LUIS ALBERTO AMBROGGIO
LABERINTOS DE HUMOS, 2005.
B. A PROPÓSITO DE JUEGOS
IV. JUEGOS DE PALABRAS
15. EPÍLOGO
No hay nada más caprichoso que pretender. He ahí la
esencia del juego. Mientras existan al menos un Dios y los seres
animados, perdurarán los juegos. El juego de la poesía, de la
vida, de la convivencia, de todo lo que continuamente creamos
los humanos (los animales y las flores también), configura en
sí la realidad con mayúscula y minúscula, ahora,
al año y también en los ociosos aniversarios (los calendarios
aproximan otra manera de jugar con la eternidad y el tiempo).
El poema, como la palabra, es en el fondo una relación,
Borges lo afrmaba a menudo. Todos, proyectándonos en la
relación, formulamos la realidad sobre la realidad misma.
Son juegos de producción y reproducción; la mímesis de
Aristóteles, la imaginación creativa y la que digiere la memoria y
la imitación. Las divinidades y sus criaturas, de este modo,
nunca dejan de ser niños, incluso en los ritos más sagrados.
Jugar al laberinto es entrar y encerrarse con capacidad de
asombro en el infnito incomprehensible.
En esa realidad-juego, paradójicamente sin doblez, se enraiza
la felicidad. Cuando no nos permitimos soñar invitamos
a la amargura. Hasta la mente, el subconsciente, nos juega,
entre otras cosas, con las pesadillas. Si las reglas se ejecutan
con una rigidez cruel, la diversión se acaba para los unos y
los otros; un verdadero acto contra natura. Así son las tiranías:
inhumanas y, por supuesto, tristes. Los expertos predican que
la risa es el mejor remedio. Al desaparecer la risa, todos corremos
peligro de extinción. Imaginar es jugar y vivir.
Cuando jugamos con la imaginación potenciamos al juego y
a la imaginación. Lector, quien seas, pretendamos que nos
conocemos porque siempre es asunto de jugar a algo, al otro,
a cualquier cosa; por ejemplo, a que uno escribe y el otro lee
o simultáneamente ambos hacen lo mismo y viceversa; con
letras, gestos, insinuaciones, actos descarados, las mañas del
lenguaje, mitologías (el diseño de Dédalo y su clave, el ovillo
de Ariadna, la triste hazaña de Teseo y todos los minotauros
y laberintos), las trampas de la palabra, el capricho del sig-
nifcado, las cargas del signifcante, el doble o innumerable
sentido; también se puede jugar a dios, al diablo, a ser ángel,
a alargar o acortar el tiempo, a vivir, a vivir en paz, a adorar
a los mosquitos, a los bomberos; algunos en este preciso
instante están jugando a la guerra, juegan con la guerra, juegan
como si la muerte fuera un chiste. ¡Qué gracia! Por gracia nos
salvamos o acaso no; pero aceptemos que sí “for better or for
worse”, como en el matrimonio. El juego por definición
debería oponerse a lo trágico, a lo lógico, pero ni siquiera esto
sucede en el carnaval de nuestro mundo de dicha, de quebranto
y de locura.
“All the world’s stage/And all the men and women merely
players” (Todo el mundo es un escenario/ y todos los hombres
y mujeres simplemente actores), escribía genialmente William
Shakespeare. Es curioso notar que la palabra “player” signifIca también “jugador” y “play” involucra entre sus divertidas
accepciones el actuar, jugar, una obra de teatro, el tocar un
instrumento musical, ejecutar un rol determinado o improvisado. Valga otra observación si se quiere vernácula inmersa en la rutina, pero que ilustra con
mucha actualidad esta simbiosis entre juego y realidad.
Los programas de televisión llamados “de realidad”
(reality shows) llegan a ser, según ciertas encuestas,
los más entretenidos y superan en popularidad
a los programas fcticios, elaborados a partir de un libreto.
Hechos y argumentos tanto académicos como cotidianos nos
permiten al menos prestidigitar las aserciones de Hölderin:
“La poesía parece un juego pero no lo es. El juego reúne a los
hombres pero olvidándose de sí mismos. Al contrario en la
poesía los hombres se reúnen sobre la base de su existencia”.
Podríamos jugar a discutir y sostener por el contrario que la
poesía al defnirse como “ciencia del ser” (en la expresión de
St. John Perse) es al mismo tiempo y por la misma razón, un
juego, una proyección (ser para qué, ser dónde, ser cómo, con
un etcétera más largo que el de Heidegger). Con la palabra,
los símbolos, el engaño de los versos, todos esos instrumentos
juguetones, el poeta, la poesía, el ser humano, se crea, se defIne,
se recrea y procrea la existencia, en lo que es, sin poderse
tomar tan en serio. Sabemos que el juego tiene sus reglas y si
no se siguen se inventa otro juego con otros requisitos y así la
trama. Julio Cortázar escribió antes y más bellamente: “Digo
juego con la gravedad con que lo dicen los niños. Toda poesía
que merezca ese nombre es un juego …”.
El Haiku, en particular, fue defnido como poesía de diversión.
Insisto: ¿Qué poesía no lo es? Conjuro a Quevedo (el
grande de los rebeldes, califcado como el “primer artífce de
las letras hispanas”; “polvo serán mas polvo enamorado”),
al poeta antipoeta Nicanor Parra, a su compatriota Gonzalo
Rojas cuando encara a Dios, a la muerte, al amor, con sus
imaginaciones inagotables, y me transporto a la fantasía de
la realidad. Los arquetipos de Plotino, las ideas de Platón,
la voz de Dios, dibujan otro enfoque. Simplemente me refero
a la fe, al asombro, al encanto, a la creatividad, curiosidad,
vulnerabilidad y proyección infantil; de ellos es el reino de
los cielos. Esa inocencia que se mueve hasta en el esperpento
del ridículo, la ironía, la farsa, el humor que rompe la etiqueta, el estereotipo, la integridad impuesta, la que inventa
la seriedad de las esencias y existencias, y que en defnitiva
confgura dichosa o tristemente esa realidad que formamos
y desformamos cada día, como magos deslumbrantes. Claro
que jugar con fuego (incluso con humo) siempre es peligroso;
con agua y símbolos también. No sé por qué a veces da miedo
hablar de juego y evitar lo obvio. Frente al caos no nos queda
más remedio que jugar a la armonía. En todo caso, quizá sea
necesario disculpar el atrevimiento de esta poesía, resultado
como lo hizo antes Robert Louis Stevenson de “estar jugando
en casa, como un niño, con papel” en la confusa maravilla de
nuestro universo.
L. A. A.
McLean, 30 de noviembre de 2004
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