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Edgar Lee Masters (Garnett, 1869 - Melrose Park, 1950) Poeta estadounidense. Era hijo de un abogado, y pasó la adolescencia en la zona del Illinois situada entre Petersburg y Lewistown que haría célebre en su obra principal. Luego de haber cursado estudios regulares en el Knox College, siguió la profesión de su padre, que ejerció durante algún tiempo en Lewistown; más tarde, hacia 1892, abrió bufete en Chicago.
Su éxito como abogado no le libró de la monotonía de una existencia vulgar y aburrida, en la cual la reacción al puritanismo aparecía bajo veleidades artísticas. La poesía era, en efecto, el único bálsamo de su espíritu de pesimista melancólico y de provinciano aislado y resentido. En la Chicago contemporánea, donde bullían nuevos afanes y el deseo de superar el materialismo reinante, encontró diarios y revistas prontos a publicarle cuanto iba componiendo: textos poéticos, narraciones y, además, obras innovadoras que, a pesar de los esfuerzos realizados por el autor para situarse frente a la realidad, presentaban aún las formas convencionales de la tradición.
En 1913 la lectura de la Antología Palatina (texto que le había prestado William Marion Reedy, director del Reedy's Mirror de St. Louis) le inspiró la obra que iba a dar fama a su nombre: la Antología de Spoon River (1915). Este libro pronto pasó a ser el estandarte de una revolución espiritual inspiradora de toda la nueva literatura: la dirigida "contra la aldea" y la mentalidad puritana.
En dicha obra Masters recreaba los epitafios grabados en las tumbas del cementerio de una pequeña ciudad del Medio Oeste, escritos en verso libre. Su lectura va revelando, a través de las voces de los muertos, los entresijos de la comunidad en la que vivieron: la hipocresía de unos, las angustias de otros y, en suma, expresa la pérdida de los nobles valores que animaron a los fundadores, ya sea por deliberada traición a ellos o por incapacidad para mantenerlos vivos. Se trata de una crónica mordaz acerca del fracaso, en la que el poeta alcanza un aliento original que no se repetiría en su obra posterior.
En 1924 Masters publicó una segunda colección, The New Spoon River, considerada inferior a la primera, pero llena de su mismo espíritu; en esta otra, sin embargo, publicada tras los horrores de la guerra, el reto lanzado a las hipocresías puritanas asume un tono de denuncia. La Antología fue sobrevalorada por la crítica y el público y su autor conoció la gloria literaria. Forzado por el juicio de los demás, el autor hubo de empeñarse en un vano esfuerzo por conservarlo.
Abandonada la abogacía en 1920, Masters se estableció en Nueva York, vivió una existencia aislada y huraña y escribió numerosas libros que no fueron bien acogidos: en total, quince volúmenes de poesías, muchas novelas, una autobiografía, obras teatrales y estudios críticos. Su débil inspiración, empero, no llegó a penetrar de nuevo, como antaño ocurriera, en el espíritu del siglo. Con todo, si Spoon River no hubiese ofuscado el resto de su obra, la novela Vuelo nupcial bastaría para asegurarle un buen lugar entre los narradores de su tiempo.
Antología de Spoon River
Introducción
"Espejo de nuestras flaquezas" por Aquiles Julián
Edgar Lee Masters logró con su Antología de Spoon River no sólo crear un libro, creó un estilo. Poesía sentenciosa, filosófica, apasionada, con un enfoque aleccionador. A través de los personajes cuyos epitafios el autor imagina y nos comparte, va emergiendo un muestrario de la variopinta debilidades y flaquezas humanas, de fantasías, expectativas, frustraciones, pasiones, sueños, odios, miedos, pecados, crímenes, etc.
Spoon River es un retrato despiadado y a la vez misericordioso de las flaquezas y caídas humanas. Cada personaje habla por su epitafio y muestra sus pobrezas, sus pecados, sus horrores.
A veces son de pareja: esposa y esposo, en ocasiones de autoridades. Todos se despojan de su máscara, de sus falsos honores y desnudan su corazón, dicen su última verdad, la postrera. Revelan su alma.
Y es ese temblor, esa acre verdad, ese fulminante latigazo que golpea con el corazón el que Edgar Lee Masters nos comunica en una poesía sin arabescos ni retozos: sobria, contenida, intensa, apodíctica.
De él y su poesía se ha escrito:“¿Qué es lo que conv ierte en excepcional Antología de Spoon River? No sólo el lenguaje, de un lirismo contenido pero traspasado por la ironía, por un controlado sarcasmo y por la ternura, sino la perspectiva desde la que están escritos los poemas. Es decir, por el lugar desde el que el poeta y narrador escribe. Cada personaje pone voz a su epitafio, recapitula, desde su muerte, sobre la existencia: expone la verdad que las convenciones sociales, la tradición, la represión obligada y la represión inducida, le han obligado a ocultar en vida. La prostituta que dio servicio a los más afamados hijos del pueblo; el juez que se corrompió y que se sabe injusto ("sabiendo que hasta Hod Putt, el asesino, / ahorcado por sentencia mía, / era de alma inocente comparado conmigo"); el sacerdote que conoció secretos y sevicias; la muchacha violada; la esposa adúltera; el banquero que engañaba a sus clientes. Los epitafios sacan a flote la vida oculta, hacen emerger lo sumergido. La muerte desinhibe, libera, es el gozne que abre la puerta de la habitación donde los sueños conviven con las frustraciones, la verdad con la mentira, la dignidad con la humillación, el lujo con la miseria.”
