las manillas de hierro que sostenían el puente colgante.
    Durante mi estancia en los baños, ya por hacer ejercicio, que, según me decían era conveniente al estado de mi salud, ya arrastrado por la curiosidad, todas las tardes tomaba entre aquellos vericuetos el camino que conduce a las ruinas de la fortaleza árabe, y allí me pasaba horas y horas escarbando el suelo por ver si encontraba algunas armas, dando golpes en los muros para observar si sonaba a hueco y sorprender el escondrijo de un tesoro, y metiéndome por todos los rincones con la idea de encontrar alguno de esos subterráneos que es fama existen en todos los castillos de los moros.
    Mis diligentes pesquisas fueron por demás infructuosas.
    Sin embargo, una tarde en que, ya desesperanzado de hallar algo nuevo y curioso en lo alto de la rocas sobre la que se asienta el castillo, renuncié a subir a ella y limité mi paseo a las orillas que corre a sus pies, andando, andando a lo largo de la ribera, vi una especie de boquerón abierto en la peña viva y medio oculto por frondosos y espesísimos matorrales. No sin mi poquito de temor, separé el ramaje que cubría la entrada de aquello que me pareció una cueva por la naturaleza, y que, después que anduve algunos pasos vi que era un subterráneo abierto a pico.
    No pudiendo penetrar hasta el fondo, que se perdía entre las sombras, me limité a observar cuidadosamente los accidentes de la bóveda y del piso, que me pareció que se elevaba formando como unos grandes peldaños en dirección a la altura en que se halla el castillo de que ya he hecho mención y en cuyas ruinas recordé entonces haber visto una poterna cegada. Sin duda había descubierto uno de esos caminos secretos, tan comunes en las obras militares de aquella época, el cual debió servir para hacer salidas falsas o coger, estando sitiados, el agua del río que corre allí inmediato.
    Para cerciorarme de la verdad que pudiera haber en mis inducciones, después de salir de la cueva por donde mismo había entrado, trabé conversación con un trabajador que andaba podando unas viñas en aquellos vericuetos, y al cual me acerqué so pretexto de pedirle lumbre para encender un cigarrillo.
    Hablamos de varias cosas indiferentes: de las cualidades medicinales de las aguas de Fitero, de la cosecha pasada y la por venir, de las mujeres de Navarra y el cultivo de las viñas; hablamos, en fin, de todo lo que al buen hombre se le ocurrió, primero que de la cueva, objeto de mi curiosidad.
    Cuando, por último, la conversación recayó sobre este punto, le pregunté si sabía de alguien que hubiese penetrado en ella y visto su fondo.
    -¡Penetrar en la Cueva de la Mora! –me dijo, como asombrado al oír mi pregunta -¿Quién había de atreverse? ¿No sabe usted que de esa sima sale todas las noches un ánima?
    -¡Un ánima! –exclamé yo, sonriendo- ¿El ánima de quién?
    -El ánima de la hija de un alcaide moro que anda todavía penando por estos lugares, y se la ve todas las noches salir vestida de blanco de esa cueva, y llena en el río una jarrica de agua.
    Por la explicación de aquel buen hombre, vine en conocimiento de que acerca del castillo árabe y del subterráneo que yo suponía había en comunicación con él había alguna historieta, y como yo soy amigo de oír todas estas tradiciones, especialmente de labios de la gente del pueblo, le supliqué me la refiriese, lo cual hizo, poco más o menos en los términos que yo, a mi vez, se la voy a referir a mis lectores.

