por Lluvia Abril Miér Sep 04, 2013 5:47 am
Edith Södergran ha sentido y vivido, uno a uno, los pasos de su muerte, la injuria cruel de la enfermedad que la fue minando. Su relación más estable y duradera ha sido, no nos es difícil imaginarlo, con su propio cuerpo yacente, su escenario, el paisaje inmediato a sus ojos, donde éstos vieron el desmedro. Así, en el curso de este desvelo, el cuerpo se le ofrecía en su misterio, en su ardiente fragilidad:
El día entero estoy acostada en espera de la noche,
la noche entera estoy acostada en espera del día,
estoy acostada en mi lecho de enferma en el jardín del paraíso.
Sé que no sanaré, nostalgia y languidez no sanan jamás.
Tengo fiebre como una planta de los pantanos,
rezumo sudor dulce como una hoja húmeda
["Días enfermos"]
Al compás de las fluctuaciones de su estado morboso, su poesía oscila pendularmente entre el desaliento y la esperanza, pero también alcanza resignada serenidad. Hagar Olsson destaca el increíble coraje, moral y físico, demostrado por Edith Södergran al enfrentarse a la vida, la enfermedad y la muerte.
En La lira de septiembre y sus siguientes libros va ha encenderse el canto de la vida liberada, vencedora del sufrimiento y de la muerte. En esos poemas flamea el poder profético y visionario de Edith Södergran. Ella, que se ha purificado en el dolor, a su vez “sueña con liberar al mundo y purificarlo”. Percibe la magnitud de los cambios profundos que la guerra del 14 iba a producir, la dimensión ecuménica del conflicto, a diferencia de la impresión que se tenía en Escandinavia en el sentido de que éste era pasajero y, una vez cesado, las cosas volverían a su antiguo y habitual orden. Así en el poema “La tormenta”:
Ahora la tierra vuelve a cubrirse de negro. Es la tormenta
que se levanta desde los abismos nocturnos…
El paisaje de Raivola, bosque de alerces y lago, se halla presente, como lo han señalado Gunnar Ekelöf, uno de los más grandes poetas suecos, y Hagar Olsson, en los poemas de Edith Södergran. Árboles, pájaros ribereños, última flor de otoño, todo enjambra en ellos con melancólico gozo. En los elementos naturales encuentran no sólo sus símbolos y emblemas, sino los incentivos para poder seguir viviendo. Cuántas veces, en sus momentos de convalecencia, en sus parciales recuperaciones, habrán sido los hallazgos bienhechores, para sus ojos deslumbrados: el sol vuelto a sentir en sus espaldas, la luz nuevamente encendida en las flores, el agua otra vez cantando. Edith los contemplaría como desde la otra orilla, sabiéndose más que nadie viadora de la muerte.
De todo nuestro mundo soleado
no deseo sino un banco de jardín
donde un gato tome sol…
Allí estaré sentada
con una carta contra mi pecho,
una sola carta pequeña.
He aquí cómo es mi sueño.
Añoranza, anhelo, nostalgia, por sobre la integridad de sus poemas, reverberando en ellos su pozo de impregnante pena. Pero contra todo abandono, contra todo desmayo, Edith Södergran opuso la indoblegable fuerza de su voluntad puesta al servicio de su perfección moral y de su mensaje poético. Verso a verso, imagen tras imagen, se fue creando a sí misma con un poderoso e interno dinamismo compensatorio de su inevitable daño corporal. Del trato con su poesía nos queda algo así como la imagen de esa viva llama que brota de la materia en trance de aniquilamiento. Lumbre que fue algo más que hermosos resplandores. Revelación de su verdad humana y personal: “Mis poemas son para mí el camino hacia mí misma”.
Edith Södergran fue el impulso más decisivo en la avanzada del modernismo en el período posterior a 1914, tal como se le ha reconocido con plena justicia. Y esto se debió, creemos, a algo que suele olvidarse a menudo y que Hagar Olsson (una vez más necesariamente citada) lo ha señalado en forma lapidaria: “Ella tenía la inspiración fuerte y básica, más segura que el gusto más exigente y la mente más crítica.”
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