Poeta, novelista y traductor italiano nacido en Santo Stefano Belbo, en 1908.
Cursó los primeros estudios en Turín bajo la orientación de Augusto Monti quien fuera figura relevante del antifascismo. Obtuvo la Licenciatura en Letras en 1932, y antes de dedicarse a la poesía trabajó como editor y traductor de Melville y Anderson. En 1935 fue detenido por su actividad política y confinado en Brancaleone Calabro. Un año después regresó a Turín, se afilió al partido comunista, tradujo a John Dos Passos, Gertrude Stein y Daniel Defoe, y publicó la obra "Trabajar cansa".
Entre 1936 y 1950 produce una parte muy importante de su obra, con títulos como "El oficio de poeta", "Diálogos con Leuco", "Vendrá la muerte y tendrá tus ojos", "El oficio de vivir", "La casa en la colina" y "La luna y la fogata".
Agobiado por la depresión y el desengaño, se quitó la vida en agosto de 1950.
POESÍAS
I. De "Trabajar cansa", 1931-1935)
Encuentro
Estas duras colinas que hicieron mi cuerpo
y lo sacuden con tantos recuerdos, me mostraron el prodigio
de aquélla, que ignora que la vivo sin poder entenderla.
La encontré una noche; una mancha más clara
bajo estrellas ambiguas, en la oscuridad del verano.
Había alrededor la fragancia de estas colinas,
más profunda que la sombra, y de pronto sonó,
como si saliera de estas colinas, una voz limpia
y áspera a la vez, una voz de tiempos perdidos.
Ocasionalmente la veo, viviendo delante de mí,
definida, inmutable, como un recuerdo.
Nunca he podido aferrarla; su realidad
me rehúye siempre y me distancia.
Si es bella, no lo sé. Es joven entre las mujeres:
pienso en ella y me sorprende un lejano recuerdo
de mi infancia vivida en estas colinas;
tan joven es. Es como la madrugada. Lleva en sus ojos
todos los cielos lejanos de aquellas madrugadas remotas.
Y tiene en los ojos un firme propósito: la luz más limpia
que jamás tuvo el alba sobre estas colinas.
La he creado desde el fondo de todas las cosas
que me son más queridas, y no logro entenderla.
Manía de soledad
Ceno cualquier cosa junto a la clara ventana.
El cuarto tiene ya la oscuridad del cielo.
Al salir, las calles tranquilas conducen,
en pocos pasos, al campo abierto.
Como y miro el cielo —quién sabe cuántas mujeres
están comiendo a estas horas—; mi cuerpo está tranquilo;
el trabajo y la mujer aturden mi cuerpo.
Afuera, después de la cena, las estrellas vendrán a tocar
la tierra en su extensa llanura. Las estrellas están vivas
pero no valen lo que estas cerezas que como a solas.
Miro el cielo, pero sé que entre los tejados mohosos
ya brilla alguna luz y que abajo hay rumores.
Un gran sorbo y mi cuerpo saborea la vida
de las plantas y los ríos, sintiéndose apartado de todo.
Basta un poco de silencio para que todo se detenga
en su lugar real, como ahora mi cuerpo.
Toda cosa se aísla frente a mis sentidos
que la aceptan sin corromperse: un murmullo de silencio.
Puedo saberlo todo en la oscuridad,
como sé que la sangre corre por mis venas.
La llanura es un gran correr de aguas entre las hierbas,
una cena de todas las cosas. Todas las plantas y las piedras
viven inmóviles. Oigo a mis alimentos nutrirme las venas
de todas las cosas que viven sobre esta llanura.
No importa la noche. El cuadrado del cielo
me susurra todos los fragores y una estrella pequeña
se debate en el vacío, lejana de los alimentos,
de las casas, distinta. No se basta a sí misma,
necesita demasiadas compañeras. Aquí, en la oscuridad, solo,
mi cuerpo está tranquilo y se siente señor.
La voz
Cada día el silencio del cuarto solitario
se cierra sobre el leve rumor de cada gesto,
como el aire. Cada día la breve ventana
se abre, inmóvil, al aire que calla. La voz,
ronca y dulce, no vuelve en el fresco silencio.
Se abre como el respiro de quien va a hablar
y calla, el aire inmóvil. Cada día es el mismo.
Y la voz es la misma, que no rompe el silencio,
ronca igual por siempre en la inmovilidad
del recuerdo. La clara ventana acompaña,
con su vibración breve, la calma de entonces.
Cada gesto golpea la calma de entonces.
Si sonara la voz, volvería el dolor.
Volverían los gestos en el aire asombrado,
y palabras, palabras a la voz sometida.
Si sonara la voz, hasta el temblor breve
del silencio que dura, se haría dolor.
Volverían los gestos del inútil dolor,
golpeando las cosas a lo largo del tiempo.
Pero la voz no vuelve, y el murmullo remoto
no levanta el recuerdo. La voz inmóvil
de su hálito fresco. Para siempre el silencio
calla, ronco y sumiso, en el recuerdo de entonces.
Sencillez
El solitario -que ha estado en la cárcel- regresa a la cárcel
cada vez que muerde un pedazo de pan.
En la cárcel soñaba con las liebres que huyen
sobre el mantillo invernal. En la niebla de invierno,
vive el hombre entre muros y calles, bebiendo
agua fría y mordiendo un pedazo de pan.
Uno cree que luego renace la vida,
que el aliento se calma, que regresa el invierno
con el olor del vino en la tibia hostería,
y el buen fuego, el establo,, y las cenas. Uno cree,
si está dentro, uno cree. Pero si sale una noche,
y ha cogido las liebres, y al calor se las comen
los otros, alegres. Hay que mirarlos detrás de los cristales.
