POESÍA SOCIAL
MÉXICO
ALBERTO BLANCO
LA POESÍA Y EL PRESENTE
A l b e r t o B l a n c o
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Tal parece que aquí nos hallamos en la presencia de un río con dos vertientes o con dos afluentes sin que ello comporte paradoja alguna. Y es que el presente —y esto lo saben nuestros sentidos mejor que nuestra conciencia y nuestra conciencia mejor que nuestras mil ideas— es UNO. Que se comporte de dos maneras distintas, o que sea aprehendido o sentido por nosotros de dos formas diferentes, en nada disminuye su carácter de fenómeno único e indivisible. El tiempo presente —vale decir: este instante—exhibe, como el fenómeno físico de la luz, dos naturalezas distintas en cuanto a su comportamiento—la naturaleza de onda y la de partícula— sístole y diástole: yin yang. Sístole y diástole… pero la sangre es la sangre. Onda y partícula… pero la luz es la luz.
Sin embargo, estas dos maneras de ver, de vivir y de afrontar el presente—el instante—parecen plantear en ocasiones actitudes en cierto sentido irreconciliables, aunque, en otro sentido, también hermanadas por la velocidad de una paradoja, si no es que de una tautología. Así nos lo hace apreciar Guillermo Sucre cuando dice: “el fulgor del instante es a su vez instantáneo: no sólo está siempre al borde o en el límite de su propia consunción, sino que igualmente la prefigura”. Y por si fuera necesario explicitar aúnmás la supuesta doble naturaleza de nuestra conciencia del presente,más adelante el mismo Guillermo Sucre agrega: “El instante es simultáneamente fijeza y vértigo: fijeza en movimiento, vertiginosidad que se fija”. Este ir y venir entre dos polos tiene una clara función: sin él no hay oleaje, corriente alterna ni contrapunto; no hay obra que redondear. Las piedras de la playa sólo se llegan a redondear merced al persuasivo oleaje. Así, redondear una obra es redondear una forma, una imagen, una idea. Pero ninguna forma poética se aviene mejor a la doble naturaleza de la fijeza y el vértigo del tiempo presente que el velocísimo haiku.
Veamos el célebre haiku de Basho en una traducción libre de Octavio Paz—que, por cierto, no se ajusta a la medida canónica de las diecisiete sílabas—dando perfecta cuenta de la “fijeza y el vértigo” de esa escena intemporal de una humilde y brillante rana saltando al agua y de sus reverberaciones en el estanque y la conciencia:
Estanque viejo
salta la rana
el agua suena
Que la fijeza y el vértigo no sean, al fondo de la percepción, más que una sola realidad, nos indica que estamos aquí en presencia de una metáfora: esto es aquello. Lo fugaz es lo que dura. O, como dice el dicho francés: “Sólo lo temporal es permanente”. O bien, como lo dice el Tao Te Ching: “Todo cambia para que todo siga igual”. En todo caso volvemos a nuestro poético punto de partida una vez que se ha redondeado, pétalo a pétalo, la rosa de los vientos del viento entero: “El presente es perpetuo”. El instante es la embajada de la eternidad.
Y si de lo que se trata es de darle una expresión a “este instante”, no existe forma poética más apropiada que el haiku. Porque más breve no se puede. Lo que sigue es quedarse callado. Cualquiera que haya escrito haikus lo sabe por experiencia propia. Yo, que a lo largo de los años “he escrito” muchos haikus, lo reconozco. Y si con alguna forma poética dudo en usar la expresión “he escrito”, es justamente con el haiku. Porque, bien visto, uno no escribe un haiku. Un haiku aparece. Un haiku se escribe. Un haiku sucede. Un haiku es un colibrí que de pronto llega y dice, “sí”. No hay tiempo para pensar ni para componer. No hay tiempo para adornar y echar a perder. No hay tiempo para argumentar ni convencer. No hay tiempo. Eso es todo. En un haiku no hay tiempo. Lo que es más: en un haiku casi no hay nada…
Pongo como ejemplo el conocidísimo haiku de Tablada:
Tierno saúz
casi oro,
casi ámbar,
casi luz…
En este sentido, la forma y el fondo—si es que queremos usar esta terminología—se corresponden a la perfección. Porque si aquí el fondo es que “no hay tiempo”, o que “casi no hay nada”, la brevísima forma lo realiza impecablemente. La forma aquí se acerca tanto al “contenido” como es posible. Como dice el magistral haiku de Basho:
Canto del grillo
muere sin dejar rastro
¡Qué breve ha sido!