Algunos poemas de la Antología de Spoon River
Silencio
He conocido el silencio de las estrellas y del mar,
Y el silencio de la ciudad cuando calla,
Y el silencio de un hombre y una mujer,
Y el silencio por el que la música sólo encuentra su palabra,
Y el silencio de los bosques antes de los vientos de la primavera,
Y el silencio de los enfermos
Cuando sus ojos vagan por la habitación.
Y pregunto: ¿Para qué cosas profundas sirve el lenguaje?
Una bestia del campo se queja unas pocas veces
Cuando la muerte se lleva a su cría.
Y nosotros nos quedamos mudos ante realidades de las que no podemos hablar.
Un chico curioso le pregunta a un soldado viejo sentado
frente a un almacén
--¿Cómo perdiste la pierna?
Y el viejo soldado se queda sin palabras
o desvía el pensamiento
porque no puede concentrarlo en Gettysburg.
Y vuelve jocoso
Y le dice: Un oso me la comió.
Y el chico se maravilla, mientras el viejo soldado
Mudo, débil, sobrevive a
Los fogonazos de los revólveres, al trueno del cañón,
Los gritos de los asesinados,
Y a él mismo tendido en el suelo,
Y a los cirujanos del hospital, los cuchillos,
Y a los largos días en cama.
Pero si pudiera describir todo esto
Sería un artista.
Pero si fuera un artista debería haber palabras más hondas
Que él no podría describir.
Está el silencio de un gran odio,
Y el silencio de un gran amor,
Y el silencio de una profunda paz interior,
Y el silencio de una amistad traicionada,
Está el silencio de una crisis espiritual,
A través del cual, el alma, exquisitamente torturada,
Llega a visiones que no pueden pronunciarse
En un reino de vida superior.
Y el silencio de los dioses que se entienden sin hablar,
Está el silencio de la derrota.
Está el silencio de los injustamente castigados;
Y el silencio de los agonizantes cuya mano
de pronto toca la nuestra.
Está el silencio entre el padre y el hijo,
Cuando el padre es incapaz de explicar su vida,
Y por eso mismo resulta incomprendido.
Hay el silencio que crece entre el marido y la mujer.
Hay el silencio de aquellos que fracasaron;
Y el vasto silencio que cubre
A las naciones quebradas y a los líderes vencidos.
Está el silencio de Lincoln,
Pensando en la pobreza de su juventud.
Y el silencio de Napoleón
Después de Waterloo.
Y el silencio de Juana de Arco
Diciendo entre las llamas, "Jesús Bendito"...
Revelando en dos palabras toda la pena, toda la esperanza.
Y hay el silencio de la vejez,
tan lleno de sabiduría que la lengua no pronuncia
las palabras inteligibles para aquellos que no han vivido
La gran extensión de la vida.
Y está el silencio de los muertos.
Si nosotros, vivos,
no podemos hablar de profundas experiencias,
¿Por qué asombrarse de que los muertos
no nos hablen de la muerte?
Su silencio será interpretado
Cuando nos acerquemos a ellos.
Lois Spears
Yace aquí el cuerpo de Lois Spears,
nacida de Lois Fluke, hija de Willard Fluke,
esposa de Cyrus Spears,
madre de Myrtle y Virgil Spears,
niños de ojos claros y miembros sanos;
(yo nací ciega).
Fui la más dichosa de las mujeres
como esposa, como madre y ama de casa,
ocupándome de los que amaba,
y haciendo de mi hogar
un sitio de orden y de generosa hospitalidad:
porque andaba por los cuartos
y por el jardín
con un instinto tan infalible como la vista,
como si tuviera los ojos en las puntas de los dedos;
Gloria a Dios en los cielos.
Taylor, el diácono
Pertenecí a la Iglesia
Y al partido que aboga por prohibir el alcohol.
En el pueblo suponen
Que morí por comer sandías,
La verdad es muy distinta:
Me mató la cirrosis.
Tarde a tarde, por espacio de unos treinta años,
Me deslicé al interior de la botica de Trainor
Y me serví una dosis generosa
De un frasco que llevaba la etiqueta
Spiritus Fromenti. *
*Alcohol puro de trigo fermentado.
Elsa Wertman
Yo era una campesina que emigró de Alemania,
Robusta, alegre, sonrosada, de ojos azules.
Fui sirvienta en la casa de Thomas Greene.
Un día de verano, cuando no estaba su mujer,
Greene entró en la cocina, me abrazó
Y me besó en el cuello.
Intenté rechazarlo
Pero después ninguno de los dos
Pareció darse cuenta de lo que hacía.
Y lloré por lo que iba a ser de mí
Y continué llorando
Al ver que mi secreto era notorio.
La señora Greene me dijo que estaba al tanto
Pero no haría nada en mi contra.
Mujer estéril,
Se hallaba bien dispuesta a la adopción.
(Su esposo le obsequió una granja para aquietarla.)
Se recluyó en su cuarto
Y difundió rumores de embarazo
Y todo salió bien y nació el niño.
Conmigo se portaron muy amables.
Más tarde me casé con Gus Werthman
Y pasaron los años.
Pero en los mítines políticos,
Cuando aquellos sentados junto a mí
Pensaban que la elocuencia de Hamilton Greene
Me hacía derramar lágrimas,
Erraban por completo:
¡No! Yo quería gritarles:
¡Es mi hijo, es mi hijo!
Hamilton Greene
Fui hijo único
De Frances Harris, de Virginia,
Y Thomas Greene, de Kentucky,
Ambos de honrado e impecable linaje.
