La vieja casona de la calle N va a ser demolida. En los ruinosos muros resaltan tres ventanas de fierro muy gargoleadas, medio pintadas de color crema. El portón del enorme zaguán está ya muy deteriorado, lleno de mugre, y con un gran agujero por donde cabe hasta un cuerpo humano.
Adentro todo es desolación. Los pisos recubiertos con ladrillos de barro cocido, lucen ahora resquebrajados, y sucios, sin que nadie los haya salpicado siquiera con agua bendita para alejar a los malos espíritus. Los altísimos muros agrietados, están invadidos por la humedad. Lo poco que aún queda del techo, es una que otra viga apolillada que lucha por sostener las pocas tejas rojinegras. Esto es lo único que protege de los elementos, el interior de la antiquísima casona.
A principios de siglo habitó ahí un Coronel garboso y varonil, de cejas pobladas y un enorme bigote de puntas retorcidas como colas de cerdo. Lo acompañaba su esposa Doña Tulitas, una elegante y devota dama caritativa.
Acostumbra entrar y salir por el portón agujereado, una pordiosera de nombre Remedios. Ahí vive y duerme. ¡Total! Con sus andrajos, cualquier lugar es bueno.
Ya no queda nada de valor adentro, pero quien sabe por qué, a nadie se le ha ocurrido descolgar las viejas fotografías del Coronel, y de Tulitas, que en el muro de una de las habitaciones todavía permanecen impasibles, uno cerca del otro. Están enmarcadas las fotos amarillentas por el tiempo, con unos óvalos de madera labrada y ya carcomida, de color dorado casi negro por el polvo acumulado en las hendiduras. Los protege un cristal cóncavo y ya opaco.
El retrato del Coronel ejerce sobre Remedios, la habitante de ese palacio venido a menos, una influencia fatal. Casi teme mirarlo, porque sus ojos son duros y penetrantes.
¿Estará disgustado con ella?
¿Quizá quiere decirle algo?
Cuando Remedios está de humor platica con ellos, pero ya olvidaron su educación; se hacen los desentendidos y siempre acaba hablando sola.
Alguna que otra noche despierta sobresaltada porque oye voces. No comprende todo lo que dicen, pues sus labios se mueven muy deprisa. Pero una palabra golpea sus oídos, se mete por su cerebro y le provoca un fuerte dolor de cabeza. El Coronel grita como loco: ¡Descuélguenme! ¡Descuélguenme! Entiérrame en el centro de la vieja fuente.
La andrajosa ya no puede más, y por lo que se ve, le va a dar su merecido al maldito viejo. Tambaleante arrastra una vieja escalera que pesa horrores; la va levantando palmo a palmo. Una vez en su sitio, asciende un peldaño… otro y otro, mientras suda copiosamente. Hasta las manos siente pegajosas.
Por fin están frente a frente el Coronel y la atarantada de Remedios. Aunque sus brazos inexplicablemente los siente torpes, logra alzarlos hasta tocar la fotografía. Trata de arrancarlo, forcejea, pero éste no cede. Rehúye la mirada que la hipnotiza; tira más fuerte, y un grito desgarra su garganta. ¡Oh Dios! Por sus brazos caminan, raspándole la piel, un montón de asquerosos alacranes. Aúlla, se sacude y no encuentra cómo bajarse sin soltar la foto. Llora histérica queriendo botar esos repugnantes bichos. Pero ¿cuáles? Si sus manos y brazos solamente están impregnados de polilla.
El retrato yace en el piso, recostado en la pared, mientras mira a Remedios con ironía. Esta hace un esfuerzo sobrehumano, lo levanta y camina lenta, muy lentamente en dirección de la fuente. Empieza a excavar; la tierra inexplicablemente está floja, como de hormiguero. Toma puñados y puñados ahondando rápido como enajenada. Un reflejo dorado la hiere. Mete nuevamente las manos y las saca rebosantes de monedas de oro. Se olvida del Coronel, y corre hacia la calle gritando alegre:
¡Monedas! ¡Encontré monedas!