El haiku es la forma poética más breve, más sintética de todas las formas tradicionales que conocemos. En esta forma mínima—y que, por cierto, no es tan antigua como muchos pudieran pensar, puesto que tiene escasos tres siglos de existencia—ha podido desarrollarse una poesía sumamente refinada. El haiku surge en Japón, es decir, en el seno de un idioma ideogramático. Un ideograma es una imagen muy elaborada, muy sofisticada, que representa una idea completa. Cada ideograma japonés o chino corresponde fonéticamente a una sílaba. Un haiku consta de diecisiete sílabas, es decir, de diecisiete palabras en japonés. En español y en otros idiomas occidentales no es posible escribir un haiku con diecisiete palabras si se quiere mantener la medida de las diecisiete sílabas, de tal manera que el haiku en nuestros idiomas es, en realidad, todavía más pequeño, más breve y sintético que los originales.
El haiku nada más presenta pero no interpreta, no elucida, no critica. Es un relámpago que de pronto ilumina una situación y nos permite ver todo, pero solamente por un instante. ¿Y qué podría ser más breve? Sólo diecisiete sílabas veloces para tratar de dar cuenta en el vertiginoso tumulto de la fugacidad del tiempo presente. Todo el paisaje cristalizado en un rayo de luz.
La observación apasionada, intensamente vivida, lo mismo que intensamente vívida, del vertiginoso viaje y de la fugacidad del instante es un verdadero desafío al tiempo. Y es que—aventuro la siguiente hipótesis—tal vez el instante no forma parte del tiempo. Ya Edmond Jabès nos había dicho que el instante se comunica sólo con el instante y que nada más a otro instante conduce… no a la eternidad. Quizá lo que pasa—y aquí estoy arriesgando una hipótesis muy alejada de los lugares comunes— es que lo que nosotros llamamos “este instante” no sólo no conduce a la eternidad, sino que tampoco conduce ni se comunica con el pasado ni con el futuro. Tal vez el instante ya es la impensable eternidad. Una eternidad que nos ha parecido siempre inaccesible y que hemos tenido delante de los ojos toda la vida. Más aún: una eternidad que no vemos porque se manifiesta justamente en la realidad misma de nuestra mirada.
¿Por qué no pensar que el pasado conduce directamente al futuro y el futuro conduce directamente al pasado? ¿Por qué no pensar que tanto el pasado como el futuro constituyen esa realidad continua que llamamos “tiempo” sin pasar por el presente? El tiempo es el pasado y el futuro. En otras palabras: ¿por qué no reconocer que el tiempo cesa en la llama del instante? Dice Hannah Arendt en su ensayo “La brecha entre pasado y futuro: el Nunc Stans”:
El presente, en general el más fútil y resbaladizo de los tiempos—basta con decir “ahora” y señalarlo, para que ya se haya esfumado—, no es más que el choque entre un pasado, que ya no es, y un futuro que se aproxima, pero que aún no está ahí. El ser humano vive en ese intermedio, y lo que llama “presente” constituye la lucha de toda una vida frente al peso muerto del pasado, que, con la esperanza, le empuja hacia delante, y frente al temor de un futuro (cuya única certeza es la muerte), que le hace retrotraerse, lleno de nostalgia y recuerdos, a la “quietud del pasado”, única realidad de la que puede estar seguro.
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