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“No digas que es un sueño”, por Imma Monsó (La Vanguardia, 23-07-2020)
En febrero soñé que, si la pandemia se cronificaba, tal vez el mundo pudiera llegar a convertirse en una gran red de sanatorios al estilo de el Berghof en La montaña mágica. Mi eurocéntrico sueño situó la nueva normalidad en un paisaje alpino o pirenaico donde, aprensivos pero serenos, los afectados permaneceríamos ajenos al tiempo (y hasta algunos, como Hans Castorp, alargaríamos años la convalecencia), aprendiendo a convivir con la muerte cercana, pendientes del termómetro y al acecho de algún síntoma de ahogo como lo hacían los tuberculosos de los años veinte que podían permitirse cierto grado de confort. Habría un Settembrini y un Naphta por cada diez enfermos que elevarían el espíritu de los presentes hablando de música, de enfermedad, de filosofía. Daríamos hermosos paseos (¡sin uniforme deportivo!), para inspirar aire puro, esperaríamos las sagradas horas de comer comentando algún que otro asunto amoroso al estilo del de Castorp y Chauchat, disfrutaríamos de un tiempo inacabable, indolente muy parecido a la eternidad. Volveríamos a conocer el aburrimiento y a conectar con la plenitud porque… por supuesto… en los ratos muertos… que serían todos… ¡volveríamos a leer como si no hubiera un mañana! ¡Como antes de la era digital!
El sueño era la expresión de una carencia: llevo años añorando el “tiempo de leer”, digamos mis cuarenta primeros años. Entre el 2000 y el 2010, a medida que se aceleraba nuestra disposición a los dispositivos, pasé a leer cada vez menos en papel y más horas en la pantalla, es decir, de forma hipertextual, fragmentada, no lineal. Simultáneamente la cantinela de la actualidad me horadaba el cerebro a todas horas. (No es que en el Berghof no la tuvieran presente, de hecho, la amenaza de la Primera Guerra Mundial planeaba sobre los personajes, pero ¡cuan ajeno les resultaba el mundo de abajo!
Dado que la nueva normalidad es más bien horrorosa, he decidido volver al sueño y actualizarlo a diario. En el de hoy, cientos de bibliobuses ascienden por las serpenteantes carreteras de montaña y llegan a las puertas de los sanatorios. Para evitar el hacinamiento de los confinados, los libreros dejan los libros en la terraza, a veces en la sala de baile o en la sala de fumar. Es un Sant Jordi perfecto que se repite cada semana, porque los afectados, que hemos vuelto a conocer el aburrimiento (pero también la plenitud), encargamos libros por docenas para vivir a fondo el tiempo que nos queda. Y sí, hemos vuelto a leer como si no hubiera un mañana. Como cuando éramos jóvenes, antes de la era digital.
Imma Monsó (La Vanguardia, 23-07-2020)
“No digas que es un sueño”, por Imma Monsó (La Vanguardia, 23-07-2020)
En febrero soñé que, si la pandemia se cronificaba, tal vez el mundo pudiera llegar a convertirse en una gran red de sanatorios al estilo de el Berghof en La montaña mágica. Mi eurocéntrico sueño situó la nueva normalidad en un paisaje alpino o pirenaico donde, aprensivos pero serenos, los afectados permaneceríamos ajenos al tiempo (y hasta algunos, como Hans Castorp, alargaríamos años la convalecencia), aprendiendo a convivir con la muerte cercana, pendientes del termómetro y al acecho de algún síntoma de ahogo como lo hacían los tuberculosos de los años veinte que podían permitirse cierto grado de confort. Habría un Settembrini y un Naphta por cada diez enfermos que elevarían el espíritu de los presentes hablando de música, de enfermedad, de filosofía. Daríamos hermosos paseos (¡sin uniforme deportivo!), para inspirar aire puro, esperaríamos las sagradas horas de comer comentando algún que otro asunto amoroso al estilo del de Castorp y Chauchat, disfrutaríamos de un tiempo inacabable, indolente muy parecido a la eternidad. Volveríamos a conocer el aburrimiento y a conectar con la plenitud porque… por supuesto… en los ratos muertos… que serían todos… ¡volveríamos a leer como si no hubiera un mañana! ¡Como antes de la era digital!
El sueño era la expresión de una carencia: llevo años añorando el “tiempo de leer”, digamos mis cuarenta primeros años. Entre el 2000 y el 2010, a medida que se aceleraba nuestra disposición a los dispositivos, pasé a leer cada vez menos en papel y más horas en la pantalla, es decir, de forma hipertextual, fragmentada, no lineal. Simultáneamente la cantinela de la actualidad me horadaba el cerebro a todas horas. (No es que en el Berghof no la tuvieran presente, de hecho, la amenaza de la Primera Guerra Mundial planeaba sobre los personajes, pero ¡cuan ajeno les resultaba el mundo de abajo!
Dado que la nueva normalidad es más bien horrorosa, he decidido volver al sueño y actualizarlo a diario. En el de hoy, cientos de bibliobuses ascienden por las serpenteantes carreteras de montaña y llegan a las puertas de los sanatorios. Para evitar el hacinamiento de los confinados, los libreros dejan los libros en la terraza, a veces en la sala de baile o en la sala de fumar. Es un Sant Jordi perfecto que se repite cada semana, porque los afectados, que hemos vuelto a conocer el aburrimiento (pero también la plenitud), encargamos libros por docenas para vivir a fondo el tiempo que nos queda. Y sí, hemos vuelto a leer como si no hubiera un mañana. Como cuando éramos jóvenes, antes de la era digital.
Imma Monsó (La Vanguardia, 23-07-2020)
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