A ellos les debo cuanto llegué a ser:
Juez, representante en el Congreso, líder político.
De mi madre heredé la vivacidad,
El talento, el don de la palabra;
De mi padre, la voluntad, la lógica, el buen juicio.
Reciban ellos todos los honores
Por los servicios que presté en mi pueblo.
Theodore, el poeta
De niño te pasabas horas y horas
Sentado en la ribera del Spoon turbio.
Los ojos fijos en la entrada de la guarida,
Esperando que el cangrejo de río
Saliera y se arrastrara por la orilla arenosa.
Veías primero sus antenas trémulas,
Briznas de paja al viento.
Luego su cuerpo de color de greda,
Adornado por ojos negro-azabache.
Como en trance te preguntabas:
Qué sabe, qué desea, para qué vive el cangrejo.
Más tarde dirigiste la mirada
Hacia hombres y mujeres
Ocultos del destino en sus guaridas
De las grandes ciudades
Y esperaste que salieran sus almas
Para ver cómo
Y con qué objeto viven
Y para qué se arrastran con tanto afán
Por la orilla arenosa en la que falta el agua
Cuando termina el verano.
Anne Rutledge
Brotan de mí, indigna desconocida,
las vibraciones de una música inmortal;
“¡Sin malicia hacia nadie, con caridad para todos!”
Brotan de mí el perdón de millones hacia millones,
y el benéfico rostro de una nación
resplandeciente de justicia y verdad.
Soy Anne Rutledge, quien duerme bajo estas malezas,
la amada en vida de Abraham Lincoln,
casada con él, no a través de la unión,
sino a través de la separación.
¡Florece eternamente, oh República,
desde el polvo de mi seno!
Chase Henry
En vida yo era el borracho del pueblo;
cuando morí, el cura me negó
cristiana sepultura.
Lo que redundó en mi buena fortuna,
ya que los protestantes compraron este lote
y enterraron mi cuerpo aquí,
cerca a la tumba del banquero Nicholas
y de su esposa, Priscilla.
Tomad nota, ánimas prudentes y pías,
de las vueltas y revueltas de la vida
que honra a los muertos que vivieron en la vergüenza
El juez Somers
¿Cómo es posible, decidme,
que yo, que fui el más erudito de los abogados;
que me sabía a Blackstone y a Coke
casi de memoria; que pronuncié el mejor discurso
que una corte haya jamás oído y escribí
un memorial que mereció elogios del magistrado Breese —
cómo es posible, decidme,
que yo yaga aquí, sin nombre, olvidado,
mientras que Chase Henry, el borracho del pueblo,
tiene lápida de mármol coronada por una urna
en la que Madre Natura, en forma irónica,
ha plantado una maleza en flor?
Penniwit, el artista
Me quedé sin clientela en Spoon River
tratando de meterle espíritu a la cámara
para captar el alma de la gente.
La mejor de todas mi fotos
fue la que le tomé al juez Somers, doctor en leyes.
Se sentó erguido y me hizo esperar
hasta que pudo enderezar sus ojos bizcos.
Cuando estuvieron rectos me dijo: «Listo.»
Le contesté: «deniego» y se volvió a embizcar.
Lo agarré como solía ser
cuando decía: «Me opongo.»
Julia Miller
Nos peleamos esa mañana
porque él tenía sesenta y cinco años y yo treinta,
me sentía nerviosa y pesada con el niño
cuyo nacimiento me atemorizaba.
Recordaba la última carta
que aquella joven alma alienada
me había escrito
y cuyo abandono escondí
casándome con el viejo.
Luego tomé morfina y me senté a leer.
A través de la oscuridad que invadió mis ojos
sigo viendo la luz parpadeante de estas palabras:
«Y Jesús le dijo: —En verdad, en verdad
os digo: hoy estarás conmigo en el paraíso.»
Margaret Fuller Slack
Podría haber sido tan grande como George Eliot
pero el destino no quiso.
Miren la foto que me hizo Penniwit,
con el mentón apoyado en la mano y los ojos profundos,
grises también y penetrantes.
Pero existía el viejo, viejo problema:
¿Celibato, matrimonio o libertinaje?
Luego John Slack, el rico farmacista, apareció tentándome
con la promesa de libertad para mi novela,
y me casé, trayendo al mundo ocho hijos.
Y ya no tuve tiempo de escribir.
De todas maneras, para mí todo estaba acabado
cuando la aguja me atravesó la mano
lavando los pañales del bebé,
y morí de tétano, una irónica muerte.
Escuchadme, ánimas ambiciosas:
¡El sexo es la maldición de la vida!
La colina
¿Dónde están Elmer, Herman, Bert, Tom y Charley,
el abúlico, el forzudo, el bufón, el borracho, el peleador?
Todos, todos están durmiendo en la colina.
Uno se fue por una fiebre,
uno se quemó en una mina,
uno fue muerto en una pendencia,
uno murió en la cárcel,
uno se cayó del puente donde trabajaba para sus hijos
y su mujer;
todos, todos están durmiendo en la colina....
Hod Putt
Yazgo aquí, junto a la tumba
del viejo Bill Piersol,
que se enriqueció traficando con los indios, y que
tiempo después aprovechó la ley de quiebras
y salió de eso más rico que antes.
Cansado de fatigas y de miseria
viendo como el viejo Bill y otros se hacían cada vez más opulentos,
una noche asalté a un viajero cerca de Proctor,
y sin querer lo maté,
por lo que fui procesado y ahorcado.
