Aires de Libertad

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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 27 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Jue 07 Nov 2024, 09:40

    ***

    41



    El día siguiente, jueves, 27 de agosto, fue una fecha célebre en aquel
    viaje subterráneo. No me viene a la memoria sin que el espanto haga
    palpitar aún mi corazón. A partir de ese momento nuestra razón, nuestro
    juicio, nuestra inteligencia no tienen peso en los acontecimientos, y vamos
    a convertirnos en juguete de los fenómenos de la Tierra.
    A las seis estábamos en pie. Se acercaba el momento de abrir un paso a
    través de la corteza de granito mediante la pólvora.
    Solicité el honor de prender fuego a la mecha. Hecho esto, debía
    reunirme con mis compañeros en la balsa, que aún no había sido
    descargada; luego nos haríamos a la mar, a fin de precavernos de los
    peligros de la explosión, cuyos efectos podía ocurrir que no se
    concentraran en el interior del macizo.
    Según nuestros cálculos, la mecha debía arder durante diez minutos
    antes de que el fuego alcanzase la pólvora. Tenía, pues, el tiempo
    necesario para regresar a la balsa.
    Me preparé para cumplir mi papel, no sin cierta emoción.
    Tras una rápida comida, mi tío y el cazador se embarcaron, mientras
    yo me quedaba en la orilla. Iba provisto de una linterna encendida que
    debía servirme para prender la mecha.
    —Anda, muchacho —me dijo mi tío—, y vuelve a reunirte con
    nosotros inmediatamente.
    —Tranquilícese —respondí yo—, no me entretendré en el camino.
    Me dirigí al punto hacia el orificio de la galería. Abrí mi linterna y
    cogí el extremo de la mecha.
    El profesor tenía su cronómetro en la mano.
    —¿Estás preparado? —gritó.
    —Lo estoy.
    —Pues bien, ¡fuego, muchacho!
    Rápidamente metí la mecha en la llama; al contacto se produjo un
    chisporroteo y volví a la orilla corriendo.
    —Embarca —dijo mi tío— y naveguemos.
    Con un vigoroso empujón, Hans nos lanzó al mar. La balsa se alejó una
    veintena de toesas.
    Era un momento emocionante. El profesor seguía con la mirada la
    aguja del cronómetro.
    —Todavía quedan cinco minutos —decía—. ¡Cuatro! ¡Tres!
    Mi pulso marcaba los segundos.
    —¡Dos!… ¡Uno!… ¡Desmoronaos, montañas de granito!
    ¿Qué pasó entonces? Creo que no oí el ruido de la detonación. Pero la
    forma de las rocas se modificó súbitamente ante mis ojos: se separaron
    como un telón. Percibí un insondable abismo que se abría en plena orilla.
    El mar, llevado por el vértigo, no fue más que una ola enorme, a cuyo
    lomo la balsa perpendicularmente se elevo.
    Los tres fuimos derribados. En menos de un segundo, la luz cedió el
    sitio a la más profunda oscuridad. Luego sentí que me faltaba apoyo
    sólido, no a mis pies, sino a la balsa. Creo que se iba a pique. Hubiera
    querido dirigir la palabra a mi tío; pero el bramido de las aguas le habría
    impedido oírme.
    A pesar de las tinieblas, el ruido, la sorpresa y la emoción, pude
    comprender lo que acababa de ocurrir.
    Al otro lado de la roca volada había un abismo. La explosión había
    determinado una especie de terremoto en aquel suelo cortado por grietas;
    el precipicio se había abierto y el mar, convertido en torrente, nos
    arrastraba consigo.
    Me creí perdido. Pasaron así una, dos horas, ¡qué sé yo! Nos
    estrechábamos codo con codo, nos sosteníamos con las manos para no
    salir precipitados fuera de la balsa. Se producían choques de extremada
    violencia cuando golpeaba contra el muro. Sin embargo, esos
    encontronazos eran raros, de lo que deduje que la galería se ampliaba
    considerablemente. Sin duda alguna, aquél era el camino de Saknussemm;
    pero en lugar de descender solos, con nuestra imprudencia habíamos
    arrastrado todo un mar con nosotros.
    Como se comprenderá, estas ideas se revelaron a mi espíritu de forma
    vaga y oscura. A duras penas las asociaba entre sí durante aquella carrera
    vertiginosa que se parecía a una caída. A juzgar por el aire que me azotaba
    la cara, la velocidad debía sobrepasar a la de los trenes más rápidos. Por
    tanto, era imposible encender una antorcha en aquellas condiciones, y
    nuestro último aparato eléctrico se había roto en el momento de la
    explosión.




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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 27 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Jue 07 Nov 2024, 09:41

    ***


    De manera que tuve una gran sorpresa al ver brillar una luz a mi lado.
    El rostro tranquilo de Hans se iluminó. El hábil cazador había logrado
    encender la linterna, y aunque su llama vacilara hasta apagarse, lanzó
    alguna luz en la espantosa oscuridad.
    El túnel era amplio. Tenía yo razón al juzgarlo así. La insuficiente
    claridad no nos permitía ver sus dos paredes al mismo tiempo. La
    pendiente de las aguas que nos arrastraban superaba la de los rápidos más
    turbulentos de América. Su superficie parecía hecha de un haz de flechas
    líquidas disparadas con una potencia extraordinaria. No puedo transcribir
    mi impresión mediante una comparación más justa. La balsa, atrapada en
    algunos remolinos, navegaba a veces dando vueltas. Cuando se acercaba a
    las paredes de la galería, yo proyectaba hacia allí la luz de la linterna, y
    podía juzgar su rapidez al ver los salientes de la roca convertirse en rasgos
    continuos, de forma que estábamos encerrados en una red de líneas
    movedizas. Estimé que nuestra velocidad debía alcanzar treinta leguas por
    hora.
    Mi tío y yo nos mirábamos despavoridos, agarrados a un trozo del
    mástil, que en el momento de la catástrofe se había roto de cuajo.
    Dábamos la espalda al aire a fin de no ser ahogados por aquel vertiginoso
    movimiento que ninguna fuerza humana podía sujetar.
    Mientras tanto, pasaban las horas. La situación no cambiaba, pero un
    incidente vino a complicarla.

    Al tratar de poner un poco de orden en el cargamento, vi que la
    mayoría de los objetos embarcados había desaparecido en el momento de
    la explosión, cuando el mar se abalanzó contra nosotros con tanta
    violencia. Quise saber exactamente a qué atenerme sobre nuestros
    recursos, y linterna en mano comencé mis indagaciones. De nuestros
    instrumentos no quedaban más que la brújula y el cronómetro. Las escalas
    y las cuerdas se reducían a un cabo de cable enrollado alrededor del trozo
    de mástil. No quedaba ni una sola herramienta: piquetas, picos, martillos
    y, desgracia irreparable, ¡sólo teníamos víveres para un día!
    Registré hasta el menor resquicio de la balsa, todos los rincones
    formados por los troncos y la unión de las planchas. ¡Nada! Nuestras
    provisiones consistían únicamente en un trozo de carne seca y algunas
    galletas.
    ¡Miré con aire estúpido! ¡No quería comprender! Y, sin embargo, ¿de
    qué peligro me preocupaba? Aunque los víveres hubieran sido suficientes
    para meses o para años, ¿cómo salir de los abismos adonde nos arrastraba
    aquel irresistible torrente? ¿Por qué temer los tormentos del hambre,
    cuando la muerte se aparecía bajo tantas otras formas? Morir de
    inanición…, ¿tendríamos tiempo acaso?
    Sin embargo, por una inexplicable extravagancia de la imaginación,
    olvidé el peligro inmediato ante las amenazas del futuro, que se me
    aparecieron en todo su horror. Además, tal vez pudiéramos escapar a los
    furores del torrente y volver a la superficie del globo. ¿Cómo? Lo ignoro.
    ¿Dónde? ¿Qué importa? Una posibilidad sobre mil es siempre una
    posibilidad, mientras que la muerte por hambre no nos dejaba la más
    mínima posibilidad de esperanza, por pequeña que fuese.
    Se me ocurrió decirle todo a mi tío, mostrarle a qué indigencia nos
    veíamos reducidos, y hacer el cálculo exacto del tiempo que nos quedaba
    por vivir. Pero tuve el valor de callarme. Quería que conservara toda su
    sangre fría.
    En aquel momento, la luz de la linterna disminuyó poco a poco y se
    apagó por completo. La mecha había ardido hasta el final. La oscuridad
    volvió a hacerse absoluta. Ni siquiera podíamos pensar en disipar aquellas
    tinieblas impenetrables. Sólo quedaba una antorcha, pero no hubiera
    podido mantenerse encendida. Entonces, como un niño, cerré los ojos para
    no ver la oscuridad.
    Tras un lapso de tiempo bastante largo aumentó la velocidad de
    nuestra carrera. Me di cuenta por el roce del aire en mi cara. La
    inclinación de las aguas se volvía excesiva. Creo, en verdad, que no nos
    deslizábamos. Nos hundíamos. Tenía la impresión de una caída casi
    vertical. La mano de mi tío y la de Hans, aferradas a mis brazos, me
    retenían con vigor.
    De pronto, después de un tiempo incalculable, sentí como un golpe; la
    barca no había chocado contra un cuerpo duro, pero se había detenido
    súbitamente en su carrera. Una tromba de agua, una inmensa columna
    líquida se abatió sobre su superficie. Me sentí asfixiado. Me ahogaba…
    Pero aquella inundación repentina no duró mucho. Pocos segundos
    después me encontré al aire libre, que aspiré a pleno pulmón. Mi tío y
    Hans me apretaban el brazo hasta romperlo, y la balsa seguía
    sosteniéndonos a los tres.


