Aires de Libertad

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    Mensaje por Maria Lua Miér 13 Nov 2024, 08:20

    ***
    VII. El gran secreto de Mitia. Lo abuchean
    —Señores —empezó a decir, con la misma agitación—, ese dinero… quiero
    confesárselo todo… ese dinero era mío.
    Al fiscal y al juez de instrucción hasta se les alargó la cara; aquello era lo último que
    se habrían esperado.
    —¿Qué es eso de que era suyo —musitó Nikolái Parfiónovich—, si a las cinco de la
    tarde, según ha confesado usted mismo…?
    —¡Al diablo las cinco de la tarde y mi propia confesión! ¡No se trata de eso ahora!
    Ese dinero era mío, mío; quiero decir, robado, pero mío… o sea, no mío, sino robado,
    robado por mí, y había mil quinientos rublos, y yo los llevaba encima, siempre los
    llevaba encima…
    —Y ¿de dónde los había sacado?
    —Del cuello, señores, me los había sacado del cuello; miren, de aquí, de mi
    cuello… Aquí los llevaba, en el cuello, cosidos a un trapo y colgados al cuello, hace ya
    tiempo; ¡un mes hacía ya que los llevaba colgados al cuello, con vergüenza y
    deshonor!
    —Pero ¿cómo… se apoderó de ese dinero?
    —¿Quiere decir que cómo lo «robé»? Puede hablar ahora sin rodeos. Sí, yo
    considero que es igual que si lo hubiera robado, aunque, si ustedes quieren,
    efectivamente «me apoderé» del dinero. Pero, en mi opinión, lo robé. Y ayer por la
    tarde acabé de robarlo del todo.
    —¿Ayer por la tarde? Pero ¡si acaba de decir que hace ya un mes que lo…
    consiguió!
    —Sí, pero no de mi padre, no de mi padre, no se inquieten, no se lo robé a mi
    padre, sino a ella. Dejen que se lo cuente y no me interrumpan. Ya es bastante
    penoso. Verán, hace un mes me llamó Katerina Ivánovna Verjóvtseva, mi antigua
    prometida… ¿La conocen?
    —Claro, ¿cómo no?
    —Ya sé que la conocen. Es un alma nobilísima, noble entre las nobles, aunque a mí
    hace ya tiempo que me odia. Oh, hace tiempo, hace tiempo… ¡Y bien me lo merezco,
    bien me merezco que me odie!
    —¿Katerina Ivánovna? —preguntó, sorprendido, el juez de instrucción. El fiscal
    también lo miró con cara de espanto.
    —¡Oh, no pronuncien su nombre en vano! Soy un canalla, por haberla mencionado
    aquí. Sí, yo veía que me odiaba… hace tiempo… desde la primera vez que estuvo en
    mi casa, allí… Pero basta, basta, ustedes ni siquiera son dignos de saber estas cosas,
    no hace ninguna falta… Lo único que necesitan saber es que ella me llamó hace un
    mes y me entregó tres mil rublos para mandárselos a su hermana y a otra pariente
    suya, a Moscú (¡como si no pudiera mandárselos ella misma!), y yo… Eso ocurrió
    justamente en aquella hora fatídica de mi vida, cuando yo… bueno, en una palabra,
    cuando acababa de enamorarme de otra, de ella, de la de ahora, esa misma que
    tienen ustedes abajo, Grúshenka… Entonces me la traje aquí, a Mókroie, y en dos días
    dilapidé la mitad de esos malditos tres mil rublos, o sea, mil quinientos, y la otra mitad
    me la guardé. Total, que eran esos mil quinientos rublos con los que me había
    quedado los que llevaba colgados del cuello, como si fuera un escapulario, hasta que
    ayer los descosí y me los gasté en otra juerga. Los ochocientos rublos que me
    sobraron son los que obran ahora en su poder, Nikolái Parfiónovich; es lo que me
    queda de los mil quinientos que tenía ayer.
    —Permítame, ¿cómo es posible? Pero si todo el mundo sabe que hace un mes
    usted se gastó aquí tres mil rublos, no mil quinientos…
    —Y eso ¿quién lo sabe? ¿Quién contó el dinero? ¿A quién se lo dejé para que lo
    contara?
    —Por favor, si usted mismo le ha dicho a todo el mundo que en aquella ocasión se
    gastó tres mil rublos justos.
    —Es verdad que lo he dicho, lo he ido diciendo por toda la ciudad y toda la ciudad
    lo ha repetido, y todo el mundo lo ha dado por hecho, y también aquí, en Mókroie,
    todos estaban convencidos de que habían sido tres mil. Pero, de todos modos, no me
    gasté tres mil, sino mil quinientos, y los otros mil quinientos los llevaba cosidos como
    un escapulario; eso es lo que ha pasado, señores, ya saben de dónde ha salido el
    dinero de ayer…
    —Es casi milagroso… —balbuceó Nikolái Parfiónovich.
    —Permítame que le pregunte —dijo por último el fiscal— si no ha informado usted
    a nadie anteriormente de esta circunstancia… es decir, de que entonces, hace un mes,
    se quedó con los mil quinientos rublos…
    —No se lo he dicho a nadie.
    —Qué raro. ¿Es posible que no se lo haya dicho a nadie en absoluto?
    —A nadie en absoluto. Lo que es a nadie
    —Y ¿a qué obedece ese silencio? ¿Qué le ha llevado a guardar semejante secreto?
    Me explicaré mejor: usted, finalmente, nos ha revelado su secreto, un secreto
    «vergonzoso», según sus propias palabras, aunque en el fondo (hablando, desde
    luego, en términos relativos) ese comportamiento, es decir, la apropiación de tres mil
    rublos ajenos, y, sin duda alguna, solo temporalmente… ese comportamiento, a mi
    modo de ver, al menos, no pasa de ser un comportamiento extremadamente frívolo,
    pero ni mucho menos tan deshonroso, habida cuenta, además, del carácter de usted…
    En fin, admitamos incluso que se tratara de una conducta que le desacredita en grado
    sumo, yo puedo estar de acuerdo; pero el descrédito, en todo caso, no equivale a la
    deshonra… A donde yo quiero ir a parar, en el fondo, es a que muchas personas, en
    este último mes, ya se habían hecho a la idea de que usted había malgastado esos tres
    mil rublos de la señora Verjóvtseva, sin necesidad de su confesión, yo mismo había
    oído esa leyenda… Mijaíl Makárovich, por ejemplo, también la había oído. Así que, en
    definitiva, ya casi no es una leyenda, sino un chismorreo de toda la ciudad. Además,
    hay indicios de que también usted, si no me equivoco, ya le había confesado a alguien,
    precisamente, que ese dinero lo había recibido de la señora Verjóvtseva… Por eso, me
    sorprende a mí tanto que hasta ahora, es decir, hasta este preciso momento, haya
    rodeado de un misterio tan inaudito esos mil quinientos rublos que usted había
    apartado, según sus propias palabras, presentando ese secreto suyo como algo
    espantoso… Es increíble que confesar ese secreto haya podido acarrearle tanto
    sufrimiento… porque usted mismo ha asegurado entre gritos hace un momento que
    prefería el presidio a confesar nada…
    El fiscal se calló. Se había acalorado. No disimulaba su disgusto, casi su ira, y había
    dado rienda suelta a todo lo que había ido acumulando en su interior, sin preocuparse
    siquiera por la belleza de su estilo, esto es, hablando de manera inconexa y un tanto
    confusa.
    —El deshonor no estaba en los mil quinientos rublos, sino en haber apartado esos
    mil quinientos de los tres mil —dijo Mitia con firmeza.
    —Pero ¿qué más da? —El fiscal sonrió de un modo irritante—. ¿Qué tiene
    especialmente de vergonzoso, a su modo de ver, el hecho de que, de los tres mil
    rublos con los que usted se había quedado, en una acción que le desacredita o, si así
    lo prefiere, incluso le deshonra, haya apartado la mitad? Lo realmente importante es
    que usted se apropió de esos tres mil rublos, y no el uso que haya hecho de ellos. Por
    cierto, ¿por qué tomó usted esa medida, quiero decir, por qué apartó la mitad del
    dinero? ¿Para qué, con qué fin lo hizo? ¿Podría explicárnoslo?
    —¡Oh, señores, pero si en ese fin está la clave de todo! —exclamó Mitia—. Lo
    aparté por vileza, o sea, por cálculo, pues el cálculo, en este caso, es una vileza… ¡Y
    esa vileza se ha prolongado un mes entero!
    —No hay quien lo entienda.
    —Me sorprenden ustedes. En todo caso, me explicaré mejor, es posible que,
    efectivamente, no se entienda. A ver si me siguen: yo me apropio de tres mil rublos,
    confiados a mi honor, me voy de juerga y los dilapido; a la mañana siguiente me
    presento en su casa y le digo: «Katia, lo siento, he dilapidado tus tres mil rublos».
    ¿Qué? ¿Estaría bien? No, no estaría bien: es algo deshonroso y cobarde, propio de
    una bestia, de un hombre incapaz de dominarse, igual que una bestia, ¿a que sí?, ¿a
    que sí? Pero ¿sería por eso un ladrón? No, todavía no sería un ladrón, todavía no,
    ¡admítanlo! ¡He malgastado el dinero, pero no lo he robado! Ahora un segundo caso,
    más favorable aún, procuren seguirme, no vaya a liarme otra vez, la cabeza parece que
    me da vueltas… bueno, el segundo caso: ahora me gasto solamente mil quinientos
    rublos de los tres mil, o sea, la mitad. Al día siguiente me presento y le llevo esa mitad:
    «Katia, soy un miserable y un canalla, un inconsciente; toma esta mitad, porque la otra
    mitad la he derrochado, y seguro que con ésta haría lo mismo, ¡de modo que más vale
    poner este dinero fuera de peligro!». ¿Qué pasaría en ese caso? Sería una bestia, un
    miserable, lo que ustedes quieran, pero no un ladrón, definitivamente no un ladrón,
    porque, de ser yo un ladrón, no se me ocurriría devolverle la mitad que me había
    sobrado, sino que me la habría apropiado igualmente. Enseguida se daría cuenta de
    que, igual que le he llevado esa mitad, también le llevaré el resto, o sea, la parte que
    ya he malgastado, aunque me pase toda la vida buscándola; tendré que trabajar, pero
    me haré con ese dinero y se lo devolveré. De ese modo, seré un canalla, pero no un
    ladrón, no un ladrón, ¡todo lo que ustedes quieran, menos un ladrón!



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    Mensaje por Maria Lua Miér 13 Nov 2024, 08:22

    ***
    —Admitamos que hay cierta diferencia. —El fiscal sonrió con frialdad—. Pero sigue
    resultando extraño que vea usted ahí una diferencia tan fatal.
    —Pues ¡sí, veo ahí una diferencia fatal! Cualquiera puede ser un canalla, y lo es,
    probablemente, pero no todo el mundo puede ser un ladrón, solo un archicanalla
    puede serlo. Bueno, estas sutilezas yo no las domino… Pero, de todos modos, un
    ladrón es más canalla que un canalla, tengo esa convicción. Escuchen: yo llevo el
    dinero encima un mes entero, y el día menos pensado puedo decidirme a devolverlo,
    y así dejo de ser un canalla; pero el caso es que no acabo de decidirme, eso es lo que
    pasa, aunque lo intento todos los días, aunque todos los días me digo a mí mismo:
    «¡Decídete, decídete, canalla!», y así todo el mes, sin poder decidirme, ¡eso es lo que
    pasa! ¿Qué, está bien? ¿A usted le parece que está bien?
    —Admitamos que no está del todo bien, eso lo puedo entender yo perfectamente
    y no se lo voy a discutir —contestó el fiscal, en tono reservado—. Y, en general,
    dejemos de lado toda polémica sobre estas sutilezas y distinciones, y vamos a volver,
    si no tiene inconveniente, al fondo de la cuestión. Y la cuestión estriba, precisamente,
    en que usted todavía no se ha dignado explicarnos, aunque se lo hemos preguntado,
    por qué hizo, desde el primer momento, esa separación en los tres mil rublos, o sea,
    por qué se gastó una mitad y se guardó la otra mitad. En definitiva, ¿para qué se
    guardó esos mil quinientos rublos que había apartado? ¿En qué pensaba emplearlos
    realmente? Insisto en esta cuestión, Dmitri Fiódorovich.
    —¡Ah, sí, ciertamente! —gritó Mitia, dándose una palmada en la frente—. Disculpe,
    les estoy martirizando, y sigo sin explicarles lo esencial; de otro modo, lo entenderían
    enseguida, porque es justamente en el propósito de esto, en el propósito, donde
    radica el deshonor. Verán, se trata del difunto anciano, que no dejaba en paz a
    Agrafiona Aleksándrovna, y yo estaba celoso, creía que ella vacilaba entre él y yo;
    todos los días pensaba: «¿Y si de pronto hay una decisión por su parte? ¿Y si se cansa
    de torturarme y me dice de pronto: “Te quiero a ti, no a él; llévame contigo al fin del
    mundo”. Lo único que tengo es un par de grívenniki; ¿cómo voy a llevármela? ¿Qué
    hago en ese caso?». Así me perdí. Y es que yo entonces no la conocía ni la
    comprendía, pensaba que necesitaría dinero y que no iba a perdonarme mi pobreza.
    Así que, maliciosamente, aparté la mitad de los tres mil rublos y los cosí con una aguja,
    a sangre fría, los cosí calculando muy bien, antes de emborracharme; después, una vez
    cosido ese dinero, con la otra mitad me corrí una gran juerga. ¡Sí, señor, toda una
    canallada! ¿Lo entienden ahora?
    El fiscal se echó a reír ruidosamente, lo mismo que el juez de instrucción.
    —En mi opinión, es incluso razonable y moral que usted se refrenara y no
    dilapidara todo —Nikolái Parfiónovich se reía maliciosamente—, ¿qué tiene eso de
    malo?
    —¡Pues que lo había robado, eso es lo malo! ¡Oh, Dios, me horrorizan ustedes con
    su incomprensión! En todo el tiempo que he llevado conmigo esos mil quinientos
    rublos, cosidos sobre el pecho, no ha habido día ni hora que no me haya dicho: «¡Eres
    un ladrón, eres un ladrón!». Por eso llevo furioso todo el mes, por eso me he peleado
    en la taberna, por eso he pegado a mi padre: ¡porque me sentía un ladrón! Ni siquiera
    a Aliosha, mi hermano, me he decidido a confesarle lo de los mil quinientos rublos, no
    he tenido el valor: ¡hasta tal punto me sentía un canalla y un ratero! Pero sepan que,
    mientras llevaba ese dinero encima, no dejaba de decirme a todas horas: «No, Dmitri
    Fiódorovich, es posible que todavía no seas un ladrón». ¿Por qué? Pues precisamente
    porque al día siguiente podía ir a devolverle esos mil quinientos a Katia. Y solo ayer me
    decidí a arrancarme el escapulario del cuello, yendo a casa de Perjotin después de
    hablar con Fenia; hasta ese momento no me había decidido y, en cuanto lo hice, en
    ese mismo instante, me convertí definitivamente en un ladrón indiscutible, un ladrón y
    un hombre sin honor para toda la vida. ¿Por qué? ¡Porque, al romper el escapulario,
    rompí también mi sueño de ir a ver a Katia y decirle: «Soy un canalla, pero no un
    ladrón»! ¿Lo entienden ahora, lo entienden?
    —¿Por qué se decidió a dar ese paso precisamente ayer por la tarde? —intervino
    Nikolái Parfiónovich.
    —¿Por qué? Tiene gracia que me lo pregunte: porque me había condenado a
    muerte, a las cinco de la mañana, aquí, al amanecer. «¡Qué más dará morir —pensé—
    como un canalla o como un hombre honrado!» Pues no, resulta que no, ¡que no da lo
    mismo! Puede que no me crean, señores, pero lo que más me ha atormentado toda
    esta noche no ha sido la idea de que había matado al viejo criado y me amenazaba
    Siberia, y ¡en qué momento, para colmo! ¡En el momento en que veía coronado mi
    amor y el cielo de nuevo se abría ante mí! Oh, todo eso me atormentaba, pero no
    me había arrancado del pecho ese maldito dinero y me lo había gastado, y de que,
    por tanto, ya era, definitivamente, un ladrón. Oh, señores, se lo repito con la sangre de
    mi corazón: ¡he aprendido muchas cosas esta noche! He aprendido que no solo es
    imposible vivir como un canalla, sino que morir como un canalla también es
    imposible… ¡No, señores, hay que morir siendo honrado!…
    Mitia estaba pálido. Su rostro tenía un aspecto demacrado y exhausto, a pesar de
    su extrema excitación.
    —Empiezo a comprenderle, Dmitri Fiódorovich —dijo el fiscal con suavidad, en un
    tono casi compasivo—; pero todo esto, si usted me lo permite, es cosa de los nervios,
    en mi opinión… de sus nervios enfermizos, solo eso. ¿Por qué, por ejemplo, para
    librarse de tantos tormentos como ha sufrido durante casi un mes, no ha ido a
    devolverle esos mil quinientos rublos a la persona que se los confió y, tras tener una
    explicación con ella, en vista de su situación, tan espantosa, según usted la pinta, no
    intentó la solución que parecería más natural? Es decir, después de reconocer
    noblemente sus errores, ¿por qué no le pidió a esa misma persona la suma necesaria
    para sus gastos, suma que dicha persona, dado lo magnánimo de su corazón y viendo
    lo desesperado que estaba usted, no le habría negado en ningún caso, sobre todo con
    algún documento de por medio o, en último término, con la misma clase de garantía
    que ofreció usted al mercader Samsónov o a la señora Jojlakova? Porque supongo que
    usted, a estas alturas, seguirá considerando valiosa esa garantía, ¿no es así?
    Mitia, de pronto, se ruborizó:
    —¿De verdad me considera usted canalla hasta tal punto? ¡No es posible que esté
    hablando en serio!… —dijo con indignación, mirando a los ojos al fiscal, como si no
    pudiera creerse lo que acababa de oír.
    —Estoy hablando en serio, se lo aseguro… ¿Por qué piensa usted que no? —dijo el
    fiscal, a su vez sorprendido.
    —¡Oh, qué infame habría sido! Señores, ¡deben saber que me están martirizando!
    Como quieran, voy a decírselo todo, de acuerdo; voy a confesarles ahora todo cuanto
    hay de infernal en mí, aunque solo sea para que se avergüencen y se asombren viendo
    a qué grado de bajeza puede llegar una combinación de sentimientos humanos.
    ¡Sepan que yo ya había pensado en ese arreglo, el mismo del que acaba usted de
    hablar, fiscal! Sí, señores, yo también he tenido esa idea en este maldito mes, de modo
    que ya casi estaba decidido a ir a ver a Katia, ¡hasta tal punto de vileza he llegado!
    Pero ir a verla, comunicarle mi traición y pedirle dinero (pedírselo, ¿me están oyendo?,
    ¡pedírselo!), a ella misma, a la propia Katia, para esa traición, para consumar esa
    traición, para afrontar los gastos venideros de esa traición, y acto seguido huir con la
    otra, con su rival, con alguien que la odia y que la ha ofendido… ¡por el amor de Dios!
    ¡Se ha vuelto usted loco, fiscal!
    —Loco no diría yo, pero lo cierto es que así, de improviso, no se me ha ocurrido
    pensar… en eso de los celos femeninos… si es que, efectivamente, pudiera tratarse de
    una cuestión de celos, como afirma usted… sí, es posible que haya algo de ese
    género. —El fiscal se sonrió.
    —Pero habría sido una abominación —Mitia, furioso, dio un puñetazo en la mesa—,
    algo tan hediondo que no sé ni qué decir. Y sepan que ella podría haberme dado ese
    dinero, y me lo habría dado, seguro que me lo habría dado, me lo habría dado por
    venganza, para disfrutar de su venganza, por desprecio me lo habría dado, porque ella
    también es un alma infernal y una mujer inmensamente colérica. Y yo habría aceptado
    ese dinero, oh, sí, lo habría aceptado, y entonces toda la vida… ¡oh, Dios! Perdonen,
    señores, si grito de este modo es porque yo tuve esa misma idea hace bien poco, hace
    solo un par de días, precisamente la noche en que andaba tan preocupado con
    Liagavy, y después volví a tenerla ayer, sí, ayer, durante todo el día, lo recuerdo, hasta
    que pasó aquello…
    —Hasta que pasó ¿qué? —intervino Nikolái Parfiónovich con curiosidad, pero Mitia
    no llegó a escucharle.
    —Les he hecho a ustedes una confesión terrible —concluyó en tono sombrío—.
    Aprécienla, señores. Y eso no es suficiente, apreciarla es poco, no la aprecien,
    valórenla como se merece; y si no, si no les deja una huella en el alma, eso quiere decir
    sencillamente que no me respetan, señores, ya ven lo que les digo, y me moriré de
    vergüenza por haber confesado ante gente como ustedes. ¡Oh, me pegaré un tiro! ¡Sí,
    ya veo que no me creen! Cómo, ¿también quieren anotar esto? —gritó asustado.
    —Solo lo que acaba usted de decir —Nikolái Parfiónovich lo miró con asombro—,
    o sea, que hasta el último momento pensó usted en acudir a la señora Verjóvtseva
    para pedirle esa suma… Le aseguro que para nosotros es una declaración de gran
    importancia, Dmitri Fiódorovich, toda esta historia, quiero decir… y sobre todo para
    usted, sobre todo es importante para usted.
    —Tengan compasión, señores —Mitia juntó las manos—, dejen esto por lo menos
    sin escribir, ¡por pudor! Yo he desgarrado, por así decir, mi alma en dos mitades
    delante de ustedes, y ustedes se aprovechan para hundir los dedos en ambas mitades,
    en la parte desgarrada… ¡Oh, Dios!
    Desesperado, se cubrió con las manos.
    —No se preocupe de ese modo, Dmitri Fiódorovich —concluyó el fiscal—, todo lo
    que hemos anotado se le leerá más tarde y, si no está conforme con algo, lo
    modificaremos como usted nos indique; y ahora le repito por tercera vez una simple
    pregunta: ¿de verdad que no hay nadie, absolutamente nadie, que le haya oído a
    usted hablar del dinero que llevaba cosido a modo de escapulario? Debo decirle que
    es casi inconcebible.




