Aires de Libertad

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     DOSTOYEVSKI - Página 34 Empty Re: DOSTOYEVSKI

    Mensaje por Maria Lua Ayer a las 09:16

    ***

    —No, por todos, tú solo por todos, ahora, en este momento, aquí en el camino,
    ¿me perdonas en nombre de todos? ¡Habla, alma cándida!
    —¡Ay! Da miedo llevarle, señor, dice unas cosas tan raras…
    Pero Mitia ya no le oía. Alterado, se puso a rezar y susurraba para sí frenéticamente:
    —Señor, acógeme con todas mi faltas, pero no me juzgues. Déjame entrar sin tu
    juicio… No me juzgues porque ya me he condenado yo, no me juzgues porque te
    amo, Señor. Soy un hombre abyecto, pero te amo: me enviarás al infierno, pero
    también allí te amaré y desde allí gritaré que te amo por los siglos de los siglos… Pero
    déjame amar hasta el final… aquí y ahora, amar hasta el final, solo cinco horas hasta
    que salga tu cálido rayo… Pues amo a la reina de mi alma. La amo y no puedo dejar
    de amarla. Tú, Señor, me ves todo entero. Cuando llegue al galope, caeré a sus pies:
    «Has hecho bien al pasar de largo… Adiós y olvida a tu víctima, ¡no te inquietes
    nunca!».
    —¡Mókroie! —gritó Andréi señalando al frente con el látigo.
    A través de la pálida oscuridad de la noche surgió una masa negra y sólida de
    edificios que se extendían por una superficie enorme. En la aldea de Mókroie había
    unas dos mil almas, pero a esa hora ya todos dormían y solo en algunos puntos
    fulguraban todavía unas pocas luces.
    —Más rápido, Andréi, más rápido, ¡ya llego! —exclamó Mitia como enfebrecido.
    —¡No duermen! —dijo Andréi señalando con el látigo la posada de los Plastúnov,
    situada justo en la entrada de la aldea y donde brillaba luz en las seis ventanas que
    daban a la calle.
    —¡No duermen! —repitió feliz Mitia—. Que resuene, Andréi, vamos, al galope, que
    tintinee, que chirríe con el galope. ¡Que todos sepan que he llegado! ¡Ya llego! ¡Aquí
    estoy! —exclamaba con frenesí.
    Andréi lanzó al galope la troika extenuada y efectivamente se acercó chirriando
    hasta un porche de techos altos, donde detuvo a los caballos sudorosos y medio
    asfixiados. Mitia saltó de la telega. El dueño de la posada, que a decir verdad ya se iba
    a dormir, había sentido curiosidad y se asomó desde el porche para ver quién se
    acercaba al galope.
    —Trifon Borísych, ¿eres tú?
    El posadero se inclinó, observó atentamente, bajó a toda prisa del porche y saludó
    al huésped con obsequioso entusiasmo.
    —¡Bátiushka, Dmitri Fiódorych! ¡Volvemos a verle!
    Este Trifon Borísych era un aldeano robusto y sano de estatura mediana, cara más
    bien regordeta, de aspecto severo e implacable, sobre todo con sus paisanos, pero
    que tenía el don de adoptar rápidamente una expresión de lo más obsequiosa cuando
    le parecía que podía obtener beneficio. Vestía a la rusa, con camisa de cuello oblicuo y
    poddiovka, tenía una cantidad de dinero considerable, pero soñaba sin cesar con una
    posición de mayor relevancia. Tenía en sus garras a más de la mitad de los aldeanos,
    todos los que lo rodeaban estaban en deuda con él. Arrendaba tierras de los
    terratenientes y también se las compraba, y los campesinos le labraban estas tierras en
    pago de una deuda de la que nunca podían librarse. Era viudo y tenía cuatro hijas
    mayores. Una ya era viuda, vivía en su casa con dos niños de corta edad, sus nietos, y
    trabajaba para él a jornal. La segunda hija era una mujerona casada con un funcionario,
    un escribano que había hecho carrera, y en la pared de uno de los cuartos de la
    posada podía verse, entre las fotografías familiares, una de tamaño minúsculo de este
    funcionario con guerrera de gala y las hombreras de su grado. Las dos hijas pequeñas,
    en los días de fiesta en la parroquia o cuando iban de visita, se ponían vestidos azules
    y verdes confeccionados a la última moda, ceñidos por detrás y con cola de un arshín,
    pero a la mañana siguiente, como cualquier otro día, se levantaban al alba y con
    escobas de abedul barrían las habitaciones, sacaban el agua de fregar y recogían la
    basura de los hospedados. A pesar de los miles de rublos que ya había acumulado, a
    Trifon Borísych le gustaba desangrar a los huéspedes juerguistas y, recordando que no
    hacía ni un mes había hecho, en un solo día, bastante más de doscientos rublos, si no
    trescientos, a costa de Dmitri Fiódorovich gracias a su juerga con Grúshenka, lo recibió
    con alegría y presteza, pues, s










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     DOSTOYEVSKI - Página 34 Empty Re: DOSTOYEVSKI

    Mensaje por Maria Lua Ayer a las 09:18

    ***



    s. A pesar de los miles de rublos que ya había acumulado, a
    Trifon Borísych le gustaba desangrar a los huéspedes juerguistas y, recordando que no
    hacía ni un mes había hecho, en un solo día, bastante más de doscientos rublos, si no
    trescientos, a costa de Dmitri Fiódorovich gracias a su juerga con Grúshenka, lo recibió
    con alegría y presteza, pues, solo por la manera en que Mitia se acercó al porche,
    olfateaba de nuevo a su presa.
    —Bátiushka, Dmitri Fiódorovich, volvemos a encontrarnos.
    —Espera, Trifon Borísych —empezó Mitia—. Primero lo más importante: ¿dónde
    está ella?
    —¿Agrafiona Aleksándrovna? —El posadero lo entendió enseguida y fijó su mirada
    vigilante en el rostro de Mitia—. Sí, también está aquí.
    —¿Con quién? ¿Con quién?
    —Unos huéspedes de fuera… Uno es un funcionario, debe de ser polaco a juzgar
    por su habla; él fue quien envió caballos para traerla. El otro es un camarada suyo, o si
    no un compañero de camino, quién sabe; visten de paisano…
    —¿Qué, están de juerga? ¿Son ricos?
    —¡Nada de juergas! Es gente de poca monta, Dmitri Fiódorovich.
    —¿De poca monta? ¿Y los otros?
    —Son de la ciudad, dos señores… Regresaban de Cherni y se han quedado… Uno
    es joven, debe de ser pariente del señor Miúsov, pero he olvidado cómo se llama… Y
    al otro probablemente también lo conozca, el terrateniente Maksímov, dice que ha ido
    de peregrinación al monasterio que hay en su ciudad, viaja con ese pariente joven del
    señor Miúsov…
    —¿No hay nadie más?
    —Nadie más.
    431
    —Alto, no sigas, Trifon Borísych; ahora dime lo más importante: ¿ella qué hace?
    ¿Cómo está?
    —Pues hace poco que ha llegado y está con ellos.
    —¿Está alegre? ¿Se ríe?
    —No, me parece que no se ríe mucho… De hecho está muy aburrida, le ha estado
    peinando el pelo al joven.
    —¿Al polaco, al oficial?
    —Ése ni es joven ni es oficial; no, señor, a él no, a ese sobrino joven de Miúsov…
    pero se me ha olvidado el nombre.
    —¿Kalgánov?
    —Eso es, Kalgánov.
    —Bueno, ya veré yo. ¿Están jugando a las cartas?
    —Han jugado, pero ya lo han dejado, han tomado té, el funcionario ha pedido
    licores.
    —Espera, Trifon Borísych, espera, alma querida, ya veré yo. Ahora responde a lo
    más importante: ¿no hay cíngaros?
    —Últimamente no se sabe de ellos, Dmitri Fiódorovich, las autoridades los han
    echado, pero hay unos judíos en Rozhdéstvenskaia, tocan los címbalos y el violín;
    puedo mandar a buscarlos ahora mismo si hace falta. Seguro que vienen.
    —¡Manda a buscarlos! ¡Claro que sí, manda a buscarlos! —gritó Mitia—. Y puedes
    despertar a las mozas, como entonces, a Maria sobre todo, y a Stepánida también, y a
    Arina. ¡Doscientos rublos por el coro!
    —Por ese dinero despierto a toda la aldea, aunque estén todos roncando. Pero no
    sé yo si los aldeanos de aquí se merecen tanta generosidad, bátiushka Dmitri
    Fiódorovich, ni tampoco las mozas… ¡Gastar esa fortuna en esa gente tan ruin y
    grosera! A quién se le ocurre dar de fumar cigarros a nuestros aldeanos… ¡Así apestan
    esos rufianes! Y todas las mozas, todas, tienen piojos. Nada de pagar esa suma, voy a
    hacer que mis hijas se levanten gratis; acaban de acostarse, así que les doy una patada
    en la espalda y las pongo a cantar para ti. Mira que emborrachar a los aldeanos con
    champán, ¡ay!
    Trifon Borísych se lamentaba por lamentarse: él mismo había escondido media
    docena de botellas de champán y había cogido de debajo de la mesa un billete de
    cien rublos; lo había apretado en el puño y ahí se había quedado.
    —Trifon Borísych, me gasté entonces más de mil, ¿te acuerdas?
    —Se los gastó, querido Dmitri Fiódorovich, cómo no recordarlo, amigo, quizá nos
    dejara entonces tres mil.
    —Bien, pues he venido con lo mismo que entonces, mira.
    Y sacó el fajo de billetes y se lo puso en las mismas narices al posadero.



