Penosa confidencia
El carácter de Ruperto me sorprendía. Introvertido, mal hablado y, sobre todo, mordaz, de modo que apenas gozaba de amigos, al punto que los compañeros le huían y, sin embargo, por mí demostraba una confianza y amistad que me tenía perplejo, pues yo, aunque no lo repudiaba, tampoco me mostraba con él muy amical.
La otra tarde, cual no fue mi sorpresa cuando Ruperto me invitó a comer a su casa, insinuando que deseaba pedirme un consejo. De entrada, quise declinar la invitación, pero el tono lastimero con que me lo propuso afectó a mi vena sensible y aunque de mala gana, accedí
La comida transcurrió normal, en un plano distendido y urbanizado. A tomar café pasamos a una sala recoleta, en la que solo la amueblaba una mesa con el ordenador y su silla correspondiente, dos cómodos sillones y una mesita supletoria en la que acondicionó todo lo necesario para el servicio de café. Ya apoltronados en el respectivo sillón y con la taza de humeante y oloroso café en la mano, Ruperto se lanzó a explayarse en confidencias, que a decir verdad me produjeron un sentimiento de agobiante molestia, sobre todo cuando me explico lo siguiente:
-Cierto, que soy un tío antipático y que ninguno de la oficina puede tragarme, bien lo sé. Pero como tú, eres el único que siempre me ha tratado con amistad y además sé que no vas a contar lo que te voy a decir, por eso te voy a explicar los motivos de mi forma de ser. Yo tenía doce años y mi madre era una de las mujeres mas hermosas que he conocido, y no es pasión de hijo lo que me mueve a esa afirmación, ya que todo el mundo ponderaba su belleza. Ella debía estar convencida de ese don, pues siempre la veía arreglándose ante el espejo, y cuando salía a la calle, lo que hacia muy a menudo, vestía exuberante y con trajes que debían costar una fortuna. Mi padre era un pobre oficinista, con suelo mínimo que de ninguna forma justificaba el derroche de mamá, y que ante ella se mostraba servil e insignificante tal vez ofuscado por la belleza de su mujer. Entonces asistía corno alumno al colegio de los Jesuitas, donde se nos imbuía una moral tan estricta, que el solo hecho de mirar a una mujer ya constituía pecado. Un día me enzarcé a mamporros con un compañero de curso, al cual le propiné una soberana paliza, y él para vengarse me dijo que mi madre era una puta, que en varias ocasiones se lo había oído comentar a sus padres cuando ellos creían que él no les oía. Volví a pegarle con más furia, pero sus palabras se grabaron en mi pensamiento como grabadas a buril. Al poco tiempo, estaba yo en la cama, cuando oí a mi padre que daba unos gritos desaforados repitiendo la palabra puta una y otra vez, y cada momento con más rabia y mayor desespero. Yo me acoquiné y puse a llorar y para no escuchar más los desgarradores gritos de mi padre cubrí mi cabeza con la almohada. Los gritos cesaron, pero yo no pude dormir en toda la noche. A la mañana siguiente, al levantarme, fui a la cocina para tomar el desayuno. Allí estaba mi padre, acodado sobre la mesa. Yo no veía su rostro, pero me di cuenta de que estaba llorando. Avergonzado por ver llorar a papá, me retiré de la cocina, me vestí y sin desayunar me fui al colegio. Tampoco vi. a mamá por toda la casa. Por la noche, cuando regresé a casa, ya que en el colegio estaba mediopensionista, me encontré a papá, que muy solemne y compungido me dijo que mamá nos había abandonado. Y en aquél momento, sin saber lo que me ocurría, comencé a despotricar contra mi padre por haberle chillado en la noche anterior. Papá se retiró cabizbajo, sin decir una palabra. A la mañana siguiente alguien llamó a la puerta, y como estaba yo solo en la casa fui abrir. Era un policía, que con no mucho miramientos me comunicó que la persona que habitaba en ese piso por lo visto se había tirado por la ventana y yacía muerto en la calle. Desde aquél día arrastro el calvario de mi remordimiento que me hace ser tal corno todos vosotros me conocéis.
Titubeante y la voz quebrada por la emoción que me embarga, pues tengo los ojos lacrimosos, pregunto:
-¿Qué fue de tu madre?