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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 27 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Jue 07 Nov 2024, 09:43

    ***

    42


    Supongo que entonces debían ser las diez de la noche. Tras aquel
    último asalto, el primer sentido que me funcionó fue el del oído. Casi
    inmediatamente, porque fue un auténtico acto de audición, escuché
    hacerse el silencio en la galería tras aquellos bramidos que llenaban mi
    cabeza desde hacía largas horas. Por fin, me llegaron como un murmullo
    estas palabras de mi tío:
    —¡Subimos!
    —¿Qué quiere decir? —pregunté.
    —Sí, subimos, subimos.
    Extendí el brazo, toqué la pared; mi mano quedó ensangrentada.
    Subíamos con extrema rapidez.
    —¡La antorcha! ¡La antorcha! —exclamó el profesor.
    No sin dificultades, Hans consiguió encenderla, y la llama,
    manteniéndose de abajo arriba pese al movimiento ascensional, lanzó la
    suficiente claridad para iluminar toda la escena.
    La antorcha lanzó la suficiente claridad para iluminar toda la escena.
    —Es lo que pensaba —dijo mi tío—. Estamos en un pozo estrecho, que
    no tiene más de cuatro toesas de diámetro. El agua, una vez que ha llegado
    al fondo del abismo, recupera su nivel y nos sube con ella.
    —¿Adónde?
    —Lo ignoro, pero hay que estar preparados para lo que sea. Subimos a
    una velocidad que estimo en dos toesas por segundo, o sea, ciento veinte
    toesas por minuto, más de tres leguas y media por hora. A esa marcha
    pronto se recorre el camino.
    —Sí, si nada nos detiene, y este pozo tiene una salida. Pero ¿si está
    taponado, si el aire se comprime poco a poco bajo la presión de la columna
    de agua, si nos aplasta?
    —Axel —respondió el profesor con una calma total—; la situación es
    casi desesperada, pero hay algunas posibilidades de salvación, y son las
    que estoy examinando. Podemos perecer en cualquier instante, pero
    también podemos salvarnos. Por tanto, estamos en condiciones de
    aprovechar las menores circunstancias.
    —Mas ¿qué hacer?
    —Reparar nuestras fuerzas comiendo.
    Al oír estas palabras miré a mi tío asustado. Lo que no había querido
    confesarle, tenía que decírselo por fin.
    —¿Comer? —repetí.
    —Sí, y sin tardanza.
    El profesor añadió algunas palabras en danés. Hans sacudió la cabeza.
    —¡Cómo! —exclamó mi tío—. ¿Se han perdido nuestras provisiones?
    —Sí, éstos son los únicos víveres que nos quedan; un trozo de carne
    seca para los tres.
    Mi tío me miraba sin querer comprender mis palabras.
    —Y bien —dije—, ¿aún cree que podemos salvarnos?

    Mi pregunta no obtuvo respuesta.
    Pasó una hora. Yo comenzaba a sentir un hambre violenta. Mis
    compañeros también sufrían, pero ninguno de nosotros se atrevía a tocar
    aquel miserable resto de alimentos.
    Mientras tanto, seguíamos subiendo con extrema rapidez. A veces el
    aire nos cortaba la respiración, como a los aeronautas cuya ascensión es
    demasiado rápida. Pero si éstos sienten un frío proporcional a medida que
    se elevan en las capas atmosféricas, nosotros sufríamos un efecto
    absolutamente contrario. El calor aumentaba de modo inquietante y en
    aquel momento debía alcanzar los cuarenta grados.
    ¿Qué significaba semejante cambio? Hasta entonces los hechos habían
    dado la razón a las teorías de Davy y de Lidenbrock; condiciones
    particulares de rocas refractarias, electricidad y magnetismo habían
    modificado las leyes generales de la naturaleza creando una temperatura
    moderada, porque a mis ojos la teoría del fuego central seguía siendo la
    única verdadera, la auténtica explicable. ¿Íbamos a volver a un medio en
    el que aquellos fenómenos se cumplían en todo su rigor, y en el que el
    calor reducía las rocas a un total estado de fusión? Eso es lo que me temía,
    y se lo dije al profesor:


    —Si no nos ahogamos, ni nos estrellamos, ni nos morimos de hambre,
    siempre nos queda la posibilidad de cocernos vivos
    Se contentó con encogerse de hombros y volvió a sumirse en sus
    reflexiones.
    Transcurrió una hora, y salvo un ligero aumento de la temperatura,
    ningún accidente vino a modificar la situación. Por fin mi tío rompió el
    silencio.
    —Veamos, hay que tomar una decisión —dijo.
    —¿Tomar una decisión? —pregunté.
    —Sí. Hay que reparar nuestras fuerzas. Si tratamos de conservar estos
    restos de alimento, intentando prolongar nuestra existencia algunas horas,
    nos sentiremos débiles hasta el final.
    —Sí, hasta el final; que no se hará esperar.
    —Pero si se presenta una oportunidad de salvación, si es necesario un
    momento de acción, ¿dónde encontraremos las fuerzas para actuar si nos
    dejamos debilitar por la inanición?
    —Tío, una vez devorado ese trozo de carne, ¿qué nos quedará?
    —Nada más, Axel, nada. Pero ¿te alimentará más comerlo con los
    ojos? Esos razonamientos son los de un hombre sin voluntad, un ser sin
    energía.
    —¿Todavía le quedan esperanzas? —exclamé yo irritado.
    —Sí —replicó con firmeza el profesor.
    —¡Cómo!, ¿todavía cree que existe alguna posibilidad de salvación?
    —Sí, desde luego; mientras el corazón late, mientras la carne palpita,
    no admito que un ser dotado de voluntad permita que la desesperación
    anide en él.
    ¡Qué palabras! El hombre que las pronunciaba en semejantes
    circunstancias era, desde luego, de un temple poco común.
    —En fin —dije—, ¿qué pretende hacer?


