Antonio se aparta un tantico así de lo normal. Estudia con gran aprovechamiento el último curso de la carrera de ingeniero; ni un sólo día ha faltado a las clases, salvo que no haya sido por motivo de enfermedad. Y las chicas... Ah, las chicas. A sus veintitrés años aun está por aprender para que sirven determinados agujeros que se encuentran en cierta parte recoleta del cuerpo que las mujeres salvaguardan como su mayor tesoro. Antonio cree que eso, como a él le sucede, no tiene más misión que el expeler los líquidos y detritus que elimina el cuerpo una vez extraídas todas las sustancias válidas que lo alimentan.
Hace tan solo dos meses que Antonio, ante la presencia de Justina, sintió como un ramalazo que incitó a todas las células de su cuerpo a un deseo completamente desconocido para él. Sus ojos quedaron prendidos de los senos de Justina, como se siente atraído el hierro por el imán. Claro que los senos de Justina en nada se asemejan a los que se observan habitualmente: su curvatura, la contextura exacta en la parte central del tórax, el volumen en consonancia con la estructura ósea, y la calidez que distienden los erigen en algo realmente maravilloso, capaz de encandilar al ser más reacio al atractivo sexual.
A contar de ese momento en que Antonio descubrió que ese adminiculo corporal que emerge de su cuerpo como emerge el grifo de la pared, se vio impelido a unos comportamientos tan contrarios a su forma de ser, que no supo como reaccionar.
Fue Justina, quién al percatarse de la pasión que había despertado en Antonio, se agenció el modo de instruirle sobre el camino que éste debía seguir.
Valga el decir que Antonio, además de buen estudiante y tener un halagüeño porvenir por delante, gozaba de una presencia física excelente: alto de estatura, amplio y musculoso pecho, piernas largas y rectas que contribuían a una elegancia congénita, estaba dotado con una bella cabellera rubia ensortijada que era lo primero en que se fijaban las mujeres y más de una con envidia.
El atractivo pectoral de Justina y los ardides femeninos sabiamente empleados por ésta fueron el acicate que sedujo a Antonio a enamorarse de ella con una pasión ciega e incontrolada. De tal modo, que todo lo que hacía o decía Justina era para Antonio la quintaesencia de lo maravilloso, sin que se percatara de lo vulgar e incolora que era su cultura.
Hacía tan sólo un mes que Antonio y Justina se habían declarado novios. En este periodo no había mediado entre ambos más caricias que castos besos en la mejilla, como pueden dárselo dos personas conocidas cualesquiera que se encuentren o despidan. La educación de Antonio no admitía otra extralimitación.
Ayer fueron a esquiar. Una fuerte tormenta de viento y nieve les dejó varados en la carretera. La caravana de coches se extendía a lo largo de varios kilómetros. Un policía motorizado les advirtió que no podrían circular en varias horas y como se acercaba la noche, que mejor era que se aposentaran en un hotel que se hallaba a unos dos kilómetros carretera adelante.
Como si se tratara de una aventura, los dos se abrigaron debidamente y después de cerrar el coche, se lanzaran a la carrera a la búsqueda del acogedor refugio. La cuestión fue, cuando llegaron al indicado hotel, que al mismo había acudido la mayoría de automovilistas y salvo un cuchitril con una sola cama, no había otro lugar disponible. Antonio y Justina no tuvieron más remedio que aceptar, salvo que quisieran quedarse toda la noche sentados en una silla, ya que todas las butacas estaban ocupadas..
Después de cenar se refugiaron en la habitación. Mientras Justina iba rezumando alegría por todos sus poros, Antonio se mostraba taciturno y preocupado porque no sabía cómo desenvolverse. Como la estancia se hallaba bastante caldeada decidió quedarse con la camisa y el pantalón puestos y tumbarse en un extremo de la ancha cama.
Entre tanto, Justina con todo desparpajo, fue extrayendo cada una de las piezas que cubrían su cuerpo, mientras la faz de Antonio iba adquiriendo un tinte cada vez más rojo, como si la sangre quisiera salir a borbotones por todos los vasos capilares.
De pronto, como esos muñecos que salen impulsados por un resorte, Antonio brincó de la cama con los ojos a punto de saltarle de las órbitas, movido por la más inaudita sorpresa.
Aquellos hermosos senos que le habían deslumbrado, que le indujeron a la felonía de mancillar su cuerpo con torpes caricias y que le abocaron a una irresistible pasión amorosa por su poseedora, ahora los veía depositados sobre la mesa auxiliar que decoraba la habitación.
Justina, con el torso desnudo más plano que una tabla de planchar, lo miraba sobresaltada y perpleja, a punto de llorar.
La callada y violenta escena duró a penas escasos minutos, el tiempo justo de que Antonio recuperase sus prendas, se vistiera y saliese despavorido de la habitación.
A la mañana siguiente, Justina se encontró en conserjería con la factura pagada y con una nota de Antonio, en la que éste le exponía:
"Disculpa Justina mi reacción de anoche. Pero mi amor era una quimera producto de la contemplación de tus senos. Me siento incapaz de seguir amándolos fuera de su consustancial emplazamiento. Por eso te devuelvo tu libertad; para que puedas enamorarte de quién busque en ti otros mejores atributos, de los que sin duda estás dotada, pero que yo no he sabido descubrir. Dejo la factura del hotel pagada. Como el coche es tuyo, no encontrarás dificultad en poder viajar. Yo he encontrado un vehículo que me devuelve a la ciudad. Perdóname y no me guardes rencor. Antonio."
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