Esa fue mi manera de presentarme en bancarrota.
Ahora que nosotros, cada uno a su modo, hemos
aprovechado la ley de quiebras,
dormimos pacíficamente hombro a hombro.
Amanda Barker
Henry me embarazó
sabiendo que no podía dar a luz
sin perder la vida.
Así fue que en mi juventud
pasé por los portales de polvo.
Viajero: en el pueblo donde viví se cree
que Henry me amó con amor de esposo,
mas proclamo desde el polvo
que por satisfacer su odio me mató.
John Horace Burleson
Gané el premio de ensayo en el colegio
aquí en el pueblo,
y publiqué una novela antes de los veinticinco años.
Fui a la ciudad en busca de temas y para enriquecer mi arte;
allá me casé con la hija de un banquero,
y más tarde llegué a ser presidente del banco;
esperando siempre estar desocupado
para escribir una novela épica sobre la guerra.
Entretanto era amigo de los grandes, y amante de las letras,
y huésped de Matthew Arnold y de Emerson.
Un orador de sobremesa, escritor de ensayos
para los círculos locales. Al final me trajeron aquí
—el hogar de mi infancia, sabéis—,
sin siquiera una pequeña lápida en Chicago
para mantener vivo mi nombre.
Oh la grandeza de escribir este solo verso:
"¡Agítate, profundo y tenebroso Océano azul, agítate!"
John M. Church
Fui abogado de la “Q”
y de la compañía que aseguró
a los dueños de la mina.
Soborné a juez, jurado
y cortes superiores
para burlar al tullido,
la viuda y el huérfano;
así gané mi fortuna
y en el Colegio de Abogados
me colmaron de elogios elocuentes.
Los tributos florales fueron muchos
pero las ratas devoraron mi corazón
¡y una serpiente anidó en mi calavera!
Robert Davidson
Crecí espiritualmente nutriéndome del alma de la gente.
Si veía un alma fuerte
la hería en su orgullo y devoraba su fuerza.
Los refugios de la amistad conocían mi astucia,
porque cuando podía robar a un amigo lo hacía.
Y toda vez que lograba ensanchar mi poder
socavando una ambición, lo hacía,
así calmaba la propia.
Y triunfar sobre las otras almas,
sólo para afirmar y demostrar mi fuerza superior
era para mí un placer,
el agudo regocijo de la gimnasia del alma.
Devorando almas hubiera podido vivir eternamente.
Pero sus indigestas sobras me provocaron una nefritis mortal,
con terrores, desasosiegos, depresiones,
odio, suspicacia, visiones perturbadoras.
Al fin me desplomé con un alarido.
Recordad a la bellota;
no devora a las otras bellotas.
Roscoe Purkapile
Ella me amaba. ¡Oh, cómo me amaba!
No logré nunca esquivarla
desde el día en que me vio por vez primera.
Pero después, cuando nos casamos, pensé
que podría demostrar su mortalidad y dejarme libre,
o que podría divorciarse de mí.
Pero pocas mueren, ninguna renuncia.
Entonces me escapé y anduve un año de parranda.
Sin embargo nunca se lamentó. Decía que todo saldría
bien, que yo volvería. Y volví.
Le dije que mientras remaba en un bote
había sido capturado cerca de la calle Van Buren
por piratas del lago Michigan,
y atado con cadenas, así que no pude escribirle.
¡Ella lloró y me besó, y dijo que eso era cruel,
ultrajante, inhumano!
Comprendí entonces que nuestro matrimonio
era un designio divino
y no podría ser disuelto
sino por la muerte.
Tuve razón.
Mrs. Purkapile
Huyó y se fue por un año.
Cuando volvió me contó la historia tonta
de su rapto por piratas en Lago Michigan
que lo tuvieron encadenado, de modo que no pudo escribirme.
Fingí creerlo, aunque sabía muy bien
lo que había estado haciendo, y que de tanto en tanto
veía a la modista, Mrs. Williams, cuando ella iba a la ciudad
a comprar mercaderías, según declaraba.
Pero una promesa es una promesa
y el matrimonio es el matrimonio,
y dejando de lado mi propio carácter,
me negué a ser arrastrada al divorcio
por el ardid de un marido que simplemente se cansó
de su deber conyugal y de su voto.
Searcy Foote
Quería ir a la universidad, lejos de aquí.
Pero mi tia, Persis, la rica, no me quiso ayudar.
Entonces fui jardinero, y rastrillé los céspedes
y con lo que gane compré unos libros de John Alden
y luché por la supervivencia.
Querîa casarme con Delia Prickett,
pero ¿cómo con lo que yo ganaba?
Y ahí estaba mi tía, Persis, septuagenaria,
instalada en su silla de ruedas, medio muerta,
su garganta tan paralizada que cuando comía
se le escurría la sopa como a un pato…
Y todavía no satisfecha, invertía sus ingresos
en hipotecas, nerviosa en todo momento
por sus acciones, rentas y papeles.
Ese día le estaba cortando leña
y leyendo a Proudhon en mis descansos.
Fui a la casa por un poco de agua,
y allí estaba, dormida en su sillón,
y Proudhon sobre la mesa,
y un frasco de cloroformo sobre el libro,
¡lo usaba a veces para dolor de muelas!
Vertí el cloroformo en un pañuelo
y se lo apliqué a la nariz hasta que murió…
Oh Delia, Delia, tú y Proudhon
firme mantuvieron mi mano, y el forense
dijo que fue su corazón.
Me casé con Delia y me dieron el dinero…
¿Verdad que te burlé, Spoon River?