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    Mensaje por Maria Lua Ayer a las 09:20

    ***
    —Ahora escucha y entérate bien: dentro de una hora llegarán el vino, los entrantes,
    pasteles y bombones, que vaya todo arriba directamente. Esa caja que trae Andréi,
    también ahora mismo para arriba, que la abran y sirvan el champán. Y lo más
    importante, que vengan las mozas, las mozas, y que no falte Maria.
    Se volvió a la telega y sacó de debajo del asiento el estuche con las pistolas.
    —Haz las cuentas, Andréi. Aquí tienes quince rublos por la troika, y otros cincuenta
    para vodka… por tu buena disposición, por tu afecto… ¡Recuerda al señor Karamázov!
    —Tengo miedo, señor… —Andréi titubeaba—, le acepto cinco rublos de propina,
    ni uno más. Trifon Borísych es testigo. Y perdone las tonterías que digo…
    —¿A qué tienes miedo? —Mitia lo midió con la mirada—. Ya que es así, ¡vete al
    diablo! —le gritó lanzándole cinco rublos—. Ahora, Trifon Borísych, acompáñame sin
    hacer ruido y deja que eche un primer vistazo, pero sin que ellos me vean. ¿Dónde
    están, en la habitación azul?
    Trifon Borísych miró a Mitia con recelo, pero obediente, cumplió con lo ordenado:
    lo condujo al vestíbulo, luego entró él solo en la primera pieza, una sala grande que
    estaba al lado de la habitación que ocupaban los huéspedes, y sacó de allí una vela.
    Después hizo entrar a Mitia a hurtadillas y lo dejó en un rincón a oscuras, desde donde
    podía observar con total libertad al grupo sin ser visto. Pero Mitia no miró mucho
    tiempo ni pudo sopesar la situación: vio a Grúshenka y su corazón empezó a latir con
    fuerza, la vista se le nubló. Estaba a un lado de la mesa, en un sillón, y en un diván
    junto a ella estaba el joven y guapo Kalgánov. Ella le cogía la mano y parecía reírse,
    mientras que él, sin mirarla, decía algo en voz alta y como disgustado a Maksímov, que
    estaba sentado al otro lado de la mesa, enfrente de Grúshenka. Maksímov, en cambio,
    se reía mucho de algo. En el diván estaba sentado él, y cerca del diván, en una silla
    arrimada a la pared, otro desconocido. El que estaba en el diván se había arrellanado y
    fumaba en pipa, y Mitia tuvo la sensación de que ese hombre algo grueso y de cara
    ancha no debía de ser muy alto y de que estaba como enfadado por algo. Su
    camarada, el otro desconocido, le pareció extremadamente alto, pero no pudo
    distinguir nada más. Se le cortó la respiración. Y no fue capaz de aguantar ni un
    minuto, dejó el estuche en una cómoda y se dirigió directamente, sintiendo frío y con
    el corazón parado, al grupo de la habitación azul.





    VII. El anterior e indiscutible




    Mitia se acercó a la mesa con sus pasos largos y rápidos.
    —Señores —empezó en voz alta, casi gritando pero tartamudeando en cada
    palabra—, yo… ¡no pasa nada! No teman —exclamó—, yo… de verdad, no pasa nada
    —se volvió de repente hacia Grúshenka, que se había inclinado en el sillón hacia
    Kalgánov y le sujetaba con fuerza el brazo—. Yo… voy de viaje, me iré a primera hora.
    Señores, ¿puede este viajero de paso… quedarse con ustedes hasta que amanezca?
    Solo hasta que amanezca, por última vez, en esta misma habitación.
    Las últimas palabras se las dirigió al hombre grueso de la pipa. Éste se apartó la
    pipa de los labios dándose aires de importancia y dijo severo:
    —Panie, esto es un reunión privada. Hay otros cuartos.
    —Pero si es usted, Dmitri Fiódorovich, ¡qué cosas tiene! —intervino de pronto
    Kalgánov—. ¡Siéntese con nosotros! ¿Cómo está?
    —Saludos, querido amigo… e inestimable. Siempre le he respetado… —respondió
    Mitia alegre e impetuosamente, al tiempo que le tendía la mano por encima de la
    mesa





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    Mensaje por Maria Lua Ayer a las 09:21

