Se llama Jon Gorrochategui
y es un experto en Spinoza.
Ahora está jubilado, y cada mañana
va a comprar el pan candeal
y hace una parada ontológica para tomar café conmigo.
Trata de pasarme su sabiduría
con una sonrisa protésica,
y me explica todas las etimologías y haberes
con un balanceo comprensivo de cabeza
ante mi natural ignorancia.
Es vasco, ya se comprende por su nombre,
y junto con sus redondeos entre el ser y la nada,
no desaprovecha para hablarme de las sardinas
"desde Santurce a Bilbao..." a la plancha.
Es muy culinario también, y experto en especias
y en merluza fresca:
--"Por sus agallas las conoceréis".
Pero su insistencia radica ahora,
en hacerme comprender el principio de incertidumbre de Heisenberg,
y por muchos azucarillos que me ponga al tema,
no hay forma de endulzarlo.
Me defiendo con aquello de: "sólo sé que no sé nada"
buen escudo contra academicismos
y contra mi tendencia al rebuzno.
A veces le digo también que escribo poesía,
y le recito algunos poemas.
--"No es el camino.-me dice.-Los poetas sois seres degradados,
espantados de realidad, irreductibles en la lógica, narcisos sin lago,
crustáceos de arroyo que ignoráis la profundidad del mar".
¡Que sofocos me hace pasar con estos epítetos!
Y no tengo replica, no la tengo,
y aquí palpo los enormes abismos de mi pretensión
y mis llantos de ignorancia.
Día a Día, con las variantes meteorológicas pertinentes,
se repite la misma historia,
y en mi se repite una cadena acomplejada que se anuda a mi cuello de forma alarmante.
Buscando remedios,
pensé en cambiar de café,
hacerme la cirugía estética,
o disfrazarme de madonna.
Pero eran concesiones innecesarias que matizaban mi debilidad.
Hasta que dándole vueltas al caletre, encontré la fórmula.
Uno de los días en que trataba de epatarme con Wittgenstein
le espeté:
--Juan he hecho testamento.
Me miró en su amistosa burla del siempre y me dijo:
--"Todos los poetas hacen testamento. Queréis inmortalizar con esto lo que no podéis con lo poético".
--Jon.-le repliqué.-He dejado una cláusula especial de riguroso cumplimiento.
Aquí le apercibí por vez primera, una desazón en su silencio y continué:
--Es mi voluntad que me entierren contigo. No soportaría tu ausencia en las ultratumbas. Necesito iluminación ante el Supremo.
Su espanto se manifestó en un braceo continuo y en una mueca desgarrada. Dijo al fin:
-- Estas loco. Todos los poetas lo estáis. Hasta otro día.
y sin más palabras marchó colocándose la corbata de forma desentonada.
No volvió jamás.
Ahora mi notario está consultando a constitucionales, para ver si es posible cumplir mi deseo.
En el mientras, he podido seguir escribiendo poesía en mis prados de ignorancia, y entre la mirada de una libélula.
No obstante tengo intención de cumplir mis voluntades, en el caso de morir yo primero.
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