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    Mensaje por Maria Lua Jue 14 Nov 2024, 17:11

    ***

    Nadie, nadie, ya se lo he dicho; ¿o es que no han entendido nada? Déjenme en
    paz.
    —Como desee, señor, este asunto tiene que aclararse y aún tenemos mucho
    tiempo por delante; pero, entretanto, reflexione: tenemos tal vez decenas de
    testimonios de cómo precisamente usted ha difundido la noticia, e incluso la ha
    gritado en todas partes, de que se había gastado tres mil rublos, tres mil, no mil
    quinientos, e incluso esta vez, cuando apareció el dinero de ayer, dio a entender a
    mucha gente que nuevamente había traído tres mil rublos…
    —No ya decenas, sino centenares de testimonios obran en su poder, dos
    centenares de testimonios, dos centenares de personas lo oyeron, ¡un millar de
    personas lo oyó! —exclamó Mitia.
    —Ya lo ve usted, todos, todos lo atestiguan. ¿No significa nada la palabra todos?
    —No significa nada: yo mentí, y todos repiten mi mentira.
    —Pero ¿para qué necesitaba «mentir», como usted dice?
    —El diablo sabrá. Para presumir, a lo mejor… no sé… de todo ese dinero
    derrochado… O quizá para olvidarme del dinero que llevaba cosido… sí, justamente
    por eso… demonios… ¿Cuántas veces va a hacerme esa pregunta? Bueno, mentí y,
    naturalmente, una vez que había mentido ya no quería desdecirme. ¿Sabe por qué
    mentimos a veces?
    —Es muy difícil decir, Dmitri Fiódorovich, por qué mentimos los hombres —dijo el
    fiscal con gravedad—. Pero dígame una cosa: ¿era muy grande ese escapulario, como
    lo llama usted, que llevaba al cuello?
    —No, no era grande.
    —¿De qué tamaño, más o menos?
    —Un billete de cien rublos doblado por la mitad: ése era el tamaño.
    —¿No sería mejor que nos mostrara los pedazos? Debe de tenerlos en algún sitio.
    —Eh, diablos… qué estupidez… no sé dónde están.
    —Pero permítame: ¿dónde y cuándo se lo quitó del cuello? Ha declarado usted
    que no pasó por casa, ¿cierto?
    —Fue cuando dejé a Fenia y me dirigí a casa de Perjotin: por el camino me lo
    arranqué del cuello y saqué el dinero.
    —¿A oscuras?
    —¿Para qué quería una vela? Lo hice en un segundo, con los dedos.
    —¿Sin unas tijeras, en la calle?
    —En la plaza, creo recordar; tijeras ¿para qué? Era un trapo viejo, se desgarró
    enseguida.
    —¿Qué hizo con él después?
    —Lo tiré allí mismo.
    —Concretamente, ¿dónde?
    —Pues en la plaza, ¡en la plaza, en cualquier sitio! El diablo sabrá en qué parte de
    la plaza. ¿Para qué necesita saberlo?
    —Es extraordinariamente importante, Dmitri Fiódorovich: pruebas materiales en su
    favor, ¿cómo es que se niega a entenderlo? ¿Quién le ayudó a coserlo, hace un mes?
    —No me ayudó nadie, lo cosí yo solo.
    —¿Sabe usted coser?
    —Un soldado tiene que saber coser, pero en este caso no se requería ninguna
    destreza.
    —¿De dónde sacó la tela, o sea, el trapo al que cosió el dinero?
    —¿No estará usted riéndose de mí?
    —De ningún modo; y no estamos para risas, Dmitri Fiódorovich.
    —No recuerdo dónde cogí el trapo; en algún sitio lo tuve que coger.
    —¿Cómo es que no lo recuerda?
    —Le juro que no lo recuerdo; puede que arrancara algún trozo de ropa blanca.
    —Es muy interesante: mañana podría aparecer en su casa la prenda, quizá una
    camisa, de la que arrancó usted ese trozo. ¿De qué era ese trozo? ¿De lienzo, de tela?
    —El diablo sabrá. Espere… me parece que no lo arranqué de ninguna parte. Era de
    percal… Me parece que cosí el dinero en la cofia de mi patrona.
    —¿En la cofia de su patrona?
    —Sí, se la había birlado.
    —¿Cómo que se la había birlado?
    —Verá, recuerdo que en cierta ocasión, efectivamente, le birlé una cofia para hacer
    trapos con ella, o quizá para secar la pluma. La cogí sin decir nada, porque era un
    trapo inservible, en mi cuarto había trozos por todas partes, y de pronto me vi con
    esos mil quinientos rublos, así que cogí y cosí el dinero… Creo que fue precisamente
    en un trapo de ésos. Era un viejo pedazo de percal, lavado mil veces.
    —¿Y ahora lo recuerda con claridad?
    —No sé con cuánta claridad. Me parece que fue en una cofia. Total, ¡qué más dará!
    —En ese caso, ¿su patrona podría recordar al menos que le había desaparecido esa
    prenda?
    —De ninguna manera, no la ha echado de menos. Se trataba de un trapo viejo, ya
    se lo he dicho, un trapo viejo que no valía nada.
    —La aguja ¿de dónde la sacó? ¿Y los hilos?
    —Lo dejo, no quiero hablar más. ¡Ya basta! —Mitia acabó enfadándose.
    —De todos modos, no deja de ser extraño que se haya olvidado por completo de
    en qué lugar exacto de la plaza tiró ese… escapulario.
    —Manden barrer mañana la plaza y a lo mejor lo encuentran. —Mitia sonrió—.
    Basta, señores, basta —concluyó con un hilo de voz—. Lo veo claro: ¡no me han
    creído! ¡Ni una palabra, nada! La culpa es mía, no de ustedes, ¡quién me mandará
    meterme en esto! ¡Por qué, por qué me habré rebajado a confesarles mi secreto! Y a
    ustedes les parece divertido, lo veo en sus ojos. ¡Ha sido usted, fiscal, quien me ha
    empujado! Puede entonar un himno, si sabe… ¡Malditos sean, verdugos!
    Agachó la cabeza y se cubrió el rostro con las manos. El fiscal y el juez de
    instrucción guardaban silencio. Después de un momento, Mitia levantó la cabeza y los
    miró como con la mente en blanco. Su cara reflejaba una desesperación que ya era
    completa, irreversible, y se quedó tranquilamente en su asiento, callado, como
    ausente. A todo esto, había que acabar la tarea: tenían que proceder, urgentemente, a
    interrogar a los testigos. Ya eran las ocho de la mañana. Las velas llevaban mucho rato
    apagadas. Mijaíl Makárovich y Kalgánov, que habían estado entrando y saliendo del
    cuarto durante todo el interrogatorio, en ese momento estaban fuera. El fiscal y el juez
    de instrucción también tenían cara de agotamiento. La mañana se presentaba
    desapacible, el cielo estaba encapotado y llovía a cántaros. Mitia miraba a las ventanas
    sin pensar en nada.
    —¿Puedo asomarme a la ventana? —preguntó de pronto a Nikolái Parfiónovich.
    —Oh, todo lo que quiera —le contestó.
    Mitia se levantó y se acercó a la ventana. La lluvia azotaba los pequeños cristales
    verdosos. Justo al pie de la ventana se veía un camino embarrado, y a lo lejos, entre la
    bruma lluviosa, las hileras negras, pobres, deprimentes, de las isbas, que parecían aún
    más negras y pobres entre la lluvia. Mitia se acordó del «rubicundo Febo» y de cómo
    había querido pegarse un tiro con su primer rayo. «Seguramente en una mañana como
    ésta habría sido aún mejor», se sonrió y, de pronto, agitando su mano de arriba abajo,
    en un gesto de resignación, se volvió hacia sus «verdugos».
    —¡Señores! —exclamó—. Yo estoy perdido, ya lo veo. Pero ¿ella? Díganme, se lo
    suplico: ¿es posible que ella también tenga que perderse conmigo? Si es inocente, si
    ayer, cuando gritaba que tenía «la culpa de todo», no sabía lo que decía. ¡Ella no tiene
    ninguna culpa, ninguna! Toda esta noche, aquí con ustedes, lo he pasado fatal… ¿No
    pueden decirme qué van a hacer con ella ahora?
    —Decididamente, puede estar tranquilo, Dmitri Fiódorovich —le respondió de
    inmediato el fiscal, con evidente precipitación—; por el momento no tenemos motivos
    de peso para molestar por ningún concepto a esa persona por la que tanto se interesa
    usted. A medida que la instrucción avance, confío en que ocurra lo mismo… Antes al
    contrario, haremos en ese sentido todo cuanto esté en nuestra mano… Puede estar
    completamente tranquilo.
    —Señores, se lo agradezco, ya sabía yo que ustedes son, a pesar de todo, personas
    honradas y justas. Me han quitado un peso de encima… Bueno, ¿qué hay que hacer
    ahora? Yo estoy listo.







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    Mensaje por Maria Lua Jue 14 Nov 2024, 17:13

    ***

    —Pues sí, convendría darse prisa. Hay que proceder sin demora al interrogatorio de
    los testigos. Eso es algo que tiene que hacerse en su presencia, obligatoriamente, de
    modo que…
    —¿Qué tal si tomamos primero una taza de té? —intervino Nikolái Parfiónovich—.
    ¡Creo que nos la hemos ganado!
    Decidieron beberse un vasito de té, si es que abajo lo tenían preparado (en vista de
    que Mijaíl Makárovich seguramente habría salido a «tomar una taza»), para después
    «seguir ya sin parar». Y dejarían para más adelante, cuando estuvieran menos
    ocupados, el verdadero «refrigerio». Efectivamente, había té abajo, y no tardaron en
    subírselo. Al principio Mitia rechazó el vaso que le ofrecía amablemente Nikolái
    Parfiónovich, pero después él mismo lo pidió y se lo tomó con avidez. En términos
    generales, tenía tal aspecto de agotamiento que llamaba la atención. En vista de sus
    fuerzas de coloso, cualquiera habría dicho que una noche de parranda, aun seguida de
    las más fuertes impresiones, no podría tener graves consecuencias para él. Pero él
    mismo se daba cuenta de que apenas podía mantenerse erguido en la silla, y que de
    vez en cuando todo parecía moverse y girar delante de sus ojos. «Un poco más y es
    posible que empiece a delirar», pensó para sus adentro






    VIII. La declaración de los testigos. El chiquillo




    Comenzó el interrogatorio de los testigos. Pero no vamos a proseguir nuestro relato
    con tanto detalle como hasta ahora. Por eso, pasaremos por alto cómo recordaba
    Nikolái Parfiónovich a cada testigo que iba llamando que estaba obligado a prestar
    declaración conforme a la verdad y según su conciencia, y que más tarde debería
    repetir su declaración bajo juramento. O cómo, finalmente, se exigió a cada testigo
    que firmase el acta de sus declaraciones, y etcétera, etcétera. Nos limitaremos a
    señalar que el punto más importante, en el que concentraron su atención todos los
    interrogados, fue preferentemente la cuestión de los tres mil rublos, es decir, si habían
    sido tres mil o mil quinientos la primera vez, o sea, cuando Dmitri Fiódorovich se corrió
    su primera juerga allí en Mókroie, un mes antes, y si llevaba tres mil o mil quinientos la
    víspera, cuando su segunda juerga. Lamentablemente, todos los testigos, del primero
    al último, declararon en contra de Mitia, y ni uno solo a su favor, y algunos de los
    testigos aportaron incluso nuevos datos, casi apabullantes, que refutaban su
    testimonio. El primer interrogado fue Trifon Borísych. Se presentó ante los
    interrogadores sin ningún temor, al contrario, con una actitud de estricta y severa
    indignación con el acusado, adoptando así, indudablemente, un aire de extraordinaria
    veracidad y dignidad personal. Hablaba poco y con discreción, esperando a que le
    hicieran las preguntas, y respondía con precisión, de forma meditada. Declaró
    firmemente y sin vacilación que hacía un mes la cantidad gastada no pudo haber
    bajado de los tres mil rublos, que todos los lugareños testificarían que le habían oído
    hablar de tres mil rublos al propio «Mitri Fiódorych»: «Basta con ver la de dinero que
    se gastó con las cíngaras. Ya solo con ellas debió de pasar de los mil rublos».
    —Puede que no llegara ni a quinientos —comentó Mitia, al oírlo, en tono
    sombrío—; lo que pasa es que entonces no los conté; estaba borracho, y es una pena.
    Mitia, sentado de lado esta vez, de espaldas a las cortinas, escuchaba con aire
    abatido; tenía un aspecto triste y cansado, como si dijese: «¡Bah, que declaren lo que
    quieran, ahora todo da lo mismo!».
    —Se gastó con ellas más de mil rublos, Mitri Fiódorovich —replicó con firmeza
    Trifon Borísovich—, tiraba los billetes como si nada, y ellas los recogían. Esa gente, ya
    se sabe, son unos ladrones y unos truhanes, se dedican a robar caballos; ya no andan
    por aquí, los han echado; si no, quizá ellas mismas podrían declarar cuánto le sacaron a
    usted. Yo mismo vi entonces en sus manos una buena suma; contar no la conté, ésa es
    la verdad, tampoco me dejó usted, pero, así a ojo, recuerdo que había mucho más de
    Kalgánov acudió al llamamiento de mala gana, taciturno, irritado, y habló con el
    fiscal y con Nikolái Parfiónovich como si fuera la primera vez en su vida que los veía, a
    pesar de que se conocían desde hacía mucho y se trataban a diario. Empezó diciendo
    que «ni sabía nada del asunto ni quería saberlo». Pero resultó que había oído lo del
    sexto millar, y admitió que en ese momento él estaba muy cerca. En su opinión, Mitia
    tenía dinero en la mano, «no sé cuánto». En cuanto a si los polacos habían hecho
    trampas con las cartas, declaró afirmativamente. También explicó, en respuesta a las
    reiteradas preguntas, que, a raíz de la expulsión de los polacos, a Mitia le había ido
    mucho mejor, realmente, con Agrafiona Aleksándrovna, y que ella misma había dicho
    que lo quería. Se refería a Agrafiona Aleksándrovna con reserva y respeto, como si se
    tratase de una señora de la alta sociedad, y ni una sola vez se permitió llamarla
    «Grúshenka». A pesar de la evidente repugnancia del joven a prestar declaración,
    Ippolit Kiríllovich estuvo interrogándolo largo rato, y solo gracias a él llegó a conocer
    todos los detalles que componían, por así decir, la «novela» de Mitia de aquella noche.
    Mitia no interrumpió a Kalgánov ni una sola vez. Finalmente, permitieron retirarse al
    joven, y éste se alejó con una indignación palmaria.
    mil quinientos rublos… ¡Dónde va a parar! No es la primera vez que veo dinero, sé lo
    que me digo…
    A propósito de la suma del día anterior, Trifon Borísovich declaró que Dmitri
    Fiódorovich, personalmente, le había dicho nada más bajarse del coche que traía tres
    mil rublos.
    —¿Cómo es eso, Trifon Borísych? —protestó Mitia—. ¿De verdad dije con tanta
    claridad que había traído tres mil?
    —Sí que lo dijo, Mitri Fiódorovich. Lo dijo delante de Andréi. Andréi todavía está
    aquí, aún no se ha marchado, llámenlo. Y en la sala, cuando estaba atendiendo al coro,
    gritó muy clarito que se iba dejar aquí su sexto millar… incluidos los de la otra vez, así
    lo entiendo yo. Stepán y Semión se lo oyeron decir, y puede que también se acuerde
    Piotr Fomich Kalgánov, que estaba a su lado.
    La declaración sobre los seis mil rublos fue acogida por los interrogadores con un
    interés extraordinario. Les gustó la nueva versión: tres y tres son seis; por tanto, tres mil
    de entonces y tres mil de ahora hacían seis mil en total; el resultado estaba claro.
    Interrogaron a todos los lugareños que había mencionado Trifon Borísovich: a
    Stepán y a Semión, al cochero Andréi y a Piotr Fomich Kalgánov. Los lugareños y el
    cochero confirmaron sin vacilar la declaración de Trifon Borísych. Aparte de eso,
    tomaron buena nota de las palabras de Andréi sobre su conversación con Mitia
    durante el viaje; al parecer, éste había dicho: «Y yo, Dmitri Fiódorovich, ¿adónde crees
    que iré a parar: al cielo o al infierno? Y ¿me perdonarán en la otra vida?». El
    «psicólogo» Ippolit Kiríllovich escuchó todo eso con una sonrisa sutil y acabó
    recomendando que también se «incorporara al sumario» esa declaración relativa al
    lugar al que iría a parar Dmitri Fiódorovich.