    II
    Cuando el castillo, del que ahora sólo restan algunas informes ruinas, se tenía aún por los reyes moros, y sus torres, de las que no han quedado piedra sobre piedra, dominaban desde lo alto de la roca en que tiene asiento todo aquel fertilísimo valle que fecunda el río Alhama, tuvo lugar junto a la villa de Fitero una reñida batalla, en la cual cayó herido y prisionero de los árabes un caballero cristiano, tan digno de renombre por su piedad como por su valentía.
    Conducido a la fortaleza y cargado de hierros por sus enemigos, estuvo algunos días en el fondo de un calabozo, luchando entre la vida y la muerte, hasta que, curado milagrosamente de sus heridas, sus deudos le rescataron a fuerza de oro.
    Volvió el cautivo a su hogar, volvió a estrechar entre sus brazos a los que le dieron el ser. Sus hermanos de armas y sus hombres de guerra se alborozaron al verle, creyendo llegada la hora de emprender nuevos combates, pero el alma del caballero se había llenado de una profunda melancolía y ni el cariño paterno ni los esfuerzos de la amistad eran parte a disiparla.
    Durante su cautiverio logró ver a la hija del alcaide moro, de cuya hermosura tenía noticias por la fama antes de conocerla; pero cuando la hubo conocido la encontró tan superior a la idea que de ella se había formado, que no pudo resistir a la seducción de sus encantos y se enamoró perdidamente de un objeto para él imposible.
    Meses y meses pasó el caballero forjando los proyectos más atrevidos y absurdos: ora imaginaba un medio de romper las barreras que lo separaban de aquella mujer, ora hacía los mayores esfuerzos por olvidarla, y ya se decidía por una cosa, ya se mostraba partidario de otra absolutamente opuesta, hasta que, al fin, un día reunió a sus hermanos
    y compañeros de armas, hizo llamar a sus hombres de guerra, y después de hacer con el mayor sigilo todos los aprestos necesarios, cayó de improviso sobre la fortaleza que guardaba al objeto de su insensato amor.
    A partir de esta expedición, todos creyeron que sólo movía a su caudillo el afán de vengarse de cuanto le habían hecho sufrir aherrojándole en el fondo de sus calabozos; pero después de tomada la fortaleza no se ocultó a ninguno la verdadera causa de aquella arrojada empresa en que tantos buenos cristianos habían perecido para contribuir al logro de una pasión indigna.
    El caballero, embriagado en el amor que al fin logró encender en el pecho de la hermosa mora, ni hacía caso de los consejos de sus amigos ni paraba mientes en las murmuraciones y las quejas de sus soldados. Unos y otros clamaban por salir cuanto antes de aquellos muros, sobre los cuales era natural que habían de caer nuevamente los árabes, repuestos del pánico de la sorpresa.
    Y en efecto, sucedió así. El alcaide reunió gente de los lugares comarcanos, y una mañana, el vigía que estaba puesto en la atalaya de la torre bajó a anunciar a los enamorados amantes que por toda la tierra que desde aquellas rocas se descubre, se veía bajar tal nublado de guerreros, que bien podía asegurarse que iba a caer sobre el castillo la morisma entera.
    La hija del alcaide se quedó al oírlo pálida como la muerte; el caballero pidió sus armas a grandes voces y todo se puso en movimiento en la fortaleza. Los soldados salieron en tumulto de sus cuadras; los jefes comenzaron a dar órdenes; se bajaron los rastrillos; se levantó el puente colgante y se coronaron de ballesteros las almenas.
    Algunas horas después comenzó el asalto.
    El castillo podía llamarse con razón inexpugnable. Sólo por sorpresa, cuando se apoderaron de él los cristianos. Resistieron, pues, sus defensores un, dos y hasta diez embestidas. Los moros se limitaron, viendo la inutilidad de sus esfuerzos, a cercarlo estrechamente para hacer capitular a sus defensores por hambre.
    El hambre alcanzó, en efecto, a hacer estragos horrorosos entre los cristianos; pero sabiendo que, una vez rendido el castillo, el precio de la vida de sus defensores era la cabeza de su jefe, ninguno quiso hacerle traición, y los mismos que habían reprobado su conducta juraron perecer en su defensa.
    Los moros, impacientes, resolvieron dar un nuevo asalto al mediar la noche. La embestida fue rabiosa, la defensa desesperada y el choque horrible. Durante la pelea, el alcaide, partida la frente de un hachazo, cayó al foso desde lo alto del muro, al que había logrado subir con la ayuda de una escala, al mismo tiempo que el caballero recibía un golpe mortal en la brecha de la barbacana, en donde unos y otros combatían cuerpo a cuerpo entre las sombras.
    Los cristianos comenzaron a cejar y replegarse. En este punto la mora se inclinó sobre su amante, que yacía en el suelo, moribundo, y tomándolo en sus brazos con unas fuerzas que hacían mayores la desesperación y la idea del peligro, lo arrastró hasta el patio de armas. Allí tocó a un resorte, se levantó una piedra como movida de un impulso sobrenatural y por la boca que dejó al levantarse, despareció con su preciosa carga y comenzó a descender hasta llegar al fondo del subterráneo.

