“Edward Hirsch. Un poeta pasea por el cielo y el infierno.”, por Ernest Farrés Junyent. (Culturals La Vanguardia, 25-02-2017)
Subir a la sede de la Fundación John Simon Guggenheim en Manhattan (90 Park Avenue, planta 33) es una experiencia. El despacho principal ocupa una esquina y el ventanal del rascacielos brinda una vista increíble de de medio Nueva York, pero lo más electrizante se encuentra en las paredes: están cubiertas de estantes con miles de libros… ¡de poesía! Se trata de la sugestiva colección personal de Edward Hirsch, de 67 años, presidente de la fundación desde el 2002.
Hirsch es un enamorado de la poesía. Nacido en Chicago en 1950, como norteamericano prototípico ha sido un nómada que ha pasado, primero como alumno y luego como profesor, por universidades y centros académicos de Iowa, Pensilvania, Michigan, Texas (en la universidad de Houston impartió clases durante 17 años) y Roma, hasta el actual destino profesional en Nueva York. En un momento de debilidad estudiantil tuvo una revelación decisiva: si quería convertirse en poeta tenía que leer todo en poesía. Dicho y hecho: Whitman, Gerard Manley Hopkins, Eliot, Pound, William Carlos Williams, los románticos ingleses, los poetas rusos y del este europeo, los españoles y latinoamericanos… Convencido que este cúmulo emancipador de lecturas de las que emanaba una seriedad moral había sido convenientemente interiorizado, que su vocación estaba bien nutrida y exigía una reacción, dio el salto a la escritura. La poesía, decidió, sería el trabajo de su vida.
Explica que “cuando escucho música de día, escucho jazz; cuando lo hago de noche, escucho música clásica”. Porque Hirsch también es muy aficionado a la música, y sobre la relación entre ésta y la poesía tiene las ideas claras: “La música ofrece ventajas sobre la poesía y viceversa, pero la principal diferencia es que la poesía se hace con palabras y las palabras, aunque tengan cualidades musicales, tienen sobre todo cualidades en términos de significado: su valor adicional esel de dar sentido”.
Detengámonos en el 2011, un año clave. Edward Hirsch y su mujer Janet Landay habían adoptado un niño en 1988 en Nueva Orleans: Gabriel sería el único hijo de la pareja. Gabriel gobernaría las relaciones filiales y sentimentales exhibiendo la cara más oscura. Fue una criatura que cuestionó toda certeza sobre el hecho de ser padre y que produjo una incisión en sus mundos: inadaptación, gamberradas, terapeutas, diagnósticos erróneos, medicaciones draconianas… Y ese largo prólogo repleto de desesperación, insomnios, desencanto personal, crisis existenciales y espirituales condujo a un epílogo doloroso e insoportable, como un rayo que atraviesa el espinazo: la muerte por sobredosis de Gabriel el 27 de agosto del 2011. Tenía 22 años. Aquel otoño Janet y Edward se divorciarían. Con la pluma en la mano, Hirsch fundió aquella desolación, aquella cicatriz, en una elegía extensa y única escrita en tercetos encadenados a la manera de Dante para hacer más gráfico el infierno que pasaron, titulada Gabriel y publicada en el 2014. Escribir sobre el hijo era un reto: “Yo no quería hacer una biografía, y me preocupó que la gente confundiera el libro Gabriel con la persona real, porque Gabriel solo es un poema, es mi representación. Las elegías, en fin, son un lamento por el hecho de que nosotros morimos y las personas que amamos también mueren, y eso nos resulta inaceptable”.