    ***

    —¡Huy, cómo aprieta! Me ha roto los dedos. —Kalgánov se echó a reír.
    —Siempre la estrecha así, ¡siempre! —comentó divertida Grúshenka, aunque
    todavía con una sonrisa tímida. Al parecer, se había convencido, viendo el aspecto de
    Mitia, de que no venía buscando pelea, y lo miraba enormemente curiosa, aunque aún
    intranquila. Algo en él la había sorprendido sobremanera; además, jamás se habría
    esperado que en un momento así fuera capaz de irrumpir y hablar de esa manera.
    —Buenas noches —dijo con dulzura desde la izquierda el terrateniente Maksímov.
    Mitia se apresuró a responderle:
    —Buenas noches, pero si también usted está aquí, ¡cómo me alegro de verle!
    Señores, señores, yo… —de nuevo se dirigía al polaco de la pipa, tomándolo, al
    parecer, por la persona más importante de todos los presentes—. He venido volando.
    Quería pasar mi último día y mi última hora en esta habitación, en esta misma
    habitación… donde yo… adoré a… ¡mi reina!… ¡Perdone, panie! —gritó alterado—.
    He venido volando y he jurado… Oh, no tema, ¡es mi última noche! Bebamos, panie,
    por nuestro acuerdo amistoso. Ahora nos servirán vino… He traído esto… —de
    repente, por alguna razón, sacó el fajo de billetes—. ¡Con su permiso, panie! Quiero
    música, ruido, alboroto, todo igual que antes… Pero un reptil, un reptil inútil se arrastra
    por la tierra, y ¡pronto ya no estará! ¡Conmemoraré el día de mi alegría en mi última
    noche!…
    434
    Casi se ahoga. Quería decir muchas, muchísimas cosas, pero solo le salían extrañas
    exclamaciones. El polaco lo miraba sin moverse, miraba luego el fajo de billetes y a
    Grúshenka; estaba visiblemente perplejo.
    —Si mi królowa lo consiente… —empezó a decir.
    —¿Y eso de królowa? Será reina, ¿no? —le interrumpió Grúshenka—. Me hace
    gracia cómo hablan. Siéntate, Mitia, ¿de qué estás hablando? No nos asustes, por
    favor. ¿Verdad que no vas a asustarnos? Si no nos asustas, estaré muy contenta de
    verte…
    —¿Yo? ¿Asustar yo? —gritó de repente Mitia alzando los brazos—. Oh, pasad de
    largo, seguid, ¡no os molestaré!… —E, inesperadamente para todos, incluso para sí
    mismo, se desplomó en una silla y se echó a llorar a lágrima viva, con la cabeza contra
    la pared y rodeando con fuerza el respaldo de la silla, como si lo abrazara.
    —¡Hay que ver, hay que ver cómo eres! —exclamó Grúshenka en tono de
    reproche—. Igualito que cuando venía a verme; de pronto se pone a hablar, y yo que
    no entiendo nada. Ya una vez se echó a llorar así, y ahora lo mismo, ¡qué vergüenza! Y
    ¿por qué lloras? ¡Si aun tuvieras motivos para hacerlo! —añadió enigmática y
    marcando algo irritada sus palabras.
    —Yo… yo no estoy llorando… En fin, ¡buenas noches! —Inmediatamente se dio la
    vuelta y se echó a reír, pero no con aquella risa seca y abrupta, sino con una risa larga,
    inaudible, nerviosa y que lo hacía temblar.
    —Bueno, otra vez… ¡Anímate, anímate! —intentaba persuadirlo Grúshenka—. Estoy
    muy contenta de que hayas venido, muy contenta, Mitia, ¿me has oído que estoy muy
    contenta? Quiero que te quedes aquí con nosotros —hizo como que les hablaba a
    todos, en tono imperioso, aunque estaba claro que sus palabras iban dirigidas al del
    diván—. ¡Eso es lo que quiero! Y si él se va, pues yo también —añadió, con un brillo en
    los ojos.
    —¡Lo que mi reina desea es ley! —dijo el polaco besando galante la mano de
    Grúshenka—. Ruego al señor que se una a nuestro grupo —se dirigió afablemente a
    Mitia. Éste se puso en pie con la clara intención de largar una nueva tirada, pero le
    salió algo distinto.
    —¡Bebamos, panie! —soltó, por todo discurso. Todos se echaron a reír.
    —¡Ay, señor! Y yo que creía que quería hablar otra vez —exclamó Grúshenka
    nerviosa—. Mitia —añadió, insistente—, no vuelvas a saltar, pero lo de traer champán
    ha estado muy bien… Yo también voy a tomar un poco, no soporto los licores. Aunque
    lo mejor de todo es que hayas venido, estaba aburrida… Entonces, ¿has venido otra
    vez de juerga? Pero ¡guárdate el dinero en el bolsillo! ¿De dónde has sacado tanto?
    Mitia, que seguía apretando en la mano unos billetes arrugados en los que todos
    habían reparado, especialmente los polacos, se los guardó en el bolsillo presuroso,
    pero turbado. Se había puesto colorado. En ese momento el posadero trajo una
    bandeja con una botella de champán descorchada y vasos. Mitia cogió la botella, pero
    estaba tan desconcertado que se había olvidado de lo que tenía que hacer con ella.
    Kalgánov se la quitó y lo sirvió él.








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    Mensaje por Maria Lua Ayer a las 09:22

    ***

    —¡Otra más! ¡Otra botella! —gritó Mitia al posadero y, olvidando brindar con el
    pan, a quien había invitado a beber tan solemnemente por su acuerdo amistoso, vació
    de golpe su vaso, sin esperar a nadie. Su rostro cambió al instante. En lugar de la
    expresión solemne y trágica con la que había entrado, apareció en él una que tenía
    algo de infantil. Parecía haberse resignado y sometido a todo. Miraba a todos con
    timidez y alegría, a veces reía nervioso y con aire agradecido, como un perrillo
    culpable al que de nuevo acarician y dejan acercarse. Parecía haberse olvidado de
    todo y contemplaba a los presentes con admiración, sonriendo como un niño. Miró a
    Grúshenka sin parar de reír y acercó su silla justo hasta el sillón de ella. Poco a poco
    fue examinando a los dos panowie, aunque sin llegar a hacerse una idea clara de ellos.
    El polaco del diván le había sorprendido con su porte, su acento y, sobre todo, con la
    pipa. «No pasa nada, está bien que fume en pipa», se dijo Mitia. La cara un tanto
    abotargada de casi cuarenta años y una nariz pequeñita bajo la que se veían dos
    bigotitos finísimos y puntiagudos, teñidos y desafiantes, no despertó en él ni el más
    mínimo interés. Ni siquiera la infame peluquita, hecha en Siberia, con el pelo de las
    sienes peinado tontamente hacia delante, le sorprendió especialmente: «Si lleva
    peluca será que le hace falta», seguía observando beatíficamente. El otro pan, el que
    estaba junto a la pared, era más joven que el del diván y había estado observando a
    todo el grupo con insolencia y agresividad y había escuchado la conversación general
    con silencioso desdén; a Mitia le llamó la atención su enorme estatura, tremendamente
    desproporcionada respecto al polaco del diván. «Si se pone de pie, medirá unos once
    vershkí», pensó Mitia. Y también pensó que este pan alto era probablemente amigo y
    cómplice del pan del diván, algo así como su «guardaespaldas», y que el pequeño de
    la pipa mandaba sobre el grande. Y esto le pareció a Mitia magnífico e indiscutible.
    Había desaparecido en el perrillo todo resto de rivalidad. Seguía sin entender a
    Grúshenka y el tono enigmático de algunas de sus frases; solo había llegado a
    comprender, temblándole todo el corazón, que era cariñosa con él, que lo había
    «perdonado» y que lo había sentado a su lado. No cabía en sí de gozo viéndola tomar
    un vaso de champán. No obstante, le sorprendió el silencio repentino del grupo y fue
    deteniendo en todos, uno tras otro, sus ojos expectantes: «Pero ¿qué hacemos aquí
    sentados? ¿Por qué nadie se mueve, señores?», parecía decir su mirada sonriente.
    Rápidamente fijó la vista en Kalgánov y luego en Maksímov.
    —No para de contar embustes y nosotros nos reímos —empezó a decir Kalgánov,
    como si hubiera adivinado su pensamiento, señalando a Maksímov.
    —¿Embustes? —se echó a reír con su risa seca y abrupta, al tiempo que se le
    levantaba el ánimo—. ¡Ja, ja!
    436
    —Sí, figúrese, afirma que en los años veinte toda nuestra caballería se casó con
    polacas, pero es un disparate colosal, ¿no le parece?
    —¿Con polacas? —repitió Mitia definitivamente extasiado.
    Kalgánov comprendía muy bien la relación de Mitia con Grúshenka, había
    adivinado lo del polaco, pero eso no le interesaba demasiado, puede que no le
    interesara en absoluto, estaba bastante más interesado en Maksímov. Había llegado
    con Maksímov por casualidad y se había encontrado con los polacos en la posada, era
    la primera vez que los veía. A Grúshenka sí la conocía de antes, e incluso la había
    visitado en cierta ocasión con alguien más; entonces él no le había gustado. Pero aquí
    ella lo había mirado con dulzura, incluso lo había acariciado antes de que llegara Mitia,
    aunque él había respondido con indiferencia. Era un hombre joven de no más de
    veinte años, que vestía como un dandi, con una agradable carita blanca y un pelo
    castaño bonito y tupido. Y esa carita blanca tenía unos ojos azul claro encantadores
    con una expresión inteligente y, en ocasiones, profunda, que no era propia de su
    edad; con todo, este joven a veces hablaba y miraba igual que un niño, algo de lo que
    no se avergonzaba en absoluto y de lo que era consciente. En general era muy
    original, incluso caprichoso, aunque siempre afectuoso. En algunos momentos su
    expresión se volvía fija y obstinada: podía estar mirándolo, escuchándole a uno, pero
    mientras tanto él estaba pensando obstinadamente en sus cosas. A veces se le veía
    apático e indolente, otras veces le daba por agitarse, al parecer, por la causa más
    simple.
    —Figúrese, ya son cuatro días que lo llevo conmigo —continuó, alargando con
    pereza las palabras, pero sin ninguna afectación, de forma completamente natural—.
    Desde que su hermano lo sacó del coche de un empujón y él salió despedido, ¿se
    acuerda usted? Entonces me interesé por él y me lo llevé a la aldea, pero ahora no
    hace más que soltar embustes, así que da vergüenza estar con él. Lo llevo de vuelta…
    —Usted no ha visto a una pani polaca y mówi cosas que no pueden ser —le hizo
    ver a Maksímov el pan de la pipa