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    Mensaje por Maria Lua Vie 15 Nov 2024, 09:49

    ***


    Kalgánov acudió al llamamiento de mala gana, taciturno, irritado, y habló con el
    fiscal y con Nikolái Parfiónovich como si fuera la primera vez en su vida que los veía, a
    pesar de que se conocían desde hacía mucho y se trataban a diario. Empezó diciendo
    que «ni sabía nada del asunto ni quería saberlo». Pero resultó que había oído lo del
    sexto millar, y admitió que en ese momento él estaba muy cerca. En su opinión, Mitia
    tenía dinero en la mano, «no sé cuánto». En cuanto a si los polacos habían hecho
    trampas con las cartas, declaró afirmativamente. También explicó, en respuesta a las
    reiteradas preguntas, que, a raíz de la expulsión de los polacos, a Mitia le había ido
    mucho mejor, realmente, con Agrafiona Aleksándrovna, y que ella misma había dicho
    que lo quería. Se refería a Agrafiona Aleksándrovna con reserva y respeto, como si se
    tratase de una señora de la alta sociedad, y ni una sola vez se permitió llamarla
    «Grúshenka». A pesar de la evidente repugnancia del joven a prestar declaración,
    Ippolit Kiríllovich estuvo interrogándolo largo rato, y solo gracias a él llegó a conocer
    todos los detalles que componían, por así decir, la «novela» de Mitia de aquella noche.
    Mitia no interrumpió a Kalgánov ni una sola vez. Finalmente, permitieron retirarse al
    joven, y éste se alejó con una indignación palmaria.
    También interrogaron a los polacos. Aunque se habían acostado en su cuartito, no
    habían pegado ojo en toda la noche y, al llegar las autoridades, se vistieron y
    prepararon a toda prisa, conscientes de que iban a llamarlos sin falta. Hicieron su
    aparición con dignidad, aunque no sin cierto temor. El más importante entre ellos, o
    sea, aquel pequeño pan, resultó ser un funcionario de la duodécima clase, ya retirado;
    había servido en Siberia como veterinario y su apellido era el de pan Musiałowicz. En
    cuanto a pan Wróblewski, resultó ser un dentista que ejercía su profesión por su
    cuenta, dicho de otro modo, un sacamuelas. Desde el momento mismo en que
    entraron en la habitación, los dos polacos, a pesar de que las preguntas las hacía
    Nikolái Parfiónovich, empezaron a dirigir sus respuestas a Mijaíl Makárovich, que
    estaba algo apartado; lo habían tomado, en su ignorancia, por la persona de mayor
    rango y mayor autoridad de los allí presentes y lo llamaban a cada paso panie
    pułkowniku. Y solo después de varios intentos, y merced a las advertencias del propio
    Mijaíl Makárovich, comprendieron que debían dirigirse en sus respuestas únicamente a
    Nikolái Parfiónovich. Resultó que eran capaces de hablar en ruso más que
    correctamente, dejando aparte la pronunciación de determinadas palabras. De sus
    relaciones con Grúshenka, pasadas y presentes, pan Musiałowicz empezó a
    manifestarse con entusiasmo y orgullo, tanto que Mitia no tardó en perder la
    compostura y se puso a gritar que no permitía a un «canalla» hablar de esa manera en
    su presencia. Pan Musiałowicz reparó de inmediato en la palabra «canalla» y pidió que
    constara en el atestado. Mitia no pudo contener su ira.
    —¡Sí, canalla, canalla! ¡Anótenlo y anoten también que, a pesar del atestado, yo
    sigo gritando que es un canalla!
    Nikolái Parfiónovich, sin dejar de apuntar aquello en el atestado, puso de
    manifiesto en este desagradable incidente una eficacia y una capacidad organizativa
    encomiables: después de una severa reprimenda a Mitia, él mismo puso fin a las
    preguntas relativas al aspecto novelesco del caso y se centró rápidamente en lo
    esencial. Y de lo esencial formaba parte una de las declaraciones de los panowie que
    había despertado un interés insólito en los investigadores: concretamente, la cuestión
    de cómo Mitia, en el cuartito aquel, había querido sobornar al pan Musiałowicz y le
    había ofrecido tres mil rublos, setecientos en mano y los dos mil trescientos restantes
    «mañana por la mañana, en la ciudad», jurándole por su honor que allí, en Mókroie, no
    disponía de tanto dinero, pero sí en la ciudad. Mitia, dejándose llevar por sus impulsos,
    replicó que él no había dicho nada de darle el resto al día siguiente, en la ciudad, pero
    pan Wróblewski confirmó la declaración, y el propio Mitia, después de reflexionar unos
    momentos, convino de mal humor que probablemente las cosas habían ocurrido como
    decían los panowie, que él se encontraba entonces muy alterado y que, efectivamente,
    522
    bien pudo haber dicho eso. El fiscal prestó mucha atención a esta declaración: la
    investigación empezaba a dejar claro (y así se hizo constar más tarde) que la mitad o
    una parte de los tres mil rublos que estaban en manos de Mitia podía realmente estar
    oculta en algún lugar de la ciudad, o puede que incluso allí en Mókroie; de ese modo
    se explicaba de paso la circunstancia, tan embarazosa para la investigación, de que
    apenas se hubieran encontrado ochocientos rublos en poder de Mitia, circunstancia
    que, aunque bastante irrelevante, había constituido hasta entonces la única prueba
    favorable a Mitia. Pero ahora esa única prueba en su favor se desmoronaba. A la
    pregunta del fiscal de dónde pensaba obtener los dos mil trescientos rublos restantes
    para dárselos al pan al día siguiente, en vista de que él mismo aseguraba que no tenía
    más de mil quinientos, si bien había empeñado su palabra con el pan, Mitia respondió
    sin vacilar que tenía intención de ofrecerle al día siguiente al «polacucho», en lugar de
    dinero, la cesión formal de sus derechos sobre la finca de Chermashniá, los mismos
    derechos que ya había ofrecido a Samsónov y a la Jojlakova. El fiscal se sonrió ante la
    «ingenuidad de la treta».
    —Y ¿cree usted que él habría aceptado adquirir esos «derechos» en lugar de los
    dos mil trescientos rublos en efectivo?
    —Claro que habría aceptado —replicó Mitia con ardor—. ¡Por el amor de Dios, de
    ese modo podía embolsarse no ya dos, sino cuatro y hasta seis mil rublos! Enseguida
    habría reunido a sus abogaduchos, a sus polacuchos y a sus judiuchos, y le habrían
    sacado al viejo no solo tres mil rublos, sino Chermashniá entera.
    Naturalmente, la declaración del pan Musiałowicz fue recogida en el atestado con
    todo detalle. Con eso, dejaron marchar a los panowie. En cambio, apenas se hizo
    mención a sus trampas en las cartas; Nikolái Parfiónovich ya les estaba bastante
    agradecido y no quería molestarlos con pequeñeces; además, todo se reducía a una
    riña de juego entre borrachos, nada más. No habían faltado escándalos ni excesos
    aquella noche… Total, que aquel dinero, doscientos rublos, se quedó en el bolsillo de
    los polacos.
    A continuación llamaron al viejo Maksímov. Se presentó intimidado, dando pasitos
    cortos; tenía un aspecto desaliñado y muy triste. Había estado abajo todo el tiempo,
    sin apartarse de Grúshenka, en silencio, «poniéndose a lloriquear cada dos por tres y
    secándose los ojos con un pañuelo azul a cuadros», según contó luego Mijaíl
    Makárovich. Así que ella misma tuvo que ocuparse de calmarlo y consolarlo. El
    viejecillo, entre lágrimas, confesó de inmediato que lo sentía mucho, pero que había
    tomado prestados de Dmitri Fiódorovich «diez rublos, señor, por culpa de mi
    pobreza», y que estaba dispuesto a devolverlos… Cuando Nikolái Parfiónovich le
    preguntó abiertamente si había observado cuánto dinero llevaba Dmitri Fiódorovich en
    la mano, dado que él había podido verlo desde más cerca que nadie en el momento
    523
    en que le dejó los diez rublos, Maksímov respondió con toda rotundidad que allí había
    «veinte mil».
    —¿Había visto usted antes veinte mil rublos en alguna parte? —preguntó Nikolái
    Parfiónovich con una sonrisa.
    —Sí, señor, claro que los había visto, solo que no fueron veinte, sino siete mil; fue
    cuando mi mujer hipotecó mi pequeña aldea. Solo me dejó mirar de lejos, estaba
    presumiendo delante de mí. Era un buen fajo de billetes, señor, todos irisados, de
    cien…




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    Mensaje por Maria Lua Vie 15 Nov 2024, 09:50

    ***
    Pronto lo dejaron en paz. Por fin le llegó el turno a Grúshenka. Los investigadores,
    por lo visto, temían la impresión que su aparición pudiera producir en Dmitri
    Fiódorovich, y Nikolái Parfiónovich farfulló incluso unas palabras admonitorias, pero
    Mitia, por toda respuesta, agachó la cabeza en silencio, dándole a entender así que
    «no iba a producirse ningún desorden». Fue el propio Mijaíl Makárovich quien
    acompañó a Grúshenka. Venía la joven con expresión severa y sombría, con un
    aspecto casi sereno, y se sentó en silencio en la silla que le señalaron, enfrente de
    Nikolái Parfiónovich. Estaba muy pálida; parecía como si tuviera frío, y no hacía más
    que arroparse con su precioso chal negro. De hecho, estaba empezando a
    experimentar unos ligeros escalofríos febriles, preludio de una larga enfermedad que
    sufriría a partir de aquella noche. Su severo aspecto, su mirada franca y seria y sus
    serenos ademanes causaron en todos los presentes una impresión muy favorable.
    Enseguida, Nikolái Parfiónovich se quedó incluso un tanto «prendado». Más tarde,
    contando por ahí la escena, él mismo reconocería que solo en aquel momento había
    llegado a apreciar lo «guapa» que era aquella mujer, porque, aunque antes ya la había
    visto en más de una ocasión, siempre la había considerado una especie de «hetaira de
    provincias». «Tiene unos modales dignos de la más alta sociedad», soltó una vez,
    entusiasmado, en medio de un círculo de damas. Pero sus palabras fueron recibidas
    con gran indignación, y enseguida sus oyentes empezaron a llamarlo «travieso», cosa
    que le encantó. Al entrar en el cuarto, Grúshenka se limitó a mirar furtivamente a Mitia,
    el cual, a su vez, la observó con inquietud, pero el aspecto de la joven lo tranquilizó de
    inmediato. Después de las primeras preguntas y advertencias de rigor, Nikolái
    Parfiónovich, trabándose un poco, pero, pese a todo, con el aire más cortés, le
    preguntó:
    —¿Qué clase de relaciones mantenía con el teniente retirado Dmitri Fiódorovich
    Karamázov?
    A lo cual Grúshenka respondió con suavidad y firmeza:
    —Era un conocido mío, y como conocido lo he recibido este último mes.
    En respuesta a las preguntas que siguieron, fruto de la curiosidad, declaró sin
    vacilar y con toda sinceridad que, aunque él le gustaba «a ratos», ella no lo quería,
    pero lo había seducido por su «abominable maldad», lo mismo que al «viejo»; sabía
    524
    que Mitia, por su culpa, estaba muy celoso de Fiódor Pávlovich y de todo el mundo,
    pero para ella aquello no pasaba de ser una simple diversión. Nunca había tenido
    intención de ir a casa de Fiódor Pávlovich, lo único que hacía era reírse de él. «En todo
    este mes no he tenido tiempo para pensar en ninguno de los dos; esperaba a otro
    hombre, uno que era culpable ante mí… Pero no creo —concluyó— que esa cuestión
    deba interesarles, y yo no tengo por qué responderles, porque se trata de un asunto
    particular mío.»
    De inmediato, Nikolái Parfiónovich procedió en consecuencia: una vez más, dejó de
    insistir en los puntos «novelescos», y pasó sin más a las cuestiones serias, es decir,
    nuevamente a la pregunta capital de los tres mil rublos. Grúshenka confirmó que un
    mes antes, en Mókroie, se habían gastado efectivamente tres mil rublos y, aunque no
    había contado personalmente el dinero, sí le había oído decir al propio Dmitri
    Fiódorovich que habían sido tres mil rublos.
    —¿Se lo dijo a usted a solas o en presencia de alguien más? ¿O tal vez usted se
    limitó a oír cómo se lo decía a otras personas estando usted delante? —se apresuró a
    preguntar el fiscal.
    En respuesta, Grúshenka declaró que lo había oído decir en presencia de otras
    personas, que lo había oído cuando Mitia estaba hablando con otros y que también se
    lo había dicho a ella a solas.
    —¿Se lo ha oído decir a solas en una sola ocasión o en más de una? —insistió el
    fiscal, y averiguó que Grúshenka se lo había oído decir más de una vez.
    Ippolit Kiríllych se quedó muy satisfecho con esta declaración. Las preguntas
    ulteriores permitieron aclarar asimismo que Grúshenka estaba al corriente de la
    procedencia de aquel dinero y que Dmitri Fiódorovich lo había tomado de Katerina
    Ivánovna.
    —¿Y no había oído decir usted, aunque fuera una sola vez, que la cantidad de
    dinero dilapidado hacía un mes no ascendía a tres mil rublos, sino que era menos, y
    que Dmitri Fiódorovich se había guardado la mitad de esa suma?
    —No, nunca lo había oído —declaró Grúshenka.
    A continuación, se puso incluso de manifiesto que, por el contrario, Mitia le había
    comentado a menudo en todo ese mes que no tenía ni un kopek. «Aún esperaba
    recibirlo de su padre», concluyó Grúshenka.
    —Pero ¿no habrá dicho alguna vez en su presencia… aunque no fuera más que de
    pasada, o en un arrebato de cólera —irrumpió Nikolái Parfiónovich—, que tenía
    intención de atentar contra la vida de su padre?
    —¡Ay, sí, lo ha dicho! —Grúshenka suspiró.
    —¿Una vez o varias veces?
    —Lo ha mencionado varias veces, siempre en momentos de cólera.
    —¿Y usted creía que lo fuera a hacer?
    —¡No, nunca lo he creído! —respondió con aplomo—. Yo confiaba en su nobleza.
    —Permítanme, señores —gritó de pronto Mitia—, permítanme decirle en su
    presencia una sola cosa a Agrafiona Aleksándrovna.
    —Dígala —consintió Nikolái Parfiónovich.
    —Agrafiona Aleksándrovna —Mitia se levantó de la silla—, cree en Dios, y créeme
    a mí: ¡de la sangre de mi padre, asesinado ayer, yo no soy el culpable!
    Dicho lo cual, Mitia volvió a sentarse. Grúshenka se incorporó ligeramente y, vuelta
    hacia el icono, se persignó con devoción.
    —¡Alabado sea Dios! —proclamó con voz cálida, conmovedora y, sin acabar de
    sentarse, dirigiéndose a Nikolái Parfiónovich, añadió—: ¡Tienen que creer lo que acaba
    de decir! Lo conozco: es capaz de decir cualquier barbaridad, ya sea para burlarse, o
    por tozudez; pero, si va en contra de su conciencia, jamás mentirá. Les dirá la verdad a
    la cara, ¡pueden creerle!
    —Gracias, Agrafiona Aleksándrovna, ¡has hecho revivir a mi alma! —respondió Mitia
    con voz temblorosa.
    A las preguntas relativas al dinero de la víspera, Grúshenka declaró que ignoraba
    cuánto había, pero le había oído a Mitia decir muchas veces a distintas personas que
    había traído tres mil rublos. Y, en lo tocante a la procedencia del dinero, le había dicho
    solo a ella que se lo había «robado» a Katerina Ivánovna, a lo cual ella le había
    respondido que no lo había robado y que tenía que devolver ese dinero, sin falta, al
    día siguiente. A la insistente pregunta del fiscal acerca de qué dinero era ese que Mitia
    decía haberle robado a Katerina Ivánovna, si era el de la víspera o eran los tres mil
    rublos gastados allí el mes pasado, declaró que Mitia se había referido a los del mes
    pasado y que así lo había entendido ella.
    Por fin dejaron marchar a Grúshenka, y Nikolái Parfiónovich se apresuró a
    comunicarle que era libre de regresar a la ciudad cuando quisiera, y que si él, por su
    parte, podía prestarle alguna ayuda, por ejemplo, en caso de que necesitase caballos,
    o si, por ejemplo, prefería que alguien la acompañase, entonces él… por su parte…
    —Se lo agradezco humildemente —Grúshenka se inclinó ante él—; puedo regresar
    con ese anciano, el terrateniente, viajaré con él; pero de momento voy a esperar abajo,
    si me lo permiten, hasta que decidan qué va a pasar con Dmitri Fiódorovich.
    Salió. Mitia estaba tranquilo e incluso se le veía muy animado, pero solo por unos
    momentos. Una extraña debilidad física se fue apoderando de él paulatinamente. Los
    ojos se le cerraban de cansancio. El interrogatorio a los testigos terminó finalmente.
    Procedieron a la redacción definitiva del atestado. Mitia se levantó de la silla y se
    dirigió a un rincón, cerca de las cortinas, y se tumbó sobre un gran arcón cubierto por
    una alfombra, y al instante se quedó dormido. Tuvo un sueño muy extraño, que no
    parecía apropiado ni al momento ni al lugar. El caso es que se vio viajando por la
    estepa, por unos parajes donde había servido hacía tiempo, mucho tiempo, y un
    526
    campesino lo transportaba en su telega de dos caballos a través de la llanura
    embarrada. Mitia tenía algo de frío, estaban a comienzos de noviembre y la nieve caía
    en grandes copos húmedos que se fundían en cuanto tocaban el suelo. El campesino
    llevaba los caballos a buen paso, manejando el látigo con destreza; tenía una larga
    barba rubia y, aun sin ser propiamente un anciano, sí rondaría los cincuenta años;
    vestía un modesto caftán gris de campesino. Se acercaban a un poblado, podían
    distinguir las isbas negras, más que negras, la mitad de las isbas había ardido, tan solo
    los pilares calcinados seguían en pie. Y a la salida del poblado, formando una larga
    hilera al borde del camino, había muchas mujeres, todas flacas, consumidas, con las
    caras parduzcas. Sobre todo aquella del extremo, alta, en los huesos, que aparentaba
    cuarenta años pero a lo mejor no pasaba de veinte, de cara alargada y fina, con un
    niño en brazos, llorando; seguro que tenía los pechos resecos, sin una sola gota de
    leche. Y la criatura lloraba y lloraba, extendiendo los bracitos desnudos, con los puños
    amoratados por el frío.
    —¿Por qué lloran? ¿Por qué lloran? —pregunta Mitia, al pasar por delante de ellos,
    como una exhalación.
    —Es el chiquillo —le contesta el cochero—, está llorando ese chiquillo. —Y a Mitia
    le sorprende que haya dicho, al modo popular, «chiquillo», en vez de «niño». Y le gusta
    que el campesino haya dicho «chiquillo»: es como si hubiera más compasión.
    —Pero ¿por qué llora? —porfía, como un idiota, Mitia—. ¿Por qué tiene los bracitos
    desnudos? ¿Por qué no lo abrigan?
    —El chiquillo está muerto de frío, tiene la ropita helada y ya no le calienta.
    —Pero ¿por qué es así? ¿Por qué? —El simple de Mitia no da su brazo a torcer.
    —Son pobres, sus isbas han ardido, no tienen un mendrugo de pan, están pidiendo
    por su aldea incendiada.
    —No, no —parece que Mitia sigue sin enterarse de nada—, dime: ¿qué hacen ahí
    esas madres, víctimas de un incendio? ¿Por qué es pobre esa gente? ¿Por qué es
    pobre el chiquillo? ¿Por qué está desnuda la estepa? ¿Por qué no se abrazan ni se
    besan? ¿Por qué no cantan canciones alegres? ¿Por qué se han vuelto tan negros con
    su negra miseria? ¿Por qué no dan de comer al chiquillo?
    Y siente en su interior que está haciendo preguntas absurdas, sin el menor sentido,
    pero experimenta un deseo irrefrenable de hacer esa clase de preguntas, y sabe que
    es eso, precisamente, lo que hay que preguntar. Y siente, además, que en su corazón
    crece una ternura como nunca la había conocido, tanto que arde en deseos de llorar,
    de hacer algo por todos ellos, para que el chiquillo no llore más, para que no llore la
    madre del chiquillo, negra y reseca, para que desde este momento ya nadie vuelva a
    derramar lágrimas, y desea hacerlo enseguida, sin perder un instante, sin pararse en
    barras, con todo el ímpetu karamazoviano.
    527
    —Y yo también estoy contigo, ahora no pienso dejarte, iré toda la vida a tu lado —
    suenan muy cerca de él las palabras de Grúshenka, tiernas, llenas de sentimiento. Y he
    aquí que todo su corazón se inflama y se dirige hacia una luz, y ya solo desea vivir y
    vivir, seguir y seguir por el camino, hacia esa nueva luz que lo está llamando, pero ¡que
    sea cuanto antes, lo más pronto posible, ahora mismo, ya!
    —¿Cómo? ¿Adónde? —exclamó, abriendo los ojos e incorporándose en el arcón,
    como si hubiera vuelto en sí después de un desmayo, con una sonrisa radiante. A su
    lado estaba Nikolái Parfiónovich, invitándolo a escuchar y firmar el atestado. Mitia
    supuso que habría dormido al menos una hora, pero no prestó atención a Nikolái
    Parfiónovich. De pronto se quedó sorprendido al ver una almohada debajo de su
    cabeza, a pesar de que no estaba allí cuando se tendió, agotado, encima del arcón—.
    ¿Quién me ha puesto esta almohada debajo de la cabeza? ¿Quién ha sido tan buena
    persona? —exclamó con una especie de entusiasta gratitud y con la voz algo llorosa,
    como si se hubiera visto favorecido por solo Dios sabe qué clase de gesto magnánimo.
    Nunca llegó a saberse quién había sido aquella buena persona: algún subordinado o,
    tal vez, el escribiente de Nikolái Parfiónovich habría dispuesto, por compasión, que le
    pusieran una almohada, pero el alma de Misha se estremeció hasta las lágrimas. Se
    acercó a la mesa y anunció que firmaría lo que fuese—. He tenido un buen sueño,
    señores —dijo de un modo extraño, con una nueva expresión en el rostro, como
    radiante de alegría.