Tom Merrit
Al principio empecé a sospechar...
estaba tan calmada, casi ausente.
Y un día escuché al fondo de la casa un portazo
cuando entré por la puerta principal. Lo vi deslizarse
detrás de la ahumadora hacia el lugar
para alcanzar el campo abierto.
Quería matarlo a primera vista,
pero ese día, mientras caminaba cerca del puente,
sin siquiera un palo o una piedra a la mano,
lo vi de repente, parado ahí,
asustado por la muerte, agarrando sus conejos
y no pude decir más que “No, No, No”,
mientras el apuntaba y disparaba a mi corazón.
Columbus Cheney
¡Este sauce llorón!
¿Por qué no plantáis unos cuantos
para los millones de niños que aún no han nacido,
y no sólo para nosotros?
¿Son acaso inexistentes o células dormidas sin mente?
¿O vienen a la tierra borrando con su nacimiento
el recuerdo de su vida anterior?
¡Responded! El campo de las intuiciones inexploradas es vuestro,
pero, en cualquier caso, ¿por qué no plantar sauces para ellos,
y no sólo para nosotros?
Mañana es mi cumpleaños
Buenos amigos: vamos al campo
y luego de una caminata —con el perdón de ustedes—
pienso hacer una siesta. No hay nada más dulce
ni predestinación más bendita que dormir.
Soy un sueño salido de un amable sueño.
Caminemos y oigamos el canto de la alondra.
Robert Fulton Tanner
Si uno pudiera morder la mano enorme
que te atrapa y destroza,
como una rata me mordió
en mi ferretería un día
mientras mostraba cómo funcionaba
una trampa que había patentado...
Pero uno nunca puede
vengarse de ese ogro monstruoso que es la vida.
Entrás al cuarto, o sea nacés,
y tenés que vivir, pagar por tu alma.
¡Ajá! El cebo que te atrae está a la vista:
una mujer con plata con quien querés casarte,
prestigio, posición o poder en el mundo.
Pero hay cosas que hacer, mucho trabajo por delante,
sí, sí, son los alambres que protegen el cebo.
Al final conseguís lo que buscabas, pero oís unos pasos:
Es el Ogro, la vida, que entra al cuarto
(esperaba, y oyó cuando activabas el resorte)
para verte roer el queso apetitoso,
y ahora te mira fijamente con sus ojos que queman,
y se ríe, y se burla y te insulta y maldice
mientras corrés de un lado al otro de la trampa,
hasta que tu desesperación le aburre.
Cassius Hueffer
En mi lápida cincelaron estas palabras:
“Su vida fue apacible, y los elementos se mezclaron
tan bien en su alma que la naturaleza,
orgullosa, debe gritarle al mundo: He aquí un hombre”.
Mi epitafio debía haber dicho:
“Para él, la vida no fue tan apacible
y los elementos se mezclaron de tal modo
que hicieron de mí carne de una guerra
en la cual fui abatido”.
Vivo, tuve que enfrentarme a estas lenguas
difamatorias, ahora que estoy muerto debo someterme a un epitafio
grabado por un tonto
Lydia Pluckett
Knowlt Hoheimer se fue a la guerra
el día anterior a que Curl Trenary
lo denunciara ante el Juez Arnett
por el robo de unos cerdos.
Pero él no se volvió soldado por eso.
Él me descubrió engañándolo con Lucius Atherton.
Cruzamos palabras y yo le dije que nunca más
quería volverlo a ver.
Entonces robó los animales y se largó a la guerra—
detrás de cada soldado hay una mujer.
Sarah Brown
Mauricio, no llores, no soy yo bajo este pino.
El aire tibio de la primavera pasa entre la yerba suave,
cintilan las estrellas, canta el mochuelo,
¡pero tú te enluteces en tanto mi alma yace extasiada
en el sagrado Nirvana de la luz sin fin!
Ve con aquél bondadoso corazón que es mi marido,
que está meditando en nuestro amor culpable, que él así lo llamó:
dile que mi amor por ti, no menos que mi amor por él
forjaron mi destino; que a través de la carne
gané el espíritu, y en espíritu, la paz.
No hay nupcias en el paraíso;
pero existe amor.
Shaw, “El As”
Nunca entendí la diferencia
entre jugar al póker por dinero
y vender bienes raíces,
ser abogado, banquero o lo demás.
Todo lo domina el débil azar.
Sin embargo
¿conoces al hombre hábil en los negocios?
¡Éste caminará entre Reyes!
Sacaban de mi anzuelo un pez grande
y ponían uno pequeño, mientras yo me iba
a buscar una cuerda, haciéndome creer
que no había visto bien el pez capturado.
Cuando el circo Burr Robins llegó a la ciudad
consiguieron que el dueño soltara en la arena
un leopardo domesticado, y me hicieron creer
que como Sansón yo azotaba a una bestia salvaje
cuando, por una promesa de cincuenta dólares,
lo arrastré fuera de su jaula.
Una vez entré en mi herrería
y temblé al ver algunas herraduras de caballo serpentear
por el suelo, como si estuvieran vivas;
Walter Simmons había puesto un imán
debajo del barril del agua.
Sin embargo cada uno de vosotros, hombres blancos,
también fuisteis chasqueados con el pez y el leopardo,
y no entendíais más de herraduras de caballo
que de lo que os movía en Spoon River.
Lucius Atherton
Cuando mi bigote era rizado
y mi cabello negro,
lucía apretados pantalones
y un botón de diamante en el cuello,
y era una admirable sota de corazones que siempre salió ganando.