    435
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    Mensaje por Maria Lua Hoy a las 17:34

    ***

    Éste hablaba un ruso decente, al menos bastante mejor de lo que aparentaba. Las
    palabras rusas, si es que las empleaba, las desfiguraba pronunciándolas al modo
    polaco.
    —Pero si yo mismo estuve casado con una pani polaca, señor —respondió
    Maksímov entre risas nerviosas.
    —Pero ¿es que usted ha servido en la caballería? Porque estaba hablando de la
    caballería. ¿Así que es usted miembro de la caballería? —intervino Kalgánov.
    —Sí, seguro que es de la caballería… ¡Ja, ja! —exclamó Mitia, que estaba
    escuchando ansioso y rápidamente dirigía su mirada interrogante hacia el que tomaba
    la palabra, como si esperase oír Dios sabe qué.
    437
    —No, verá, señor —Maksímov se volvió hacia él—, yo, señor, me refería a que
    aquellas panienki… tan de buen ver… en cuanto bailaban una mazurca con uno de
    nuestros ulanos… en cuanto una de ellas bailaba la mazurca con él, se le subía de un
    salto a las rodillas como una gatita, como una gatita, señor… toda blanquita, señor… y
    el pan-ojciec y la pani-matka veían todo aquello y consentían… consentían, señor… y
    el ulano a la mañana siguiente iba y le pedía la mano… tal cual, señor… ¡le pedía la
    mano, ji, ji! —Maksímov concluyó con unas risitas nerviosas.
    —Pan —łajdak! —gruñó de pronto el polaco alto que estaba sentado en una silla y
    cruzó las piernas. Mitia solo pudo fijarse en la enorme bota engrasada con la suela
    gruesa y sucia. En general, la ropa de los dos polacos estaba bastante mugrienta.
    —¡Vaya, también łajdak! ¿Y por qué insulta? —Grúshenka se enfadó de repente.
    —Pani Agrypina, lo que ha visto el señor en las tierras polacas han sido mozas de
    aldea y no panie de la szlachta —le comentó a Grúshenka el polaco de la pipa.
    —Możesz na to rachować! —terció en tono despectivo el polaco alto, el que estaba
    sentado en la silla.
    —¡Ya estamos! ¡Deje hablar a la gente! Solo están hablando, ¿por qué se lo
    impide? Una se lo pasa bien con ellos. —Grúshenka enseñaba los dientes.
    —Yo no se lo impido, pani —replicó significativamente el de la peluca, dirigiendo
    una larga mirada a Grúshenka; a continuación, callando con aire de importancia,
    empezó otra vez a dar caladas a la pipa.
    —No, no, ahora el pan ha dicho la verdad —Kalgánov empezaba a irritarse, como si
    la discusión versara sobre Dios sabe qué—. Si no ha estado en Polonia, ¿cómo puede
    hablar de Polonia? Porque usted no se casó en Polonia, ¿a que no?
    —No, señor, en la provincia de Smolensk, señor. Pero es que un ulano ya se la
    había traído a ella, a mi futura esposa, señor, y a su pani-matka y a su tante, y a otra
    pariente con un hijo mayor, desde Polonia, desde la mismísima Polonia… y me la
    cedió. Era uno de nuestros tenientes, un hombre muy joven. Al principio quería casarse
    él mismo con ella, pero al final no se casó porque resultó que era coja…






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    Mensaje por Maria Lua Hoy a las 17:35

    ***

    —¿Se casó usted con una coja? —exclamó Kalgánov.
    —Con una coja, sí, señor. Entonces ambos me mintieron un poco y me lo
    ocultaron. Yo creía que ella daba saltitos… que siempre iba dando saltitos, y creía que
    era de alegría…
    —¿De alegría por casarse con usted? —gritó con voz sonora y algo infantil
    Kalgánov.
    —Sí, señor, de alegría. Y resultó que era por algo bien distinto. Después, una vez
    casados, la misma tarde de la ceremonia, me lo confesó y me pidió perdón con mucho
    sentimiento, me contó que de joven una vez fue a cruzar un charco de un salto y se
    lastimó la pierna, ¡ji, ji!.
    438
    Kalgánov rompió a reír como un niño y casi se cae en el diván. También se reía
    Grúshenka. Mitia estaba en la cima de la felicidad.
    —¿Sabe, sabe?, ahora ya está diciendo la verdad, ¡ahora sí que no miente! —
    exclamó Kalgánov, dirigiéndose a Mitia—. Y ¿sabe que estuvo casado dos veces? Está
    hablando de la primera mujer, la segunda se fugó y vive aún, ¿lo sabía?
    —¿De veras? —Rápidamente, Mitia se giró hacia Maksímov con una expresión de
    asombro en la cara.
    —Así es, señor, se fugó, ese disgusto me dio, señor —corroboró Maksímov con
    modestia—. Con un monsieur, pero lo más importante es que previamente había
    puesto toda mi aldea a su nombre. «Tú —me decía— eres un hombre instruido,
    siempre podrás ganarte el pan.» Y así me lió. En una ocasión el venerable obispo me
    hizo una observación: una de tus esposas era coja, pero la otra corría demasiado, ¡ji, ji!
    —¡Escuchen, escuchen! —A Kalgánov le hervía la sangre—. Si miente, y miente a
    menudo, lo hace únicamente para complacer a todo el mundo, y eso no es ninguna
    bajeza, ¿verdad que no lo es? ¿Saben?, a veces le tengo mucho aprecio. Es un hombre
    muy ruin, pero lo es de una forma natural, ¿no? ¿Qué les parece a ustedes? Hay
    quienes cometen ruindades por cualquier cosa, para sacar beneficios, pero él es así
    por naturaleza… Imagínense, por ejemplo, que pretende (ayer veníamos discutiéndolo
    por el camino) que Gógol hablaba de él en Almas muertas. ¿Recuerdan que hay un
    terrateniente Maksímov al que Nozdriov da una paliza y a éste lo llevan a los tribunales:
    «por infligir una ofensa personal a Maksímov al azotarlo en estado de embriaguez»?
    Bueno, ¿se acuerdan? Pues imagínense, ¡dice que ese Maksímov es él y que fue a él a
    quien azotaron! ¿Cómo es posible? Chíchikov anduvo por ahí, a lo sumo, en los
    primeros años veinte, así que las fechas no coinciden. No es posible que lo azotaran
    entonces. No es posible, ¿a que no es posible?
    Resultaba difícil imaginarse por qué Kalgánov se había alterado tanto, pero estaba
    sinceramente alterado. Mitia lo secundaba sin reservas.
    —Bueno, pero al final sí que lo azotaron —gritó entre carcajadas.
    —No es que me azotaran exactamente, pero fue algo parecido —dijo Maksímov.
    —¿Cómo es eso? ¿Le azotaron o no?
    —Która godzina, panie? (¿Qué hora es?) —preguntó con aire aburrido el polaco de
    la pipa al alto de la silla. Éste se encogió de hombros como respuesta: ninguno de los
    dos tenía reloj.
    —¿Por qué no podemos hablar un poco? Dejen hablar a los demás. Como ustedes
    se aburren, que los demás tampoco hablen —saltó de nuevo Grúshenka,
    aparentemente con intención de provocarlo. Por primera vez algo se le pasó por la
    cabeza a Mitia. Esta vez el pan respondió ya con evidente irritación.
    —Pani, ja nic nie mówię protiv, nic nie powiedziałem. (Señora, yo no me opongo,
    yo no he dicho nada.)







