Me da risa tu mundo, Señor. Cómo pretendes que me integre sin escepticismo epistemológico a, un planeta que produce alimentos suficientes para todos, pero que inventa el dinero para que muchos de sus habitantes no puedan comprarlos, y sean héroes contemporáneos al fallecer de inanición. Cómo creer en el sapiens sapiens que concibe sus propios monstruos como el doctor Frankenstein: tecnología, economía, política, y se deja luego asesinar por ellos; cómo dormir, si mueren miles de niños de hambre cada día, o los masacran las bombas inteligentes de los aliados. ¿Aliados para qué, Señor? Respóndeme, no te hagas güey.
Cómo vivir en una economía de mercado que clasifica a los humanos solamente como solventes e insolventes, que gasta en cosméticos, o en helados, más dinero del que se necesita para que todos los niños del mundo tengan educación. Por eso soy rebelde, gran Creador, sería una enorme responsabilidad no serlo, como mis padres, hermanos, primos, y amigos. Nací a principios de los setenta. En una ciudad contaminada, superpoblada y jodida. La ciudad de los palacios, que le llamaban, o la región más transparente del aire, ¡imagínate! Te lo cuento, aunque se supone que sabes todo.
Cuando hice mi aparición teníamos un enano pelón y bigotón por presidente, que tenía sueños guajiros de llevar a este bananero país al primer mundo. Desde que conocí a mis papás, me cagaron, lo reconozco: mi señor padre tiene ínfulas de gran empresario, pero la neta, se tranza a cuanto cabrón se deja. Mi madre, malinche emergente del proletariado urbano, se compró el papel de la sociedad burguesa, le encanta. Con el dinero esquilmado por su marido, se siente la niña bien de Las Lomas, compra ropa de marca, trata a la servidumbre como a esclavos del siglo XVI, nos metió a escuelas altamente popis, y obviamente, de entre la pléyade de mamones que son mis hermanos, tenía que haber una ovejita más negra que el averno: tu seguro servidor, Señor mío, imagínate.
Me metí a estudiar comunicación cuando mi padre exigía que tomara una profesión decente, como abogado o contador. Primera decepción. Mi coche es un Vocho, de cuando Hitler todavía tenía la obsesión de convertir a los judíos en Vel Rosita con sus hornitos Lily Ledy, aunque de vez en vez le apaño el tres letras a mi abuelo, nomás para apantallar a la tal Ana Paola, una chava de la uni que es la buena onda. Me gusta el cine, quizá el viejo se apoquine con una marmaja para producir un cortometraje de mi creación, lo ando convenciendo. Me corrieron de todas las escuelas primarias, secundarias y preparatorias de la Grande Ciudad de la Laguna —te digo que soy una lacra sabida—. Le pegué al rock una temporada, a la mota y a las pastas con singular alegría. Agradezco que me hayas construido con la afición a las letras. Mi única pasión verdadera son los libros.
Me gusta la pasión siniestra —en el sentido de izquierda— del rebelde uruguayo Eduardo Galeano; disfruto las letras irreverentes de Thimoty Leary, las jaladas de Román Gubern y Umberto Eco. Los autores tlahuicas que corresponden a mi generación son: Octavio Paz, con su rutilante Nobel, Carlos Fuentes, que sueña con uno, Ricardo Garibay, Elena Garro, Elías Nandino, Carlos Monsiváis, José Agustín, Jorge Volpi, una bola de ojetes que se creen la elite letrada. De repente se inspiran, hay que reconocerlo. Soy de la generación del Tratado de Libre Comercio, de la liberación sexual —fornicamos igual que antes, pero públicamente—, de las devaluaciones del peso, de los asesinatos políticos, del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, de los secuestros express, de los errores de diciembre —y de enero, y de febrero—, de las mujeres alborotadas queriendo ser presidentas, del cine nuevo mexicano —una chingonería—, de los narcotraficantes y los gruperos que les componen canciones, de los ilegales practicando natación en el Río Bravo ante el encabronamiento de Huntington, de la derrota de los administradores de la Revolución.
Me gusta el tequila y la música de verdad —no las mamadas que oye Ana Paola—: Frank Zappa, Joe Satriani, Incubus, los Red Hot Chili Peppers, y cosas así. Cuando Ana Paola me pone a Luis Miguel o Ricky Martin, tengo que resistir las ganas de vomitar por la ventana. Soy agnóstico, iconoclasta, liberal —en el más amplio sentido de la palabra—, de espíritu lúdico, ecléctico, posmoderno y desmadroso.
Me dijiste que me auto-diseñara, ahora te chingas. Mis amigos me bautizaron desde la prepa como Cartujo, sobrenombre que llevo como estigma, producto de una pequeña época de ascetismo. Todos me dicen así. Conocí ayer —día de mi nacimiento— a la hermana de Ana Paola, una súper nerdísima que lee libros de la Grecia antigua y tiene una gran afición por las momias egipcias; también conocí en mi debut al cabrón más feo que haya existido, un pinche enano corcobado llamado Rómulo, que tiene menos dientes que mi abuelo materno, y un ojo de vidrio pocamadre. ¡Ay la llevo!, me voy armando, espero que me pongas en la acción, sabes que me gustan los madrazos.
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