VII. El gran secreto de Mitia. Lo abuchean
—Señores —empezó a decir, con la misma agitación—, ese dinero… quiero
confesárselo todo… ese dinero era mío.
Al fiscal y al juez de instrucción hasta se les alargó la cara; aquello era lo último que
se habrían esperado.
—¿Qué es eso de que era suyo —musitó Nikolái Parfiónovich—, si a las cinco de la
tarde, según ha confesado usted mismo…?
—¡Al diablo las cinco de la tarde y mi propia confesión! ¡No se trata de eso ahora!
Ese dinero era mío, mío; quiero decir, robado, pero mío… o sea, no mío, sino robado,
robado por mí, y había mil quinientos rublos, y yo los llevaba encima, siempre los
llevaba encima…
—Y ¿de dónde los había sacado?
—Del cuello, señores, me los había sacado del cuello; miren, de aquí, de mi
cuello… Aquí los llevaba, en el cuello, cosidos a un trapo y colgados al cuello, hace ya
tiempo; ¡un mes hacía ya que los llevaba colgados al cuello, con vergüenza y
deshonor!
—Pero ¿cómo… se apoderó de ese dinero?
—¿Quiere decir que cómo lo «robé»? Puede hablar ahora sin rodeos. Sí, yo
considero que es igual que si lo hubiera robado, aunque, si ustedes quieren,
efectivamente «me apoderé» del dinero. Pero, en mi opinión, lo robé. Y ayer por la
tarde acabé de robarlo del todo.
—¿Ayer por la tarde? Pero ¡si acaba de decir que hace ya un mes que lo…
consiguió!
—Sí, pero no de mi padre, no de mi padre, no se inquieten, no se lo robé a mi
padre, sino a ella. Dejen que se lo cuente y no me interrumpan. Ya es bastante
penoso. Verán, hace un mes me llamó Katerina Ivánovna Verjóvtseva, mi antigua
prometida… ¿La conocen?
—Claro, ¿cómo no?
—Ya sé que la conocen. Es un alma nobilísima, noble entre las nobles, aunque a mí
hace ya tiempo que me odia. Oh, hace tiempo, hace tiempo… ¡Y bien me lo merezco,
bien me merezco que me odie!
—¿Katerina Ivánovna? —preguntó, sorprendido, el juez de instrucción. El fiscal
también lo miró con cara de espanto.
—¡Oh, no pronuncien su nombre en vano! Soy un canalla, por haberla mencionado
aquí. Sí, yo veía que me odiaba… hace tiempo… desde la primera vez que estuvo en
mi casa, allí… Pero basta, basta, ustedes ni siquiera son dignos de saber estas cosas,
no hace ninguna falta… Lo único que necesitan saber es que ella me llamó hace un
mes y me entregó tres mil rublos para mandárselos a su hermana y a otra pariente
suya, a Moscú (¡como si no pudiera mandárselos ella misma!), y yo… Eso ocurrió
justamente en aquella hora fatídica de mi vida, cuando yo… bueno, en una palabra,
cuando acababa de enamorarme de otra, de ella, de la de ahora, esa misma que
tienen ustedes abajo, Grúshenka… Entonces me la traje aquí, a Mókroie, y en dos días
dilapidé la mitad de esos malditos tres mil rublos, o sea, mil quinientos, y la otra mitad
me la guardé. Total, que eran esos mil quinientos rublos con los que me había
quedado los que llevaba colgados del cuello, como si fuera un escapulario, hasta que
ayer los descosí y me los gasté en otra juerga. Los ochocientos rublos que me
sobraron son los que obran ahora en su poder, Nikolái Parfiónovich; es lo que me
queda de los mil quinientos que tenía ayer.
—Permítame, ¿cómo es posible? Pero si todo el mundo sabe que hace un mes
usted se gastó aquí tres mil rublos, no mil quinientos…
—Y eso ¿quién lo sabe? ¿Quién contó el dinero? ¿A quién se lo dejé para que lo
contara?
—Por favor, si usted mismo le ha dicho a todo el mundo que en aquella ocasión se
gastó tres mil rublos justos.
—Es verdad que lo he dicho, lo he ido diciendo por toda la ciudad y toda la ciudad
lo ha repetido, y todo el mundo lo ha dado por hecho, y también aquí, en Mókroie,
todos estaban convencidos de que habían sido tres mil. Pero, de todos modos, no me
gasté tres mil, sino mil quinientos, y los otros mil quinientos los llevaba cosidos como
un escapulario; eso es lo que ha pasado, señores, ya saben de dónde ha salido el
dinero de ayer…
—Es casi milagroso… —balbuceó Nikolái Parfiónovich.
—Permítame que le pregunte —dijo por último el fiscal— si no ha informado usted
a nadie anteriormente de esta circunstancia… es decir, de que entonces, hace un mes,
se quedó con los mil quinientos rublos…
—No se lo he dicho a nadie.
—Qué raro. ¿Es posible que no se lo haya dicho a nadie en absoluto?
—A nadie en absoluto. Lo que es a nadie
—Y ¿a qué obedece ese silencio? ¿Qué le ha llevado a guardar semejante secreto?