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    Mensaje por Maria Lua Hoy a las 17:36

    ***

    —Muy bien, pues sigue contando —le dijo Grúshenka a Maksímov, gritando—.
    ¿Qué hacen todos callados?
    —Pero si no hay nada que contar, señores, si no son más que tonterías —respondió
    enseguida Maksímov con evidente placer y ligera afectación—. En Gógol todo eran
    alegorías, por eso todos los apellidos son alegóricos: Nozdriov no era Nozdriov, sino
    Nósov, y Kuvshínnikov ya ni siquiera se parece, porque era Shkvórnev. Pero Fenardi
    era, en efecto, Fenardi, solo que no era italiano, sino el ruso Petrov, señores, y
    mademoiselle Fenardi era bonita, señores, con unas bonitas piernas enfundadas en
    mallas, una falda cortita de lentejuelas y giraba sobre sí misma, pero no cuatro horas,
    sino solo cuatro minutos, señores… y a todos seducía…
    —Ya, pero ¿por qué te azotaron? ¿Por qué? —vociferó Kalgánov.
    —Por culpa de Piron, señor —respondió Maksímov.
    —¿Qué Piron? —gritó Mitia.
    —Piron, el famoso escritor francés, señores. Éramos un grupo grande y estábamos
    bebiendo en una taberna, era en una feria. Me habían invitado y al principio me puse a
    recitar epigramas: «¿Eres tú, Boileau? ¡Qué atavío más ridículo!». Y Boileau responde
    que se dirige a un baile de disfraces, o sea, que va a la bania, ji, ji, y ellos se lo
    tomaron como algo personal. Así que me apresuré a recitar otro muy conocido entre la
    gente instruida, uno mordaz, señores:
    Tú Safo, yo Faón, y no hay porfía,
    pero, para la inmensa pena mía,
    no conoces del mar ninguna vía.
    »Se ofendieron aún más y empezaron a reñirme de forma muy poco decorosa, y voy
    yo, para mi desgracia, y para arreglar la situación les conté una anécdota muy culta de
    Piron, a quien no habían aceptado en la Academia francesa y él, para vengarse,
    escribió su propio epitafio para su lápida:
    Ci-gît Piron qui ne fut rien,
    pas même académicien.
    »Me sujetaron y me zurraron.
    —Pero ¿por qué? ¿Por qué fue?
    —Por mi educación. No son pocos los motivos por los que se puede azotar a un
    hombre —concluyó Maksímov con brevedad y en tono moralizante.
    —Ya basta, todo esto es absurdo, ya no quiero oír más, yo creía que iba a ser
    divertido —les interrumpió Grúshenka. Mitia se alarmó e inmediatamente dejó de
    reírse. El polaco alto se levantó de su sitio y, con el aspecto altanero de un hombre
    que se aburre cuando no está con los suyos, empezó a dar pasos por la habitación, de
    esquina a esquina, con las manos a la espalda—. ¡Y ahora se pone a dar zancadas! —
    Grúshenka lo miraba con desprecio. Mitia empezaba a ponerse nervioso; además
    había notado que el polaco del diván lo observaba con irritación.



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    Mensaje por Maria Lua Hoy a las 17:37

    ***

    —¡Pan —gritó Mitia—, bebamos, panie! Y también el otro pan, ¡vamos a beber,
    panowie! —en un momento acercó tres vasos y sirvió champán.
    —Por Polonia, panowie, un brindis por vuestra Polonia, ¡por las tierras polacas! —
    exclamó Mitia.
    —Bardzo mi to miło, panie, wypijem (Con mucho gusto, panie, bebamos) —dijo el
    polaco del diván con solemnidad y buena disposición, y cogió un vaso.
    —Y el otro, ¿cómo se llama? ¡Eh, ilustrísimo señor, coge un vaso! —se afanaba
    Mitia.
    —Pan Wróblewski —le apuntó el pan del diván.
    Pan Wróblewski se acercó a la mesa balanceándose y aceptó un vaso.
    —¡Por Polonia, panowie, hurra! —gritó Mitia alzando el vaso.
    Los tres bebieron. Mitia cogió la botella y volvió a llenar tres vasos.
    —¡Ahora por Rusia, panowie, por nuestro hermanamiento!
    —Sírvenos también a nosotros —dijo Grúshenka—, yo también quiero beber por
    Rusia.
    —Y yo —dijo Kalgánov.
    —A mí también me gustaría… por nuestra Rusita, la vieja abuelita. —Maksímov
    soltó una risita.
    —¡Todos, todos! —exclamaba Mitia—. ¡Posadero, otra botella!
    Les sacaron las tres botellas que quedaban de las que había traído Mitia. Él mismo
    sirvió.
    —¡Por Rusia, hurra! —proclamó de nuevo. Bebieron todos excepto los polacos:
    Grúshenka se acabó su vaso de un trago, pero los polacos ni siquiera tocaron los
    suyos.
    —¿Qué es esto, panowie? —exclamó Mitia—. ¿Y ustedes?
    Pan Wróblewski cogió un vaso, lo alzó y dijo con voz estentórea:
    —¡Por Rusia con las fronteras de 1772!
    —Oto bardzo pięknie! (¡Muy bien dicho!) —gritó el otro polaco y ambos apuraron
    sus vasos de un trago.
    —¡Son unos estúpidos, panowie! —se le escapó de pronto a Mitia.
    —Panie! —gritaron los dos polacos en tono amenazante y mirando fijamente a
    Mitia como dos gallitos. Wróblewski, sobre todo, estaba colérico.
    —Ale nie można nie mieć słabości do swojego kraju? (¿Se puede acaso no amar a la
    propia tierra?) —proclamó.
    —¡A callar! ¡Nada de discusiones! ¡No quiero peleas! —gritó Grúshenka con
    autoridad, dando una patada contra el suelo. Tenía la cara encendida, los ojos le
    brillaban. El vaso recién bebido empezaba a hacerle efecto. Mitia se asustó muchísimo.
    —¡Panowie, perdónenme! Es culpa mía, no lo haré más. Wróblewski, pan
    Wróblewski, no lo haré más.