Pero luego aparecieron las primeras canas
y miren, una generación de chiquillas
ya se burla de mí, sin miedo alguno,
y ya no tuve más eventos titilantes,
ni el riesgo de morir de un tiro, por desalmado,
sino sólo asuntos de rutina, recalentados
de otros días con otras gentes.
Y el tiempo pasó hasta que prácticamente vivía en el restaurante Mayer
comiendo menús a precio fijo, gris, desaliñado,
desdentado descartado Don Juan rural…
Hay aquí una poderosa sombra que canta
a aquella que se llama Beatriz;
y veo ahora que la misma fuerza que lo llevó a la grandeza
a mí me arrojó al escorial de la vida.
Jack El Ciego
Había tocado mi violín todo el día en la feria del condado.
Mas al volver a casa, “Butch” Weldy y Jack McGuire,
bramando de borrachos, hicieron que tocara y tocara
la música de Susie Skinner, ientras castigaban los caballos
hasta que éstos se desbocaron.
Ciego como estaba, intenté salir fuera
en tanto el coche caía en la zanja,
y me atraparon las rudas y fui muerto
Hay aquí un ciego con las cejas
grandes y blancas como nubes.
Y todos los violinistas, desde el más ínfimo hasta el más grande,
los compositores todos y los relatistas,
nos sentamos a sus pies y le escuchamos el canto de la caída de Troya.
A.D. Blood
Si ustedes en el pueblo pensaron que fue buena obra la mía,
yo que cerré las tabernas y prohibí los juegos de cartas
y que traje a la vieja Daisy Faser ante el Juez Arnett,
en una de tantas cruzadas para purgar a la gente de su pecado;
¿por qué dejan que Dora, la hija de la sombrerera,
y el indigno hijo de Benjamín Pantier
noche a noche hagan de mi tumba almohada sacrílega?
Yee Bow
Me enviaron a la escuela dominical
de Spoon River e intentaron que renunciara
a Confucio por Jesús. No me hubiera ido peor
de haber intentado que ellos dejaran a Jesús por Confucio.
Sin advertencia, como si fuera broma,
acechándome, Harry Wiley,
el hijo del ministro, me hundió las costillas en los pulmones
con un golpe de su mano.
Y ahora nunca dormiré en Pekín con mis ancestros
y no habrá niños rezando en mi tumba.
Ernest Hyde
Mi mente era un espejo:
veía o que veía, sabía lo que sabía.
En la juventud mi mente sólo era un espejo en un coche aprisa,
atrapando y perdiendo fragmentos del paisaje.
A través del tiempo
el espejo sufrió grandes arañazos
y el mundo de afuera entraba
y mi ser interior pudo mirar hacia fuera.
Puesto que éste es el nacimiento del alma en el dolor,
un nacimiento en que se gana y se pierde.
La mente ve al mundo como una cosa aparte,
y el alma lo ase, y el mundo con ella es una sola cosa.
Un espejo rayado no refleja imagen alguna—
y este es el silencio de la sabiduría.
Richard Bone
Al llegar a Spoon River
no sabía si era cierto
lo que me contaban.
Solía traerme un epitafio y dar vueltas
por el taller mientras tallaba
diciendo “Era tan bueno,” “Era maravilloso,”
“La más dulce entre las mujeres,”
“Un verdadero cristiano.”
Yo lo decía todo con mi cincel,
sin saber si fuera verdad.
Pero después de vivir aquí
entendí el parecido con la vida de estos epitafios que le siguen.
Con todo cincelaba cualquier cosa
para que pagaran
haciéndome cómplice de las fiestas crónicas
sobre las lápidas como el historiador
que escribe sin conocer de cierto
o porque se le induce a esconde la verdad.
El desconocido
Escuchen, ambiciosos, la historia de un desconocido que yace
aquí, sin lápida que indique el lugar.
De un muchacho, temerario y travieso, vagando,
fusil en mano, por el bosque cercano a la finca
de Aaron Hartfield, disparé a un halcón posado
en la copa de un árbol seco.
Cayó con un grito gutural a mis pies, rota un ala.
Lo puse en una jaula, donde vivió
muchos días, graznando
airadamente contra mí
cuando le ofrecía comida.
A diario busco en los dominios del Hades
el alma del halcón
para brindarle la amistad de uno
a quien la vida hirió y enjauló.
La señora Williams
Yo fui la sombrerera
de quien tanto se habló y mintió,
la madre de Dora,
cuya extraña desaparición
se atribuyó a su crianza.
Mi ojo alertado a la belleza
vio mucho más que cintos,
hebillas y plumas
y paja de Italia y fieltros
para contrastar los hermosos rostros
y el cabello oscuro y el dorado.
Sí diré una cosa,
y también preguntaré otra:
las que roban maridos
usan polvos y fruslerías
y los sombreros de moda.
Esposa, vístanlos a su vez.
los sombreros pueden engendrar divorcios—
también podrían evitarlos.
Ahora bien, les pregunto:
Si todo los niños nacidos aquí en Spoon River
hubieran sido criados por el Condado, en alguna granja;
y las madres y los padres dotados de su libertad
para vivir como querían y cambiar de pareja si deseaban,
¿piensan en verdad, que Spoon River
habría sido peor?
Shack Dye
Los blancos me hacían toda clase de bromas.
Sacaban de mi anzuelo un pez grande
y ponían uno pequeño, mientras yo me iba
a buscar una cuerda, haciéndome creer
que no había visto bien el pez capturado.
