Son las cinco de la tarde de este sábado lluvioso. Estoy sola en casa. Siempre estoy sola, aunque esté rodeada de una multitud. Más qué sola, siento este distanciamiento que voluntariamente me aleja de todo el mundo. ¿Acaso es necesario confesar la causa...? Bien a la vista está.... Y no hace falta en que yo me pare a confirmar los motivos. Las miradas de las gente bien me lo ponen de manifiesto. Y aunque voy siempre con la vista baja para no ver a quién pasa por mi lado, yo siento sus miradas como si flechas envenenadas se clavasen en mi corazón.
Son las cinco de la tarde. Esa hora gozosa en que las chicas sueñan en que escasos momentos después se encontrarán en brazos del ser amado; o asistirán al baile, donde su belleza brillará hasta epatar a la concurrencia; o simplemente su paso por la calle será causa de despertar en los hombre lascivas apetencias que sus rostros no son capaces de encubrir. Pero ella decide no salir y se encierra en la triste soledad de lo cotidiano y habitual, su morada, porque teme que ese manido vicio que se ha infiltrado en su alma y le corroe el espíritu hasta inspirarle criminosos deseos, le hará sufrir de una forma inaguantable... ¡Si, la envidia!... Envidia de esos cuerpos que se mueven con soltura. De esas cabezas altas y erguidas que miran hacia delante, desafiadoras y altaneras. De esas sonrisas que deslumbran como si fueran rayos de sol... Envidia hasta la perdición del alma, sin un atisbo de bondad, de misericordia para sí misma, ni tan solo como antídoto a esta rabia lacerante que la engulle en las terribles fauces del Averno y qué desde siempre le impide sonreír..
Si, son las cinco de la tarde, y ella ya ha tomado una decisión. Su medio cuerpo, sin piernas, asentado sobre la plataforma con ruedas, valiéndose de las manos que actúan como pies, se va hacía la habitación en donde tiene instalado el ordenador, y con la satisfacción de haber resuelto el destino de esta tarde lluviosa, dice:
-Voy a escribir lo que en estos momentos siento
Son las cinco de la tarde. Esa hora gozosa en que las chicas sueñan en que escasos momentos después se encontrarán en brazos del ser amado; o asistirán al baile, donde su belleza brillará hasta epatar a la concurrencia; o simplemente su paso por la calle será causa de despertar en los hombre lascivas apetencias que sus rostros no son capaces de encubrir. Pero ella decide no salir y se encierra en la triste soledad de lo cotidiano y habitual, su morada, porque teme que ese manido vicio que se ha infiltrado en su alma y le corroe el espíritu hasta inspirarle criminosos deseos, le hará sufrir de una forma inaguantable... ¡Si, la envidia!... Envidia de esos cuerpos que se mueven con soltura. De esas cabezas altas y erguidas que miran hacia delante, desafiadoras y altaneras. De esas sonrisas que deslumbran como si fueran rayos de sol... Envidia hasta la perdición del alma, sin un atisbo de bondad, de misericordia para sí misma, ni tan solo como antídoto a esta rabia lacerante que la engulle en las terribles fauces del Averno y qué desde siempre le impide sonreír..
Si, son las cinco de la tarde, y ella ya ha tomado una decisión. Su medio cuerpo, sin piernas, asentado sobre la plataforma con ruedas, valiéndose de las manos que actúan como pies, se va hacía la habitación en donde tiene instalado el ordenador, y con la satisfacción de haber resuelto el destino de esta tarde lluviosa, dice:
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