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    Mensaje por Maria Lua Vie 15 Nov 2024, 09:53

    ***

    IX. Se llevan a Mitia
    Una vez firmado el atestado, Nikolái Parfiónovich se dirigió solemnemente al acusado y
    le leyó un «auto», en el que se establecía que el día tal del año cual, en la localidad de
    tal, el juez de instrucción del distrito judicial de tal, habiendo interrogado a fulano (o
    sea, a Mitia) en calidad de acusado de esto y de aquello (todas las acusaciones habían
    sido minuciosamente consignadas), y tomando en consideración que el acusado, sin
    admitir su culpabilidad en los delitos que se le imputaban, no había presentado
    ninguna prueba en su descargo, mientras que los testigos (tales) y las circunstancias
    (tales) determinaban plenamente su culpabilidad, de conformidad con los artículos
    tales y cuales del Código Penal, etcétera, disponía: con el fin de privar a fulano (a
    Mitia) de la posibilidad de sustraerse a la instrucción y al juicio, se le recluirá en la
    prisión de tal, dándose noticia de ello al acusado, y entregándose una copia del
    presente auto al ayudante del fiscal, y etcétera, etcétera. En una palabra, le
    comunicaron a Mitia que desde ese mismo instante quedaba detenido y que sería
    conducido de inmediato a la ciudad, donde lo encerrarían en un lugar sumamente
    desagradable. Mitia, tras escuchar atentamente, se limitó a encogerse de hombros.
    —Qué se le va a hacer, señores, no les culpo a ustedes, estoy preparado…
    Entiendo que no les queda otra opción.
    Nikolái Parfiónovich le explicó suavemente que sería conducido de inmediato por
    el stanovói Mavriki Mavríkievich, que precisamente se encontraba allí en esos
    momentos…
    —Un segundo —le interrumpió de pronto Mitia y, con una especie de sentimiento
    irreprimible, dirigiéndose a todos los presentes en la estancia, dijo—: Señores, todos
    somos crueles, todos somos unos monstruos, todos hacemos llorar a la gente, a las
    madres y a los niños de pecho, pero de todos, que quede establecido para siempre,
    ¡de todos yo soy el reptil más abominable! ¡Así sea! Todos los días de mi vida,
    dándome golpes de pecho, he prometido corregirme y todos los días he cometido las
    mismas vilezas. Ahora comprendo que quienes son como yo necesitan un golpe, un
    golpe del destino, que los atrape como un lazo y los retuerza con su fuerza externa.
    ¡Yo solo jamás me habría levantado, jamás! Pero ha retumbado el trueno. Acepto el
    tormento de la acusación y de mi pública afrenta, ¡quiero sufrir y purificarme con el
    sufrimiento! Porque es posible que me purifique, ¿verdad, señores? Pero escuchen, no
    obstante, por última vez: ¡soy inocente de la sangre de mi padre! Acepto el castigo no
    por haberlo matado, sino por haberlo querido matar y porque, tal vez, realmente lo
    habría matado… Pero, de todos modos, tengo intención de pelear con ustedes, ya se
    lo advierto. Pelearé hasta final, y entonces ¡que Dios decida! Adiós, señores, no me
    guarden rencor por haberles gritado durante el interrogatorio, oh, era yo entonces tan
    estúpido aún… Dentro de un momento seré un detenido, pero ahora, por última vez,
    Dmitri Karamázov, como un hombre todavía libre, les ofrece su mano. ¡Al despedirme
    de ustedes, me despido de la gente!…
    La voz le temblaba, y realmente se disponía a ofrecerles la mano, pero Nikolái
    Parfiónovich, que era el que estaba más próximo a él, con un gesto casi convulsivo,
    retiró de repente la suya. Mitia se dio cuenta inmediatamente y se estremeció.
    Enseguida dejó caer la mano que había empezado a tender.
    —La instrucción aún no está cerrada —farfulló Nikolái Parfiónovich, un tanto
    desconcertado—; habrá que proseguir en la ciudad, y yo, naturalmente, estoy
    dispuesto por mi parte a desearle el mayor de los éxitos… en la defensa de su
    inocencia… A decir verdad, Dmitri Fiódorovich, siempre me he sentido inclinado a
    considerarle, por así decir, más un hombre desgraciado que culpable… Todos los aquí
    presentes, si se me permite el atrevimiento de hablar en nombre de todos, estamos
    dispuestos a reconocerle como un joven de nobles fundamentos, aunque, ¡ay!, se haya
    dejado arrastrar por ciertas pasiones hasta unos niveles un tanto excesivos…
    La pequeña figura de Nikolái Parfiónovich era expresión, hacia el final de su
    discurso, de la más acabada majestuosidad. A Mitia se le ocurrió de pronto que en
    cualquier momento ese «muchacho» iba a tomarlo del brazo, llevárselo al rincón más
    alejado y reanudar allí su conversación, aún reciente, sobre «chicas». Pero cuántas
    veces habrá sucedido que toda suerte de ideas extrañas, ajenas a las circunstancias, se
    le pasen por la cabeza incluso al criminal al que conducen al patíbulo.
    —Señores, son ustedes buenos, son humanos… ¿Podría verla, despedirme de ella
    por última vez? —preguntó Mitia.
    —Sin duda, pero a la vista… en una palabra, ahora ya no es posible si no es en
    presencia de…
    —¡Por favor, puede estar usted presente!
    Trajeron a Grúshenka, pero la despedida fue breve, lacónica, y no dejó satisfecho a
    Nikolái Parfiónovich. Grúshenka hizo una profunda inclinación ante Mitia.
    —Te he dicho que soy tuya, y seré tuya, iré siempre a tu lado, da igual adónde te
    manden. ¡Adiós, hombre inocente que se ha buscado su propia ruina!
    Los labios le temblaban, brotaron lágrimas de sus ojos.
    —¡Perdóname, Grusha, por mi amor, por haberte arruinado la vida a ti también con
    mi amor!
    Mitia quiso decir algo más, pero de pronto se quedó callado y salió. Al instante lo
    rodearon unos hombres que no le quitaban la vista de encima. Abajo, junto al porche
    al que con tanto estrépito había llegado corriendo la víspera en la troika de Andréi,
    aguardaban ya dos telegas. Mavriki Mavríkievich, hombre recio y achaparrado, de cara
    flácida, estaba irritado por algún contratiempo surgido inopinadamente y gritaba con
    enojo. En un tono demasiado severo invitó a Mitia a subir al carro. «Antes, cuando le di
    de beber en la taberna, este hombre tenía una cara muy distinta», pensó Mitia al subir.
    También Trifon Borísovich bajó del porche. La gente se agolpaba junto al portal:
    campesinos, aldeanas, cocheros, todos se fijaban en Mitia.
    —¡Adiós, gente de Dios! —les gritó de pronto Mitia desde la telega.
    —Y tú perdónanos —se oyeron dos o tres voces.
    —¡Adiós a ti también, Trifon Borísych!
    Pero Trifon Borísych ni se volvió, puede que estuviera muy ocupado. También él
    daba gritos y no paraba de moverse. Resulta que en la segunda telega, en la que dos
    sotskie iban a acompañar a Mavriki Mavríkievich, aún no estaba todo listo. El mozo al
    que habían asignado esa segunda troika se estaba poniendo el caftán y discutía
    acaloradamente, diciendo que no le tocaba conducir a él, sino a Akim. Pero Akim no
    estaba, habían ido en su busca; el mozo no daba su brazo a torcer e insistía en que
    esperaran.
    —Hay que ver qué gente, Mavriki Mavríkievich, ¡no tienen vergüenza! —exclamó
    Trifon Borísych—. Hace un par de días Akim te dio un chetvertak, tú te lo has bebido, y
    ahora gritas. Lo que me maravilla es su bondad con esta gente tan rastrera, Mavriki
    Mavríkievich, ¡no le digo más!
    —Y ¿para qué necesitamos otra troika? —terció Mitia—. Podemos ir en una, Mavriki
    Mavríkievich; no voy a darte problemas ni pienso fugarme, ¿qué falta hace la escolta?
    —Tenga la bondad, caballero, de aprender a dirigirse a mí, si es que no se lo han
    enseñado: no nos une nada, así que déjese de tutearme, y la próxima vez ahórrese los
    consejos… —le cortó de pronto, sin contemplaciones, Mavriki Mavríkievich, encantado
    de poder depacharse a gusto.
    Mitia se calló. Se puso todo colorado. Un momento después, empezó a tener
    mucho frío. Había dejado de llover, pero el cielo turbio estaba cubierto de nubes, un
    viento penetrante le azotaba la cara. «¿Me habré resfriado?», pensó Mitia, con un
    escalofrío en la espalda. Por fin se subió a la telega Mavriki Mavríkievich, se dejó caer
    de golpe en el asiento, se arrellanó y, haciendo como si no se diera cuenta, obligó a
    encogerse a Mitia. La verdad es que estaba de muy mal humor, y no le gustaba nada
    la misión que le habían encomendado.
    —¡Adiós, Trifon Borísych! —volvió a gritar Mitia, y se dio cuenta de que en esta
    ocasión no había gritado por bondad, sino con rencor, de mala gana. Pero Trifon
    Borísych, orgulloso, con las manos a la espalda, sin apartar la vista de Mitia, lo miró
    con severidad y enojo, y no le contestó.
    —¡Adiós, Dmitri Fiódorovich, adiós! —resonó la voz de Kalgánov, surgido
    inesperadamente de no se sabe dónde. Se acercó corriendo a la telega y le tendió la
    mano. No llevaba gorra. Mitia aún tuvo tiempo de cogerle y estrecharle la mano.
    —¡Adiós, buen hombre, no olvidaré tu generosidad! —exclamó con ardor. Pero la
    telega echó a andar, y las manos se separaron. Tintinearon las campanillas: se llevaban
    a Mitia.
    Kalgánov entró corriendo en el zaguán, se sentó en un rincón, inclinó la cabeza, se
    cubrió la cara con las manos y rompió a llorar; estuvo así mucho tiempo, sentado y
    llorando; lloraba como si fuera todavía un niño pequeño, no un joven de veinte años.
    ¡Oh, creía en la inocencia de Mitia casi sin vacilar! «¡Qué gente ésta! ¡Qué clase de
    gente puede ser, después de ver esto!», exclamaba atropelladamente, en su amargo
    abatimiento, casi desesperado. En esos momentos, ni siquiera quería vivir en este
    mundo. «¡No vale la pena, no vale la pena!», exclamaba el joven apesadumbrado




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     DOSTOYEVSKI - Página 34 Empty Re: DOSTOYEVSKI

