Estoy preparando unas tostadas con
paté cuando descubro la nota que ella ha escrito por la mañana antes de irse.
No volverá hasta la noche; después del trabajo tiene
hora en la peluquería para depilarse los sobacos, como cada quince días, un
tratamiento de láser...
Casi que no la veo; el día que no es el sobaco son las
uñas de los pies o los rizos del pelo. Y otras veces es una sesión de yoga o un
cursillo de cocina.
Y lo curioso es que yo no le noto ningún cambio;
el mismo pelo en los sobacos, las mismas
uñas largas y mal cortadas; la comida sigue igual y el yoga, por lo que veo, no
le ha dado la paz interior.
Tengo el día
libre. La situación es delicada.
Bien, aprovecharé para ir a la esteticien, a
que me haga los cuernos.
Yo también tengo derecho a cuidarme.
Ritmo
La paella ha
resultado muy sabrosa y el vino fresco ha entrado como olas sin espuma.
Desde el
restaurante, a través de los árboles, veo un pequeño fragmento de mar, pero es
todo-el-mar... la misma ondulación, el mismo sonido, el mismo ritmo, toda la inmensidad
está en este fragmento.
Próximos,
oigo cantar a los grillos, o las chicharras, ¡yo qué sé!, soy de ciudad y no
entiendo de bichos, un poco más al fondo un rumor de coches por la carretera, todo
es bastante armónico, no molesta, al contrario, es como un ritmo suave que
relaja, aunque a mí no me conviene, porque tengo la tensión baja y si me relajo
me duermo, y no pasa nada, si me duermo, me duermo, y ya está, pero ahora
pretendo estar despierto, así que ojo con los grillos y los coches.
La perra
Busca un
tronco para jugar y me mira, yo también la miro, pero sin palo, y la perra dice
--¡No sabes jugar! El cruce de mentes afiladas dura un minuto.
Mejor será
que vaya a buscar una pequeña rama...
La gata
Me mira con ojos de cuchillo. La gata
encima de la mesa contempla cómo escribo, pero no hace ningún esfuerzo por
leer... en la mesa contigua un viejo poeta hojea el periódico, ya no cree en
nada.
Lagartija
La gata, tumbada en la mesa, a un
palmo de la libreta donde escribo, está patas arriba, confiada, con el vientre
al cielo y las patas recogidas sin uñas. Sólo las moscas intentan molestarme,
pero es que son moscas.
Hace calor de verano, es la hora de la siesta y el
aire tiene pereza de andar, algún sonido ausente rompe la espesa sopa del
mediodía... la gata está soñando, emite pequeños gruñidos en voz apenas
audible... no sé qué sueña, estaría bien saberlo, pero mejor será que recuerde
mis propios sueños, seguro que son más interesantes para mí que los de una
gata.
Hay otra gata, con manchas, que le ha dado una
lagartija a uno de sus cinco gatitos. La ha cogido en su boca y se ha ido lejos
con su presa, allí la ha soltado y la lagartija se ha escapado, ahora el gatito
pequeño husmea por todos los rincones, --¿Qué es eso tan rápido que me dio mi
mamá?
Ahora los gatos duermen bajo la gran adormidera del jardín, que edifica
mundos de sueño, arquetipos aún por aparecer, y crea una línea de luz para viajar al mundo de las infancias sin
perderse.
No me muevo
Los gatos se han ido, quedan las
plantas, un montón de piedras y una cueva.
Espero que las ideas igualmente se vayan, prefiero
estar solo con aquello que quiere permanecer junto a mí.
El viento también se ha marchado, últimamente hablamos
poco, y los cambios de temperatura tampoco son indicativos, hay un único tono
sin matices.
¿He parado el mundo?
Me gustaría, pero no es verdad; el mundo se ha
detenido solo, ninguna voluntad ha intervenido, simplemente se ha parado a
descansar, a cambiar de dirección, porque cada vez que el mundo se para es para
cambiar de dirección.
Estoy en un huevo de espacio y no sé cómo ha sido,
simplemente me he sentado a escribir y casi de inmediato sólo ha existido ese
espacio quieto y en silencio, vacío de intención.
Miro dentro de mí y tampoco hay gatos, mis animales se
han ido, me quedan ciertas vegetaciones y algún río, y montañas, grandes
estructuras antiguas, huesos que no reclaman...