    III
    Cuando el caballero volvió en sí, tendió a su alrededor una mirada llena de extravío, y dijo:
    -¡Tengo sed! ¡Me muero! ¡Me abraso!
    Y en su delirio precursor de la muerte, de sus labios seco, al pasar por los cuales silbaba la respiración, sólo se oían salir estas palabras angustiosas:
    -¡Tengo sed! ¡Me abraso! ¡Agua! ¡Agua!
    La mora sabía que aquel subterráneo tenía una salida al valle por donde corre el río. El valle y todas las alturas que lo coronan estaban llenos de soldados moros, que, una vez rendida la fortaleza, buscaban en vano por todas partes al caballero y a su amada para saciar en ellos su sed de exterminio. Sin embargo, no vaciló un instante y, tomando el casco del moribundo, se deslizó como una sombra por entre los matorrales que cubrían la boca de la cueva y bajó a la orilla del río.
    Ya había tomado el agua. Ya iba a incorporarse para volver de nuevo al lado de su amante, cuando silbó una saeta y exhaló un grito. Dos guerreros moros que velaban alrededor de la fortaleza habían disparado sus arcos en la dirección en que oyeron moverse las ramas.
    La mora, herida de muerte, logró sin embargo arrastrarse a la entrada del subterráneo y penetrar hasta el fondo, donde se encontraba el caballero. Éste, al verla cubierta de sangre y próxima a morir, volvió en su razón, y conociendo la enormidad del pecado que tan duramente expiaban, volvió sus ojos al cielo, tomo el agua que su amante le ofrecía y, sin acercársela a sus labios, preguntó a la mora:
    -¿Quieres ser cristiana? ¿Quieres morir en mi religión y salvarte conmigo?
    La mora, que había caído al suelo desvanecida por la falta de la sangre, hizo un movimiento imperceptible con la cabeza, sobre la cual derramó el caballero el agua bautismal, invocando el nombre del Todopoderoso.
    Al otro día, el soldado que disparó la saeta vio un rastro de sangre a la orilla del río, y, siguiéndolo, entró en la cueva, donde encontró los cadáveres del caballero y su amada, que aún vienen por las noches a vagar por estos contornos...


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    Mensaje por Juan Martín Mar 08 Sep 2009, 04:46

    Querida Helena, qué bellísima historia de dos fantasmas que se tienen por toda la eternidad, y que moran para siempre, a salvo de los infortunios de la vida terrena, en el lugar en que se amaron tanto.

    ¡Me ha gustado muchísimo!

    Muchos besos de tu amigo.

    Juan
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    Mensaje por helena Mar 08 Sep 2009, 06:05

    Buenos días, querido amigo.
    Me alegro mucho de que te haya gustado esta leyenda, pues en verdad es bellísima.
    Muchas gracias por interesarte. Creo que vale la pena.

    Besos y feliz día!
    Helena











































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    Mensaje por Maria Lua Jue 17 Sep 2009, 12:28

    Querida amiga Helena, me gustó
    muchísimo esa romántica y bella
    historia...
    Un beso con cariño
    Maria Lua


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    Mensaje por helena Vie 18 Sep 2009, 14:58


    Querida amiga Helena, me gustó
    muchísimo esa romántica y bella
    historia...
    Un beso con cariño
    Maria Lua

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    Sí, querida amiga, es muy bella esta leyenda,
    pero todas las de Bécquer lo son. Estos relatos
    son la representación más paradigmática del
    Romanticismo en España. La próxima que presentaré,
    algo más larga, es de lo más hermoso que se ha
    escrito en esa ímportante etapa de la literatura.
    Muchas gracias por pasar!
    Besos y buenas tardes
    Helena