    Mensaje por Maria Lua Vie 15 Nov 2024, 09:53

    ***

    IX. Se llevan a Mitia
    Una vez firmado el atestado, Nikolái Parfiónovich se dirigió solemnemente al acusado y
    le leyó un «auto», en el que se establecía que el día tal del año cual, en la localidad de
    tal, el juez de instrucción del distrito judicial de tal, habiendo interrogado a fulano (o
    sea, a Mitia) en calidad de acusado de esto y de aquello (todas las acusaciones habían
    sido minuciosamente consignadas), y tomando en consideración que el acusado, sin
    admitir su culpabilidad en los delitos que se le imputaban, no había presentado
    ninguna prueba en su descargo, mientras que los testigos (tales) y las circunstancias
    (tales) determinaban plenamente su culpabilidad, de conformidad con los artículos
    tales y cuales del Código Penal, etcétera, disponía: con el fin de privar a fulano (a
    Mitia) de la posibilidad de sustraerse a la instrucción y al juicio, se le recluirá en la
    prisión de tal, dándose noticia de ello al acusado, y entregándose una copia del
    presente auto al ayudante del fiscal, y etcétera, etcétera. En una palabra, le
    comunicaron a Mitia que desde ese mismo instante quedaba detenido y que sería
    conducido de inmediato a la ciudad, donde lo encerrarían en un lugar sumamente
    desagradable. Mitia, tras escuchar atentamente, se limitó a encogerse de hombros.
    —Qué se le va a hacer, señores, no les culpo a ustedes, estoy preparado…
    Entiendo que no les queda otra opción.
    Nikolái Parfiónovich le explicó suavemente que sería conducido de inmediato por
    el stanovói Mavriki Mavríkievich, que precisamente se encontraba allí en esos
    momentos…
    —Un segundo —le interrumpió de pronto Mitia y, con una especie de sentimiento
    irreprimible, dirigiéndose a todos los presentes en la estancia, dijo—: Señores, todos
    somos crueles, todos somos unos monstruos, todos hacemos llorar a la gente, a las
    madres y a los niños de pecho, pero de todos, que quede establecido para siempre,
    ¡de todos yo soy el reptil más abominable! ¡Así sea! Todos los días de mi vida,
    dándome golpes de pecho, he prometido corregirme y todos los días he cometido las
    mismas vilezas. Ahora comprendo que quienes son como yo necesitan un golpe, un
    golpe del destino, que los atrape como un lazo y los retuerza con su fuerza externa.
    ¡Yo solo jamás me habría levantado, jamás! Pero ha retumbado el trueno. Acepto el
    tormento de la acusación y de mi pública afrenta, ¡quiero sufrir y purificarme con el
    sufrimiento! Porque es posible que me purifique, ¿verdad, señores? Pero escuchen, no
    obstante, por última vez: ¡soy inocente de la sangre de mi padre! Acepto el castigo no
    por haberlo matado, sino por haberlo querido matar y porque, tal vez, realmente lo
    habría matado… Pero, de todos modos, tengo intención de pelear con ustedes, ya se
    lo advierto. Pelearé hasta final, y entonces ¡que Dios decida! Adiós, señores, no me
    guarden rencor por haberles gritado durante el interrogatorio, oh, era yo entonces tan
    estúpido aún… Dentro de un momento seré un detenido, pero ahora, por última vez,
    Dmitri Karamázov, como un hombre todavía libre, les ofrece su mano. ¡Al despedirme
    de ustedes, me despido de la gente!…
    La voz le temblaba, y realmente se disponía a ofrecerles la mano, pero Nikolái
    Parfiónovich, que era el que estaba más próximo a él, con un gesto casi convulsivo,
    retiró de repente la suya. Mitia se dio cuenta inmediatamente y se estremeció.
    Enseguida dejó caer la mano que había empezado a tender.
    —La instrucción aún no está cerrada —farfulló Nikolái Parfiónovich, un tanto
    desconcertado—; habrá que proseguir en la ciudad, y yo, naturalmente, estoy
    dispuesto por mi parte a desearle el mayor de los éxitos… en la defensa de su
    inocencia… A decir verdad, Dmitri Fiódorovich, siempre me he sentido inclinado a
    considerarle, por así decir, más un hombre desgraciado que culpable… Todos los aquí
    presentes, si se me permite el atrevimiento de hablar en nombre de todos, estamos
    dispuestos a reconocerle como un joven de nobles fundamentos, aunque, ¡ay!, se haya
    dejado arrastrar por ciertas pasiones hasta unos niveles un tanto excesivos…
    La pequeña figura de Nikolái Parfiónovich era expresión, hacia el final de su
    discurso, de la más acabada majestuosidad. A Mitia se le ocurrió de pronto que en
    cualquier momento ese «muchacho» iba a tomarlo del brazo, llevárselo al rincón más
    alejado y reanudar allí su conversación, aún reciente, sobre «chicas». Pero cuántas
    veces habrá sucedido que toda suerte de ideas extrañas, ajenas a las circunstancias, se
    le pasen por la cabeza incluso al criminal al que conducen al patíbulo.
    —Señores, son ustedes buenos, son humanos… ¿Podría verla, despedirme de ella
    por última vez? —preguntó Mitia.
    —Sin duda, pero a la vista… en una palabra, ahora ya no es posible si no es en
    presencia de…
    —¡Por favor, puede estar usted presente!
    Trajeron a Grúshenka, pero la despedida fue breve, lacónica, y no dejó satisfecho a
    Nikolái Parfiónovich. Grúshenka hizo una profunda inclinación ante Mitia.
    —Te he dicho que soy tuya, y seré tuya, iré siempre a tu lado, da igual adónde te
    manden. ¡Adiós, hombre inocente que se ha buscado su propia ruina!
    Los labios le temblaban, brotaron lágrimas de sus ojos.
    —¡Perdóname, Grusha, por mi amor, por haberte arruinado la vida a ti también con
    mi amor!
    Mitia quiso decir algo más, pero de pronto se quedó callado y salió. Al instante lo
    rodearon unos hombres que no le quitaban la vista de encima. Abajo, junto al porche
    al que con tanto estrépito había llegado corriendo la víspera en la troika de Andréi,
    aguardaban ya dos telegas. Mavriki Mavríkievich, hombre recio y achaparrado, de cara
    flácida, estaba irritado por algún contratiempo surgido inopinadamente y gritaba con
    enojo. En un tono demasiado severo invitó a Mitia a subir al carro. «Antes, cuando le di
    de beber en la taberna, este hombre tenía una cara muy distinta», pensó Mitia al subir.
    También Trifon Borísovich bajó del porche. La gente se agolpaba junto al portal:
    campesinos, aldeanas, cocheros, todos se fijaban en Mitia.
    —¡Adiós, gente de Dios! —les gritó de pronto Mitia desde la telega.
    —Y tú perdónanos —se oyeron dos o tres voces.
    —¡Adiós a ti también, Trifon Borísych!
    Pero Trifon Borísych ni se volvió, puede que estuviera muy ocupado. También él
    daba gritos y no paraba de moverse. Resulta que en la segunda telega, en la que dos
    sotskie iban a acompañar a Mavriki Mavríkievich, aún no estaba todo listo. El mozo al
    que habían asignado esa segunda troika se estaba poniendo el caftán y discutía
    acaloradamente, diciendo que no le tocaba conducir a él, sino a Akim. Pero Akim no
    estaba, habían ido en su busca; el mozo no daba su brazo a torcer e insistía en que
    esperaran.
    —Hay que ver qué gente, Mavriki Mavríkievich, ¡no tienen vergüenza! —exclamó
    Trifon Borísych—. Hace un par de días Akim te dio un chetvertak, tú te lo has bebido, y
    ahora gritas. Lo que me maravilla es su bondad con esta gente tan rastrera, Mavriki
    Mavríkievich, ¡no le digo más!
    —Y ¿para qué necesitamos otra troika? —terció Mitia—. Podemos ir en una, Mavriki
    Mavríkievich; no voy a darte problemas ni pienso fugarme, ¿qué falta hace la escolta?
    —Tenga la bondad, caballero, de aprender a dirigirse a mí, si es que no se lo han
    enseñado: no nos une nada, así que déjese de tutearme, y la próxima vez ahórrese los
    consejos… —le cortó de pronto, sin contemplaciones, Mavriki Mavríkievich, encantado
    de poder depacharse a gusto.
    Mitia se calló. Se puso todo colorado. Un momento después, empezó a tener
    mucho frío. Había dejado de llover, pero el cielo turbio estaba cubierto de nubes, un
    viento penetrante le azotaba la cara. «¿Me habré resfriado?», pensó Mitia, con un
    escalofrío en la espalda. Por fin se subió a la telega Mavriki Mavríkievich, se dejó caer
    de golpe en el asiento, se arrellanó y, haciendo como si no se diera cuenta, obligó a
    encogerse a Mitia. La verdad es que estaba de muy mal humor, y no le gustaba nada
    la misión que le habían encomendado.
    —¡Adiós, Trifon Borísych! —volvió a gritar Mitia, y se dio cuenta de que en esta
    ocasión no había gritado por bondad, sino con rencor, de mala gana. Pero Trifon
    Borísych, orgulloso, con las manos a la espalda, sin apartar la vista de Mitia, lo miró
    con severidad y enojo, y no le contestó.
    —¡Adiós, Dmitri Fiódorovich, adiós! —resonó la voz de Kalgánov, surgido
    inesperadamente de no se sabe dónde. Se acercó corriendo a la telega y le tendió la
    mano. No llevaba gorra. Mitia aún tuvo tiempo de cogerle y estrecharle la mano.
    —¡Adiós, buen hombre, no olvidaré tu generosidad! —exclamó con ardor. Pero la
    telega echó a andar, y las manos se separaron. Tintinearon las campanillas: se llevaban
    a Mitia.
    Kalgánov entró corriendo en el zaguán, se sentó en un rincón, inclinó la cabeza, se
    cubrió la cara con las manos y rompió a llorar; estuvo así mucho tiempo, sentado y
    llorando; lloraba como si fuera todavía un niño pequeño, no un joven de veinte años.
    ¡Oh, creía en la inocencia de Mitia casi sin vacilar! «¡Qué gente ésta! ¡Qué clase de
    gente puede ser, después de ver esto!», exclamaba atropelladamente, en su amargo
    abatimiento, casi desesperado. En esos momentos, ni siquiera quería vivir en este
    mundo. «¡No vale la pena, no vale la pena!», exclamaba el joven apesadumbrado




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    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
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    y tren de tus ilusiones."
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    Mensaje por Maria Lua Vie 15 Nov 2024, 09:53

    ***

    IX. Se llevan a Mitia




    Una vez firmado el atestado, Nikolái Parfiónovich se dirigió solemnemente al acusado y
    le leyó un «auto», en el que se establecía que el día tal del año cual, en la localidad de
    tal, el juez de instrucción del distrito judicial de tal, habiendo interrogado a fulano (o
    sea, a Mitia) en calidad de acusado de esto y de aquello (todas las acusaciones habían
    sido minuciosamente consignadas), y tomando en consideración que el acusado, sin
    admitir su culpabilidad en los delitos que se le imputaban, no había presentado
    ninguna prueba en su descargo, mientras que los testigos (tales) y las circunstancias
    (tales) determinaban plenamente su culpabilidad, de conformidad con los artículos
    tales y cuales del Código Penal, etcétera, disponía: con el fin de privar a fulano (a
    Mitia) de la posibilidad de sustraerse a la instrucción y al juicio, se le recluirá en la
    prisión de tal, dándose noticia de ello al acusado, y entregándose una copia del
    presente auto al ayudante del fiscal, y etcétera, etcétera. En una palabra, le
    comunicaron a Mitia que desde ese mismo instante quedaba detenido y que sería
    conducido de inmediato a la ciudad, donde lo encerrarían en un lugar sumamente
    desagradable. Mitia, tras escuchar atentamente, se limitó a encogerse de hombros.
    —Qué se le va a hacer, señores, no les culpo a ustedes, estoy preparado…
    Entiendo que no les queda otra opción.
    Nikolái Parfiónovich le explicó suavemente que sería conducido de inmediato por
    el stanovói Mavriki Mavríkievich, que precisamente se encontraba allí en esos
    momentos…
    —Un segundo —le interrumpió de pronto Mitia y, con una especie de sentimiento
    irreprimible, dirigiéndose a todos los presentes en la estancia, dijo—: Señores, todos
    somos crueles, todos somos unos monstruos, todos hacemos llorar a la gente, a las
    madres y a los niños de pecho, pero de todos, que quede establecido para siempre,
    ¡de todos yo soy el reptil más abominable! ¡Así sea! Todos los días de mi vida,
    dándome golpes de pecho, he prometido corregirme y todos los días he cometido las
    mismas vilezas. Ahora comprendo que quienes son como yo necesitan un golpe, un
    golpe del destino, que los atrape como un lazo y los retuerza con su fuerza externa.
    ¡Yo solo jamás me habría levantado, jamás! Pero ha retumbado el trueno. Acepto el
    tormento de la acusación y de mi pública afrenta, ¡quiero sufrir y purificarme con el
    sufrimiento! Porque es posible que me purifique, ¿verdad, señores? Pero escuchen, no
    obstante, por última vez: ¡soy inocente de la sangre de mi padre! Acepto el castigo no
    por haberlo matado, sino por haberlo querido matar y porque, tal vez, realmente lo
    habría matado… Pero, de todos modos, tengo intención de pelear con ustedes, ya se
    lo advierto. Pelearé hasta final, y entonces ¡que Dios decida! Adiós, señores, no me
    guarden rencor por haberles gritado durante el interrogatorio, oh, era yo entonces tan
    estúpido aún… Dentro de un momento seré un detenido, pero ahora, por última vez,
    Dmitri Karamázov, como un hombre todavía libre, les ofrece su mano. ¡Al despedirme
    de ustedes, me despido de la gente!…
    La voz le temblaba, y realmente se disponía a ofrecerles la mano, pero Nikolái
    Parfiónovich, que era el que estaba más próximo a él, con un gesto casi convulsivo,
    retiró de repente la suya. Mitia se dio cuenta inmediatamente y se estremeció.
    Enseguida dejó caer la mano que había empezado a tender.
    —La instrucción aún no está cerrada —farfulló Nikolái Parfiónovich, un tanto
    desconcertado—; habrá que proseguir en la ciudad, y yo, naturalmente, estoy
    dispuesto por mi parte a desearle el mayor de los éxitos… en la defensa de su
    inocencia… A decir verdad, Dmitri Fiódorovich, siempre me he sentido inclinado a
    considerarle, por así decir, más un hombre desgraciado que culpable… Todos los aquí
    presentes, si se me permite el atrevimiento de hablar en nombre de todos, estamos
    dispuestos a reconocerle como un joven de nobles fundamentos, aunque, ¡ay!, se haya
    dejado arrastrar por ciertas pasiones hasta unos niveles un tanto excesivos…
    La pequeña figura de Nikolái Parfiónovich era expresión, hacia el final de su
    discurso, de la más acabada majestuosidad. A Mitia se le ocurrió de pronto que en
    cualquier momento ese «muchacho» iba a tomarlo del brazo, llevárselo al rincón más
    alejado y reanudar allí su conversación, aún reciente, sobre «chicas». Pero cuántas
    veces habrá sucedido que toda suerte de ideas extrañas, ajenas a las circunstancias, se
    le pasen por la cabeza incluso al criminal al que conducen al patíbulo.
    —Señores, son ustedes buenos, son humanos… ¿Podría verla, despedirme de ella
    por última vez? —preguntó Mitia.
    —Sin duda, pero a la vista… en una palabra, ahora ya no es posible si no es en
    presencia de…
    —¡Por favor, puede estar usted presente!
    Trajeron a Grúshenka, pero la despedida fue breve, lacónica, y no dejó satisfecho a
    Nikolái Parfiónovich. Grúshenka hizo una profunda inclinación ante Mitia.
    —Te he dicho que soy tuya, y seré tuya, iré siempre a tu lado, da igual adónde te
    manden. ¡Adiós, hombre inocente que se ha buscado su propia ruina!
    Los labios le temblaban, brotaron lágrimas de sus ojos.
    —¡Perdóname, Grusha, por mi amor, por haberte arruinado la vida a ti también con
    mi amor!
    Mitia quiso decir algo más, pero de pronto se quedó callado y salió. Al instante lo
    rodearon unos hombres que no le quitaban la vista de encima. Abajo, junto al porche
    al que con tanto estrépito había llegado corriendo la víspera en la troika de Andréi,
    aguardaban ya dos telegas. Mavriki Mavríkievich, hombre recio y achaparrado, de cara
    flácida, estaba irritado por algún contratiempo surgido inopinadamente y gritaba con
    enojo. En un tono demasiado severo invitó a Mitia a subir al carro. «Antes, cuando le di
    de beber en la taberna, este hombre tenía una cara muy distinta», pensó Mitia al subir.
    También Trifon Borísovich bajó del porche. La gente se agolpaba junto al portal:
    campesinos, aldeanas, cocheros, todos se fijaban en Mitia.
    —¡Adiós, gente de Dios! —les gritó de pronto Mitia desde la telega.
    —Y tú perdónanos —se oyeron dos o tres voces.
    —¡Adiós a ti también, Trifon Borísych!
    Pero Trifon Borísych ni se volvió, puede que estuviera muy ocupado. También él
    daba gritos y no paraba de moverse. Resulta que en la segunda telega, en la que dos
    sotskie iban a acompañar a Mavriki Mavríkievich, aún no estaba todo listo. El mozo al
    que habían asignado esa segunda troika se estaba poniendo el caftán y discutía
    acaloradamente, diciendo que no le tocaba conducir a él, sino a Akim. Pero Akim no
    estaba, habían ido en su busca; el mozo no daba su brazo a torcer e insistía en que
    esperaran.
    —Hay que ver qué gente, Mavriki Mavríkievich, ¡no tienen vergüenza! —exclamó
    Trifon Borísych—. Hace un par de días Akim te dio un chetvertak, tú te lo has bebido, y
    ahora gritas. Lo que me maravilla es su bondad con esta gente tan rastrera, Mavriki
    Mavríkievich, ¡no le digo más!
    —Y ¿para qué necesitamos otra troika? —terció Mitia—. Podemos ir en una, Mavriki
    Mavríkievich; no voy a darte problemas ni pienso fugarme, ¿qué falta hace la escolta?
    —Tenga la bondad, caballero, de aprender a dirigirse a mí, si es que no se lo han
    enseñado: no nos une nada, así que déjese de tutearme, y la próxima vez ahórrese los
    consejos… —le cortó de pronto, sin contemplaciones, Mavriki Mavríkievich, encantado
    de poder depacharse a gusto.
    Mitia se calló. Se puso todo colorado. Un momento después, empezó a tener
    mucho frío. Había dejado de llover, pero el cielo turbio estaba cubierto de nubes, un
    viento penetrante le azotaba la cara. «¿Me habré resfriado?», pensó Mitia, con un
    escalofrío en la espalda. Por fin se subió a la telega Mavriki Mavríkievich, se dejó caer
    de golpe en el asiento, se arrellanó y, haciendo como si no se diera cuenta, obligó a
    encogerse a Mitia. La verdad es que estaba de muy mal humor, y no le gustaba nada
    la misión que le habían encomendado.
    —¡Adiós, Trifon Borísych! —volvió a gritar Mitia, y se dio cuenta de que en esta
    ocasión no había gritado por bondad, sino con rencor, de mala gana. Pero Trifon
    Borísych, orgulloso, con las manos a la espalda, sin apartar la vista de Mitia, lo miró
    con severidad y enojo, y no le contestó.
    —¡Adiós, Dmitri Fiódorovich, adiós! —resonó la voz de Kalgánov, surgido
    inesperadamente de no se sabe dónde. Se acercó corriendo a la telega y le tendió la
    mano. No llevaba gorra. Mitia aún tuvo tiempo de cogerle y estrecharle la mano.
    —¡Adiós, buen hombre, no olvidaré tu generosidad! —exclamó con ardor. Pero la
    telega echó a andar, y las manos se separaron. Tintinearon las campanillas: se llevaban
    a Mitia.
    Kalgánov entró corriendo en el zaguán, se sentó en un rincón, inclinó la cabeza, se
    cubrió la cara con las manos y rompió a llorar; estuvo así mucho tiempo, sentado y
    llorando; lloraba como si fuera todavía un niño pequeño, no un joven de veinte años.
    ¡Oh, creía en la inocencia de Mitia casi sin vacilar! «¡Qué gente ésta! ¡Qué clase de
    gente puede ser, después de ver esto!», exclamaba atropelladamente, en su amargo
    abatimiento, casi desesperado. En esos momentos, ni siquiera quería vivir en este
    mundo. «¡No vale la pena, no vale la pena!», exclamaba el joven apesadumbrado