Me explicaré mejor: usted, finalmente, nos ha revelado su secreto, un secreto
«vergonzoso», según sus propias palabras, aunque en el fondo (hablando, desde
luego, en términos relativos) ese comportamiento, es decir, la apropiación de tres mil
rublos ajenos, y, sin duda alguna, solo temporalmente… ese comportamiento, a mi
modo de ver, al menos, no pasa de ser un comportamiento extremadamente frívolo,
pero ni mucho menos tan deshonroso, habida cuenta, además, del carácter de usted…
En fin, admitamos incluso que se tratara de una conducta que le desacredita en grado
sumo, yo puedo estar de acuerdo; pero el descrédito, en todo caso, no equivale a la
deshonra… A donde yo quiero ir a parar, en el fondo, es a que muchas personas, en
este último mes, ya se habían hecho a la idea de que usted había malgastado esos tres
mil rublos de la señora Verjóvtseva, sin necesidad de su confesión, yo mismo había
oído esa leyenda… Mijaíl Makárovich, por ejemplo, también la había oído. Así que, en
definitiva, ya casi no es una leyenda, sino un chismorreo de toda la ciudad. Además,
hay indicios de que también usted, si no me equivoco, ya le había confesado a alguien,
precisamente, que ese dinero lo había recibido de la señora Verjóvtseva… Por eso, me
sorprende a mí tanto que hasta ahora, es decir, hasta este preciso momento, haya
rodeado de un misterio tan inaudito esos mil quinientos rublos que usted había
apartado, según sus propias palabras, presentando ese secreto suyo como algo
espantoso… Es increíble que confesar ese secreto haya podido acarrearle tanto
sufrimiento… porque usted mismo ha asegurado entre gritos hace un momento que
prefería el presidio a confesar nada…
El fiscal se calló. Se había acalorado. No disimulaba su disgusto, casi su ira, y había
dado rienda suelta a todo lo que había ido acumulando en su interior, sin preocuparse
siquiera por la belleza de su estilo, esto es, hablando de manera inconexa y un tanto
confusa.
—El deshonor no estaba en los mil quinientos rublos, sino en haber apartado esos
mil quinientos de los tres mil —dijo Mitia con firmeza.
—Pero ¿qué más da? —El fiscal sonrió de un modo irritante—. ¿Qué tiene
especialmente de vergonzoso, a su modo de ver, el hecho de que, de los tres mil
rublos con los que usted se había quedado, en una acción que le desacredita o, si así
lo prefiere, incluso le deshonra, haya apartado la mitad? Lo realmente importante es
que usted se apropió de esos tres mil rublos, y no el uso que haya hecho de ellos. Por
cierto, ¿por qué tomó usted esa medida, quiero decir, por qué apartó la mitad del
dinero? ¿Para qué, con qué fin lo hizo? ¿Podría explicárnoslo?
—¡Oh, señores, pero si en ese fin está la clave de todo! —exclamó Mitia—. Lo
aparté por vileza, o sea, por cálculo, pues el cálculo, en este caso, es una vileza… ¡Y
esa vileza se ha prolongado un mes entero!
—No hay quien lo entienda.
—Me sorprenden ustedes. En todo caso, me explicaré mejor, es posible que,
efectivamente, no se entienda. A ver si me siguen: yo me apropio de tres mil rublos,
confiados a mi honor, me voy de juerga y los dilapido; a la mañana siguiente me
presento en su casa y le digo: «Katia, lo siento, he dilapidado tus tres mil rublos».
¿Qué? ¿Estaría bien? No, no estaría bien: es algo deshonroso y cobarde, propio de
una bestia, de un hombre incapaz de dominarse, igual que una bestia, ¿a que sí?, ¿a
que sí? Pero ¿sería por eso un ladrón? No, todavía no sería un ladrón, todavía no,
¡admítanlo! ¡He malgastado el dinero, pero no lo he robado! Ahora un segundo caso,
más favorable aún, procuren seguirme, no vaya a liarme otra vez, la cabeza parece que
me da vueltas… bueno, el segundo caso: ahora me gasto solamente mil quinientos
rublos de los tres mil, o sea, la mitad. Al día siguiente me presento y le llevo esa mitad:
«Katia, soy un miserable y un canalla, un inconsciente; toma esta mitad, porque la otra
mitad la he derrochado, y seguro que con ésta haría lo mismo, ¡de modo que más vale
poner este dinero fuera de peligro!». ¿Qué pasaría en ese caso? Sería una bestia, un
miserable, lo que ustedes quieran, pero no un ladrón, definitivamente no un ladrón,
porque, de ser yo un ladrón, no se me ocurriría devolverle la mitad que me había
sobrado, sino que me la habría apropiado igualmente. Enseguida se daría cuenta de
que, igual que le he llevado esa mitad, también le llevaré el resto, o sea, la parte que
ya he malgastado, aunque me pase toda la vida buscándola; tendré que trabajar, pero
me haré con ese dinero y se lo devolveré. De ese modo, seré un canalla, pero no un
ladrón, no un ladrón, ¡todo lo que ustedes quieran, menos un ladrón!
cont
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