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    Mensaje por Maria Lua Hoy a las 17:37

    ***

    —¡Tú cállate también! ¡Y siéntate, estúpido! —le gruñó Grúshenka enojada y
    rabiosa.
    Todos tomaron asiento, se miraban en silencio unos a otros.
    —Señores, yo he sido el causante de todo —empezó otra vez Mitia sin haber
    comprendido los gritos de Grúshenka—. Bueno, ¿y qué hacemos aquí sentados?
    Habrá que hacer algo… para divertirnos, para divertirnos otra vez.
    —Ah, en efecto, esto no es nada divertido —murmuró con pereza Kalgánov.
    —Podemos jugar al faro, señores, como antes… —Maksímov soltó su risita.
    —¿Al faro? ¡Perfecto! —le apoyó Mitia—. Si los panowie…
    —Późno, panie —respondió de mala gana el polaco del diván.
    —Es verdad —confirmó Wróblewski.
    —¿Puzno? ¿Qué es eso de puzno? —preguntó Grúshenka.
    —Quiere decir que es tarde, pani, tarde, que ya es una hora avanzada —le explicó
    el polaco del diván.
    —¡Para esta gente siempre es tarde! ¡No hay manera con ellos! —Grúshenka casi
    aullaba del enfado—. Son unos aburridos y por eso quieren que los demás se aburran.
    Antes de que llegaras, Mitia, también estaban así de callados y no paraban de
    bufarme…
    —¡Mi diosa! —exclamó el polaco del diván—. Co mówisz, to się stanie. Widzę
    niełaskę i jestem smutny (Veo tu desafecto y por eso estoy triste). Jestem gotów, panie
    (Estoy listo, señor) —concluyó, dirigiéndose a Mitia.
    —¡Empecemos, panie! —respondió éste sacando el dinero del bolsillo y separando
    dos billetes de cien que dejó sobre la mesa—. Quiero perder mucho contigo, pan.
    Coge tus cartas, y lleva la banca.
    —Las cartas que las ponga el posadero, panie —dijo el polaco pequeño, en tono
    convincente y serio.
    —To najlepszy sposób (Es la mejor forma) —corroboró pan Wróblewski.
    —¿Del posadero? Está bien, lo entiendo, pues que sean del posadero. Buena idea,
    panowie. ¡Cartas! —ordenó Mitia al posadero.
    Éste trajo un juego de cartas sin abrir e informó a Mitia de que las mozas ya
    estaban llegando, de que los judíos con los címbalos también vendrían, seguramente a
    no tardar, y de que la troika con los víveres aún no había llegado. Mitia se levantó de la
    mesa y corrió a la sala contigua para prepararlo todo, pero solo habían venido tres
    muchachas y Maria todavía no estaba. Aunque él tampoco sabía qué disponer ni por
    qué había salido corriendo: se limitó a ordenar que sacaran de la caja las golosinas, los
    pirulís y los caramelos blandos y lo repartieran todo entre las jóvenes. «Y vodka para
    Andréi, ¡vodka para Andréi! —ordenó a toda prisa—. ¡He ofendido a Andréi!» De
    pronto Maksímov, que había salido corriendo tras él, le tocó en el hombro.










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    Mensaje por Maria Lua Hoy a las 17:38

    ***

    —Déjeme cinco rublos —le susurró a Mitia—, no me importaría arriesgar al faro, ji,
    ji.
    —¡Magnífico, perfecto! ¡Toma diez! —volvió a sacar los billetes del bolsillo y buscó
    diez rublos—. Y si pierdes, ven otra vez, ven…
    —De acuerdo, señor —susurró feliz Maksímov y corrió a la habitación.
    En ese momento también regresó Mitia y se disculpó por haberlos hecho esperar.
    Los polacos ya estaban sentados y habían abierto las cartas. Parecían bastante más
    amistosos, casi cordiales. El polaco del diván se había encendido otra vez la pipa y se
    preparaba para llevar la banca, en su cara se reflejaba hasta cierta solemnidad.
    —Na miejsca, panowie! —anunció pan Wróblewski.
    —No, yo no voy a jugar más —respondió Kalgánov—, acabo de perder cincuenta
    rublos con ellos.
    —Pan ha sido nieszczęśliwy, quizá otra vez sea szczęśliwy —comentó, dirigiéndose
    a él, el polaco del diván.
    —¿Cuánto hay en la banca? ¿Hay para cubrir las puestas?
    —Słucham, panie, może sto, może dwieście, lo que quiera apostar.
    —¡Un millón! —Mitia soltó una carcajada.
    —Quizá el capitán haya oído hablar de pan Podwysocki.
    —¿Qué Podwysocki?
    —En Varsovia, el primero que llega puede apostar contra la banca. Llega
    Podwysocki, ve tysiąc złotych y hace su apuesta: va banque. Bankier mówi: «Panie
    Podwysocki, stawisz złoto czy na honor?». «Na honor, panie», mówi Podwysocki. «Tym
    lepiej, panie.» El banquero descubre su carta, y Podwysocki se lleva los tysiąc złotych.
    «Poczekaj, panie», mówi bankier, saca un cajón y le entrega un millón: «Toma, panie,
    oto jest twój rachunek» (aquí tienes tu cuenta). Había un millón en la banca. «No lo
    sabía», mówi Podwysocki. «Panie Podwysocki —mówi bankier—, ty stawiłeś na honor, i
    my na honor.» Podwysocki cogió el millón.
    —No es verdad —dijo Kalgánov.
    —Panie Kalgánov, w szlachetnej kompanii tak mówić nie przystoi (esas cosas no se
    dicen en compañía de gente decente).
    —¡Pronto te va a dar un millón un jugador polaco! —exclamó Mitia, pero enseguida
    se contuvo—. Disculpe, panie, lo siento, lo siento otra vez, claro que lo daría, daría un
    millón, na honor, por su honor de polaco. Mira cómo hablo polaco, ja, ja. Apuesto diez
    rublos, al valet.
    —Y yo un rublito a la damita, la de corazones, la más bonita, la panienochka, ji, ji —
    se rió Maksímov sacando su dama, y, como si quisiera ocultarla de todos, se inclinó
    hasta tocar la mesa y rápidamente se santiguó por debajo. Ganó Mitia. También ganó
    el rublito.
    —¡Un cuarto! —exclamó Mitia.











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    Mensaje por Maria Lua Hoy a las 17:39

    ***

    —Yo otro rublito, una apuesta simple, una apuesta simple y pequeñita —musitó
    beatíficamente Maksímov, entusiasmado por haber ganado un rublo.
    —¡Pierdo! —gritó Mitia—. ¡Paix al siete!
    Perdió también.
    —Déjelo —dijo de pronto Kalgánov.
    —Paix, paix. —Doblaba la apuesta Mitia, y, apostara a lo que apostara, siempre
    perdía. Pero los rublitos seguían ganando.
    —¡Paix! —aulló Mitia rabioso.
    —Ha perdido dwieście, panie. ¿Va a apostar otros dwieście? —preguntó el polaco
    del diván.
    —¿Cómo? ¿Ya he perdido doscientos? Pues ¡otros doscientos! ¡Paix! —Y, sacando
    el dinero del bolsillo, iba a lanzar doscientos rublos sobre la dama cuando Kalgánov la
    cubrió con la mano.
    —¡Ya basta! —gritó con su voz sonora.
    —¿Qué hace? —Mitia lo miraba fijamente.
    —¡Ya basta! No le dejo. Ya no va a jugar más.
    —¿Por qué?
    —Porque sí. Olvídese de todo y váyase, no hay más. ¡No le dejaré seguir jugando!
    Mitia lo miraba estupefacto.
    —Déjalo, Mitia, puede que tenga razón; ya has perdido mucho —dijo Grúshenka
    con un tono extraño en la voz. Ambos panowie se levantaron con aspecto de estar
    terriblemente ofendidos.
    —Żartujesz, panie? (¿Estás de broma?) —dijo el polaco pequeño, mirando a
    Kalgánov con severidad.
    —Jak się poważasz to robić? (¿Cómo se atreve a hacer eso?) —también pan
    Wróblewski le aulló a Kalgánov.
    —¡Ni se os ocurra gritar! —gritó Grúshenka—. ¡Ay, qué gallitos!
    Mitia los fue mirando a todos, uno a uno; pero de pronto algo en el semblante de
    Grúshenka le llamó la atención y en ese momento algo completamente nuevo le vino a
    la cabeza, ¡una idea nueva y extraña!
    —Pani Agrypina! —empezó a decir el polaco pequeño, rojo de ira, pero entonces
    Mitia se acercó hasta él y le dio unas palmadas en el hombro.
    —Ilustrísimo señor, ¿me permites dos palabras?
    —Czego chcesz, panie? (¿Qué se le ofrece?)
    —Vamos a esa otra habitación, ahí al lado, te diré dos palabritas muy bonitas, las
    más bonitas, quedarás satisfecho.
    El polaco pequeño se sorprendió y miró receloso a Mitia. Luego accedió, pero con
    la condición indispensable de que pan Wróblewski fuera con ellos.