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    y en ese vuelo y en ese sueño
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    Mensaje por Maria Lua Sáb 16 Nov 2024, 08:49

    ***
    CUARTA PARTE


    LIBRO DÉCIMO






    LOS NIÑOS




    I. Kolia Krasotkin




    Principios de noviembre. Habían llegado a nuestra ciudad los once grados bajo cero y,
    con ellos, la tierra completamente helada. Por la noche había caído un poco de nieve
    seca sobre la tierra congelada y el viento «seco y penetrante» la agitaba por las
    aburridas calles de nuestra ciudad y, sobre todo, por la plaza del mercado. La mañana
    era gris, pero había dejado de nevar. Cerca de la plaza, en las proximidades de la
    tienda de los Plótnikov, estaba la pequeña casa, muy limpita por dentro y por fuera, de
    la viuda del funcionario Krasotkin. El secretario provincial Krasotkin había muerto hacía
    mucho, casi catorce años antes, pero su viuda, una dama que apenas pasaba de los
    treinta, bastante bonita todavía, vivía en la limpia casita, manteniéndose «de su propio
    capital». Vivía honrada y temerosamente, era de carácter dulce, pero bastante alegre.
    Había perdido al marido a los dieciocho años, cuando solo llevaban un año juntos y
    nada más darle un hijo. Desde entonces, desde el mismo día de su muerte, se había
    consagrado a la educación de su tesoro, de su Kolia, y, aunque lo había querido con
    locura catorce años, había conocido por su culpa, desde luego, considerablemente
    más sufrimientos que alegrías, y temblaba y se moría de miedo casi cada día pensando
    en que podía enfermar, resfriarse, hacer alguna travesura, trepar a una silla y caerse y
    otras cosas por el estilo. Cuando Kolia empezó a ir a la escuela, y después a los
    primeros cursos de nuestro gimnasio, a la madre le faltó tiempo para estudiar todas las
    ciencias con ánimo de ayudarlo y repasar con él las lecciones, y para conocer a los
    maestros y a sus mujeres; incluso trataba con cariño a los compañeros de Kolia, a los
    escolares, y los adulaba para que no lo tocaran, no se burlaran de él, no le pegaran. La
    cosa llegó al punto de que los chicos, de hecho, empezaron a burlarse de él
    llamándole niñito de mamá. El muchacho, no obstante, supo defenderse. Era un chico
    valiente, «terriblemente fuerte», como aseguraba un rumor que se extendió por la
    clase y que muy pronto se confirmó; era hábil, de carácter tenaz y espíritu audaz y
    emprendedor. Era buen estudiante e incluso se decía que en aritmética y en historia
    universal superaba al propio profesor Dardanélov. Pero el chico, aunque miraba a
    todos con altivez, con la frente alta, era un buen compañero y no era presumido. El
    respeto de los demás escolares lo aceptaba como algo merecido, pero se comportaba
    amistosamente. Lo principal era que tenía sentido de la medida, sabía contenerse en
    caso necesario y en su relación con sus superiores jamás había traspasado esa última
    línea sagrada más allá de la cual ya no se perdonan las transgresiones, sino que se
    tratan como desórdenes, revueltas o ilegalidades. Sin embargo, no estaba nada pero
    que nada en contra de hacer, en cuanto se presentaba la ocasión, travesuras propias
    de un niño pequeño, aunque no se trataba tanto de hacer travesuras como de enredar,
    de cometer alguna excentricidad, de despacharse a gusto, de deslumbrar, de hacerse
    notar. Tenía, sobre todo, mucho amor propio. Había conseguido incluso someter a su
    madre, comportándose como un déspota con ella. Ella se había sometido, oh, sí, hacía
    mucho que se había sometido, y lo único que no podía soportar era la idea de que su
    niño «no la quería lo suficiente». Tenía la continua sensación de que Kolia se mostraba
    «insensible» con ella, y había momentos en los que, deshecha en lágrimas histéricas, le
    reprochaba su frialdad. Al chico esto no le gustaba, y cuantas más demostraciones de
    cariño le exigían, más intratable se volvía, como a propósito. Pero no lo hacía a
    propósito, lo hacía sin querer: así era su carácter. Su madre estaba equivocada: él la
    quería mucho, simplemente no le gustaban las «ñoñerías», como decía él con su
    vocabulario de escolar. Había heredado de su padre un armario en el que se
    guardaban unos cuantos libros; a Kolia le gustaba leer y ya se había leído algunos. A su
    madre esto no le preocupaba, aunque a veces se quedaba extrañada de que el chico,
    en lugar de ir a jugar, se pasara las horas muertas con un libro junto al armario. De ese
    modo, Kolia leyó cosas que no se le debería haber permitido leer a su edad. Por lo
    demás, aunque el chico seguía sin querer traspasar la famosa línea en sus travesuras,
    últimamente éstas habían empezado a asustar seriamente a su madre: es verdad que
    no eran actos inmorales, pero sí temerarios, insensatos. Precisamente ese mismo
    verano, en julio, durante las vacaciones, se dio el caso de que la mamá y su hijo fueron
    una semana a otro distrito, a setenta verstas, a visitar a una pariente lejana cuyo marido
    trabajaba en la estación de ferrocarril (era esa estación cercana a nuestra ciudad desde
    la que Iván Fiódorovich Karamázov partiría hacia Moscú un mes después). Allí Kolia
    empezó a examinar con detalle el ferrocarril, a estudiar su funcionamiento, habiendo
    comprendido que, cuando regresara a casa, podía destacar por sus nuevos
    conocimientos entre los compañeros de su escuela. Pero precisamente coincidió con
    varios chicos con los que se entendió. Uno de ellos vivía en la estación, otros vivían
    cerca de allí, en total eran seis o siete muchachos de entre doce y quince años, dos de
    ellos de nuestra ciudad. Los chicos jugaban juntos y hacían algunas trastadas, hasta
    que, cuando llevaban cuatro o cinco días viéndose en la estación, estos atolondrados
    muchachitos se apostaron dos rublos de la forma más descabellada: en concreto,
    Kolia, que era casi el más pequeño de todos y por eso sufría cierto desdén de los
    mayores, se ofreció, ya fuera por amor propio o como consecuencia de una osadía
    insolente, a tumbarse boca abajo entre los raíles cuando se aproximara el tren de las
    once de la noche y quedarse allí inmóvil mientras el tren pasaba a todo vapor por
    encima de él. Cierto es que había hecho un examen previo y había concluido que, en
    efecto, era posible tumbarse entre los raíles y tenderse a lo largo bien pegado al suelo
    y que el tren, naturalmente, pasara sin rozar al que estuviera echado; pero, con todo,
    ¡a ver quién era el guapo que se tumbaba! Kolia no dio su brazo a torcer, y aseguró
    que él lo haría. Empezaron a reírse de él, le llamaron mentiroso, fanfarrón, pero así lo
    azuzaban más. Lo más importante era que esos quinceañeros habían presumido
    mucho delante de él y al principio ni siquiera habían querido considerarlo un
    «compañero», por ser pequeño, algo que resultaba insoportablemente ofensivo. El
    caso es que esa tarde resolvieron andar una versta desde la estación para que el tren,
    una vez lejos de ella, tuviera tiempo de coger velocidad. Se reunieron los chicos. Era
    una noche sin luna, no ya oscura, sino casi negra. A la hora acordada, Kolia se tendió
    entre los raíles. Los otros cinco que habían aceptado la apuesta esperaban, con el
    corazón parado, y finalmente asustados y arrepentidos, al pie del terraplén, en unos
    arbustos junto a las vías. Por fin el tren sonó a lo lejos mientras salía de la estación. En
    la oscuridad centellearon dos faros rojos, el monstruo retumbaba al acercarse. «¡Corre!
    ¡Sal de los raíles!», le gritaban a Kolia los chicos, muertos de miedo, desde los
    arbustos, pero ya era tarde: el tren llegó y pasó de largo a toda velocidad. Los chicos
    se lanzaron sobre Kolia, que yacía inmóvil. Empezaron a tirar de él, a intentar
    levantarlo. Kolia se levantó de repente y bajó del terraplén en silencio. Les dijo
    entonces que se había quedado tumbado como sin sentido a propósito, para
    asustarlos, pero la verdad era que había perdido el sentido realmente, como le
    reconocería a su madre mucho tiempo después. Y así fue como se aseguró la fama de
    «temerario» para siempre. Regresó a su casa en la estación pálido como el papel. Al
    día siguiente cayó enfermo, con ligeros escalofríos nerviosos, pero de ánimo estaba
    tremendamente feliz, alegre y contento. El suceso no se conoció de inmediato, sino ya
    en nuestra ciudad: se extendió por el gimnasio y llegó a oídos de la dirección. Pero
    enseguida la madre de Kolia corrió a suplicar por su hijo, y consiguió que el respetado
    e influyente profesor Dardanélov lo defendiera e intercediera por él, así que se echó
    tierra sobre el asunto, como si nunca hubiera sucedido. Dardanélov, un hombre soltero
    y aún joven, llevaba muchos años locamente enamorado de la señora Krasótkina, y
    hacía cosa de un año, de la forma más respetuosa y paralizado de miedo y delicadeza,
    se había atrevido a pedirle la mano; ella se negó categóricamente, convencida de que,
    si aceptaba, traicionaría a su hijo, si bien Dardanélov, por algunas señales misteriosas,
    se sentía, tal vez, con algún derecho a soñar con que no desagradaba del todo a la
    encantadora aunque en exceso casta y frágil viuda. La locura de Kolia parecía haber
    roto el hielo y, a cambio de su intercesión, el joven profesor obtuvo una insinuación de
    esperanza, bien es verdad que remota, pero el propio Dardanélov era un dechado de
    pureza y delicadeza y solo con eso tenía suficiente para ser plenamente feliz. Quería al
    chico, aunque habría considerado humillante halagarlo, y en clase lo trataba con
    severidad y exigencia. También Kolia guardaba una respetuosa distancia, se preparaba
    muy bien las lecciones, era el segundo alumno de la clase, se dirigía a él con frialdad y
    todos sus compañeros creían firmemente que estaba tan fuerte en historia universal
    que podía «derrotar» al mismísimo Dardanélov. Y, en efecto, Kolia le preguntó en una
    ocasión: «¿Quién fundó Troya?», a lo que Dardanélov respondió con generalidades
    sobre los pueblos, sus desplazamientos y migraciones, sobre la Antigüedad, la
    mitología, pero exactamente quién había fundado Troya, es decir, qué personas
    concretas, eso no pudo responderlo, e incluso encontró la pregunta, por alguna razón,
    vacía e insustancial. Pero los chicos se quedaron convencidos de que Dardanélov no
    sabía quién fundó Troya. En cambio Kolia había leído acerca de los fundadores de
    Troya en el Smarágdov que se conservaba en el armario con libros que había
    heredado de su padre. Al final todos los chicos estaban interesados en saber
    exactamente quién había sido el fundador de Troya, pero Krasotkin no reveló su
    secreto y la fama de su saber se mantuvo incólume






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    Mensaje por Maria Lua Sáb 16 Nov 2024, 08:51

    ***

    Después del suceso con el ferrocarril la relación entre Kolia y su madre sufrió cierta
    transformación. Cuando Anna Fiódorovna (la viuda de Krasotkin) se enteró de la
    hazaña de su hijito, por poco se vuelve loca del horror. Le dieron unos ataques de
    histeria que se prolongaron, aunque con intervalos, varios días y que fueron tan
    terribles que Kolia, realmente asustado, le dio su noble y sincera palabra de honor de
    que tales travesuras no volverían a repetirse. Juró de rodillas frente a un icono y juró
    por la memoria de su padre, como le exigió la señora Krasótkina; además el «valeroso»
    Kolia se echó a llorar como un niño de seis años, movido por «los sentimientos», y
    madre e hijo pasaron todo el día arrojándose el uno en brazos del otro y llorando
    temblorosos. Al día siguiente Kolia se despertó tan «insensible» como antes; no
    obstante, se volvió más callado y tímido, más severo y reflexivo. Es cierto que mes y
    medio más tarde ya había vuelto a meterse en una travesura y que su nombre llegó a
    ser conocido incluso por nuestro juez de paz, pero fue ya una travesura de otro estilo,
    una cosa tonta y divertida, y además resultó que no la había hecho él personalmente,
    sino que se había visto involucrado en ella. Pero ya hablaremos de eso más tarde. Su
    madre seguía temblando y sufriendo, y a medida que crecían sus inquietudes también
    lo hacían las esperanzas de Dardanélov. Hay que señalar que Kolia ya había
    descubierto y comprendía esta faceta de Dardanélov y, naturalmente, lo despreciaba
    por sus «sentimientos»; antes tenía incluso el poco tacto de manifestar ese desprecio
    delante de su madre, insinuándole indirectamente que comprendía cuáles eran las
    intenciones de su profesor. Pero después del incidente en el ferrocarril también
    cambió de actitud en ese aspecto: ya no se permitió más insinuaciones, ni siquiera las
    más vagas, y en presencia de su madre empezó a hablar con mayor respeto de
    Dardanélov, algo que inmediatamente comprendió la delicada Anna Fiódorovna con
    infinita gratitud en su corazón; aun así, ante la más mínima palabra sobre el maestro,
    aunque fuera puramente inadvertida, de algún visitante ocasional en presencia de
    Kolia, se ponía colorada de vergüenza como una rosa. En esos momentos Kolia miraba
    ceñudo por la ventana o examinaba si sus botas necesitaban un arreglo, o llamaba con
    furia a Perezvón, un perro tiñoso, peludo y bastante grande que había encontrado un
    mes antes, se había llevado a casa y que por alguna razón tenía escondido en las
    habitaciones, sin enseñárselo a ninguno de sus compañeros. Lo tiranizaba
    terriblemente, enseñándole toda clase de trucos y gracias, hasta tal punto que el perro
    aullaba cuando él se ausentaba para ir a clase, pero, cuando volvía, chillaba
    entusiasmado, saltaba como loco, se alzaba sobre sus patas traseras, se tiraba al suelo
    y se hacía el muerto y cosas así; en una palabra, hacía todos los trucos que él le había
    enseñado, pero ya no porque se lo exigieran, sino por el propio impulso de sus
    sentimientos entusiastas y de su agradecido corazón.
    Por cierto, he olvidado mencionar que Kolia Krasotkin es el mismo chico al que
    Iliusha, conocido ya del lector, hijo del capitán asistente en la reserva Sneguiriov,
    pinchó con un cortaplumas en una cadera al salir en defensa de su padre, apodado
    «estropajo» por los escolares.