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    Mensaje por Maria Lua Jue 07 Nov 2024, 09:45

    ***

    —Comer lo que queda de alimento hasta la última migaja y reparar
    nuestras fuerzas perdidas. Esa comida será la última, de acuerdo, pero, al
    menos, en lugar de estar agotados, nos convertiremos de nuevo en
    hombres.
    —Pues bien, ¡comamos! —exclamé.
    Mi tío cogió el trozo de carne y algunas galletas escapadas al
    naufragio; hizo tres partes iguales y las distribuyó. Aproximadamente era
    una libra de alimento para cada uno. El profesor comió con avidez, con
    una especie de arrebato febril; yo, sin placer, pese a mi hambre, casi con
    repugnancia; Hans, tranquila, moderadamente, masticando sin ruido
    pequeños bocados, saboreándolos con la calma de un hombre a quien las
    preocupaciones por el futuro no podían inquietar. Husmeando, había
    encontrado una cantimplora medio llena de ginebra; nos la ofreció, y ese
    líquido bienhechor tuvo el poder de reanimarme un poco.
    —Förtrafflig —dijo Hans, bebiendo a su vez.
    —¡Excelente! —respondió mi tío.
    Yo había recobrado algo de esperanza. Pero nuestra última comida
    acababa de finalizar. Eran entonces las cinco de la mañana.
    El hombre está hecho de tal forma que su salud es un efecto puramente
    negativo; una vez satisfecha la necesidad de comer, difícilmente se figura
    los horrores del hambre; tiene que sentirlos para comprenderlos. Por eso,
    al salir de un largo ayuno, algunos bocados de galletas y carne triunfaron
    sobre nuestros pasados sufrimientos.
    Mientras tanto, después de esta comida, cada cual se dejó llevar por
    sus reflexiones. ¿En qué pensaba Hans, aquel hombre del extremo
    occidente que dominaba la resignación fatalista de los orientales? Por lo
    que a mí se refiere, mis pensamientos sólo estaban hechos de recuerdos, y
    éstos me devolvían a la superficie del globo que jamás hubiera debido
    abandonar. La casa de Königstrasse, mi pobre Graüben, nuestra fiel
    Marthe, pasaron como visiones ante mis ojos y, en los lúgubres gruñidos
    que corrían a través del macizo, yo creía oír el ruido de las ciudades de la
    Tierra.
    En cuanto a mi tío, «siempre en su tarea», con la antorcha en la mano,
    examinaba atentamente la naturaleza de los terrenos; trataba de reconocer
    su situación mediante la observación de las capas superpuestas. Aquel
    cálculo, o mejor, aquella estimación, no podía ser sino muy aproximada;
    pero un sabio es siempre un sabio, cuando consigue conservar la sangre
    fría y, desde luego, el profesor Lidenbrock poseía esa cualidad en un grado
    poco común.
    Le oía murmurar palabras de la ciencia geológica; las comprendía y
    me interesaba a mi pesar en aquel estudio supremo.
    —Granito eruptivo —decía—. Todavía estamos en la época primitiva
    pero ¡subimos!, ¡subimos!, ¡subimos! ¡Quién sabe!
    ¿Quién sabe? El seguía esperando. Con su mano tanteaba la pared
    vertical, y algunos instantes más tarde proseguía de la siguiente forma:
    —¡Aquí tenemos los gneis!, y aquí los micaesquistos. Bueno, pronto
    vendrán los terrenos de la época de transición y entonces…
    ¿Qué quería decir el profesor? ¿Podía medir el espesor de la corteza
    terrestre suspendida sobre nuestra cabeza? ¿Poseía algún medio para hacer
    aquel cálculo? No. Carecía de manómetro, y ninguna estimación podía
    suplirlo.
    Mientras tanto, la temperatura aumentaba sin cesar y yo me sentía
    bañado de sudor en medio de una atmósfera ardiente. No podía compararla
    más que con el calor despedido por los hornos de una fundición a la hora
    del vaciado. Poco a poco, Hans, mi tío y yo tuvimos que quitarnos nuestras
    chaquetas y chalecos; cualquier ropa se convertía en causa de malestar,
    por no decir de sufrimiento.
    —¿Subimos hacia un foco incandescente? —pregunté en el momento
    en que el calor aumentaba.
    —No —respondió mi tío—; es imposible, es imposible.
    —Sin embargo —dije tanteando la pared—, este muro está ardiendo.
    En el momento en que pronuncié estas palabras, mi mano había rozado
    el agua y hube de retirarla a toda prisa.
    —El agua está ardiendo —exclamé.
    Aquella vez el profesor sólo respondió con un gesto de cólera.
    Entonces se apoderó de mi cerebro un invencible espanto y ya no lo
    abandonó. Tenía la sensación de una catástrofe próxima, y tal como
    hubiera podido concebirla la imaginación más audaz. Una idea, al
    principio vaga, insegura, se tornaba certidumbre en mi mente. La rechacé,
    pero volvía con obstinación. No me atrevía a formularla. Sin embargo,
    algunas observaciones involuntarias determinaron mi convicción. A la luz
    dudosa de la antorcha, distinguí movimientos desordenados en las capas
    graníticas; evidentemente iba a producirse un fenómeno en el que la
    electricidad jugaba un papel; además, estaban el calor excesivo y el agua
    hirviendo… Miré la brújula.
    ¡Estaba loca!



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    Mensaje por Maria Lua Vie 08 Nov 2024, 09:29

    ***


    43
    Sí, loca. La aguja saltaba de un polo a otro con bruscas sacudidas,
    recorría todos los puntos del cuadrante y giraba como si estuviera
    dominada por el vértigo.
    Sabía de sobra que, según las teorías más aceptadas, la corteza mineral
    del globo no está nunca en estado de reposo absoluto; las modificaciones
    producidas por la descomposición de las materias internas, la agitación
    procedente de las grandes corrientes líquidas y la acción del magnetismo,
    tienden a romperla constantemente, incluso aunque los seres diseminados
    por su superficie no sospechen su turbulencia. Por lo tanto, ese fenómeno
    me habría asustado, de otra forma, o al menos, no habría hecho nacer en
    mi mente una idea terrible.
    Pero otros acontecimientos, ciertos detalles sui géneris, no me
    permitieron dudar más tiempo. Las detonaciones se multiplicaban con una
    intensidad espantosa. Sólo podía compararlas con el ruido que harían un
    gran número de carruajes arrastrados rápidamente por el empedrado. Era
    como un trueno interminable.
    Además, me confirmaba en la opinión de la brújula enloquecida,
    sacudida por los fenómenos eléctricos. La corteza mineral amenazaba con
    quebrarse, los macizos graníticos parecían querer unirse, las grietas
    rellenarse, colmarse el vacío, y nosotros, pobres átomos, íbamos a ser
    aplastados en aquel formidable abrazo.
    —¡Tío, tío! —grité—, estamos perdidos.
    —¿De qué terror se trata ahora? —me respondió con una calma
    sorprendente—. ¿Qué te pasa?
    —¿Que qué me pasa? Observe esas paredes que se agitan, ese macizo
    que se disloca, el calor tórrido, el agua que hierve, los vapores que se
    espesan, la aguja loca; son todos los indicios de un terremoto.
    Mi tío movió lentamente la cabeza.
    —¿Un terremoto? —preguntó.
    —Sí.
    —Muchacho, creo que te equivocas.
    —¡Cómo! ¿No reconoce los síntomas?
    —¿De un terremoto? No; espero algo mejor.
    —¿Qué quiere decir?
    —Una erupción, Axel.
    —¡Una erupción! —dije—. ¡Estamos en la chimenea de un volcán en
    actividad!
    —Eso creo —dijo el profesor sonriendo—, y es lo mejor que puede
    pasarnos.
    ¡Lo mejor que puede pasarnos! ¡Mi tío se había vuelto loco! ¿Qué
    significaban aquellas palabras? ¿Por qué aquella calma y aquella sonrisa?
    —¡Cómo! —exclamé—. Estamos atrapados en una erupción; la
    fatalidad nos ha arrojado al camino de las lavas incandescentes, de las
    rocas en llamas, las aguas hirvientes y todas las materias eruptivas; vamos
    a ser rechazados, expulsados, despedidos, vomitados, expectorados al aire
    con trozos de rocas, lluvia de cenizas y escorias, en un torbellino de
    llamas, ¡y eso es lo mejor que podría pasarnos!
    —Sí —respondió el profesor mirándome por encima de sus gafas—,
    porque es la única posibilidad que tenemos de volver a la superficie de la
    Tierra.
    Pasaré sin detenerme por las mil ideas que se cruzaron en mi cerebro.
    Mi tío tenía razón, toda la razón, y jamás me pareció ni más audaz ni más
    convencido que en aquel momento en que esperaba y sopesaba con calma
    las posibilidades de una erupción.
    Mientras tanto, continuábamos subiendo; la noche transcurrió en ese
    movimiento ascensional; aumentaba el estrépito circundante; yo estaba
    casi completamente sofocado ya que creía llegada mi última hora, no
    obstante, la imaginación es tan extravagante que me entregué a una
    búsqueda infantil. Viéndome obligado a soportar mis pensamientos, puesto
    que no los podía dominar..
    Era evidente que nos empujaba la fuerza de una erupción. La balsa
    flotaba sobre el agua hirviente, bajo la cual se encontraba una capa de
    lava, un conglomerado de rocas que en la cima del cráter se dispersarían
    en todas direcciones. Estábamos, por tanto, en la chimenea de un volcán.
    No había duda.
    Pero aquella vez, en lugar del Sneffels, que era un volcán apagado, se
    trataba de uno en plena actividad. Así que me pregunté cuál podía ser
    aquella montaña y en qué parte del mundo íbamos a ser expulsados.
    En las regiones septentrionales, eso tampoco ofrecía la menor duda.
    Antes de volverse loca, la brújula no había cambiado al respecto. Desde el
    cabo Saknussemm habíamos sido arrastrados directamente hacia el Norte
    durante centenares de leguas. Ahora bien, ¿estábamos en Islandia?
    ¿Íbamos a ser lanzados por el cráter del Hekla o por uno de aquellos otros
    siete montes ignívomos de la isla? En aquel paralelo y en un radio de
    quinientas leguas, por el oeste sólo recordaba los volcanes mal conocidos
    de la costa noroeste de América. Al este, nada más existía uno, el Esse, a
    ochenta grados de latitud, en la isla de Jean Mayen, no lejos del Spitzberg.
    Desde luego, cráteres no faltaban, y los había lo bastante anchos como
    para vomitar todo un ejército. Pero ¿cuál nos serviría de salida? Es lo que
    trataba de adivinar.