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    helena
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    Fecha de inscripción : 12/05/2009

    Gustavo Adolfo Bécquer - Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) Empty LA PROMESA I (leyenda castellana, G.A. Bécquer)

    Mensaje por helena Vie 18 Sep 2009, 15:07

    LA PROMESA
    (leyenda castellana)

    I
    Margarita lloraba con el rostro oculto entre las manos; lloraba sin gemir, pero las lágrimas corrían silenciosas a lo largo de sus mejillas, deslizándose por entre sus dedos para caer en la tierra, hacia la cual había doblado su frente.
    Junto a Margarita estaba Pedro; éste levantaba de cuando en cuando los ojos para mirarla y, viéndola llorar, tornaba a bajarlos, guardando a su vez un silencio profundo.
    Y todo callaba a su alrededor y parecía respetar su pena. Los rumores del campo se apagaban; el viento de la tarde dormía y las sombras comenzaban a envolver los espesos árboles del soto.
    Así transcurrieron unos cuantos minutos, durante los cuales se acabó de borrar el rastro de luz que el sol había dejado al morir en el horizonte; la luna comenzó a dibujarse vagamente sobre el fondo violado del cielo del crepúsculo, y unas tras otras fueron apareciendo las grandes estrellas.
    Pedro rompió al final aquel silencio angustioso, exclamando con voz sorda y entrecortada, y como si hablara consigo mismo:
    -¡Es imposible... imposible!
    Después, acercándose a la desconsolada niña y tomando una de sus manos, prosiguió con acento más cariñoso y suave:
    -Margarita, para ti el amor es todo y tú no ves más allá del amor. No obstante, hay algo tan respetable como nuestro cariño, y es mi deber. Nuestro señor, el conde de Gómara, parte mañana de su castillo para reunir su hueste a la del rey don Fernando, que va a sacar Sevilla del poder de los infieles, y yo debo partir con el conde. Huérfano oscuro, sin nombre y sin familia, a él le debo cuanto soy. Yo le he servido en el ocio de las paces, he dormido bajo su techo, me he calentado en su hogar y he comido el pan de su mesa. Si hoy le abandono, mañana sus hombres de armas, al salir en tropel por las poternas de su castillo, preguntarán maravillados de no veme: “¿Dónde está el escudero favorito del conde de Gómara”. Y mi señor callará con vergüenza, y sus pajes y sus bufones en son de mofa:”El escudero del conde no es más que un galán de justas, un lidiador de cortesía”.
    Al llegar a este punto, Margarita levantó sus ojos, llenos de lágrimas, para fijarlos en los de su amante, y removió los labios como para dirigirle la palabra, pero su voz se ahogó en un sollozo.
    Pedro, con acento aún más dulce y persuasivo, prosiguió así:
    -No llores, por Dios, Margarita, porque tus lágrimas me hacen daño. Voy a alejarme de ti, más yo volveré después de haber conseguido un poco de gloria para mi nombre oscuro. El cielo nos ayudará en la santa empresa, conquistaremos Sevilla y el rey nos dará feudos en las riberas del Guadalquivir a los conquistadores.
    Entonces volveré en tu busca y nos iremos juntos a habitar en aquel paraíso de los árabes, donde dicen que hasta el cielo es más limpio y más azul que el de Castilla; volveré, te lo juro; volveré a cumplir la palabra solemnemente empeñada el día que puse en tus manos ese anillo, símbolo de una promesa.
    -¡Pedro! –exclamó entonces Margarita, dominando su emoción y con voz resuelta y firme- Ve, ve a mantener tu honra –y pronunciando estas palabras se arrojó por última vez en los brazos de su amante. Después añadió con acento más sordo y conmovido –Ve a mantener tu honra; pero... vuelve a traerme la mía.
    Pedro besó la frente de Margarita, desató su caballo, que estaba sujeto a uno de los árboles del soto, y se alejó al galope por el fondo de la alameda.
    Margarita siguió a Pedro con los ojos hasta que su sombra se confundió entre la niebla de la noche, y cuando ya no pudo distinguirlo, se volvió lentamente al lugar donde la aguardaban sus hermanos.
    -Ponte tus vestidos de gala- le dijo uno de ellos al entrar –,que mañana vamos a Gómara con todos los vecinos del pueblo para ver al conde, que se marcha a Andalucía.
    -A mí más me entristece que me alegra ver irse a los que acaso no han de volver –respondió Margarita con un suspiro.
    -Sin embargo –insistió el otro hermano –has de venir con nosotros, y has de venir compuesta y alegre; así no dirán las gentes murmuradoras que tienes amores en el castillo y que tus amores se van a la guerra.