    II. Los pequeños




    Así pues, aquella mañana de noviembre gélida y húmeda Kolia Krasotkin estaba en
    casa. Era domingo y no había clase. Ya habían dado las once y no tenía más remedio
    que salir «por un asunto importantísimo», pero se había quedado solo en casa y, para
    colmo, al cuidado de ella, pues se había dado el caso de que todos los habitantes
    adultos se habían ausentado por una circunstancia urgente y peculiar. En la casa de la
    viuda Krasótkina, a través del zaguán de su propia vivienda se accedía a otra vivienda,
    alquilada, de dos habitaciones pequeñas, que ocupaba la mujer de un médico y sus
    dos hijos de corta edad. Esta señora tenía los mismos años que Anna Fiódorovna y era
    muy amiga suya. Hacía como un año que el médico se había marchado, primero a
    Orenburg y después a Taskent, y ya llevaba medio año sin noticias de él, por lo que, si
    la amistad con la señora Krasótkina no hubiera atenuado un poco la pena de la esposa
    abandonada, seguramente se habría consumido en llanto. Y, como remate de todas las
    calamidades del destino, la noche del sábado al domingo Katerina, la única criada de
    la mujer del médico, comunicó inesperadamente a su señora que se disponía a dar a
    luz a la mañana siguiente. Cómo había hecho para que nadie se hubiera dado cuenta
    hasta ese momento era casi un misterio. La estupefacta mujer del médico resolvió
    llevar a Katerina, mientras hubiera tiempo, a un establecimiento apropiado para esas
    situaciones que había montado una comadrona en nuestra ciudad. Como apreciaba
    mucho a la criada, se puso en marcha rápidamente, la llevó hasta allí y, además, se
    quedó con ella. Ya de mañana fue también necesaria, por alguna razón, la
    colaboración amistosa y la ayuda de la propia señora Krasótkina, que en este caso
    podía pedir algún favor y proporcionar cierto amparo. De ese modo, ambas señoras
    estaban fuera, mientras que la criada de la señora Krasótkina, Agafia, había ido al
    mercado y Kolia se había quedado un rato a cargo del cuidado y la vigilancia de los
    «polluelos», es decir, del niño y la niña de la mujer del médico, que se habían quedado
    solitos. A Kolia no le daba miedo vigilar la casa, además tenía a Perezvón, al que había
    ordenado que se quedara tumbado, «sin moverse», debajo del banco de la entrada y
    que, por eso mismo, cada vez que Kolia, en su deambular por las habitaciones, se
    asomaba a la entrada, meneaba la cabeza y daba con el rabo dos golpes fuertes y
    obsequiosos contra el suelo; pero ¡ay!, no se oía un silbido llamándolo. Kolia miraba
    amenazante al pobre perro y éste volvía a quedarse paralizado en su obediente
    rigidez. Pero si algo turbaba a Kolia eran únicamente los «polluelos». La imprevista
    aventura de Katerina la contemplaba, desde luego, con el más profundo de los
    desprecios, pero quería mucho a los huérfanos y ya les había llevado algún librito
    infantil. Nastia, la mayor, de ocho años, sabía leer y, al menor de los polluelos, el
    pequeño Kostia, de siete años, le gustaba mucho que Nastia le leyera. Naturalmente,
    Krasotkin podía haberlos entretenido de alguna forma más amena, por ejemplo,
    jugando con ellos a los soldados o al escondite por toda la casa. Esto ya lo había
    hecho antes en más de una ocasión y no le importaba hacerlo: de hecho una vez se
    difundió por la clase la noticia de que Krasotkin jugaba a los caballitos con sus
    pequeños inquilinos, que daba saltos y encorvaba la cabeza como un caballo de
    refuerzo, pero él rebatió orgulloso esta acusación haciendo ver que con sus coetáneos,
    con chicos de trece años, efectivamente sería vergonzoso jugar a los caballitos «en
    nuestra época», pero que él lo hacía para los «polluelos», porque los quería, y de sus
    sentimientos nadie iba a osar pedirle cuentas. Los dos «polluelos» lo adoraban, pero
    ese día él no estaba para juegos. Tenía por delante un asunto muy importante, y
    aparentemente casi secreto, mientras el tiempo pasaba y Agafia, con quien podría
    dejar a los niños, seguía sin querer regresar del mercado. Ya había cruzado varias
    veces el zaguán, abierto la puerta de sus inquilinos y echado un vistazo inquieto a los
    «polluelos», quienes, siguiendo sus órdenes, estaban leyendo y, cada vez que abría la
    puerta, lo recibían con una amplia sonrisa, con la esperanza de que entrara e hiciera
    alguna cosa bonita y divertida. Pero Kolia estaba inquieto y no entraba. Finalmente
    dieron las once y decidió firme y terminantemente que, si al cabo de diez minutos la
    «maldita» Agafia no había vuelto, se marcharía sin esperarla; claro que antes les haría
    prometer a los niños que no se iban a acobardar sin él, que no iban a hacer travesuras
    ni a llorar de miedo. Con esta idea empezó a ponerse el abrigo de invierno, guateado
    y con cuello de piel de foca, se colgó el bolso en bandolera y, a pesar de los continuos
    ruegos previos de su madre de que no saliera a la calle «con tanto frío» sin ponerse los
    chanclos, los miró con desdén al cruzar la entrada y salió solo con las botas. Al verlo
    vestido, Perezvón empezó a dar fuertes golpes en el suelo con el rabo, poniendo todo
    el cuerpo en tensión, y hasta empezó a emitir un aullido lastimero, pero Kolia, al
    observar la apasionada impaciencia de su perro, llegó a la conclusión de que eso
    podía relajar su disciplina y lo dejó un poquito más debajo del banco, y solo una vez
    que había abierto la puerta del zaguán le silbó. El perro se lanzó como loco y empezó
    a saltar de emoción delante de él. Kolia cruzó el zaguán y abrió la puerta de los
    «polluelos». Los dos estaban a la mesa, igual que antes, pero ya no leían, sino que
    discutían acaloradamente. Los niños discutían a menudo de toda clase de cuestiones
    polémicas de la vida cotidiana, aunque Nastia, al ser la mayor, siempre se salía con la
    suya; Kostia, por su parte, si no estaba de acuerdo con ella, normalmente apelaba al
    criterio de Kolia Krasotkin, y lo que éste decidiera se aceptaba como veredicto
    definitivo para ambas partes. Esta vez la discusión de los «polluelos» atrajo un tanto el
    interés de Krasotkin, que se quedó escuchando en la puerta. Los niños lo vieron y eso
    los llevó a continuar su disputa con más pasión.






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    Mensaje por Maria Lua Sáb 16 Nov 2024, 08:52

    ***

    —Nunca, nunca me podré creer —balbuceaba Nastia, encendida— eso de que las
    parteras se encuentran a los bebés en el huerto, entre los caballones de las coles. Ya
    estamos en invierno y no hay ni un solo caballón y la partera no habría podido traerle
    una niña a Katerina.
    —¡Fiu! —silbó Kolia para sí.
    —O a lo mejor es que se los traen de algún sitio, pero solo a las que están casadas.
    Kostia miraba atentamente a Nastia, la escuchaba pensativo y le daba vueltas a lo
    que decía.
    —Nastia, mira que eres boba —dijo al fin con firmeza y sin alterarse—, ¿cómo va a
    tener un niño Katerina si no está casada?
    Nastia estaba terriblemente agitada.
    —No te enteras de nada —le interrumpió irritada—, sí que puede tenerlos; tenía un
    marido, solo que está en la cárcel, por eso ha tenido un bebé.
    —¿De verdad tiene el marido en la cárcel? —preguntó gravemente Kostia, siempre
    serio.
    —O mira —le interrumpió Nastia precipitadamente, descartando y olvidándose por
    completo de su primera teoría—, no tiene marido, ahí tienes tú razón, pero quiere
    casarse y empezó a pensar en cómo casarse y no hacía más que pensarlo y pensarlo y
    lo ha pensado tanto que, en lugar de tener marido, ha tenido un hijo.
    —A lo mejor —accedió Kostia, ya completamente convencido—, pero eso no me lo
    habías dicho antes, yo no podía saberlo.
    —Bueno, pequeños —dijo Kolia, entrando en el cuarto y acercándose a ellos—, ¡ya
    veo que sois gente peligrosa!
    —¿Está Perezvón con usted? —Kostia esbozó una gran sonrisa y empezó a
    chasquear los dedos y a llamar al perro.
    —Polluelos, estoy en un apuro —empezó Krasotkin dándose aires— y vosotros
    tenéis que ayudarme; Agafia ha debido de romperse una pierna porque aún no ha
    aparecido, está clarísimo, y yo tengo que irme sin falta. ¿Dejáis que me retire?
    Los niños intercambiaron miradas de inquietud, sus caras sonrientes empezaron a
    expresar preocupación. Por lo demás, no habían entendido muy bien qué se esperaba
    de ellos.
    —Mientras no esté no vais a hacer travesuras, ¿verdad? No vais a subiros a un
    armario ni a romperos una pierna, ni os pondréis a llorar cuando estéis solos.
    El semblante de los niños expresaba una angustia terrible.
    —Y así yo podría enseñaros una cosita, el cañoncito de cobre, ese que dispara
    pólvora de verdad.
    Las caras de los niños se iluminaron al instante.
    —Enséñenos el cañoncito —dijo Kostia, radiante.
    Krasotkin metió la mano en su bolsa, sacó un cañoncito pequeño de cobre y lo dejó
    en la mesa.
    —¡Muy bien, ya os lo enseño!… Mira, con ruedas y todo —hizo rodar el juguete por
    la mesa—, y puede disparar. Se carga con perdigones y dispara.
    —Y ¿puede matar?
    —Puede matar a cualquiera, solo hay que apuntar. —Y Krasotkin les explicó al
    detalle dónde poner la pólvora, dónde introducir los perdigones, les mostró el
    pequeño orificio para el cebo y les contó que tenía retroceso. Los niños le escuchaban
    con gran curiosidad. Su imaginación se excitó sobre todo con la idea del retroceso.
    —¿Tiene usted pólvora? —preguntó Nastia.
    —Sí.
    —Enséñenos también la pólvora —pidió, alargando las palabras, con una sonrisa
    de súplica.
    Krasotkin volvió a rebuscar en la bolsa y sacó un frasquito pequeño lleno de
    pólvora auténtica, y en un papel doblado había unos pocos perdigones. Incluso les
    abrió el frasquito y se echó un poco de pólvora en la mano.
    —Aquí está, pero que no haya fuego cerca, porque, de haberlo, explotaría y nos
    mataría a todos —advirtió Krasotkin para impresionarlos.
    Los niños examinaban la pólvora con temor reverencial, lo que intensificaba el
    disfrute. Pero a Kostia le gustaron más los perdigones.
    —Y ¿los perdigones no arden?
    —No, los perdigones no arden.
    —Regáleme algunos —dijo con vocecita suplicante.
    —Te regalaré algunos, toma, pero no se los enseñes a tu madre hasta que yo
    vuelva, porque pensará que es pólvora y se morirá del susto, y a vosotros os sacudirá.
    —Mamá nunca nos pega con una vara —le hizo ver Nastia al instante.
    —Lo sé, solo lo he dicho para que quedara bonito. Y vosotros nunca mintáis a
    mamá, solo por esta vez, y hasta que yo vuelva. Entonces, polluelos, ¿puedo irme o
    no? ¿Vais a llorar de miedo sin mí?
    —Va-vamos… a llo… a llo-llorar… —gimoteaba Kostia, a punto de echarse a llorar.
    —Lloraremos, ¡claro que lloraremos! —confirmó asustada Nastia, hablando
    atropelladamente.
    —¡Ay, niños, niños, qué peligrosa es vuestra edad! No hay nada que hacer,
    cachorrillos, tendré que quedarme con vosotros a saber hasta cuándo. Y es la hora, es
    la hora, ¡uf!
    —Dígale a Perezvón que se haga el muerto —le pidió Kostia.
    —Qué se le va a hacer, habrá que recurrir a Perezvón. ¡Ici, Perezvón! —Y Kolia se
    puso a dar órdenes al perro y éste empezó a hacer todo lo que sabía. Era un perro
    peludo del tamaño de un chucho callejero corriente, con el pelo como lila grisáceo.
    Era tuerto del ojo derecho y tenía un tajo en la oreja izquierda, a saber por qué. Gañía
    y saltaba, se alzaba sobre las patas traseras, caminaba sobre ellas, se tumbaba con las
    cuatro patas hacia arriba y se quedaba inmóvil, como muerto. Mientras estaba
    haciendo este último truco se abrió la puerta y Agafia, la gruesa criada de la señora
    Krasótkina, una mujer de unos cuarenta años, con la cara picada, apareció en el
    umbral, volviendo del mercado con un cucurucho de papel lleno de provisiones. Se
    quedó quieta y, sujetando el cucurucho con la mano izquierda, se puso a mirar al
    perro. Kolia, a pesar de lo que había esperado a Agafia, no interrumpió la
    representación, aguantó el tiempo preciso a Perezvón y, finalmente, le silbó: el perro
    se levantó rápidamente y empezó a saltar de alegría por haber cumplido su deber.
    —Caramba con el perro —dijo Agafia en tono sentencioso.
    —Y tú, mujer, ¿cómo llegas tan tarde? —preguntó Krasotkin, amenazante.
    —Mujer, ¡valiente mocoso!
    —¿Mocoso?
    —Sí, mocoso. Mucho te importará a ti si llego tarde; y, si llego tarde, es porque me
    ha hecho falta —farfulló Agafia, que se afanaba ya junto a la estufa, pero su voz no
    sonaba disgustada o enfadada, sino, por el contrario, muy satisfecha, como si se
    alegrara de tener ocasión de bromear con el jovial señorito.
    —Escucha, vieja frívola —empezó Krasotkin levantándose del diván—, ¿puedes
    jurarme por todo lo sagrado de este mundo, y por algo más, que vas a vigilar
    incansablemente a los polluelos en mi ausencia? Tengo que salir.
    —Y ¿por qué iba yo a jurarte nada? —se reía Agafia—. De todos modos los iba a
    vigilar.
    —No, tienes que jurar por la salvación eterna de tu alma. Si no, no me iré.
    —Pues no te vayas. A mí qué más me da, en la calle hace muchísimo frío, quédate
    en casa.
    —Polluelos —Kolia se dirigió a los niños—, esta mujer se quedará con vosotros
    hasta que yo llegue o hasta que llegue vuestra madre, porque ella también tendría que
    haber vuelto hace mucho. Y, sobre todo, os dará algo de comer. ¿Lo harás, Agafia?
    —Es posible.
    —Hasta luego, cachorrillos, me voy con el corazón tranquilo. Y tú, abuela —dijo a
    media voz y con gravedad al pasar junto a Agafia—, espero que no empieces a contar
    tus absurdas mentiras de siempre sobre Katerina, ten piedad de la edad infantil. ¡Ici,
    Perezvón!
    —¡No quiero ni verte! —le gruñó Agafia, esta vez ya enfadada—. ¡Será ridículo!
    Habría que sacudirle por hablar así.







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    Mensaje por Maria Lua Dom 17 Nov 2024, 10:44

    ***

    III. El escolar



    Pero Kolia ya no la oía. Por fin podía marcharse. Al salir a la calle, miró a su alrededor,
    se encogió de hombros y, diciendo: «¡Mucho frío, bah!», bajó todo recto por la calle y
    después torció a la derecha por una calleja hacia la plaza del mercado. Al llegar a la
    última casa antes de la plaza, se detuvo junto al portalón, se sacó del bolsillo un silbato
    y silbó con todas sus fuerzas, como haciendo una señal convenida. No tuvo que
    esperar ni un minuto, de pronto salió corriendo por la cancela un chico de mejillas
    coloradas, de unos once años, vestido también con un abriguito grueso, limpio y hasta
    elegante. Era Smúrov, que estaba en el curso preparatorio —Kolia Krasotkin estaba
    dos cursos por encima—, hijo de un funcionario acomodado y al que, por lo visto, sus
    padres no permitían juntarse con Krasotkin, con esa fama suya de pillo temerario, así
    que era evidente que Smúrov había salido a escondidas. Este Smúrov era, por si lo ha
    olvidado el lector, uno de los del grupo de muchachos que dos meses antes había
    estado tirándole piedras por encima de una zanja a Iliusha, sobre el cual habló luego a
    Aliosha Karamázov.
    —Llevo esperándole una hora, Krasotkin —dijo Smúrov con aire resuelto, y los
    chicos echaron a andar hacia la plaza.
    —Me han entretenido —respondió Krasotkin—. Las circunstancias. ¿No van a
    sacudirte por estar conmigo?
    —Bueno, ya basta, ¿cuándo me han sacudido a mí? ¿Viene también Perezvón?
    —Sí, ¡también viene!
    —Y ¿también lo lleva allí?
    —Sí, también lo llevo.
    —Ay, ojalá estuviera Zhuchka.
    —Eso es imposible. Zhuchka no existe. Zhuchka desapareció en las tinieblas de lo
    desconocido.
    —Ay, ¿y no podríamos…? —Smúrov se interrumpió de repente—. Iliusha dice que
    Zhuchka también era peludo y que también era gris como el humo, igual que
    Perezvón, ¿no podemos decirle que éste es Zhuchka? A lo mejor se lo cree.
    —Desprecia la mentira, escolar, lo primero; aunque sea por una buena obra, lo
    segundo. Y, lo más importante, espero que no hayas dicho nada de que voy.
    —Dios me libre, yo sé lo que me hago. Pero a él no vas a consolarlo con Perezvón
    —suspiró Smúrov—. ¿Sabes una cosa? Su padre, el capitán, el del estropajo, nos ha
    dicho que hoy le va a llevar un cachorrito, un mediolano auténtico de morro negro;
    cree que así va a consolar a Iliusha, pero yo no lo veo así.
    —Y ¿cómo está él, Iliusha?
    —¡Ay, mal, mal! Creo que tiene tisis. Está consciente, pero respira así así, no respira
    nada bien. El otro día pidió dar un paseo, le pusieron las botas, echó a andar y se
    cayó. «¡Ay! —dijo—. Ya te había dicho, papá, que estas botas mías son malas, que
    están viejas, antes también me costaba andar con ellas.» Eso es lo que él se cree, que
    se cayó por culpa de las botas, pero fue porque está débil. No sobrevivirá una semana.
    Lo está tratando Herzenstube. Otra vez son ricos, tienen mucho dinero.
    —Sinvergüenzas.
    —¿Quiénes?
    —Los médicos, toda esa canalla médica, hablando en general y, naturalmente, en
    particular. Rechazo la medicina. Es una institución inútil. De todos modos, voy a
    investigar todo eso. Y ¿qué es ese sentimentalismo que os ha entrado a todos? Tengo
    entendido que vais todos los de la clase a verlo.
    —Todos no, cada día vamos unos diez de nosotros. No tiene importancia.
    —Me sorprende el papel de Alekséi Karamázov en todo esto: mañana o pasado
    mañana van a juzgar a su hermano por semejante crimen, y él todavía tiene tiempo
    para estas sensiblerías de críos.
    —Aquí no hay ninguna sensiblería. Tú mismo vas a hacer las paces con Iliusha.
    —¿Hacer las paces? Qué expresión más ridícula. Por cierto que no permito que
    nadie analice mi proceder.
    —¡Y lo que se va a alegrar Iliusha cuando te vea! Ni se imagina que vienes. ¿Por
    qué has tardado tanto? —exclamó Smúrov con ardor.
    —Querido niño, eso es asunto mío, no tuyo. Yo voy por iniciativa propia, porque
    ésa es mi voluntad, y a todos vosotros os ha arrastrado Alekséi Karamázov, hay una
    diferencia. Además, ¿cómo lo sabes? Puede que no vaya a hacer las paces. Qué
    expresión más tonta.
    —No ha sido Karamázov, en absoluto ha sido él. Simplemente algunos empezamos
    a ir por allí por nuestra cuenta, al principio con Karamázov, desde luego. Pero no ha
    habido nada de eso, ninguna de esas tonterías. Primero fue uno, luego otro. Su padre
    se ponía muy contento al vernos. ¿Sabes?, se va a volver loco si Iliusha se muere. Ve
    que se va a morir. Y por eso se alegra de que hayamos hecho las paces con Iliusha.
    Iliusha ha preguntado por ti, y no ha dicho nada más. Solo pregunta y luego se calla. Y
    su padre se va a volver loco o se va a colgar. Ya antes no tenía un comportamiento
    muy normal. ¿Sabes?, es un hombre noble, lo de entonces fue un error. Ese parricida
    tiene la culpa de todo, por pegarle.
    —Aun así, Karamázov es un misterio para mí. Podía haberlo conocido hace mucho,
    pero en ciertos casos me gusta ser orgulloso. Además, me he formado cierta opinión
    de él que todavía tengo que confirmar y esclarecer.
    Kolia se calló, muy serio. También Smúrov. Éste, naturalmente, veneraba a Kolia
    Krasotkin y no se atrevía ni a pensar en compararse con él. En ese momento tenía
    mucha curiosidad, porque Kolia había aclarado que iba «por iniciativa propia», de
    modo que tenía que haber algún misterio en el hecho de que de repente se le hubiera
    ocurrido ir justamente ese día. Caminaban por la plaza del mercado, donde esta vez
    había muchos carros venidos de fuera y muchas aves a la venta. Bajo los tejadillos,
    mujeres de la ciudad vendían roscas de pan, hilos y demás. En nuestra ciudad, a estas
    reuniones dominicales las llaman ingenuamente ferias, y hay un montón de ferias así a
    lo largo del año. Perezvón se lo estaba pasando en grande, corriendo y desviándose a
    derecha e izquierda para olfatear cualquier cosa. Cuando se encontraba con otros
    perros, los olisqueaba con singulares ganas, siguiendo todas las reglas perrunas.
    —Me gusta observar el realismo, Smúrov —dijo Kolia de repente—. ¿Te has fijado
    en cómo se saludan y olisquean los perros? Es como una ley común de su naturaleza.
    —Sí, es gracioso.
    —No es gracioso, en eso te equivocas. En la naturaleza no hay nada gracioso, por
    mucho que se lo parezca al hombre con sus prejuicios. Si los perros pudiesen razonar y
    criticar, seguramente encontrarían tantas cosas graciosas para ellos, cuando no
    bastantes más, en las relaciones sociales de las personas, de sus amos… cuando no
    bastantes más, y lo repito porque estoy convencido de que nosotros hacemos
    bastantes más tonterías. Ésta es una idea de Rakitin, una idea admirable. Yo soy
    socialista, Smúrov.
    —¿Qué es eso de socialista? —preguntó Smúrov.
    —Eso es que todos somos iguales, la propiedad es de todos en común, no hay
    matrimonios, y cada uno tiene la religión y todas las leyes que le parecen bien, y así
    con todo. Tú aún eres pequeño para esto, es pronto para ti. Hace frío, por cierto.
    —Sí, doce grados. Hace nada mi padre ha mirado el termómetro.
    —Y ¿te has dado cuenta, Smúrov, de que en pleno invierno, con quince e incluso
    con dieciocho grados, parece que no hace tanto frío como por ejemplo ahora, a
    principios, cuando cae una helada de repente, sin avisar, y bajamos hasta los doce
    grados, como ahora, que todavía hay poca nieve? Eso quiere decir que la gente aún
    no se ha acostumbrado. Para la gente todo es cuestión de costumbre, todo, incluso las
    relaciones políticas y estatales. La costumbre es su principal motor. Qué tipo tan
    gracioso, por cierto.