    Era evidente que nos empujaba la fuerza de una erupción. La balsa
    flotaba sobre el agua hirviente, bajo la cual se encontraba una capa de
    lava, un conglomerado de rocas que en la cima del cráter se dispersarían
    en todas direcciones. Estábamos, por tanto, en la chimenea de un volcán.
    No había duda.
    Pero aquella vez, en lugar del Sneffels, que era un volcán apagado, se
    trataba de uno en plena actividad. Así que me pregunté cuál podía ser
    aquella montaña y en qué parte del mundo íbamos a ser expulsados.
    En las regiones septentrionales, eso tampoco ofrecía la menor duda.
    Antes de volverse loca, la brújula no había cambiado al respecto. Desde el
    cabo Saknussemm habíamos sido arrastrados directamente hacia el Norte
    durante centenares de leguas. Ahora bien, ¿estábamos en Islandia?
    ¿Íbamos a ser lanzados por el cráter del Hekla o por uno de aquellos otros
    siete montes ignívomos de la isla? En aquel paralelo y en un radio de
    quinientas leguas, por el oeste sólo recordaba los volcanes mal conocidos
    de la costa noroeste de América. Al este, nada más existía uno, el Esse, a
    ochenta grados de latitud, en la isla de Jean Mayen, no lejos del Spitzberg.
    Desde luego, cráteres no faltaban, y los había lo bastante anchos como
    para vomitar todo un ejército. Pero ¿cuál nos serviría de salida? Es lo que
    trataba de adivinar.




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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 27 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Vie 08 Nov 2024, 09:31

    ***

    Por la mañana se aceleró el movimiento de ascensión. Cerca de la
    superficie del globo el calor aumentaba en lugar de disminuir: eso
    indicaba que era completamente local y que se debía a una influencia
    volcánica. No me cabían dudas acerca de nuestro género de locomoción:
    una fuerza enorme, de una potencia de varios centenares de atmósferas,
    producida por los vapores acumulados en el seno de la Tierra, nos
    empujaba de modo irresistible. Pero ¡a qué innumerables peligros nos
    exponía!
    Poco después penetraron unos reflejos amarillos en la galería vertical
    que se ensanchaba; a derecha e izquierda percibía corredores profundos
    semejantes a inmensos túneles por los que se escapaban espesos vapores;
    lenguas de llamas lamían las paredes chisporroteando.
    —¡Mire, mire, tío! —exclamé.
    —Bueno, son llamas sulfurosas. Es lo más lógico en una erupción.
    —Pero ¿y si nos envuelven?
    —No nos envolverán.
    —¿Y si nos ahogamos?
    —No nos ahogaremos. La galería se ensancha, y si es preciso
    abandonaremos la balsa para refugiarnos en alguna grieta.
    —¿Y el agua? ¿El agua que sube?
    —Ya no hay agua, Axel, sino una especie de pasta de lava que nos sube
    con ella hasta el orificio del cráter.
    Efectivamente, la columna líquida había desaparecido para dejar su
    lugar a materias eruptivas bastante densas, aunque hirvientes. La
    temperatura se volvía insoportable; en aquella atmósfera un termómetro
    habría marcado más de setenta grados. El sudor me inundaba. Si no
    hubiera sido tan rápida nos habríamos ahogado sin la menor duda.
    Sin embargo, el profesor no mantuvo su proposición de abandonar la
    balsa, e hizo bien. Aquellos troncos mal unidos ofrecían una superficie
    sólida, un punto de apoyo que en cualquier otra parte nos habría faltado.
    Hacia las ocho de la mañana se produjo un nuevo incidente por
    primera vez. El movimiento ascensional cesó de pronto. La embarcación
    quedó absolutamente inmóvil.
    —¿Qué pasa? —pregunté estremecido por aquella detención súbita
    como por un choque.
    —Una parada —respondió mi tío.
    —¿Se calma la erupción?
    —Espero que no.
    Me levanté. Traté de ver a mi alrededor. Quizá la balsa, retenida por un
    saliente de roca, oponía una resistencia momentánea a la masa eruptiva.
    En tal caso, había que apresurarse a abandonarla cuanto antes.
    No era eso. La columna de cenizas, de escorias y de restos de piedras
    había dejado de subir.
    —¿Se va a interrumpir la erupción? —pregunté.
    —Ah —dijo mi tío con los dientes apretados—, ¿temes eso,
    muchacho?; tranquilízate, este momento de calma no puede prolongarse,
    hace cinco minutos que dura, y dentro de poco proseguiremos nuestra
    marcha hacia el orificio del cráter.
    Mientras hablaba, el profesor consultaba su cronómetro. Se
    confirmaron sus pronósticos: pronto reanudó la balsa un movimiento
    rápido y desordenado que duró aproximadamente dos minutos antes de
    detenerse de nuevo.
    —Bueno —dijo mi tío mirando la hora—, dentro de diez minutos
    reanudará su camino.
    —¿Diez minutos?
    —Sí. Estamos en un volcán cuya erupción es intermitente. Nos deja
    respirar con él.
    Estaba en lo cierto. En el minuto justo fuimos lanzados de nuevo con
    la mayor rapidez. Había que aferrarse a los troncos para no salir despedido
    fuera de la balsa. Luego, se frenó el impulso.
    Después he reflexionado sobre este singular fenómeno sin hallarle una
    explicación suficiente. Sin embargo, me parece evidente que no
    ocupábamos la chimenea central del volcán, sino un conducto accesorio,
    donde se dejaba sentir un efecto secundario.
    ¿Cuántas veces se repitió aquella maniobra? No sabría decirlo. Lo
    único que puedo afirmar es que, cada vez que se reanudaba el movimiento,
    éramos empujados con más fuerza, pareciendo que nos arrastrara un
    verdadero proyectil. Durante los instantes de detención nos ahogábamos;
    cuando ascendíamos, el aire ardiente me cortaba la respiración. Por un
    momento pensé con voluptuosidad en encontrarme súbitamente en las
    regiones hiperbóreas, con un frío de treinta grados bajo cero. Mi
    imaginación sobreexcitada se paseaba por las llanuras de nieve de las
    comarcas árticas, y ansiaba el momento en que me dejara rodar sobre las
    alfombras heladas del polo. Además, poco a poco se me iba la cabeza, rota
    por las reiteradas sacudidas. Sin los brazos de Hans, más de una vez me
    habría deshecho el cráneo contra la pared de granito.
    Por esta razón no he conservado ningún recuerdo preciso de lo que
    pasó durante las horas siguientes. Tengo la confusa sensación de
    detonaciones continuas, de la agitación del macizo, de un movimiento
    giratorio que se apoderó de la balsa. Onduló sobre olas de lava en medio
    de una lluvia de cenizas. La envolvieron llamas sonoras. El rostro de Hans
    se me apareció por última vez en un reflejo de incendio, y no tuve más
    sensación que el espantoso siniestro de los condenados a ser atados a la
    boca de un cañón, en el momento en que el disparo sale y dispersa sus
    miembros por los aires.