    II
    Apenas rayaba en el cielo la primera luz del alba, cuando empezó a oírse por todo el campo de Gómara la aguda trompetería de los soldados del conde, y los campesinos que llegaban en numerosos grupos de lugares cercanos vieron desplegarse al viento el pendón señorial en la torre más alta de la fortaleza.
    Unos sentados al borde de los fosos, otros subidos en las copas de los árboles, éstos vagando por las llanuras, aquellos coronando las cumbres de las colinas, los de más allá formando un cordón a lo largo de la calzada, ya haría cerca de una hora que los curiosos esperaban el espectáculo, no sin que algunos comenzaran a impacientarse, cuando volvió a sonar de nuevo el toque de los clarines, rechinaron las cadenas del puente, que cayó con pausa sobre el foso, y se levantaron los rastrillos, mientras se abrían de par en par, y gimiendo sobre sus goznes, las pesadas puertas del arco que conducía al patio de armas.
    La multitud corrió a lo largo del camino para ver más a su sabor las brillantes armaduras y los lujosos arreos del séquito del conde de Gómara, célebre en toda la comarca por su esplendidez y sus riquezas.
    Rompieron la marcha los farautes, que deteniéndose de trecho en trecho pregonaban a son de caja las cédulas del rey llamando a sus feudatarios a la guerra de moros y requiriendo a las villas y lugares libres para que diesen paso y ayuda a sus huestes.
    A los farautes siguieron los heraldos de corte, ufanos con sus casullas de seda, sus escudos bordados de oro y colores y sus birretes guarnecidos de plumas vistosas.
    Después vino el escudero mayor de la casa, armado de punta en blanco, caballero sobre un potro morcillo, llevando en sus manos en pendón de ricohombre con sus motes y sus calderas, y al estribo izquierdo, el ejecutor de las justicias del señorío vestido de negro y rojo. Precedían al escudero mayor hasta una veintena de aquellos famosos trompeteros de la tierra llana, célebres en las crónicas de nuestros reyes por la increíble fuerza de sus pulmones.
    Cuando dejó de herir el viento el agudo calor de la formidable trompetería, comenzó a oírse un rumor sordo, compasado y uniforme. Eran los peones de la mesnada, armados de largas picas y provistos de sendas adargas de cuero. Tras éstos no tardaron en aparecer los aparejadores de las máquinas, con sus herramientas y sus torres de palo; las cuadrillas de escaladores y la gente menuda al servicio de las acémilas.
    Luego, envueltos en la nube polvo que levantaban los cascos de sus caballos, y lanzando chispas de luz de sus petos de hierro, pasaron los hombres de armas del castillo, formados en gruesos pelotones que semejaban a lo lejos un bosque de lanzas.
    Por último, precedido de los timbaleros, que montaban poderosas mulas con gualdrapas y penachos, rodeado de sus pajes, que vestían ricos trajes de seda, apareció el conde.
    Al verle, la multitud levantó un clamor inmenso para saludarle, y entre la confusa vocearía se ahogó el grito de una mujer, que en aquel momento cayó desmayada y como herida en los brazos de algunas personas que acudieron a socorrerla. Era Margarita. Margarita, que había conocido a su misterioso amante en el muy alto y muy temido señor conde de Gómara, uno de los más noble y poderosos feudatarios de la corona de Castilla.