-No lo sé. Nunca más quise verla, aunque sé que ella si hizo intentos por lograrlo. Debe seguir haciendo de puta. Aunque con la edad que ahora tiene, supongo hará de 'chapera'...-con el pañuelo seca las lágrimas que corren por sus mejillas.
El carácter de Ruperto me sorprendía. Introvertido, mal hablado y, sobre todo, mordaz, de modo que apenas gozaba de amigos, al punto que los compañeros le huían y, sin embargo, por mí demostraba una confianza y amistad que me tenía perplejo, pues yo, aunque no lo repudiaba, tampoco me mostraba con él muy amical.
La otra tarde, cual no fue mi sorpresa cuando Ruperto me invitó a comer a su casa, insinuando que deseaba pedirme un consejo. De entrada, quise declinar la invitación, pero el tono lastimero con que me lo propuso afectó a mi vena sensible y aunque de mala gana, accedí
La comida transcurrió normal, en un plano distendido y urbanizado. A tomar café pasamos a una sala recoleta, en la que solo la amueblaba una mesa con el ordenador y su silla correspondiente, dos cómodos sillones y una mesita supletoria en la que acondicionó todo lo necesario para el servicio de café. Ya apoltronados en el respectivo sillón y con la taza de humeante y oloroso café en la mano, Ruperto se lanzó a explayarse en confidencias, que a decir verdad me produjeron un sentimiento de agobiante molestia, sobre todo cuando me explico lo siguiente:
-Cierto, que soy un tío antipático y que ninguno de la oficina puede tragarme, bien lo sé. Pero como tú, eres el único que siempre me ha tratado con amistad y además sé que no vas a contar lo que te voy a decir, por eso te voy a explicar los motivos de mi forma de ser. Yo tenía doce años y mi madre era una de las mujeres mas hermosas que he conocido, y no es pasión de hijo lo que me mueve a esa afirmación, ya que todo el mundo ponderaba su belleza. Ella debía estar convencida de ese don, pues siempre la veía arreglándose ante el espejo, y cuando salía a la calle, lo que hacia muy a menudo, vestía exuberante y con trajes que debían costar una fortuna. Mi padre era un pobre oficinista, con suelo mínimo que de ninguna forma justificaba el derroche de mamá, y que ante ella se mostraba servil e insignificante tal vez ofuscado por la belleza de su mujer. Entonces asistía corno alumno al colegio de los Jesuitas, donde se nos imbuía una moral tan estricta, que el solo hecho de mirar a una mujer ya constituía pecado. Un día me enzarcé a mamporros con un compañero de curso, al cual le propiné una soberana paliza, y él para vengarse me dijo que mi madre era una puta, que en varias ocasiones se lo había oído comentar a sus padres cuando ellos creían que él no les oía. Volví a pegarle con más furia, pero sus palabras se grabaron en mi pensamiento como grabadas a buril. Al poco tiempo, estaba yo en la cama, cuando oí a mi padre que daba unos gritos desaforados repitiendo la palabra puta una y otra vez, y cada momento con más rabia y mayor desespero. Yo me acoquiné y puse a llorar y para no escuchar más los desgarradores gritos de mi padre cubrí mi cabeza con la almohada. Los gritos cesaron, pero yo no pude dormir en toda la noche. A la mañana siguiente, al levantarme, fui a la cocina para tomar el desayuno. Allí estaba mi padre, acodado sobre la mesa. Yo no veía su rostro, pero me di cuenta de que estaba llorando. Avergonzado por ver llorar a papá, me retiré de la cocina, me vestí y sin desayunar me fui al colegio. Tampoco vi. a mamá por toda la casa. Por la noche, cuando regresé a casa, ya que en el colegio estaba mediopensionista, me encontré a papá, que muy solemne y compungido me dijo que mamá nos había abandonado. Y en aquél momento, sin saber lo que me ocurría, comencé a despotricar contra mi padre por haberle chillado en la noche anterior. Papá se retiró cabizbajo, sin decir una palabra. A la mañana siguiente alguien llamó a la puerta, y como estaba yo solo en la casa fui abrir. Era un policía, que con no mucho miramientos me comunicó que la persona que habitaba en ese piso por lo visto se había tirado por la ventana y yacía muerto en la calle. Desde aquél día arrastro el calvario de mi remordimiento que me hace ser tal corno todos vosotros me conocéis.
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