LUIS ALBERTO AMBROGGIO
LA DESNUDEZ DEL ASOMBRO (2008)
FRENTE AL ESPEJO
35. EPÍLOGO
La mujer y el hombre de la historia, ensayo una explica-
ción. Uno de los versos ya leídos era el otro título de este
poemario: “La puta me obligó a hacer el amor”, predilecto de
los editores. Este –como el de todas las posibilidades– es un
párrafo de los “hubiesen”: porque hubiese sido así, si al títu-
lo me lo hubiese perdonado la humanidad. (Acaso los países
hubiesen llegado a bendecir al libro con su prohibición a raíz
del mismo; incluso, por uno de esos malabarismos absurdos
de la fortuna, le pudiese haber merecido alguna referencia
perdida en la prensa). Aunque ya sostuvo sabiamente Jorge
Guillén: “ninguna palabra está de antemano excluida”. En
definitva, la palabra, como cualquier otra imperfección, me
hubiese acusado a mí mismo.
En todo caso, sirve aquí para abordar el tema más primige-
nio, con desnudez feliz y angustiosa: el entender ese prosti-
tuirse personal y generalizado, de todos y cada uno de los
componentes de la sociedad humana en sus actividades y
apariencias. No corresponde a la historia de la fealdad de
Umberto Eco ni a la fascinación de lo horrendo de Schi-
ller. No hace mucho Stockhausen, en el contexto del 11
de setiembre, hizo pedazos la idea de que el arte está en
armonía con el bien y con la belleza. Este poemario for-
ma parte del realismo grotesco de la paradójica sabiduría
de Cervantes: “Digo –respondió Sancho– que confieso que
conozco que no es deshonra llamar hijo de puta a nadie,
cuando cae debajo del entendimiento de alabarle”. En fin,
como afirmó Paul Auster en un diálogo con Eloy Tomás
Martínez: “Escribimos para entender”. El cuestionamiento
de quién es quién en el drama de cada vida, de cada enti-
dad, de cada yo que crece, será necesariamente boicoteado
por la indiferencia y –de preocuparles– por los custodios
de la perfección y los intereses dueños de los triunfos a lo
largo de la historia violada en el tiempo y en el espacio. De
haber generado cierta controversia esta palabra, este tí-
tulo posible, este llamado de atención, hubiese sustentado
una ilusión desdichada.
“Mujer de increíble hermosura secreta, cuyos ojos son el co-
lor, la majestad, la gran altura de sus cielos del norte, sus
saltos de agua en la selva; cuyo cuerpo es largo, estrecho
en la cintura, ancho en los hombros, suave. Su molicie es la
provincial; su hijo vivo en el embrión; la entraña activa de
los territorios ... Su matriz está en el estuario, matriz for-
tísima de humanidad, que penetra hasta la entraña por los
dos potentes cauces fluviales, su esbeltez, su sistema nervio-
so, parecen descansar, erectos, eternos, en el sistema verte-
bral de los Andes. Busto liso de mujer en torno a las bellas
turgencias pectorales...; el vientre: la pampa...”’, todo esto
es, pasionalmente, para Eduardo Mallea la Argentina. Para
bien o para mal, mi patria está hoy en los Estados Unidos
de Norteamérica y confieso –de permitírseme hacerlo– que
trato de ser feliz con ella.
La verdadera literatura se alimenta de la incertidumbre,
nos enseñaron, entre otros, Kafka, Beckett y la fantasía de
Jorge Luis Borges. El poeta, un fingidor, cantaba Pessoa, y
me ilusiono con la posibilidad, en las cercanías de la temible
oficina de impuestos de Whitman. “Lo que necesitamos –co-
mentan que Kafka dijo– son libros que hagan en nosotros
el efecto de una desgracia, que nos duelan profundamente
como la muerte de una persona a quien hubiésemos amado
más que a nosotros mismos, como si fuésemos arrojados a los
bosques, lejos de los hombres, como un suicidio; un libro tiene
que ser el hacha para el mar helado que llevamos adentro”.
He aquí entonces este poemario, cuyo título hubiese sido “La
puta me obligó a hacer el amor” y terminó siendo “La des-
nudez del asombro”. Poemario, desde ya, sin aspiraciones
de premio en el prestigioso concurso internacional de poesía
sobre “Meretrices” cuyo jurado en el 2008 no fue compuesto
por Juan Ramón Jimenez, Pedro Salinas, Gabriela Mistral
ni Felipe de Osuna y Cuevas, sino por Cacho, la Rubia, la
Caperucita Sepia y otros tantos. Al fin, los versos sardóni-
camente pertenecen a ese “real maravilloso” de Carpentier,
a los éxtasis excepcionales de la literatura de las Américas,
a las costumbres de todos los tiempos, a los mundos nuevos
y antiguos en esa dialéctica, cuya perplejidad más que he-
geliana, a pesar de entenderla, jamás nos deja en paz. Que
la patria, la mujer de la historia, la musa, la mentira de la
verdad, como el poeta mismo, sea “una conducta”, en las pa-
labras de Miguel Angel Asturias, es otra conjetura.
Todo esto me recuerda las conversaciones en casa con mi
amigo, el escritor Fernando Alegría, en torno a que lo blasfe-
mo, lo irreverente, insultante y hasta lo obsceno, son modos
de aclararle al ser humano el espejo donde está su imagen.
Y, al mismo tiempo, me permite entender y gozar la para-
doja de que a veces las cosas y sus nombres no son lo que se
ve a simple vista, en un sentido “malvado”, y llegan –en un
contexto improbable– a asombrarme con su contenido feliz
y positivo.
L. A. A.
McLean, setiembre de 2008
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