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    Mensaje por Maria Lua Dom 17 Nov 2024, 10:46

    ***


    gracioso, por cierto.
    Kolia señalaba a un campesino alto con una zamarra larga de piel de oveja, de
    rostro bondadoso, que estaba al lado de su carreta dando palmadas para combatir el
    frío, con las manos enfundadas en manoplas. Su larga barba castaña estaba toda
    cubierta de escarcha.
    —¡Al campesino se le ha congelado la barba! —gritó Kolia con descaro al pasar por
    delante.
    —A muchos se les ha congelado —le respondió tranquila y sentenciosamente el
    campesino.
    —No lo provoques —dijo Smúrov.
    —No pasa nada, no va a enfadarse, es buena persona. Adiós, Matvéi.
    —Adiós.
    —¿De veras te llamas Matvéi?
    —Sí, ¿no lo sabías?
    —No, lo he dicho al azar.
    —Mira tú qué cosas. Sois escolares, claro.
    —Sí.
    —¿Y qué? ¿Te sacuden bien?
    —No mucho, a veces.
    —¿Duele?
    —Pues ¡claro!
    —¡Ay, qué vida ésta! —suspiró el aldeano de todo corazón.
    —Adiós, Matvéi.
    —Adiós. Eres un buen chico, ya lo sabes.
    Los chicos continuaron su camino.
    —Es un buen hombre —le dijo Kolia a Smúrov—. Me gusta hablar con el pueblo y
    siempre me alegra hacerle justicia.
    —¿Por qué le has mentido con lo de que nos pegan? —preguntó Smúrov.
    —Había que consolarlo.
    —Y ¿cómo?
    —Mira, Smúrov, no me gusta que me hagan tantas preguntas cuando no se
    entienden las cosas a la primera. Hay cosas que no se pueden explicar. Ese aldeano
    piensa que a los escolares les pegan y que ha de ser así: ¿qué clase de escolar es uno
    al que no pegan? Y, si yo le digo que no nos pegan, se quedará triste. Pero, bueno, tú
    no lo entiendes. Hay que saber hablar con el pueblo.
    —Pero no los provoques, por favor, o tendremos otra historia como la de aquel
    ganso.
    —¿Es que tienes miedo?
    —No te rías, Kolia, claro que tengo miedo, por Dios. Mi padre se enfadará
    muchísimo. Tengo terminantemente prohibido juntarme contigo.
    —No te preocupes, esta vez no va a pasar nada. Hola, Natasha —le gritó a una de
    las vendedoras de los tejadillos.
    —Pero ¿qué dices de Natasha? Soy Maria —le respondió a voces la vendedora, una
    mujer nada vieja.
    —Qué bien que seas Maria, ¡adiós!
    —Anda, diablillo, si no levantas un palmo del suelo.
    —No tengo tiempo, no tengo tiempo ahora para ocuparme de ti, ya me lo cuentas
    el próximo domingo. —Kolia hizo un gesto desdeñoso con la mano, como si fuera la
    mujer quien lo había importunado y no al revés.
    —¿Cómo que ya te lo cuento el domingo? Has empezado tú, no yo, mal bicho —se
    desgañitaba Maria—, deberían darte una buena tunda, menudo deslenguado.
    Se empezaron a oír risas entre las vendedoras de los puestecitos próximos al de
    Maria. De repente, y sin venir a cuento, de la galería donde estaban los puestos
    municipales salió un hombre muy enojado; parecía un tendero, pero no era un
    vendedor de la ciudad, sino uno de fuera; vestía un caftán azul de faldón largo y gorra
    de visera, era joven, con rizos castaño oscuro y cara alargada, pálida, un poco picada.
    Era presa de una agitación estúpida y al momento empezó a amenazar a Kolia con el
    puño.
    —¡Sé quién eres! —exclamaba enojado—. ¡Sé quién eres!
    Kolia se quedó mirándolo fijamente. No podía recordar si había tenido alguna
    pelea con ese hombre. No eran pocas las peleas que había tenido en la calle, era
    imposible recordarlas todas.
    —¿Lo sabes? —le preguntó irónico.
    —¡Sé quién eres! ¡Sé quién eres! —insistía como un tonto el comerciante.
    —Mejor para ti. Bueno, no tengo tiempo, ¡adiós!
    —¿Ya estás con tus diabluras? —empezó a gritar el comerciante—. ¿Otra vez con
    tus diabluras? ¡Te conozco! ¿Otra vez con tus diabluras?
    —Ahora, hermano, no es asunto tuyo si yo hago o no hago diabluras —dijo Kolia,
    deteniéndose y sin dejar de mirarlo.
    —¿Cómo que no es asunto mío?
    —No, no lo es.
    —¿Y de quién, eh? ¿De quién? Vamos, ¿de quién es?
    —Hermano, ahora es asunto de Trifon Nikítich, y no tuyo.
    —¿Qué Trifon Nikítich? —El joven se quedó mirando a Kolia con una estúpida
    expresión de sorpresa, aunque todavía alterado. Kolia, muy serio, lo midió con la
    mirada.
    —¿Has ido a la Ascensión? —le preguntó de repente, severo y resuelto.
    —¿A qué Ascensión? ¿Para qué? No, no he ido. —El joven empezaba a
    desconcertarse.
    —¿Conoces a Sabanéiev? —continuó Kolia, aún más severo y resuelto.
    —¿Qué Sabanéiev? No, no lo conozco.
    —¡Vete al diablo, entonces! —cortó de repente el muchacho y, girando a la
    derecha con brusquedad, siguió rápidamente su camino como si despreciara hablar
    con alguien tan bruto que ni siquiera conocía a Sabanéie



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    Mensaje por Maria Lua Ayer a las 20:01

    ***
    ¡Oye, espera! ¿Quién es ese Sabanéiev? —El joven reaccionó, empezaba a
    alterarse de nuevo—. ¿De quién está hablando? —se dirigió a las vendedoras
    mirándolas con aire estúpido.
    Las mujeres rompieron a reír.
    —Un chiquillo retorcido —dijo una.
    —Pero ¿quién es ese Sabanéiev, quién? —repetía frenético el joven, agitando la
    mano derecha.
    —Ah, debe de ser el Sabanéiev que sirvió en casa de los Kuzmichov, sí, ése debe
    de ser —aventuró una de las mujeres.
    El joven la miró con expresión salvaje.
    —¿De los Kuzmichov? —repitió otra mujer—. Pero ése no es Trifon. Ése se llama
    Kuzmá, no Trifon, y el chaval ha dicho Trifon Nikítich, así que no es él.
    —Mira, no es ni Trifon ni Sabanéiev, es Chizhov —apuntó de pronto una tercera
    que hasta entonces había estado escuchando en silencio, pero atenta—, Alekséi
    Iványch se llama. Alekséi Ivánovich Chizhov.
    —Ése es, sí, Chizhov —confirmó una cuarta.
    El perplejo joven miraba ahora a la una, ahora a la otra.
    —Pero, buenas mujeres, ¿para qué me lo ha preguntado, para qué? —exclamaba
    ya casi con desesperación—. «¿Conoces a Sabanéiev?» ¡A saber quién demonios es
    ese Sabanéiev!
    —Pero ¡serás torpe! ¿No te están diciendo que no es Sabanéiev, sino Chizhov,
    Alekséi Ivánovich Chizhov? ¡Ése es! —le dijo, con un grito imponente, una de las
    vendedoras.
    —¿Qué Chizhov? ¿Quién es? Dímelo si lo sabes.
    —Uno alto, que estaba siempre moqueando; tuvo un puesto en el mercado el año
    pasado.
    —Pero, buenas mujeres, ¿para qué diantres necesito yo a ese Chizhov?
    —Y ¿cómo quieres que sepa para qué necesitas tú a Chizhov?
    —Aquí nadie sabe para qué —intervino otra mujer—; tú sabrás para qué lo
    necesitas, ya que armas tanto escándalo. Además, te lo ha dicho a ti, no a nosotras;
    ¡serás bobo! Pero ¿de verdad no lo conoces?
    —¿A quién?
    —A Chizhov.
    —¡Al diablo con vuestro Chizhov, y tú con él! Voy a darle una buena tunda, eso es
    lo que voy a hacer. ¡Se ha burlado de mí!
    —¿Vas a darle una tunda a Chizhov? ¡Te la dará él a ti! ¡Menudo bobo!
    —No, no, a Chizhov no; ¡qué mujer más mala y más dañina! A ese chico se la voy a
    dar, ya verás. Traédmelo, traédmelo aquí, ¡se ha burlado de mí!
    Las mujeres reían a carcajadas. Pero Kolia ya estaba lejos, andando a buen paso
    con rostro victorioso. Smúrov iba a su lado, de vez en cuando se volvía a mirar al grupo
    que gritaba a lo lejos. Él también se había divertido de lo lindo, aunque todavía temía
    que Kolia pudiera meterse en otro lío.
    —¿Por qué Sabanéiev le has preguntado? —le dijo a Kolia, presintiendo la
    respuesta.
    —¡Yo qué sé! Ahora estarán dando voces hasta la tarde. Me gusta sacudir a los
    tontos de todas las capas de la sociedad. Mira, ahí tenemos a otro bruto, ese aldeano.
    Fíjate, dicen que «no hay nada más tonto que un francés tonto», pero también la
    fisonomía rusa revela muchas cosas. O ¿es que ese campesino no lleva escrito en la
    cara que es un idiota, eh?
    —Déjalo tranquilo, Kolia, pasemos de largo.
    —Por nada del mundo lo dejo, ahora que he empezado. ¡Eh, buenos días,
    campesino!
    El robusto aldeano que pasaba despacio a su lado y que, a todas luces, ya había
    bebido, de cara redonda y simplona y barba canosa, levantó la cabeza y miró al chico.
    —Buenos días, si no estás de broma —le respondió sin prisas.
    —¿Y si estoy de broma? —Kolia se echó a reír.
    —Pues si estás de broma, estás de broma, ve con Dios. No pasa nada, bien puede
    ser. Siempre es posible estar de broma.
    —Discúlpame, hermano, estaba de broma.
    —Bueno, Dios te perdonará.
    —¿Y tú me perdonas?
    —No sabes cuánto te perdono. Y ahora vete.
    —Hay que ver, parece que eres un campesino inteligente.
    —Más inteligente que tú —respondió el aldeano de forma inesperada, pero igual
    de serio.
    —No creo. —Kolia se quedó un tanto perplejo.
    —Te digo la verdad.
    —Es muy posible.
    —Claro que sí, hermano.
    —Adiós, buen hombre.
    —Adiós.
    —Hay aldeanos y aldeanos —le comentó Kolia a Smúrov tras un momento de
    silencio—. ¿Cómo podía saber que iba a dar con uno tan listo? Siempre estoy
    dispuesto a admitir la inteligencia en el pueblo.
    Lejos, el reloj de la catedral dio las once y media. Los muchachos se apresuraron y
    el resto del camino, aún largo, que les quedaba hasta la casa del capitán asistente lo
    hicieron deprisa y casi sin hablar. A veinte pasos de la casa, Kolia se detuvo y le ordenó
    a Smúrov que se adelantara y le dijera a Karamázov que saliera.
    —Hay que olfatearse previamente —le dijo.
    —Pero ¿para qué quieres que salga? —Smúrov empezó a poner objeciones—.
    Entra y ya está, se alegrarán mucho de verte. ¿Qué es eso de conocerse aquí fuera con
    tanto frío?
    —Yo sé bien para qué necesito que sea aquí, con el frío —le interrumpió despótico
    Kolia (le encantaba hacer esto con los «pequeños») y Smúrov corrió a cumplir con lo
    ordenado.






    IV. Zhuchka





    Con semblante serio, Kolia se apoyó en la valla y se dispuso a esperar la llegada de
    Aliosha. Sí, hacía tiempo que quería conocerlo. Había oído hablar muchísimo de él a
    los chicos, pero hasta ahora siempre había mostrado un aire de indiferencia despectiva
    cada vez que le hablaban de Aliosha, e incluso lo «criticaba» mientras oía lo que le
    contaban. Pero en su fuero interno tenía muchas, muchas ganas de conocerlo: había
    algo simpático y atrayente en todos los relatos que había oído sobre Aliosha. Así que
    aquél era un momento importante; en primer lugar, tenía que mostrar su mejor cara,
    demostrar independencia: «Si no pensará que tengo trece años y me tomará por un
    chiquillo más. Pero ¿qué verá él en esos chiquillos? Se lo preguntaré cuando nos
    hayamos conocido. Pero qué rabia ser tan bajo de estatura. Túzikov es más joven que
    yo, y me saca media cabeza. De todos modos, tengo cara inteligente; no soy guapo, lo
    sé, tengo una cara desagradable, aunque inteligente. Tampoco conviene ser
    demasiado expansivo, porque, como empiece con los abrazos, va a creerse… ¡Fu, vaya
    un asco como se piense…!».
    Así de inquieto estaba Kolia mientras intentaba con todas sus fuerzas aparentar
    independencia. Lo que más lo atormentaba era su estatura, no tanto su cara
    «desagradable» como su estatura. En su casa, en un rincón, había una señal de lápiz en
    la pared hecha el año anterior, con la que había marcado su altura; desde entonces
    cada dos meses volvía a medirse nervioso: ¿cuánto había crecido? Pero ¡ay!, había
    crecido poquísimo, lo que a veces le causaba verdadera desesperación. En cuanto a su
    cara, en absoluto era «desagradable», al contrario, era bastante agraciada, blanca,
    pálida, con pecas. Sus ojos grises, pequeños pero vivos, miraban con valentía y a
    menudo brillaban emocionados. Tenía los pómulos un poco anchos, los labios
    pequeños, no muy gruesos pero muy rojos; la nariz pequeña y resueltamente
    respingona: «¡Completamente chata! ¡Completamente chata!», farfullaba para sí Kolia
    cuando se miraba al espejo, y siempre se apartaba de él indignado. «¿De verdad
    tengo cara inteligente?», dudaba a veces. Por lo demás, no se debe suponer que la
    preocupación por su cara y su altura absorbiera toda su alma. Al contrario, por muy
    hirientes que fueran esos minutos frente al espejo, se olvidaba de ellos rápidamente y
    por mucho tiempo, «totalmente entregado a las ideas y a la vida real», como él mismo
    definía sus actividades.
    Aliosha apareció enseguida y se acercó a Kolia a toda prisa; ya a pocos pasos éste
    pudo ver que la cara de Aliosha era de completa alegría. «¿Será posible que se alegre
    tanto de verme?», pensó encantado. Señalaremos aquí, por cierto, que Aliosha había
    cambiado mucho desde el momento en que lo dejamos: se había quitado el hábito y
    ahora llevaba una levita de impecable hechura, un sombrero blando redondo y el pelo
    muy corto. Todo esto le favorecía mucho y se le veía muy guapo. Su encantadora cara
    estaba siempre alegre, pero era una alegría serena y tranquila. Para sorpresa de Kolia,
    Aliosha salió a verlo tal y como estaba dentro de la casa, sin abrigo; era evidente que
    había salido a toda prisa. Le tendió la mano a Kolia.
    —Por fin está aquí, cuánto le hemos esperado todos.
    —Tenía mis motivos y ahora los sabrá. En cualquier caso, me alegro de conocerle.
    Hacía tiempo que esperaba este momento, he oído hablar mucho de usted —
    balbuceó Kolia sofocándose un poco.
    —Nos habríamos conocido de todas formas, yo también he oído hablar de usted,
    pero lo que es aquí se ha hecho esperar.
    —Dígame, ¿cómo está?
    —Iliusha está muy mal, morirá irremediablemente.
    —¡Qué me dice! Estará de acuerdo conmigo, Karamázov, en que la medicina es
    una bajeza —exclamó Kolia con pasión.
    —Iliusha le nombra a menudo, muy a menudo, incluso en sueños, ¿sabe?, cuando
    delira. Está claro que antes le quería mucho… antes del incidente… con el
    cortaplumas. Tiene que haber algún otro motivo… Dígame, ¿ese perro es suyo?
    —Sí, Perezvón.
    —¿No será Zhuchka? —Aliosha miró con pena a Kolia a los ojos—. Entonces, ¿ése
    ha desaparecido?







    552
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