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    Mensaje por Maria Lua Dom 10 Nov 2024, 08:38

    ***
    44





    Cuando volví a abrir los ojos, me sentí sujeto de la cintura por el brazo
    vigoroso del guía. Con la otra mano sostenía a mi tío. Yo no estaba herido
    de gravedad; sólo exhausto por un agotamiento general. Me vi tendido en
    la ladera de una montaña, a dos pasos de un abismo al que me habría
    precipitado el menor movimiento. Hans me había salvado de la muerte
    cuando rodaba por la falda del cráter.
    —¿Dónde estamos? —preguntó mi tío, que me pareció muy irritado
    por haber vuelto a tierra.
    El cazador se encogió de hombros en señal de ignorancia.
    —En Islandia —dije.
    —Nej —respondió Hans.
    —¿Cómo que no? —exclamó el profesor.
    —Hans se equivoca —dije yo levantándome.
    Tras las innumerables sorpresas de aquel viaje, nos estaba reservada
    todavía una mayor. Yo esperaba ver un cono cubierto de nieves eternas, en
    medio de los áridos desiertos de las regiones septentrionales, bajo los
    pálidos rayos de un cielo polar, más allá de las latitudes más altas; y
    contrariamente a todas estas previsiones, mi tío, el islandés y yo
    estábamos tumbados en la pendiente de una montaña calcinada por los
    ardores del sol que nos devoraba con su fuego.
    No quería dar crédito a mis ojos; pero la realidad que abrasaba mi
    cuerpo era algo que no me permitía dudar. Habíamos salido semidesnudos
    del cráter, y el astro radiante, del que no habíamos sabido nada desde hacía
    dos meses, mostrándose con nosotros pródigo de luz y de calor, derramaba
    a oleadas una irradiación espléndida.
    Cuando mis ojos se habituaron al brillo del que se habían
    desacostumbrado, los empleé para rectificar los errores de mi
    imaginación. Suponía que por lo menos nos hallábamos en Spitzberg, y no
    estaba de humor para desistir de ello fácilmente.
    El profesor fue el primero en tomar la palabra y dijo:
    —En efecto, esto no se parece a Islandia.
    —¿Y la isla de Jean Mayen? —pregunté.
    —Tampoco, muchacho. Éste no es un volcán del norte con sus colinas
    de granito y su caperuza de nieve.
    —Sin embargo…
    —Mira, Axel, mira.
    Por encima de nuestra cabeza, a quinientos pies como máximo, se
    abría el cráter de un volcán por el que cada cuarto de hora, con una
    fortísima detonación, era lanzada una alta columna de llamas mezcladas
    con piedra pómez, ceniza y lava. Yo sentía las convulsiones de la montaña,
    que respiraba como las ballenas, y de vez en cuando echaba fuego y aire
    por sus enormes respiraderos. Por debajo, las capas de materias eruptivas
    se extendían por una pendiente bastante pronunciada hasta una
    profundidad de setecientos a ochocientos pies; por lo tanto, el volcán sólo
    alcanzaba una altura total de trescientas toesas. Su base desaparecía en un
    auténtico ramillete de árboles verdes, entre los que distinguí olivos,
    higueras y viñas cargadas de uvas bermejas.
    No era ése el aspecto de las regiones árticas, había que aceptarlo.
    Cuando la mirada traspasaba aquel verde conjunto, se hundía
    enseguida en las aguas de un mar maravilloso, o quizá fuera un lago, que
    hacía de aquella tierra encantada una isla de apenas algunas leguas de
    ancho. A levante se veía un pequeño puerto, rodeado por algunas casas, y
    en el que unos navíos de forma peculiar se balanceaban a las ondulaciones
    de las azuladas olas. Más allá, sobresalían de la llanura líquida grupos de
    islotes tan numerosos que parecían un enorme hormiguero. Hacia
    poniente, bordeaban el horizonte unas costas lejanas; sobre unas se
    perfilaban montañas azules de armoniosa conformación; sobre otras, más
    alejadas, aparecía un cono prodigiosamente elevado, en cuya cima se
    agitaba un penacho de humo. En el norte, una inmensa extensión de agua
    brillaba bajo los rayos solares, dejando asomar aquí y allá la punta de una
    arboladura o la convexidad de una vela hinchada por el viento.
    Lo imprevisto de semejante espectáculo centuplicaba todavía más sus
    maravillosas bellezas.
    Desde la cima del Stromboli.
    —¿Dónde estamos? ¿Dónde estamos? —repetía yo a media voz.
    Hans cerraba los ojos con indiferencia, y mi tío miraba sin
    comprender.


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    Mensaje por Maria Lua Lun 11 Nov 2024, 13:11