No me muevo: no quiero calidoscopios.
Mejor me callo
Antes tenía explicaciones racionales
para todo, y era muy desgraciado.
Luego tuve interpretaciones mágicas para casi todo, y
era bastante desgraciado.
Ahora vivo sin definiciones y no tengo palabras para
expresar mi felicidad.
A lo lejos, un caracol se arrastra desarrollando
alguno de sus infinitos destinos mientras escucha música celta.
Café
con leche
La densidad
de su aroma me envuelve.
Me tomo el
café con leche y en la taza vacía percibo un pozo sin fondo.
Otro café
con leche, y otro, y otro... no sé cómo llenar esta nada.
Tal vez no
me conviene el café.
Antes del alba
El camarero prepara un
café mientras habla con un cliente.
En las antípodas un
aborigen habla en inglés.
Tengo la cabeza pesada y
noto presión en los ojos; es la borrasca, las palabras resuenan en mi cráneo, alguien
pide un cruasán, ¡y a mí qué me importa! pero lo oigo todo.
Con los ojos de ver
claro contemplo el silencio antes del alba, más tarde, cuando se abra el día,
todo será el mismo ruido, pero ahora, en la franja entre dos mundos, ruido y
silencio viven en habitaciones separadas.
Menú
Sentado a una mesa con mantel de
plástico degusto el precario menú
que mi economía me permite.
Dicen que uno es lo que ha comido.
De niño tragué lo que mis padres me dieron; su forma
de amar y vivir. También los frutos de un país en blanco y negro, dictadura,
miedo, pobreza, represión. Un primer plato sazonado con alguna pequeña alegría
de cuando en cuando.
Años mas tarde, en la juventud, tuve suerte, me alimenté
en las fuentes del arte, --fue un cambio radical de dieta--, euforia,
esperanza, placer, intensidad.
A mediana edad engullí ideas, pensamientos profundos,
platos muy elaborados, la mayoría indigestos.
Un poco más tarde, tal vez como postre, paladeé las exquisiteces
de la espiritualidad, en sus muchas
variables.
Ahora, en la madurez, lo que más me apetece es un poco
de bicarbonato para digerir tan copioso banquete.
El comisario
La gran losa
de granito verde oscuro está en el suelo, partida en varios pedazos, las dos
sillas niegan haber hecho nada. Según su declaración, la mesa se ha roto sola,
de forma espontánea.
El comisario
sonríe y arquea una ceja ... la mesa era el único obstáculo para que las dos
sillas enamoradas se pudieran reunir; estaban en el lugar de los hechos cuando
se produjeron, tenían el móvil y la ocasión, además el comisario no cree en
“roturas espontáneas”, una de las sillas, o las dos, son las culpables, seguro,
pero qué puede hacer, la una encubre a la otra con su testimonio, así que las
deja libres, pero manda a una pareja de inspectores que se sienten en las
sillas, como unos enamorados cualquiera, y las vigilen.
Una rosa silvestre contempla a las dos
sillas embriagadas por el vino del amor y sonríe... ha hecho un buen trabajo.
Contemplo sonidos
Escribo para informarme, escribo para
concretar lo intangible...
A mi espalda, por la carretera, pasa una moto, y
enseguida un autocar... pero es algo esporádico, no tiene la constancia del ir
y venir de la cresta sonora del agua.
Músicas que proceden de muchos bares, pegados el uno
al otro, molestan, pero no consiguen apagar el poderío sonoro del mar.
Patum, patum... salsa, latino, música celta de los
pubs irlandeses, coplas de las inextinguibles folclóricas nacionales, heavy,
punk, una mezcla en que los ritmos compiten entre sí.
Me concentro y puedo seguir el orden cíclico de las
olas, pequeñas, luego una breve intensidad, y de golpe una ola mayor, y vuelta
a empezar.
Gritos de gente, niños y mayores, camareros, platos y
cubiertos, motos, coches y autocares, cientos de conversaciones a través del
móvil... no importa, son molestias
finitas. De repente, por un segundo, los ruidos cesan o se amortiguan, y de
nuevo surge poderoso el ritmo del mar de fondo y mi cuerpo se relaja, retoma el
latir profundo... el mar está dentro de mí, lo he podido incorporar... si puedo
conservar su cadencia me hago invulnerable a la agresión acústica que me rodea.