La gente extrañada, mira pasar a la pobre mujer andrajosa, que exhibe en sus manos mugrosas, varios trozos de revolcados tepalcates.
ELOINA HERNÁNDEZ PÉREZ
Pertenece al libro “¿Fantasmas? ¡Puros cuentos!
Adentro todo es desolación. Los pisos recubiertos con ladrillos de barro cocido, lucen ahora resquebrajados, y sucios, sin que nadie los haya salpicado siquiera con agua bendita para alejar a los malos espíritus. Los altísimos muros agrietados, están invadidos por la humedad. Lo poco que aún queda del techo, es una que otra viga apolillada que lucha por sostener las pocas tejas rojinegras. Esto es lo único que protege de los elementos, el interior de la antiquísima casona.
A principios de siglo habitó ahí un Coronel garboso y varonil, de cejas pobladas y un enorme bigote de puntas retorcidas como colas de cerdo. Lo acompañaba su esposa Doña Tulitas, una elegante y devota dama caritativa.
Acostumbra entrar y salir por el portón agujereado, una pordiosera de nombre Remedios. Ahí vive y duerme. ¡Total! Con sus andrajos, cualquier lugar es bueno.
Ya no queda nada de valor adentro, pero quien sabe por qué, a nadie se le ha ocurrido descolgar las viejas fotografías del Coronel, y de Tulitas, que en el muro de una de las habitaciones todavía permanecen impasibles, uno cerca del otro. Están enmarcadas las fotos amarillentas por el tiempo, con unos óvalos de madera labrada y ya carcomida, de color dorado casi negro por el polvo acumulado en las hendiduras. Los protege un cristal cóncavo y ya opaco.
El retrato del Coronel ejerce sobre Remedios, la habitante de ese palacio venido a menos, una influencia fatal. Casi teme mirarlo, porque sus ojos son duros y penetrantes.
¿Estará disgustado con ella?
¿Quizá quiere decirle algo?
Cuando Remedios está de humor platica con ellos, pero ya olvidaron su educación; se hacen los desentendidos y siempre acaba hablando sola.
Alguna que otra noche despierta sobresaltada porque oye voces. No comprende todo lo que dicen, pues sus labios se mueven muy deprisa. Pero una palabra golpea sus oídos, se mete por su cerebro y le provoca un fuerte dolor de cabeza. El Coronel grita como loco: ¡Descuélguenme! ¡Descuélguenme! Entiérrame en el centro de la vieja fuente.
La andrajosa ya no puede más, y por lo que se ve, le va a dar su merecido al maldito viejo. Tambaleante arrastra una vieja escalera que pesa horrores; la va levantando palmo a palmo. Una vez en su sitio, asciende un peldaño… otro y otro, mientras suda copiosamente. Hasta las manos siente pegajosas.
Por fin están frente a frente el Coronel y la atarantada de Remedios. Aunque sus brazos inexplicablemente los siente torpes, logra alzarlos hasta tocar la fotografía. Trata de arrancarlo, forcejea, pero éste no cede. Rehúye la mirada que la hipnotiza; tira más fuerte, y un grito desgarra su garganta. ¡Oh Dios! Por sus brazos caminan, raspándole la piel, un montón de asquerosos alacranes. Aúlla, se sacude y no encuentra cómo bajarse sin soltar la foto. Llora histérica queriendo botar esos repugnantes bichos. Pero ¿cuáles? Si sus manos y brazos solamente están impregnados de polilla.
El retrato yace en el piso, recostado en la pared, mientras mira a Remedios con ironía. Esta hace un esfuerzo sobrehumano, lo levanta y camina lenta, muy lentamente en dirección de la fuente. Empieza a excavar; la tierra inexplicablemente está floja, como de hormiguero. Toma puñados y puñados ahondando rápido como enajenada. Un reflejo dorado la hiere. Mete nuevamente las manos y las saca rebosantes de monedas de oro. Se olvida del Coronel, y corre hacia la calle gritando alegre:
¡Monedas! ¡Encontré monedas!
La gente extrañada, mira pasar a la pobre mujer andrajosa, que exhibe en sus manos mugrosas, varios trozos de revolcados tepalcates.
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