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    Mensaje por Maria Lua Hoy a las 17:39

    ***
    —¿Su guardaespaldas? Que venga, también lo necesito. Es hasta imprescindible —
    exclamó Mitia—. ¡Andando, panowie!
    —¿Adónde vais? —preguntó Grúshenka inquieta.
    —Volvemos en un momento —respondió Mitia. Cierta audacia, cierto brío
    inesperado le iluminaba la cara, no era en absoluto la cara con la que había entrado en
    la habitación una hora antes. Llevó a los polacos al cuarto de la derecha, no a la sala
    grande donde se estaba reuniendo el coro de las mozas y preparando la mesa, sino a
    un dormitorio en el que había baúles, cofres y dos camas grandes con un montón de
    almohadas de percal cada una. En un rincón, en una mesita de tablas, ardía una vela.
    El polaco y Mitia se instalaron en esta mesa el uno enfrente del otro, y el enorme pan
    Wróblewski a un lado, con las manos a la espalda. Los polacos miraban a Mitia severos,
    pero con evidente curiosidad.
    —Czym mogę służyć panu? —balbuceó el polaco pequeño.
    —Pues verás, panie, no voy a hablar mucho: aquí hay dinero —sacó los billetes—.
    ¿Quieres tres mil? Cógelos y vete por donde has venido.
    El pan lo observaba intrigado, sin pestañear, con la mirada fija en el rostro de Mitia.
    —Trzy tysiące, panie? —Intercambió una mirada con Wróblewski.
    —Trzy, panowie, trzy. Escucha, panie, veo que eres un hombre razonable. Coge los
    tres mil y vete al diablo, y llévate a tu Wróblewski, ¿me has oído? Y ahora mismo, en
    este mismo instante, vas a salir por esa puerta para siempre. ¿Me has entendido,
    panie? Para siempre, por esa misma puerta. ¿Ahí qué tienes? ¿El abrigo, la pelliza? Ya
    te lo traigo yo. En un segundo tendrás lista una troika y… do widzenia, panie!
    Mitia esperaba convencido una respuesta. No albergaba dudas. En el semblante
    del polaco se advirtió fugazmente que estaba adoptando una decisión excepcional.
    —¿Y los rublos, panie?
    —Haremos esto, panie: le doy ahora mismo quinientos rublos, para el cochero y en
    concepto de adelanto, y los otros dos mil quinientos mañana en la ciudad, le juro por
    mi honor que los tendrá, ¡los sacaré de debajo de las piedras! —gritó Mitia. Los
    polacos volvieron a intercambiar una mirada. La cara del pequeño empezó a cambiar a
    peor—. Setecientos, setecientos, no quinientos, ahora mismo, ¡setecientos ahora en
    mano! —Mitia subió la cantidad, notando que algo no iba bien—. ¿Qué te pasa, pan?
    ¿No me crees? No voy a darte los tres mil a la primera. Si te los doy, mañana mismo ya
    has vuelto con ella… Además, ahora no tengo aquí tres mil, los tengo en casa —
    balbuceaba asustado, sintiendo que perdía ánimos con cada palabra—, te lo juro,
    están allí escondidos…
    En un momento en el rostro del polaco pequeño empezó a brillar un sentimiento
    de extraordinaria dignidad:
    —Czy nie potrzebujesz jeszcze czego? —preguntó con ironía—. Pfe! A pfe! (¡Qué
    vergüenza! ¡Qué infamia!) —Y escupió. También escupió pan Wróblewski.


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    Mensaje por Maria Lua Hoy a las 17:40

    ***


    —Me escupes, panie —dijo Mitia desesperado, comprendiendo que aquello era el
    fin—, solo porque esperas sacar más de Grúshenka. ¡Sois unos capones, los dos! ¡Eso
    es!
    —Jestem do żywego dotkniętym! (¡Estoy extraordinariamente ofendido!) —De
    pronto, el polaco pequeño se puso colorado como un cangrejo y, con viveza, presa de
    una terrible indignación, salió de la habitación, sin querer oír nada más. Lo siguió
    Wróblewski, balanceándose, y tras ellos fue Mitia, confuso y abatido. Tenía miedo de
    Grúshenka, presentía que el polaco iba a organizar una escena. Y así fue. Entró en la
    habitación y se detuvo teatralmente delante de Grúshenka.
    —Pani Agrypina, jestem do żywego dotkniętym! —exclamó, pero Grúshenka ya
    había perdido toda su paciencia, parecía que le hubieran dado donde más le dolía.
    —¡En ruso! ¡Habla en ruso! ¡No quiero oír ni una palabra más en polaco! —le
    gritó—. Antes hablabas ruso, ¿es que en cinco años se te ha olvidado? —Estaba roja
    de ira.
    —Pani Agrypina…
    —Me llamo Agrafiona, me llamo Grúshenka, ¡o hablas en ruso o no quiero
    escucharte!
    El polaco resopló arrogante y, destrozando el idioma ruso, dijo rápida y
    pomposamente:
    —Pani Agrafiona, he venido a olvidar el pasado y a perdonarlo, a olvidar lo que ha
    habido antes de hoy…
    —¿Cómo que a perdonar? O sea, ¿que has venido a perdonarme a mí? —le
    interrumpió Grúshenka poniéndose en pie de un salto.
    —Tak jest, pani (eso es, pani), yo no soy pusilánime, soy magnánimo. Pero byłem
    zdziwiony (me quedé sorprendido) al ver a tus amantes. En ese cuarto pan Mitia me
    ofrecía trzy tysiące para que me vaya. Yo escupí al pan a la cara.
    —¿Cómo? ¿Que te ha ofrecido dinero por mí? —Grúshenka gritaba histérica—.
    ¿Eso es verdad, Mitia? Pero ¿cómo te has atrevido? ¿Acaso estoy en venta?
    —Panie, panie —chillaba Mitia—, ella es pura y resplandece, ¡yo nunca he sido su
    amante! En eso mientes…
    —Pero ¿cómo te atreves a defenderme delante de él? —Grúshenka seguía
    gritando—. No he sido pura por virtud o porque tuviera miedo de Kuzmá, sino para
    poder sentirme orgullosa en su presencia y para tener derecho a decirle, cuando lo
    encontrara, que es un canalla. Entonces, ¿no te ha cogido el dinero?
    —¡Lo habría cogido, claro que sí! —exclamó Mitia—. Solo que quería los tres mil
    ya, y yo solo le daba setecientos por adelantado.
    —Comprendo, se habrá enterado de que tengo dinero y por eso ha venido a
    casarse.