    III
    El ejército de don Fernando, después de salir de Córdoba, había venido por sus jornadas hasta Sevilla, no sin haber luchado antes en Écija, Carmona y Alcalá del Río de Guadaira, donde una vez expugnado el famoso castillo, puso los reales a la vista de la ciudad de los infieles.
    El conde de Gómara estaba en una tienda sentado en un escaño de alerce, inmóvil, pálido, terrible, las manos cruzadas sobre la empuñadura del montante y los ojos fijos en el espacio, con esa vaguedad del que parece mirar un objeto y sin embargo no ve nada de cuanto hay a su alrededor.
    A un lado, de pie, le hablaba uno de los más antiguos escuderos de su casa, el único que en aquellas horas de negra melancolía hubiera osado interrumpirle sin atraer sobre su cabeza la explosión de cólera:
    -¿Qué tenéis, señor? –le decía- ¿Qué mal os aqueja y consume? Triste vais al combate y triste volvéis, aun tornando con la victoria. Cuando todos los guerreros duermen rendidos a la fatiga del día, os oigo suspirar angustiado, y si corro a vuestro lado os veo luchar con algo invisible que os atormenta. Abrís los ojos y vuestro terror no se desvanece. ¿Qué os pasa, señor? Decídmelo. Si es un secreto, yo sabré guardarlo en el fondo de mi memoria como un sepulcro.
    El conde parecía no oír al escudero. No obstante, después de un largo espacio, y como si las palabras hubiesen tardado todo ese tiempo en llegar desde sus oídos a su inteligencia, salió poco a poco de su inmovilidad y, atrayéndole cariñosamente, le dijo con voz grave y reposada:
    -He sufrido demasiado en silencio. Creyéndome juguete de la vana fantasía, hasta ahora he callado por vergüenza. Pero no, no es ilusión lo que me sucede. Yo debo hallarme bajo la influencia de alguna maldición terrible. El cielo o el infierno deben querer algo de mí, y lo avisan con hechos sobrenaturales. ¿Te acuerdas del día de nuestro encuentro con los moros de Nebrija en el alfaraje de Triana? Éramos pocos. La pelea fue dura y yo estuve a punto de perecer. Tú lo viste: en lo más reñido del combate, mi caballo, herido y ciego de furor, se precipitó hacia el grueso de la hueste mora. Yo pugnaba en vano por contenerle. Las riendas se habían escapado de mis manos y el fogoso animal corría llevándome hacia una muerte segura. Ya los moros, cerrando sus escuadrones, apoyaban en tierra el cuento de sus largas picas para recibirme en ellas. Una nube de saetas silbaba en mis oídos. El caballo estaba a unos pies de distancia del muro de hierro en que íbamos a estrellarnos, cuando... Créeme, no fue una ilusión: vi una mano que, agarrándole de la brida, lo detuvo con una fuerza sobrenatural y, volviéndole a las filas de mis soldados, me salvó milagrosamente. En vano pregunté a unos y otros por mi salvador. Nadie le conocía, nadie le había visto. “Cuando volabais a estrellaros en la barrera de picas –me dijeron -, ibais solo, completamente solo, por eso nos maravillamos al veros tornar, sabiendo que ya el corcel no obedecía al jinete”. Aquella noche entré preocupado en mi tierra. Quería arrancarme en vano de mi imaginación el recuerdo de la extraña aventura. Mas al aproximarme al lecho torné a ver la misma mano, una mano hermosa, blanca hasta la palidez, que descorrió las cortinas, desapareciendo después. Desde entonces, a todas horas, en todas partes, estoy viendo esa mano misteriosa que previene mis deseos y se adelanta a mis acciones. La he visto al expugnar el castillo de Triana, coger entre sus dedos y partir en el aire una saeta que venía a herirme; la he visto, en los banquetes donde procuraba ahogar mi pena ente la confusión y el tumulto, escanciar el vino en mi copa, siempre se halla delante de mis ojos y por dondequiera que voy me sigue: en la tienda, en el combate, de día, de noche... Ahora mismo, mírala, mírala aquí, apoyada suavemente en mis hombros.
    Al pronunciar estas últimas palabras, el conde se puso de pie y dio algunos pasos, fuera de sí y embargado de un terror profundo. (sigue)



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