    ***
    —Cualquiera que sea esta montaña —dijo por último—, hace bastante
    calor; las explosiones no paran, y sería realmente lamentable haber salido
    de una erupción para recibir un trozo de roca en la cabeza. Descendamos, y
    sabremos a qué atenernos. Además, me muero de hambre y de sed.
    Decididamente el profesor no era un espíritu contemplativo. Por lo que
    a mí se refiere, olvidándome de la necesidad y las fatigas, me habría
    quedado en aquel lugar todavía durante muchas horas, pero tuve que seguir
    a mis compañeros.
    El talud del volcán mostraba pendientes muy pronunciadas;
    resbalábamos por auténticas hoyas llenas de cenizas, evitando los
    riachuelos de lava que avanzaban como serpientes de fuego. Mientras
    descendíamos, yo hablaba con volubilidad, porque mi imaginación estaba
    demasiado rebosante para no derramarse en palabras.
    —Estamos en Asia —exclamé—, en las costas de la India, en las islas
    de Malasia, en plena Oceanía. Hemos atravesado la mitad del globo para
    desembocar por los antípodas de Europa.
    —Pero ¿y la brújula? —respondía mi tío.
    —Sí. ¡La brújula! —decía yo con aire azorado—. De creerla, hemos
    caminado siempre hacia el Norte.
    —¿Ha mentido entonces?
    —Bueno, mentido…
    —A menos que esto sea el polo norte.
    —¡El polo! No, pero…
    El hecho resultaba inexplicable. Yo no sabía qué pensar.
    Mientras tanto, nos acercábamos a aquel verdor que daba gusto ver. El
    hambre me atormentaba, y también la sed. Afortunadamente, tras dos
    horas de marcha, se ofreció a nuestras miradas una preciosa campiña
    completamente cubierta de olivos, granados y viñedos que parecían
    pertenecer a todo el mundo. Además, en nuestra indigencia no estábamos
    en situación de tener escrúpulos. ¡Qué goce exprimir aquellos sabrosos
    frutos sobre nuestros labios y morder las uvas de aquellas viñas rojas! No
    lejos, en la hierba, a la sombra deliciosa de los árboles, descubrí una
    fuente de agua fresca, donde se zambulleron voluptuosamente nuestra cara
    y nuestras manos.
    Mientras cada uno de nosotros se abandonaba así a todas las dulzuras
    del descanso, apareció un niño entre dos olivos.
    —¡Ah! —exclamé—, un habitante de esta feliz comarca.
    Era una especie de niño pobre, muy miserablemente vestido y bastante
    enfermizo, al que nuestra presencia pareció asustar mucho; en efecto,
    medio desnudos y con la barba revuelta, teníamos muy mal aspecto, y a
    menos que aquél fuera un país de ladrones, estábamos en las mejores
    condiciones para atemorizar a sus habitantes.
    En el momento en que el chiquillo iba a emprender la fuga, Hans
    corrió tras él y lo trajo, pese a sus gritos y patadas.
    Mi tío comenzó por tranquilizarle lo mejor que pudo, y le dijo en buen
    alemán:
    —¿Cómo se llama esta montaña, pequeño?
    El niño no respondió.
    —Bueno —dijo mi tío—, no estamos en Alemania.
    Y volvió a repetir la misma pregunta en inglés. El niño tampoco
    respondió. Yo estaba muy intrigado.
    —¿Será mudo? —exclamó el profesor que, muy orgulloso de su
    poliglotismo, repitió la misma pregunta en francés.
    El niño siguió en silencio.
    —Intentémoslo en italiano —prosiguió mi tío, y dijo en esa lengua:
    —Dove noi siamo?
    —Sí, ¿dónde estamos? —repetía yo con impaciencia.
    El niño seguía sin responder.
    —¡Ah, vas a hablar! —exclamó mi tío, a quien comenzaba a dominar
    la cólera, sacudiendo al niño por las orejas—. Come si noma questa isola?
    —Stromboli —respondió el pastorcillo, que escapó de las manos de
    Hans y ganó la llanura entre los olivos.
    ans y ganó la llanura entre los olivos.
    ¡Ni siquiera se nos había ocurrido! ¡El Stromboli! ¡Qué efecto produjo
    en mi imaginación ese nombre inesperado! Estábamos en pleno
    Mediterráneo, en medio del archipiélago eolio de mitológica memoria, en
    la antigua Strongyle, donde Eolo encadenaba los vientos y las
    tempestades. Y aquellas montañas azules que se redondeaban hacia
    levante eran las montañas de Calabria. Y aquel volcán erguido en el
    horizonte del sur, el Etna, el feroz Etna.
    —¡Stromboli! ¡Stromboli! —repetía yo.




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    Mensaje por Maria Lua Mar 12 Nov 2024, 09:27

    ***


    El niño seguía sin responder.
    —¡Ah, vas a hablar! —exclamó mi tío, a quien comenzaba a dominar
    la cólera, sacudiendo al niño por las orejas—. Come si noma questa isola?
    —Stromboli —respondió el pastorcillo, que escapó de las manos de
    Hans y ganó la llanura entre los olivos.
    ¡Ni siquiera se nos había ocurrido! ¡El Stromboli! ¡Qué efecto produjo
    en mi imaginación ese nombre inesperado! Estábamos en pleno
    Mediterráneo, en medio del archipiélago eolio de mitológica memoria, en
    la antigua Strongyle, donde Eolo encadenaba los vientos y las
    tempestades. Y aquellas montañas azules que se redondeaban hacia
    levante eran las montañas de Calabria. Y aquel volcán erguido en el
    horizonte del sur, el Etna, el feroz Etna.
    —¡Stromboli! ¡Stromboli! —repetía yo.
    Mi tío me acompañaba con sus gestos y sus palabras. Parecía como si
    estuviéramos cantando a coro.
    ¡Ah, qué viaje! ¡Qué maravilloso viaje! ¡Habíamos entrado por un
    volcán y salíamos por otro, y este otro estaba situado a más de doscientas
    leguas del Sneffels, de la árida Islandia perdida en los confines del mundo!
    Los azares de aquella expedición nos habían transportado al seno de las
    más armoniosas comarcas de la Tierra. ¡Habíamos cambiado la región de
    las nieves eternas por las del verdor infinito, dejando por encima de
    nuestras cabezas la bruma grisácea de las zonas heladas para volver al
    cielo azulado de Sicilia!
    Tras una deliciosa comida compuesta de frutas y agua fresca, nos
    pusimos de nuevo en camino para alcanzar el puerto de Stromboli. No nos
    pareció prudente decir cómo habíamos llegado a la isla: el espíritu
    supersticioso de los italianos habría visto en nosotros unos demonios
    vomitados del seno de los infiernos; tuvimos, pues, que resignarnos a
    pasar por humildes náufragos. Era menos glorioso, pero más seguro.
    Mientras caminábamos, oía murmurar a mi tío:
    —Pero ¡la brújula, la brújula marcaba el Norte! ¿Cómo explicarlo?
    —Eso no hay que explicarlo, es lo más fácil —dije en un tono de
    desdén.
    —¡Ya!, un profesor del Johannaeum que no encuentra la razón de un
    fenómeno cósmico…, ¡sería una vergüenza!
    Al hablar así, mi tío, medio desnudo, con su bolsa de cuero alrededor
    de la cintura y alzando las gafas sobre la nariz, se convirtió de nuevo en el
    terrible profesor de mineralogía.
    Una hora después de haber abandonado el bosque de olivos,
    llegábamos al puerto de San Vicenzo, donde Hans reclamó la paga de su
    decimotercera semana de servicio, que le fue entregada con calurosos
    apretones de mano.
    En aquel instante, si no compartió nuestra natural emoción, se dejó
    arrastrar por lo menos a un movimiento de expansión extraordinaria.
    Con la punta de los dedos oprimió ligeramente nuestras dos manos y
    comenzó a sonreír.




    45



    Ésta es la conclusión de un relato en el que se negarán a creer las
    gentes más acostumbradas a no asombrarse de nada. Pero estoy curtido de
    antemano contra la incredulidad humana.
    Fuimos recibidos por los pescadores estrombolianos con las atenciones
    debidas a los náufragos. Nos dieron ropas y víveres. Tras cuarenta y ocho
    horas de espera, el 31 de agosto, un pequeño speronare nos condujo a
    Mesina, donde varios días de descanso nos repusieron de todas nuestras
    fatigas.
    El viernes 4 de septiembre embarcábamos a bordo del Volturne, uno de
    los paquebotes-correo de las mensajerías imperiales de Francia, y tres días
    más tarde desembarcábamos en Marsella con una sola preocupación en
    nuestra mente: la de nuestra maldita brújula. Este hecho inexplicable no
    dejaba de preocuparme profundamente. El 9 de septiembre por la noche
    llegábamos a Hamburgo.
    Renuncio a describir la estupefacción de Marthe y la alegría de
    Graüben.
    —Ahora que eres un héroe —me dijo mi querida prometida—, ya no
    tendrás necesidad de abandonarme, Axel.
    La miré: lloraba al mismo tiempo que sonreía. Imagínense si el
    regreso del profesor Lidenbrock causó sensación en Hamburgo. Gracias a
    las indiscreciones de Marthe, la noticia de su partida para el centro de la
    Tierra se había difundido en todo el mundo. Nadie quiso creerlo, y cuando
    volvieron a verle, tampoco lo creyó nadie.
    Sin embargo, la presencia de Hans y diversas informaciones
    procedentes de Islandia modificaron poco a poco la opinión pública.