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    Mensaje por Maria Lua Hoy a las 17:41

    ***

    —Pani Agrypina —gritaba el polaco—, soy un caballero, soy un szlachcic, ¡no soy
    un łajdak! He venido a tomarte como esposa, pero veo una pani nueva, no la misma de
    antes, sino otra upartą i bez wstydu (caprichosa y desvergonzada).
    —¡Pues vuelve por donde has venido! ¡Ahora mismo haré que te echen! —gritó
    Grúshenka furiosa—. Qué tonta, qué tonta he sido por haberme atormentado así estos
    cinco años. Y no me atormentaba por él, no, ¡me atormentaba de rabia! Además, éste
    no es el mismo para nada. ¿Acaso él era así? Éste debe de ser su padre. ¿Y dónde te
    compraste esa peluca? Aquél era un halcón y éste es un pato. Aquél se reía y me
    cantaba canciones… Y yo… yo he pasado cinco años entre lágrimas, maldita tonta,
    ¡qué humillación, qué vergüenza!
    Cayó en el sillón y se cubrió la cara con las manos. En ese momento se oyó desde
    la sala contigua el coro de las muchachas de Mókroie que al fin se había reunido: era
    una desenfadada canción de baile.
    —¡Esto es Sodoma! —rugió de pronto pan Wróblewski—. ¡Posadero, eche a esas
    desvergonzadas!
    El posadero, que llevaba un rato asomándose con curiosidad desde la puerta, al oír
    gritos, y presintiendo que los huéspedes iban a pelearse, apareció enseguida.
    —Pero ¡tú qué haces gritando y desgañitándote! —se dirigió a Wróblewski con una
    descortesía que resultaba incomprensible.
    —¡Animal!
    —¿Animal yo? Y tú ¿con qué cartas has jugado? Te he dado mi baraja y ¡la has
    escondido! ¡Has jugado con cartas marcadas! Puedo mandarte a Siberia por esas cartas
    marcadas, no sé si lo sabes, es lo mismo que los billetes falsos… —Se acercó al diván,
    metió los dedos entre el respaldo y el cojín y sacó una baraja de cartas sin abrir.
    —Aquí está mi baraja, ¡sin abrir! —Se la enseñó a todo el grupo—. Vi desde allí
    cómo metía mi baraja en el hueco y hacía el cambio. Un bribón, eso es lo que eres, y
    no un pan.
    —Y yo he visto a ese otro pan cambiar las cartas dos veces —gritó Kalgánov.
    —¡Ah, qué vergüenza, qué vergüenza! —exclamó Grúshenka agitando los brazos, y
    en verdad se había puesto colorada de vergüenza—. ¡Ay, Señor, a lo que ha llegado!
    —Yo también lo había pensado —dijo Mitia. Sin embargo, no había acabado de
    hablar cuando pan Wróblewski, confuso y enrabietado, empezó a gritar a Grúshenka y
    a amenazarla con el puño.
    —¡Vulgar ramera! —Pero apenas tuvo tiempo de terminar la exclamación, porque
    Mitia ya se había abalanzado sobre él: lo agarró con ambas manos, lo levantó en vilo y
    en un abrir y cerrar de ojos lo sacó de la sala y lo llevó al cuarto de la derecha, donde
    acababa de estar con los dos polacos.
    —¡Lo he dejado ahí en el suelo! —informó nada más regresar, sofocado por la
    agitación—. Cómo pelea, el granuja, pero de ahí ya no vuelve… —Cerró una de las
    hojas de la puerta y, abriendo la otra del todo, le dijo al polaco pequeño—: Ilustrísimo
    señor, ¿te importaría seguirlo? Przepraszam!






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    Mensaje por Maria Lua Hoy a las 17:43

    ***
    —Pero, bátiushka, Dmitri Fiódorovich —dijo Trifon Borísych—, quítale el dinero que
    has perdido. Al fin y al cabo, es como si te lo hubieran robado.
    —Yo no quiero recuperar mis cincuenta rublos —intervino Kalgánov.
    —¡Ni yo mis doscientos! —exclamó Mitia—. No los cogería por nada del mundo,
    que se los quede, y que le sirvan de consuelo.
    —¡Bien dicho, Mitia! ¡Muy bien, Mitia! —exclamó Grúshenka y una nota maliciosa
    resonó en su exclamación. El polaco pequeño, con la cara púrpura de rabia, aunque
    sin perder ni un ápice de dignidad, se encaminó a la puerta, pero se detuvo y dijo de
    repente, dirigiéndose a Grúshenka:
    —Pani, jeżeli chcesz iść za mną, idźmy; jeśli nie — bywaj zdrowa (Pani, si quieres
    venir conmigo, vamos; si no, ¡adiós!)
    Y altivo, resoplando de indignación y de ambición, cruzó la puerta. Era un hombre
    de carácter: después de todo lo que había pasado no había perdido la esperanza de
    que la mujer se fuera con él, hasta tal punto se valoraba. Mitia cerró de un portazo.
    —Cierre con llave —dijo Kalgánov. Pero se oyó el chasquido del cerrojo desde el
    otro lado: ellos solos se habían encerrado.
    —¡Qué bueno! —volvió a gritar Grúshenka, furiosa y despiadada—. ¡Qué bueno!
    ¡Se lo tienen merecido!



    VIII. Delirio



    Y empezó casi una orgía, un gran festín. Grúshenka fue la primera en gritar pidiendo
    champán: «Quiero beber, quiero emborracharme como antes, ¿te acuerdas, Mitia, de
    cómo nos conocimos entonces aquí?». El propio Mitia parecía delirar y presentía «su
    felicidad». Aunque Grúshenka, por cierto, lo apartaba sin cesar de su lado: «Vete,
    diviértete, diles que bailen, que se diviertan, “Camina, isba, camina, estufa”, como
    entonces, como la otra vez», seguía exclamando. Estaba realmente emocionada. Mitia
    se lanzó a dar órdenes. El coro estaba reunido en la sala de al lado. La pieza en la que
    habían estado hasta entonces era demasiado pequeña en todo caso; estaba dividida
    en dos por una cortina de percal tras la cual había otra cama enorme con un colchón
    de plumas y un montón idéntico de almohadas de percal. En las cuatro piezas
    habitables de la casa había camas por todas partes. Grúshenka se quedó en la puerta,
    Mitia le acercó un sillón: «entonces», el día de la primera juerga, se había sentado en
    ese mismo sitio, y había visto desde ahí el coro y los bailes. Ya estaban todas las
    muchachas de entonces, habían llegado los judíos con violines y cítaras y también, por
    fin, el tan ansiado carro con la bebida y las provisiones. Mitia iba de un lado para otro.
    Algunos extraños se asomaban a echar un vistazo, hombres y mujeres de la aldea que
    estaban durmiendo pero se habían despertado y presentían un banquete fuera de lo
    común, como el de un mes antes. Mitia saludaba y abrazaba a los conocidos,
    recordaba caras, descorchaba botellas y daba de beber a todo el mundo. El champán
    solo les apetecía a las muchachas, los aldeanos preferían ron, coñac y, sobre todo,
    ponche caliente. Mitia dispuso que prepararan chocolate para todas las mozas y que
    no faltara en toda la noche, y que hubiera tres samovares listos para el té y el ponche,
    a disposición de todo el que llegara: que cada uno se sirviera a voluntad. En una
    palabra, empezó el desorden y el absurdo, pero Mitia parecía estar en su elemento
    natural y, cuanto más absurdo era todo, más se animaba él. Si en esos momentos un
    aldeano le hubiera pedido dinero, habría sacado el fajo y se habría puesto a repartirlo
    a diestro y siniestro sin freno. Probablemente por eso, para velar por Mitia, Trifon
    Borísych, que había renunciado a la idea de acostarse en toda la noche, aunque había
    bebido muy poco (apenas se tomó un vasito de ponche), no paraba de dar vueltas a su
    alrededor, con ánimo de proteger de cerca y a su manera sus intereses






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