“Historial de un libro (La Realidad y el Deseo)”, por Luis Cernuda (1958) (Luis Cernuda: Poesía y literatura. Seix Barral, S.A. Barceona, 1971)
Debo excusarme, al comenzar la historia del acontecer personal que se halla tras los versos de La Realidad y el Deseo, por tener que referir, juntamente con las experiencias del poeta que creó aquellos, algunos hechos en la vida del hombre que sufriera éstas. No siempre será aparente la conexión entre unos y otras, y al lector corresponde establecerla, si cree que vale la pena y quiere tomarse la molestia.
No recuerdo que, antes de sorprenderme a mí mismo descubriéndome una vocación poética, hubiese yo pensado, ni deseado, ser poeta, aunque mi aceptación del hecho siguiera al despertar de la vocación. Ya entrado en la edad madura, volviendo sobre mi niñez y adolescencia, percibí cómo todo en ellas me había preparado para la poesía y encaminado hacia ella. Y, como un poeta lo dijo, “el niño es padre del hombre”.
Mi contacto primero con la poesía, a través de los versos de un poeta que años más tarde sería uno de mis preferidos entre los de la lengua española, fue con ocasión del traslado de los restos de Bécquer, desde Madrid a Sevilla, para sepultarlos en la iglesia de la Universidad. Unas primas mías, Luisa y Brígida de la Sota, dejaron a mis hermanas los tres tomos de las obras del poeta, los cuales yo, dada mi afición temprana a la lectura, hojeé y leí. No sabría decir lo que entonces percibí, hacia 1911, aunque no estoy seguro de la fecha, a mis ocho o nueve años, en esa lectura; pero algo debió quedar, depositado en la subconsciencia, para algún día, más tarde, salir a flor de ella.
Hacia los catorce, y conviene señalar la coincidencia con el despertar sexual de la pubertad, hice la tentativa primera de escribir versos. Nada sabía acerca de lo que era un verso, ni de lo que eran formas poéticas; sólo tenía oído o, mejor dicho, instinto del ritmo, que en todo caso es cualidad primaria del poeta. La idea de escribir, y sobre todo la de escribir verso, en parte por las burlas acostumbradas y que no pocas veces había oído acerca del poeta, suscitaba en mí rubor incontrolable, aunque me escondiera para hacerlo y nadie en torno mío tuvo noticia de tales intentos. Ello debió ocurrir hacia septiembre de 1916, y pocos meses más tarde, siguiendo la asignatura de retórica y preceptiva literaria, en el cuarto año de bachillerato, el padre escolapio (estudié con los escolapios) que nos enseñaba esa materia, al ocuparse de la décima nos pidió que compusiéramos una.
El hito tercero y decisivo en el camino que yo parecía seguir casi sin iniciativa propia, lo crucé hacia 1923 o 1924, a los 21 o 22 años. Hacía entonces el servicio militar y todas las tardes salía a caballo con los otros reclutas, como parte de la instrucción, por los alrededores de Sevilla; una de aquellas tardes, sin transición previa, las cosas se me aparecieron como si las viera por vez primera, como si por primera vez entrara yo en comunicación con ellas, y esa visión inusitada, al mismo tiempo, provocaba en mí la urgencia expresiva, la urgencia de decir dicha experiencia. Así nació entonces toda una serie de versos, de los cuales ninguno sobrevive.
En mi primer año de estudios universitarios había sido yo alumno de Pedro Salinas, como catedrático que él era, en Sevilla, de Historia de la Lengua y Literatura Españolas. Mas por una incapacidad típica mía, la de serme difícil, en el trato con los demás, exteriorizar lo que llevo dentro, es decir, entrar en comunicación con los otros, aunque algunas veces lo desee, durante el curso no fui para Salinas sino un alumno más, y de los menos distinguidos, entre el medio centenar de ellos que debió tener durante el año escolar 1919-1920. Ya casi al final de mi carrera, la ocasión de haber publicado yo algunas líneas de prosa en una revistita estudiantil, líneas que Salinas leyó, y la mediación de algunos amigos comunes, nos puso al fin en contacto. No sabría decir cuánto debo a Salinas, a sus indicaciones, a su estímulo primero: apenas hubiera podido yo, en cuanto poeta, sin su ayuda, haber encontrado mi camino.