Cuando el circo Burr Robins llegó a la ciudad
consiguieron que el dueño soltara en la arena
un leopardo domesticado, y me hicieron creer
que como Sansón yo azotaba a una bestia salvaje
cuando, por una promesa de cincuenta dólares,
lo arrastré fuera de su jaula.
Una vez entré en mi herrería
y temblé al ver algunas herraduras de caballo serpentear
por el suelo, como si estuvieran vivas;
Walter Simmons había puesto un imán
debajo del barril del agua.
Sin embargo cada uno de vosotros, hombres blancos,
también fuisteis chasqueados con el pez y el leopardo,
y no entendíais más de herraduras de caballo
que de lo que os movía en Spoon River.
Sra. Merritt
Silenciosa ante el jurado,
no devolviendo ninguna palabra al juez
cuando él me preguntó si yo no tenía
algo para decir en contra de la sentencia,
negué sacudiendo la cabeza.
¿Qué podría yo decir a la gente
que pensó que una mujer de treinta y cinco años
tenía la culpa de que su amante de diecinueve matará a su marido?
Incluso aunque ella le hubiera dicho una y otra vez,
“Márchese, Elmer, váyase lejos,
he trastornado su cerebro con el regalo de mi cuerpo:
usted hará alguna cosa terrible.”
Y tal como temí, él mató a mi marido;
con lo cual yo no tuve nada que ver, ¡ante de Dios!
¡Silenciosa durante treinta años en prisión!
Y las puertas de hierro de Joliet
se balancearon para los grises y silenciosos carceleros
que me sacaron en un ataúd.
Elmer Karr
Sólo el amor de Dios pudo ablandar y hacer misericordiosa
a la gente de Río de Cuchara (Spoon River)
hacia mí que ofendí la cama de Thomas Merritt y lo asesiné.
¡Ah, corazones que me recogieron otra vez
cuando volví de catorce años en la prisión!
¡Ah, las manos que en la iglesia me recibieron,
y oyó con lágrimas mi confesión penitente,
que tomó el sacramento del pan y el vino!
Arrepiéntase, vosotros los que viven, y descansen con Jesús.
El Jefe de Policía de la ciudad
Los prohibicionistas me nombraron Jefe de la Policía de la ciudad
al votarse la supresión de las tabernas,
porque cuando yo era un borrachín,
antes de afiliarme a la iglesia, maté a un sueco
en el aserradero cercano a Maple Grove.
Y querían un hombre terrible,
inflexible, honesto, fuerte, valiente,
y que odiara las tabernas y los bebedores,
para mantener la ley y el orden en el pueblo.
Y me obsequiaron un bastón armado
con el que aporreé a Jack McGuire
antes que sacara la pistola con la que me mató.
Los prohibicionistas gastaron su dinero en vano
para ahorcarlo, porque en un sueño
aparecí ante uno de los doce jurados
y le conté toda esta secreta historia.
Catorce años fueron suficientes por haberme asesinado.
Jack McGuire
Me hubieran linchado
de no trasladárseme en secreto
a la cárcel de Peoria.
Y sin embargo yo me iba pacíficamente a casa
con mi porrón, algo alegre,
al tiempo que Logan, el policía, me detuvo,
me llamó perro borracho, me zarandeó,
y, cuando lo insulté por eso, me golpeó
con su bastón armado prohibicionista;
todo sucedió antes que disparase contra él.
Me hubieran colgado a no ser por esto:
mi abogado, Kinsey Keene, buscaba hundir
al viejo Thomas Rhodes por la ruina del banco,
y el juez era amigo de Rhodes
y quería salvarlo,
y Kinsey ofreció desistir de Rhodes
si a mi me daban catorce años.
Y el trato fue hecho. Cumplí mi condena
y aprendí a leer y escribir.
Abel Melveny
Me compré casi todas las másquinas conocidas:
moledoras, desgranadoras, plantadoras, segadoras,
y trituradoras y rastrilladoras, cultivadoras y trilladoras...
Y todas estaban a la lluvia y al sol,
oxidándose, deformándose, cayéndose a pedazos,
pues no tenía cobertizos para ellas,
ni uso para casi ninguna.
Y hacia el final, cuando pensé que todo estaba acabado,
me asomé a la ventana, y viendo más claro
en mí mismo, mientras mi pulso se iba parando,
miré a una de las trituradoras que había comprado
-de la que no tenía la más mínima necesidad,
tal como fueron las cosas, y que nunca usé,-
una máquina magnífica, de brillantes colores un tiempo
y ansiosa de hacer su trabajo,
y ya con la pintura descascarillada....
Me vi a mi mismo como una buena máquina
que la vida nunca había usado.
Sobre la "Antología de Spoon River"
"Cuando los muertos narran" por Manuel Rico
Publicado en BABELIA el 30-07-2005 (Sacado de [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]
HACE NOVENTA años, en 1915, se publicó en Nueva York Antología de Spoon River, la obra maestra de Edgar Lee Masters. Cuando apareció, nadie, ni siquiera su autor, sabía que acababa de ser editado uno de los pocos best sellers de la historia de la poesía norteamericana. Lee Masters vendió 19 ediciones aquel año y en 1940 contaba con la friolera de 70 ediciones.
