—No, por todos, tú solo por todos, ahora, en este momento, aquí en el camino,
¿me perdonas en nombre de todos? ¡Habla, alma cándida!
—¡Ay! Da miedo llevarle, señor, dice unas cosas tan raras…
Pero Mitia ya no le oía. Alterado, se puso a rezar y susurraba para sí frenéticamente:
—Señor, acógeme con todas mi faltas, pero no me juzgues. Déjame entrar sin tu
juicio… No me juzgues porque ya me he condenado yo, no me juzgues porque te
amo, Señor. Soy un hombre abyecto, pero te amo: me enviarás al infierno, pero
también allí te amaré y desde allí gritaré que te amo por los siglos de los siglos… Pero
déjame amar hasta el final… aquí y ahora, amar hasta el final, solo cinco horas hasta
que salga tu cálido rayo… Pues amo a la reina de mi alma. La amo y no puedo dejar
de amarla. Tú, Señor, me ves todo entero. Cuando llegue al galope, caeré a sus pies:
«Has hecho bien al pasar de largo… Adiós y olvida a tu víctima, ¡no te inquietes
nunca!».
—¡Mókroie! —gritó Andréi señalando al frente con el látigo.
A través de la pálida oscuridad de la noche surgió una masa negra y sólida de
edificios que se extendían por una superficie enorme. En la aldea de Mókroie había
unas dos mil almas, pero a esa hora ya todos dormían y solo en algunos puntos
fulguraban todavía unas pocas luces.
—Más rápido, Andréi, más rápido, ¡ya llego! —exclamó Mitia como enfebrecido.
—¡No duermen! —dijo Andréi señalando con el látigo la posada de los Plastúnov,
situada justo en la entrada de la aldea y donde brillaba luz en las seis ventanas que
daban a la calle.
—¡No duermen! —repitió feliz Mitia—. Que resuene, Andréi, vamos, al galope, que
tintinee, que chirríe con el galope. ¡Que todos sepan que he llegado! ¡Ya llego! ¡Aquí
estoy! —exclamaba con frenesí.
Andréi lanzó al galope la troika extenuada y efectivamente se acercó chirriando
hasta un porche de techos altos, donde detuvo a los caballos sudorosos y medio
asfixiados. Mitia saltó de la telega. El dueño de la posada, que a decir verdad ya se iba
a dormir, había sentido curiosidad y se asomó desde el porche para ver quién se
acercaba al galope.
—Trifon Borísych, ¿eres tú?
El posadero se inclinó, observó atentamente, bajó a toda prisa del porche y saludó
al huésped con obsequioso entusiasmo.
—¡Bátiushka, Dmitri Fiódorych! ¡Volvemos a verle!
Este Trifon Borísych era un aldeano robusto y sano de estatura mediana, cara más
bien regordeta, de aspecto severo e implacable, sobre todo con sus paisanos, pero
que tenía el don de adoptar rápidamente una expresión de lo más obsequiosa cuando
le parecía que podía obtener beneficio. Vestía a la rusa, con camisa de cuello oblicuo y
poddiovka, tenía una cantidad de dinero considerable, pero soñaba sin cesar con una
posición de mayor relevancia. Tenía en sus garras a más de la mitad de los aldeanos,
todos los que lo rodeaban estaban en deuda con él. Arrendaba tierras de los
terratenientes y también se las compraba, y los campesinos le labraban estas tierras en
pago de una deuda de la que nunca podían librarse. Era viudo y tenía cuatro hijas
mayores. Una ya era viuda, vivía en su casa con dos niños de corta edad, sus nietos, y
trabajaba para él a jornal. La segunda hija era una mujerona casada con un funcionario,
un escribano que había hecho carrera, y en la pared de uno de los cuartos de la
posada podía verse, entre las fotografías familiares, una de tamaño minúsculo de este
funcionario con guerrera de gala y las hombreras de su grado. Las dos hijas pequeñas,
en los días de fiesta en la parroquia o cuando iban de visita, se ponían vestidos azules
y verdes confeccionados a la última moda, ceñidos por detrás y con cola de un arshín,
pero a la mañana siguiente, como cualquier otro día, se levantaban al alba y con
escobas de abedul barrían las habitaciones, sacaban el agua de fregar y recogían la
basura de los hospedados. A pesar de los miles de rublos que ya había acumulado, a
Trifon Borísych le gustaba desangrar a los huéspedes juerguistas y, recordando que no
hacía ni un mes había hecho, en un solo día, bastante más de doscientos rublos, si no
trescientos, a costa de Dmitri Fiódorovich gracias a su juerga con Grúshenka, lo recibió
con alegría y presteza, pues, s
cont
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