Desplazamos el epicentro de este retrato hacia 1981, el año en que nuestro autor publica la primera recopilación poética (For the sleepwalkers). Edward Hirsch es hoy en día un intelectual conocido y reconocido en EE.UU. En dos facetas: la de poeta multipremiado, que ya suma ocho libros en total, y la de ensayista y divulgador de la poesía, en que destacaríamos un sorprendente éxito, How to read a poem and fall in love with poetry (1999), o sus famosos artículos semanales en The Washington Post Book World entre el 2002 y el 2005. Su trayectoria ha sido una interrogación continua sobre cómo explicar historias sin apartarse de las convenciones de la lírica, sobre cómo abordar temas personales desde el interior y sobre cómo hallar el lenguaje adecuado para expresarlo. En su opinión, “he intentado escribir poemas que incluyeran historias vinculadas a mi propia realidad, no a una realidad ideal sino a la vivida, por eso me he lanzado a tratar temas como los amigos, los padres o los hermanos”. La alta cultura y el mundo popular de sus orígenes en Chicago, el cosmopolitismo o el judaísmo dan fuerza a sus versos, pero una virtud primordial es cuando pone al descubierto las grietas de nuestro sistema racional. El secreto de su estilo es una naturalidad que avanza por caminos desconcertantes, examina las turbulencias, los fingimientos o las inoperancias de la vida y llega al punto final todavía desubicado o extrañado pero con plena autoconciencia, y eso sin perder nunca el tono justo.
Quien, como Hirsch , ha transitado por el cielo y el infierno, no es extraño que sea un poeta “nocturno”. El insomnio ha sido un tema recurrente. Recuerda que “el insomnio me hizo tomar conciencia de la soledad en plena noche cuando sabes que todo el mundo duerme, y esta idea me gustó poéticamente hablando. Descubrí que la mente tiende a reprimirse un poco con la luz natural del día, a ciertas horas, con el silencio y la oscuridad, los sentidos se intensifican y acaba siendo bueno para producir poesía”. Esta oscuridad nocturna no se detiene en ella misma y se desplaza hacia la oscuridad del alma y la colectiva. Considera que “la dimensión histórica de la oscuridad no la puedo omitir en mis poemas. Vivimos tiempos cínicos y escépticos y es imposible como poetas ignorar el terrible sufrimiento del siglo XX, el peor siglo de todos, pero al mismo tiempo también creo en la necesidad, tan propia del alma norteamericana desde Emerson, de buscar una curación. Pensemos que hemos sobrevivido a tanto sufrimiento y que, pese a todo ello, aún estamos aquí”.
*
Edward Hirsch (Chicago, 1950) es poeta. Ha escrito ocho poemarios, entre ellos Wild gratitude (Knopf, 1986) y, el más reciente, Special orders (Knopf, 2008).
NIÑO CON AURICULARES
Trae unos shorts bombachos y una playera a gritos
y cruza Broadway tarareando en sus auriculares.
De vez en vez voltea para ver si ahí sigo,
un padre respetable zigzagueando entre el tráfico.
Es un quinceañero en la urbe –ni más, ni menos–
pero lo pienso como un pájaro colorido y sin nombre
que gorjea peculiar entre los tordos y los gorriones
y va recortando vendedores a cada esquina.
Siempre lo he visto como un polluelo indómito
que se inclina precariamente sobre un ala
y voltea a verme desde una altura súbita
para salir volando encima de las frondas.
ALGODÓN DE AZUCAR
Cruzamos por el puente del río Chicago a pie
en lo que resultaría una última vez,
yo comía el aire dulce de un algodón de azúcar
esa azulada luz hilada de la nada.
Fue apenas un instante, de verdad, nada más,
pero quedé extasiado ante los firmes cables
del puente sosteniéndonos
y enredados mis dedos entre los largos
y finos dedos de mi abuelo,
un hombre viejo del Viejo Mundo
que hace mucho se hundió en la inmensidad.
Y me acuerdo de ese niño de ocho años
saboreando la dulzura del aire,
que ahí sigue pegada a mi boca
y desparece al respirar. ~
Edward Hirsch (Special Orders, 2008)
(Versión de Pedro Serrano)
UNA NUEVA TEOLOGÍA
Dios no podía soportar su felicidad
cuando los oía reír juntos en el jardín.
Los sorprendió arrodillados en la inmundicia
(o peor), con jugo de granada
resbalándoles por la cara. Los descubrió
cortando un higo con fresca delicia
como si algo capital se les hubiera manifestado.
Me parece que todo - la serpiente, la manzana
con el conocimiento del bien y el mal - era un galimatías
porque Dios no podía consentir quedarse solo
con su creación mientras Adán y Eva se lo pasaban
tan bien como un hombre y una mujer juntos en el Paraíso,
igual que nosotros, amor, igual que nosotros.
Edward Hirsch (Lay Back the Darknes (Aligeren a la oscuridad), 2003)
(Versión de Pedro Casas Serra)
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