Leía entonces por vez primera, y digo por vez primera porque sólo en aquellos días percibí el sentido de lo que dejaron escrito, aunque en algunos casos fuera relectura, a los poetas españoles clásicos: Garcilaso, fray Luis de León, Góngora, Lope, Quevedo, Calderón. Salinas me indicó la necesidad de que leyera también a los poetas franceses, de que aprendiera una lengua extranjera. Baudelaire fue el primer poeta francés a quien entonces comencé a leer en su propia lengua y hacia el cual he conservado devoción y admiración vivas. Luego, aunque mi conocimiento de la lengua era aún deficiente, emprendí la lectura de Mallarmé y de Rimbau; el verso del primero me apareció ya entonces, y nunca dejó de aparecerme así a través de los años, con una hermosura sin igual. En cuanto a Rimbaud, no creo que yo, en aquella primera lectura, me diera cuenta del alcance de su pensamiento, aunque aquel contacto preliminar con su obra dejara una huella que las lecturas posteriores fueron profundizando.
A partir de 1924 había comenzado a escribir los poemitas que aparecerían en Perfil del Aire, mi libro primero. Mas en él, juntamente con la huella de algunos de los poetas que he mencionado, debo indicar la de Pierre Reverdy, cuyo nombre descubrí en un comentario nada favorable a su obra. No es Reverdy poeta hacia el cual haya conservado mucha estimación, pero entonces me ayudaron algunas cualidades suyas, en favor de las cuales estaba yo predispuesto: desnudez, pureza (sea lo que sea lo que esta palabra, tan abusada, suscite hoy en la mente del lector), reticencia. En todo caso es justa su mención aquí, porque la huella de Reverdy, aunque ningún crítico la percibiera, es visible en Perfil del Aire. No quiero dejar de indicar otros dos libros que también leí por entonces, aunque el efecto de su lectura no sería visible sino pocos años después: la de Les Chants de Maldoror y del Préface à un livre futur.
Por idénticas fechas, sobre todo, comencé a leer a André Gide, del cual Salinas me dejó primero, no sé si sus Prétextes o sus Nouveaux prétextes, y luego sus Morceaux choisis. Me figuro que Salinas no podía suponer que con esa lectura me abría el camino para resolver, o para reconciliarme, con un problema vital mío decisivo. De mi deuda para con Gide algo puede entreverse en el estudio que sobre su obra escribí entre 1945 y 1946. La sorpresa, el deslumbramiento que suscitaron en mí muchos de los Morceaux, no podría olvidarlos nunca; allí conocí a Lafcadio, y quedé enamorado de su juventud, de su gracia, de su libertad, de su osadía. No creo que los pocos versos que escribí en 1951 (“In memoriam A.G.”), al morir André Gide, puedan dar al lector cuenta bastante de cuanto significó su obra en mi vida.
Acaso extrañe que no indique lecturas de poetas clásicos, de escritores griegos y latinos, que forman, lo sepamos o no, la columna vertebral de nuestro organismo literario. Desgraciadamente, no tengo conocimiento de la lengua griega, y uno muy deficiente (por incuria adolescente, ya que estudié latín en el bachillerato) del latín. En esta lengua puedo leer algo, usando de lo que en inglés llaman crib. Las traducciones al español de los clásicos, o apenas existen o son rematadamente malas; es cierto, además, que dichas traducciones deben repetirse de cuando en cuando, ya que cada época requiere nuevas traducciones de las obras clásicas, y por excelentes que sean, su lenguaje las hace anticuadas, cosa que no ocurre con el de los textos originales. Ya en francés pude hallar traducciones mejores, aunque con la deformación inevitable, de poetas griegos y latinos.
En cuanto a lecturas filosóficas, la sola palabra filosofía despertaba en mi mocedad una curiosidad intelectual que no reservaba sólo para la poesía. Desgraciadamente, mi curso universitario de historia de la filosofía fue un fracaso. ¿Por culpa mía? ¿Por culpa del profesor? Era éste un anciano que había heredado de su padre, krausista, idéntica profesión filosófica, lo cual acaso tiñera sus lecciones, que, por lo demás, no alimentaron aquella curiosidad mía a que me he referido. Por mi cuenta leí algo de Schopenhauer y de Nietzsche, y poco después, al estudiar economía (cuyo catedrático quedó para mí como ejemplo de la indiferencia y desdén con que cierto tipo de intelectual español, pedante y vanidoso, podía proceder con sus alumnos), llegué a leer, en traducción pésima y podada al extremo, El capital. En realidad, mis lecturas filosóficas no las haría, con cierto provecho, hasta algunos años más tarde, al encontrarme, primero en Glasgow y luego en Cambridge, con una biblioteca universitaria a mi disposición.
(continuará)
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