Hoy es un clásico de la poesía anglosajona que, como todo clásico, nos habla de las incertidumbres de todo ser y de todo tiempo. La Antología es la crónica poetizada de una ciudad imaginaria, Spoon River, escrita en los nichos de su también imaginario cementerio. Son los muertos, a través de sus epitafios, quienes nos hablan de su intrahistoria a la luz de los oficios, cargos o profesiones que ejercieron o de lo que fue su vida cotidiana. Cada epitafio, un poema, una pequeña crónica, un relato, un fragmento de vida: "Uno murió de una fiebre, / otro se quemó en una mina, / a otro le mataron en una riña, / otro murió en la cárcel, / otro cayó de un puente donde trabajaba para mantener a su mujer y a sus hijos...
/ Todos, todos duermen. Todos están durmiendo en la colina".
No es difícil imaginar a su autor, veinte años antes de la edición del libro, como joven abogado trabajando para la Edison, recorriendo casas para cobrar los recibos del suministro eléctrico. Edgar Lee Masters tenía entonces 24 años, había llegado a Chicago para hacerse un hueco en el mundo del periodismo como vía de acceso a la literatura, trabajaba para vivir y se alojaba en hoteles y pensiones. Aunque había nacido en Kansas (Garnett, 1869), procedía de Lewistown, ciudad situada en Illinois, en la región de las Grandes Praderas, donde habían transcurrido su adolescencia y su primera juventud. Chicago, entonces, era el lugar de la hostilidad, la ciudad que, en paralelo a Nueva York, se reinventaba en los rascacielos y protagonizaba, entre la miseria y la opulencia, un desarrollo industrial hecho de sucesivas oleadas de emigrantes. Como Carl Sandburg, como Vachel Lindsay o Edwing A. Robinson, Edgar Lee Masters participó en el movimiento literario "Renacimiento de Chicago" y asumió una concepción de la poesía acorde con dos grandes obsesiones: enfrentarse al belicismo imperial de Norteamérica -fue un crítico implacable, a finales del siglo XIX, de la guerra contra España en sus últimas colonias- y dar testimonio de una sociedad despiadadamente clasista. La primera obsesión, compartida por algunos de sus coetáneos, derivó en una visión de su propio país muy parecida, en la voluntad de regenerarlo, a la de los noventayochistas españoles menos conservadores. La segunda enlazaba con buena parte de las obsesiones de algunos de los novelistas que como Upton Sinclair o Theodor Dreiser (al que dedica uno de los poemas/epitafio de su Antología), afrontaron, con realismo, un Chicago sórdido, construido sobre la miseria y la explotación, y anticiparía la acerada crónica de una pequeña ciudad que ofreció, en Calle Mayor, Sinclair Lewis, y algunos de los vectores que guiaron las narraciones más duras de la generación perdida, singularmente del Steinbeck de Las uvas de la ira, pero también con el núcleo de insatisfacción frente a la realidad de un William Faulkner o, más allá, del Dos Passos de Manhattan Transfer.
La Antología fue el contrapunto realista a la poesía de cuño más experimental que comenzaba a apuntarse en otros medios por poetas casi una generación más jóvenes. Se insertaba en la línea más directa y realista de la lírica anglosajona, línea que enlazaba con precedentes como Thomas Hardy, Edward Thomas o Robert Frost y que llegaría, ya muy avanzado el siglo XX, a Philip Larkin en la pugna histórica con el irracionalismo o imagism que, desde las vanguardias de entreguerras, va de Ezra Pound -curiosamente, uno de los poetas que saludó con más entusiasmo el libro de Masters- a Robert Lowell.
¿Qué es lo que convierte en excepcional Antología de Spoon River? No sólo el lenguaje, de un lirismo contenido pero traspasado por la ironía, por un controlado sarcasmo y por la ternura, sino la perspectiva desde la que están escritos los poemas. Es decir, por el lugar desde el que el poeta y narrador escribe. Cada personaje pone voz a su epitafio, recapitula, desde su muerte, sobre la existencia: expone la verdad que las convenciones sociales, la tradición, la represión obligada y la represión inducida, le han obligado a ocultar en vida. La prostituta que dio servicio a los más afamados hijos del pueblo; el juez que se corrompió y que se sabe injusto ("sabiendo que hasta Hod Putt, el asesino, / ahorcado por sentencia mía, / era de alma inocente comparado conmigo"); el sacerdote que conoció secretos y sevicias; la muchacha violada; la esposa adúltera; el banquero que engañaba a sus clientes. Los epitafios sacan a flote la vida oculta, hacen emerger lo sumergido. La muerte desinhibe, libera, es el gozne que abre la puerta de la habitación donde los sueños conviven con las frustraciones, la verdad con la mentira, la dignidad con la humillación, el lujo con la miseria.
Cuando el mundo, en este comienzo del siglo XXI, vislumbra otras fronteras y la globalización ofrece, con Internet y con las nuevas tecnologías, el espejismo de que los microepacios han perdido vigencia, el Spoon River de Lee Masters, por su rabiosa actualidad -abrir, hoy, un periódico es situarse en cualquiera de las páginas de ese libro-, por su vigencia casi un siglo más tarde, nos demuestra que no hay otro modo de acceder al núcleo duro de la condición humana, de indagar en lo universal, que experimentando la emoción de lo inmediato, el dolor o el gozo de lo cercano. Jesús López Pacheco, en el prólogo a la única edición íntegra que existe en castellano -publicada por Cátedra casi ochenta años después de la primera en inglés-, lo dice con otras palabras. "Se podría decir, parafraseando a Whitman, que 'quien toca este libro', toca a cientos de seres humanos, y a través de ellos, a miles, a millones. Antología, sí, pero no literaria, sino vital, aunque sea paradójicamente a través de voces de muertos".
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