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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 27 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Mar 12 Nov 2024, 09:29

    ***

    Entonces mi tío se convirtió en un gran hombre, y yo en el sobrino de
    un gran hombre, lo que ya es algo. Hamburgo dio una fiesta en nuestro
    honor. En el Johannaeum tuvo lugar una sesión pública en la que el
    profesor hizo el relato de su expedición sin omitir más que los hechos
    relativos a la brújula. Aquel mismo día depositó en los archivos de la
    ciudad el documento de Saknussemm y expresó su gran pesar de que las
    circunstancias, más fuertes que su voluntad, no le hubieran permitido
    seguir hasta el centro de la Tierra las huellas del viajero islandés. Fue
    modesto en su gloria, y su reputación aumentó con ello.
    Tanto honor debía suscitar necesariamente envidias. Las hubo, y como
    sus teorías, apoyadas en hechos seguros, contradecían las teorías de la
    ciencia sobre la cuestión del fuego central, sostuvo con la pluma y la
    palabra notables discusiones con los sabios de todos los países.
    Por lo que a mí se refiere, no puedo admitir su teoría del enfriamiento;
    a pesar de lo que he visto, creo y creeré siempre en el calor central; pero
    confieso que ciertas circunstancias todavía mal definidas pueden
    modificar esa ley bajo la acción de fenómenos naturales.
    En el momento en que estas cuestiones eran palpitantes, mi tío
    experimentó una verdadera pena: Hans, pese a sus ruegos, había dejado
    Hamburgo; el hombre al que debíamos todo no quiso dejarnos pagarle
    nuestra deuda con él. Le dominaba la nostalgia de Islandia.
    —Farval —dijo un día, y con esta simple palabra de adiós partió para
    Reikiavik, adonde llegó felizmente.
    Estábamos unidos de modo muy singular a nuestro valiente cazador de
    éideres; su ausencia nunca hará que le olvidemos aquellos a quienes salvó
    la vida, y desde luego no moriré sin volver a verle.
    Para terminar, debo añadir que este Viaje al centro de la Tierra causó
    enorme sensación en el mundo. Fue impreso y traducido a todas las
    lenguas; los periódicos de mayor prestigio se disputaron sus principales
    episodios, que fueron comentados, discutidos, atacados y sostenidos con
    igual convicción, tanto en el campo de los creyentes como de los
    incrédulos. Cosa rara. Mi tío gozaba en vida de toda la gloria que había
    adquirido y hasta el señor Barnum llegó a proponerle «exhibirlo» a muy
    alto precio por los Estados de la Unión.
    Pero un malestar, digamos incluso que tormento, dejaba un mal sabor
    de boca en medio de tanta gloria. Un hecho seguía siendo inexplicable: el
    de la brújula; y para un sabio, semejante fenómeno inexplicado se
    convierte en el suplicio de la inteligencia. Sin embargo, el cielo reservaba
    a mi tío una felicidad completa.
    Cierto día, mientras ordenaba una colección de minerales en su
    gabinete, vi la famosa brújula y me puse a contemplarla.
    Estaba allí desde hacía seis meses, en su rincón, sin saber las torturas
    que causaba.
    De pronto, ¡cuál no fue mi pasmo! Lancé un grito. Acudió el profesor.
    —¿Qué pasa? —preguntó.
    —La brújula.
    —¿Y qué?
    —Que la aguja indica el Sur y no el Norte.
    —¿Qué dices?
    —Mire, sus polos están cambiados.
    —¡Cambiados!
    Mi tío miró, comprobó, e hizo temblar la casa con un salto soberbio.
    ¡Qué luz iluminaba a la vez su espíritu y el mío!
    —O sea —exclamó cuando recuperó la palabra—, desde nuestra
    llegada al cabo Saknussemm, la aguja de esta maldita brújula marcaba el
    Sur en lugar del Norte.
    —Evidentemente.
    —Así se explica nuestro error. Pero ¿qué fenómeno ha podido producir
    esta inversión de los polos?
    —Nada más simple.
    —Explícate, muchacho.
    —Durante la tormenta, en el mar Lidenbrock, aquella bola de fuego
    que imantaba el hierro de la balsa desorientó nuestra brújula,
    simplemente
    —Ah —exclamó el profesor echándose a reír—, ¿entonces no fue más
    que una mala pasada de la electricidad?
    A partir de ese día, mi tío fue el más feliz de los sabios, y yo el más
    dichoso de los hombres, porque mi bonita virlandesa, dejando su estado de
    pupila, ocupó su rango en la casa de Königstrasse en la doble calidad de
    sobrina y esposa. Inútil añadir que su tío fue el ilustre profesor Otto
    Lidenbrock, miembro correspondiente de todas las sociedades científicas,
    geográficas y mineralógicas de las cinco partes del mundo.


    FIN







    JULES VERNE. Jules Gabriel Verne (Nantes, 8 de febrero de 1828 -
    Amiens, 24 de marzo de 1905), conocido en los países de lengua española
    como Julio Verne, fue un escritor francés de novelas de aventuras. Es
    considerado junto a H. G. Wells uno de los padres de la ciencia ficción. Es
    el segundo autor más traducido de todos los tiempos, después de Agatha
    Christie, con 4185 traducciones, de acuerdo al Index Translationum.
    Algunas de sus obras han sido adaptadas al cine. Predijo con gran
    exactitud en sus relatos fantásticos la aparición de algunos de los
    productos generados por el avance tecnológico del siglo XX, como la
    televisión, los helicópteros, los submarinos o las naves espaciales. Fue
    condecorado con la Legión de Honor por sus aportes a la educación y a la
    ciencia










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    Mensaje por Maria Lua Mar 12 Nov 2024, 09:35

    Julio Verne

    LA VUELTA AL MUNDO EN 80 DíAS






    En el año 1872, la casa número 7 de Saville-Row, Burlington Gardens --donde murió
    Sheridan en 1814-- estaba habitada por Phileas Fogg, quien a pesar de que parecía
    haber tomado el partido de no hacer nada que pudiese llamar la atención, era uno de los
    miembros más notables y singulares del ReformClub de Londres.
    Por consiguiente, Phileas Fogg, personaje enigmático y del cual sólo se sabía que era un hombre
    muy galante y de los más cumplidos gentlemen de la alta sociedad inglesa, sucedía a uno de los más
    grandes oradores que honran a Inglaterra.
    Decíase que se daba un aire a lo Byron -su cabeza, se entiende, porque, en cuanto a los pies, no tenía
    defecto alguno-, pero a un Byron de bigote y pastillas, a un Byron impasible, que hubiera vivido mil
    años sin envejecer.
    Phileas Fogg, era inglés de pura cepa; pero quizás no había nacido en Londres. Jamás
    se le había visto en la Bolsa ni en el Banco, ni en ninguno de los despachos mercantiles
    de la City. Ni las dársenas ni los docks de Londres recibieron nunca un navío cuyo
    armador fuese Phileas Fogg. Este gentleman no figuraba en ningún comité de
    administración. Su nombre nunca se había oído en un colegio de abogados, ni de en
    Gray's Inn. Nunca informó en la Audiencia del canciller, ni en el Banco de la Reina, ni
    en el Echequer, ni en los Tribunales Eclesiásticos. No era ni industrial, ni negociante, ni
    mercader, ni agricultor. No formaba parte ni del Instituto Real de la Gran Bretaña ni
    del Instituto de Londres, ni del Instituto de los Artistas, ni del Instituto Russel, ni del
    Instituto Literario del Oeste, ni del Instituto de Derecho, ni de ese Instituto de las
    Ciencias y las Artes Reunidas que está colocado bajo la protección de Su Graciosa
    Majestad. En fin, no pertenecía a ninguna de las numerosas Sociedades que pueblan la
    capital de Inglaterra, desde la Sociedad de la Armónica hasta la Sociedad
    Entoniológica, fundada principalmente con el fin de destruir los insectos nocivos.
    Phileas Fogg era miembro del Reform-Club, y nada más.
    Al que hubiese extrañado que un gentleman tan misterioso alternase con los
    miembros de esta digna asociación, se le podría haber respondido que entró en ella
    recomendado por los señores Baring Hermanos. De aquí cierta reputación debida a la
    regularidad con que sus cheques eran pagados a la vista por el saldo de su cuenta
    corriente, invariablemente acreedor.
    ¿Era rico Phileas Fogg? Indudablemente. Cómo había realizado su fortuna, es lo que
    los mejor informados no podían decir, y para saberlo, el último a quien convenía
    dirigirse era míster Fogg. En todo caso, aun cuando no se prodigaba mucho, no era tam-
    poco avaro, porque en cualquier parte donde faltase auxilio para una cosa noble, útil o
    generosa, solía prestarlo con sigilo y hasta con el velo del anónimo.
    En suma, encontrar algo que fuese menos comunicativo que este gentleman, era cosa
    difícil. Hablaba lo menos posible y parecía tanto más misterioso cuanto más silencioso
    era. Llevaba su vida al día; pero lo que hacía era siempre lo mismo, de tan matemático
    modo, que la imaginación descontenta buscaba algo más allá.
    ¿Había viajado? Era probable, porque poseía el inapamundi mejor que nadie. No
    había sitio, por oculto que pudiera hallarse del que no pareciese tener un especial
    conocimiento. A veces, pero siempre en pocas breves y claras palabras, rectificaba los
    mil propósitos falsos que solían circular en el club acerca de viajeros perdidos o
    extraviados, indicaba las probabilidades que tenían mayores visos de realidad y a
    menudo, sus palabras parecían haberse inspirado en una doble vista; de tal manera el
    suceso acababa siempre por justificarlas. Era un hombre que debía haber viajado por
    todas partes, a lo menos, de memoria.
    Lo cierto era que desde hacía largos años Phileas Fogg no había dejado Londres. Los
    que tenían el honor de conocerle más a fondo que los demás, atestiguaban que
    --excepción hecha del camino diariamente recorrido por él desde su casa al club- nadie
    podía pretender haberio visto en otra parte. Era su único pasatiempo leer los

