por F.Basallote 14.10.10 18:20
Discurso de Juan Gelman al recibir el premio Juan Rulfo de Literatura Latinoamericana y del Caribe
Agradezco profundamente al jurado que me otorgó este premio, el más prestigioso de América latina y el Caribe, nunca escatimado a los poetas: ha distinguido a varios de nuestros grandes líricos y siento que el de hoy es sobre todo un reconocimiento a la poesía que surge de las entrañas de la región, un reconocimiento a quienes -muy famosos o muy desconocidos- insisten en este duro oficio, intentan expresar el centro de sus obsesiones aun sabiendo que no hay centro y todo es intemperie. En su nombre lo recibo y esto quiero, como Juan Rulfo dijo en parecida circunstancia, “aclarar a mis semejantes, a los que deberían estar en mi lugar”. Y agradezco profundamente al país que cobija y sostiene a este premio, México, tierra bastante a dos océanos y un mar. No estoy exiliado aquí: ésta es la tierra que elegí para vivir y morir, la tierra que abrió sus puertas generosas a los perseguidos por las dictaduras del Sur.
¿Qué nuevas incertidumbres, agonías, interrogantes y tragedias deberá atravesar la palabra en el siglo que asoma, después de haber cruzado tantas en el que termina con el cortejo de un milenio? La palabra que nos vuelve humanos y transforma el instinto en claro deseo ¿se apagará, se extinguirá, será despojo mutilado? No lo creo. Ningún microchip nos convertirá la lengua en trapo. Ningún desastre lo conseguirá.
Theodor Adorno pronunció alguna vez una frase infeliz: afirmó que no era posible escribir poesía después de Auschwitz. Se equivocaba y ahí está la obra de Paul Celan que lo desmiente. O la de Kenzaburo Oé, después de Hiroshima y Nagasaki. Durante años pensé que el error de Adorno consistía en una omisión, que le faltó un “como antes”, que no se podía escribir poesía como antes de Auschwitz, como antes de Hiroshima y Nagasaki, como antes del genocidio argentino. Y ahora pienso que no hay un después de Auschwitz, de Hiroshima y Nagasaki, ni del genocidio argentino, que estamos en un durante, que las matanzas se repiten una y otra vez en algún rincón del planeta, que existe ese genocidio más lento que el de los hornos crematorios, pero no menos brutal llamado hambre, que en el medio siglo que dejamos atrás no ha habido un solo día de paz en el mundo.
Padecemos un tiempo anterior, en realidad, anterior al sueño posible, a la humanidad posible, a su fulgor posible. Y, sin embargo, la poesía continúa, tal vez porque encuentra, como Juan Rulfo dijo, el olor de la gente como una esperanza.
Ninguna catástrofe, natural o provocada por el hombre, ha podido jamás cortar el hilo de la poesía, esa sombra sin cuerpo que nace de las huellas del límite para borrarlo de la faz de la sangre. A pesar de los genocidas, la lengua permanece, sortea sus agujeros, el horror que no puede nombrar. El ser humano creó las lenguas y hace cosas que ellas no pueden nombrar. El ser humano está dentro y fuera de la lengua. La poesía, lengua calcinada, tuvo que padecer en nuestro Sur discursos mortíferos, tuvo que atravesarlos y no salió indemne, pero sí más rica. Es que la poesía es un movimiento hacia el Otro, busca ocupar un espacio que en el Otro no existe. Pero, ¿cómo hacer olvidar a la lengua su ayer manchado de espanto? ¿Cómo cicatriza la lengua olvidando su ayer?
¿Existe la palabra justa? La palabra, como la utopía, es incesante emulsión de dos pérdidas -lo deseado, lo obtenido-, un paraíso que nunca se tuvo y hay que buscar eternamente. La palabra justa pertenece al reino de la muerte. Y la condición de los poetas es frágil, no encuentran abrigo en su obra, cada momento de esa obra cuestiona los demás y entonces nada sostiene a quien no tiene otro sostén que el acto de escribir. Y, sin embargo, la poesía continúa. La poesía está cargada de más vida. Un poema sin ojos no puede cruzar la calle.
El trabajo de la poesía es dar forma al vacío para que éste sea posible. El porvenir de la poesía es la palabra liberada del lenguaje. El viaje hacia el poema es más importante que el poema. La poesía es patria de los espacios negros y mira la calandria que sale volando de los ojos de un niño porque él la quiso ver. No hay necesidad de defender a la poesía frente o contra la realidad: la poesía devela la realidad velándola.
Debo decirte, Olga Orozco: hace dos años tuve la dicha de presentarte aquí con ocasión de la entrega de este premio que honra y que tu nombre honra. Querías hacer lo mismo por mí, bromeaste medio en serio. Olga, Olga, mitad sombra y mitad astro, no esperaste. Ahora sos únicamente compañía de la sombra, bella como eras, bella como tu poesía, bella como los rastros que dejás en la gente y ella se perfecciona. Nezahualcoyotl sabía ya que libro de escritura era tu corazón.»
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