El solitario se atreve a entrar para beber un vaso
cuando en verdad se hiela, y contempla su vino:
el color de humo, el sabor pesado.
Muerde el trozo de pan, que a liebre le sabía
en la cárcel, pero ahora ya no sabe ni a pan
ni a nada. Y hasta el vino no sabe más que a niebla.
Trabajar cansa
Los dos, tendidos sobre la hierba, vestidos, se miran a la cara
entre los tallos delgados: la mujer le muerde los cabellos
y después muerde la hierba. Entre la hierba, sonríe turbada.
Coge el hombre su mano delgada y la muerde
y se apoya en su cuerpo. Ella le echa, haciéndole dar tumbos.
La mitad de aquel prado queda, así, enmarañada.
La muchacha, sentada, se acicala el peinado
y no mira al compañero, tendido, con los ojos abiertos.
Los dos, ante una mesita, se miran a la cara
por la tarde y los transeúntes no cesan de pasar.
De vez en cuando, les distrae un color más alegre.
De vez en cuando, él piensa en el inútil día
de descanso, dilapidado en acosar a esa mujer
que es feliz al estar a su vera y mirarle a los ojos.
Si con su piel le toca la pierna, bien sabe
que mutuamente se envían miradas de sorpresa
y una sonrisa, y que la mujer es feliz. Otras mujeres que pasan
no le miran el rostro, pero esta noche por lo menos
se desnudarán con un hombre. O es que acaso las mujeres
sólo aman a quien malgasta su tiempo por nada.
Se han perseguido todo el día y la mujer tiene aún las mejillas
enrojecidas por el sol. En su corazón le guarda gratitud.
Ella recuerda un besazo rabioso intercambiado en un bosque,
interrumpido por un rumor de pasos, y que todavía le quema.
Estrecha consigo el verde ramillete -recogido de la roca
de una cueva- de hermoso adianto y envuelve al compañero
con una mirada embelesada. Él mira fijamente la maraña
de tallos negruzcos entre el verde tembloroso
y vuelve a asaltarle el deseo de otra maraña
-presentida en el regazo del vestido claro-
y la mujer no lo advierte. Ni siquiera la violencia
le sirve, porque la muchacha, que le ama, contiene
cada asalto con un beso y le coge las manos.
Pero esta noche, una vez la haya dejado, sabe dónde irá:
volverá a casa, atolondrado y derrengado,
pero saboreará por lo menos en el cuerpo saciado
la dulzura del sueño sobre el lecho desierto.
Solamente -y esta será su venganza- se imaginará
que aquel cuerpo de mujer que hará suyo
será, lujurioso y sin pudor alguno, el de ella.
(Versión de Carles José i Solsora)
II. De "Vendrá la muerte y tendrá tus ojos" (1950)
Tú eres como una tierra
Tú eres como una tierra
que jamás nombró nadie.
Tú ya no esperas nada,
sino aquella palabra
que brotará del fondo
como un fruto entre ramas.
Ahora te llega un viento.
Cosas secas y muertas
se estorban y van en el viento.
Miembros, viejas palabras.
Tú tiemblas en verano.
Siempre vienes del mar
Siempre vienes del mar
y tienes la voz ronca,
y siempre ojos secretos
de agua viva entre zarzas,
y frente baja, como
cielo bajo de nubes.
Cada vez tú revives
como una cosa antigua
y erial, que el corazón
ya sabía y se cierra.
Cada vez un desgarro,
cada vez es la muerte.
Y siempre combatimos.
Quien se decide al choque
ha gustado la muerte
y la lleva en la sangre.
Como enemigos buenos
que ya no se odian más,
tenemos una misma
voz, una misma pena,
vivimos enfrentados,
nos cubre un pobre cielo.
En nosotros, no insidias,
y no inútiles cosas
combatiremos siempre.
Aún combatiremos,
combatiremos siempre,
pero buscamos el sueño,
flanqueados por la muerte,
y tenemos voz ronca,
frente amplia y salvaje
y un idéntico cielo.
Fuimos hechos para esto.
Si tu odio cede al golpe,
sigue una noche larga
que no es paz y tregua,
ni verdadera muerte.
Tú ya no estás. Los brazos
se debaten en vano.
Mientras nos tiemble el pulso.
Han dicho un nombre tuyo.
Recomienza la muerte.
Cosa ignota y salvaje
renaciste del mar.
Eres la tierra y la muerte
Eres la tierra y la muerte.
Tu estación es la oscuridad
y el silencio. No existe
cosa que, más que tú,
esté tan lejos del alba.
Cuando pareces despertar
eres dolor tan sólo,
lo tienes en los ojos y en la sangre,
pero no lo sientes. Vives
como vive una piedra,
como la tierra dura.
Y te recubren sueños,
movimientos, sollozos
que ignoras. El dolor,
como el agua de un lago,
tiembla y te rodea.
Hay círculo en el agua.
Tú dejas que se desvanezcan.
Eres la tierra y la muerte.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos...
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos
-esta muerte que nos acompaña
de la mañana a la noche, insomne,
sorda, como un viejo remordimiento
o un vicio absurdo-. Tus ojos
serán una vana palabra,
un grito acallado, un silencio.
Así los ves cada mañana
cuando sola sobre ti misma te inclinas
en el espejo. Oh querida esperanza,
también ese día sabremos nosotros
que eres la vida y eres la nada.
Para todos tiene la muerte una mirada.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.
Será como abandonar un vicio,
como contemplar en el espejo
el resurgir de un rostro muerto,
como escuchar unos labios cerrados.
Mudos, descenderemos en el remolino.
(Versión de Carles José i Solsora)
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