El bar se está llenando de comensales y la cercanía de
su incontinencia oral se hace insoportable, debo terminar, quiero seguir
navegando con el ruido de fondo de las olas del mar.
El hombre-pupitre
Soy
profesor. Me he sentado en uno de los pupitres de la clase, el mismo que había ocupado
cuando era alumno. Estoy cansado y me he adormilado rememorando mi vida desde
aquel día en que entré en esta clase.
Fue
un doce de septiembre de mil novecientos cuarenta y uno. Desde entonces el
pupitre y yo hemos evolucionado como una sola cosa.
El
niño-pupitre se convirtió con los años en un joven-mesa de pin pon, más tarde
fui un hombre-mesa de despacho. Me casé y fui un hombre-mesa de comedor, y
luego hombre-mesilla de TV. Ahora, al final de la vida, voy para
hombre-camilla.
Nunca
alcancé mi ideal de hombre-tabla redonda, con sus caballeros y Ricardo. A
veces, en momentos difíciles, me hubiese gustado ir para hombre-silla
eléctrica, pero me quedé en
hombre-hornillo. Soñaba con ser
hombre-silla Luis XV, o tal vez hombre-silla de diseño, es decir una silla de alcurnia, pero con la escasez de la
posguerra sólo alcancé a ser hombre-banco de iglesia, ni siquiera hombre-banco
del parque.
Y
qué decir de los materiales, en lugar de hombre-caoba me tuve que conformar con
ser hombre-pino gallego, que no está mal, pero no es lo mismo.
Cada
año a final de curso me siento en el
mismo pupitre y sueño, quizá algún día encuentre el camino que lleva a “El
Dorado”.
Humphrey
Gabardina, cinturón, sombrero ladeado
y un poco hacia delante. Un cigarrillo cuelga desmayado en la comisura izquierda
de mis labios. Me miro en el espejo, ensayo unas muecas, pongo cara de asco
infinito y digo: Tócala otra vez, Sam.
No me llamo Sam, responde el espejo.
Hermana
El paisaje sobre la mesa es aterrador.
Sinuaspirin,
Asmatón, Pulmoventilario, Inhalamil compositum, Respiraforte, Broncocortisona,
Sofococalm, Halitoplús...
Entonces
ella, el fantasma de mi hermana muerta, me dice: “Deberías respirar más
profundamente”.
No
le he pegado una hostia porque está desencarnada.
¡Será
imbécil!
¡No
puedo, a ver si te enteras, no puedo respirar!
Tiene razón la mesa
Un amigo mío, que es mago, tiene una
cueva amueblada en el mítico reino de San Borondón y me ha invitado a pasar
unos días.
Es mediodía y el sol cae verticalmente; no hay
sombras.
A la entrada de la cueva, encalada, estoy sentado ante
una gran mesa redonda de cristal oscuro. Observo el contraste entre el luminoso
claroscuro de la cal blanca y la misteriosa penumbra del grueso y sombrío
cristal.
Parece que la mesa capta mis pensamientos, porque la
oigo decir:
“No soy tan oscura como crees, tengo un color
agrisado, además mi trasparencia es perfecta. A través de mí ves lo que hay al
otro lado, pero también, por ese tono humo, reflejo lo que se proyecta sobre mí,
así puedes ver dos realidades a la vez. Al ser translúcida no retengo imágenes
y, por eso, no acumulo vivencias, estoy libre de recuerdos, no tengo pasado y
mi doble naturaleza me hace mucho mas real y fiable que la realidad única que
tú conoces”.
Su discurso me ha impresionado, nunca había
interpretado de esa manera la doble cualidad de esta clase de cristal.
La mesa tiene razón y ahora, al escribir, uso de esta
doble realidad para crear metáforas, para caminar por un borde entre dos
reinos, para, en definitiva, navegar por los misterios de la vida, que son
muchos, y que están aquí, como la mesa, al alcance de la vista de cualquiera.
Una planta de estramonio
pone notas blancas de piano sobre un oscuro y umbrío fondo pardo, ecos difusos
esconden gritos de trompeta. Jazz frío.
.
Última edición por Ignacio Bellido el Lun 11 Mayo 2009, 03:23, editado 7 veces
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