    periódicos y jugar al whist. Solía ganar a ese silencioso juego, tan apropiado a su natu-
    ral, pero sus beneficios nunca entraban en su bolsillo, que figuraban por una suma

    respetable en su presupuesto de caridad. Por lo demás -bueno es consignarlo-, míster
    Fogg, evidentemente jugaba por jugar, no por ganar. Para él, el juego era un combate,
    una lucha contra una dificultad; pero lucha sin movimiento y sin fatigas, condiciones
    ambas que convenían mucho a su carácter.
    Nadie sabía que tuviese mujer ni hijos -cosa que puede suceder a la persona más
    decente del mundo-, ni parientes ni amigos -lo cual era en verdad algo más extraño-.
    Phileas Fogg vivía solo en su casa de Saville-Row, donde nadie penetraba. Un criado
    único le bastaba para su servicio. Almorzando y comiendo en el club a horas
    cronométricamente determinadas, en el mismo comedor, en la misma mesa, sin tratarse
    nunca con sus colegas, sin convidar jamás a ningún extraño, sólo volvía a su casa para
    acostarse a la media noche exacta, sin hacer uso en ninguna ocasión de los cómodos
    dormitorios que el Reform-Club pone a disposición de los miembros del círculo. De las
    veinticuatro horas del día, pasaba diez en su casa, que dedicaba al sueño o al tocador.
    Cuando paseaba, era invariablemente y con paso igual, por el vestíbulo que tenía
    mosaicos de madera en el pavimento, o por la galería circular coronada por una media
    naranja con vidrieras azules que sostenían veinte columnas jónicas de pórfido rosa,
    Cuando almorzaba o comía, las cocinas, la repostería, la despensa, la pescadería y la
    lechería del club eran las que con sus suculentas reservas proveían su mesa; los
    camareros del club, graves personas vestidas de negro y calzados con zapatos de suela
    de fieltro, eran quienes le servían en una vajilla especial y sobre admirables manteles de
    lienzo sajón; la cristalería o molde perdido del club era la que contenía su sherry, su
    oporto o su clarete mezclado con canela, capilaria o cinamomo; en fin, el hielo del club
    -hielo traído de los lagos de América a costa de grandes desembolsos-, conservaba sus
    bebidas en un satisfactorio estado de frialdad.



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    Mensaje por Maria Lua Mar 12 Nov 2024, 09:37

    ***

    Si vivir en semejantes condiciones es lo que se llama ser excéntrico, preciso es
    convenir que algo tiene de bueno la excentricidad.
    La casa en Saville-Row, sin ser suntuosa, se recomendaba por su gran comodidad.
    Por lo demás, con los hábitos invariables del inquilino, el servicio no era penoso. Sin
    embargo, Phileas Fogg exigía de su único criado una regularidad y una puntualidad
    extraordinarias. Aquel mismo día, 2 de octubre, Phileas Fogg había despedido a James
    Foster, por el enorme delito de haberle llevado el agua para afeitarse a 84 grados
    Fahrenheit en vez de 85, y esperaba a su sucesor, que debía presentarse entre once y
    once y media.
    Phileas Fogg, rectamente sentado en su butaca, los pies juntos como los de los
    soldados en formación, las manos sobre las rodillas, el cuerpo derecho, la cabeza
    erguida, veía girar el minutero del reloj, complicado aparato que señalaba las horas, los
    minutos, los segundos, los días y años. Al dar las once y media, mister Fogg, según su
    costumbre diaria debía salir de su casa para ir al Reform-Club.
    En aquel momento llamaron a la puerta de la habitación que ocupaba Phileas Fogg.
    El despedido James Foster apareció y dijo:
    -El nuevo criado.
    Un mozo de unos 30 años se dejó ver y saludó.
    -¿Sois francés y os llamáis John? -Le preguntó Phileas Fogg.
    -Juan, si el señor no lo lleva a mal -respondió el recién venido-. Juan Picaporte,
    apodo que me ha quedado y que justificaba mi natural aptitud para salir de todo apuro,
    Creo ser honrado, aunque, a decir verdad, he tenido varios oficios. He sido cantor
    ambulante, he sido artista de circo donde daba el salto como Leotard y bailaba en la
    cuerda como Blondín; luego, al fin de hacer más útiles mis servicios, he llegado a pro-
    fesor de gimnasia, y por último, era sargento de bomberos en París, y aún tengo en mi
    hoja de servicios algunos incendios notables. Pero hace cinco años que he abandonado
    la Francia, y queriendo experimentar la vida doméstica soy ayuda de cámara en
    Inglaterra. Y hallándome desacomodado y habiendo sabido que el señor Phileas Fogg
    era el hombre más exacto y sedentario del Reino Unido, me he presentado en casa del
    señor, esperando vivir con tranquilidad y olvidar hasta el apodo de Picaporte.
    -Picaporte me conviene -respondió el gentiemen-. Me habéis sido recomendado.
    Tengo buenos informes sobre vuestra conducta. ¿Conocéis mis condiciones?
    -Sí, señor.
    -Bien. ¿Qué hora tenéis?
    -Las once y veintidós -respondió Picaporte, sacando de las profundidades del
    bolsillo de su chaleco un enorme reloj de plata.
    -Vais atrasado.
    -Perdóneme el señor, pero es imposible.
    -Vais cuatro minutos atrasado. No importa. Basta con hacer constar la diferencia.
    Conque desde este momento, las once y veintinueve de la mañana, hoy miércoles 2 de
    octubre de 1872, entráis a mi servicio.
    Dicho esto, Phi leas Fogg se levantó, tomó su sombrero con la mano izquierda, lo
    colocó en su cabeza mediante un movimiento automático, y desapareció sin decir
    palabra.
    Picaporte oyó por primera vez el ruido de la puerta que se cerraba; era su nuevo amo
    que salía; luego, escuchó por segunda vez el mismo ruido; era James Foster que se
    marchaba también.
    Picaporte se quedó solo en la casa de SavilleRow.






    II



    -A fe mía -decía para sí Picaporte algo aturdido al principio-, he conocido en casa de
    madame Tussaud personajes de tanta vida como mi nuevo amo. Conviene advertir que
    los personajes de madame
    Tussaud son unas figuras de cera muy visitadas, y a las cuales verdaderamente no les
    falta más que hablar.
    Durante los cortos instantes en que pudo entrever
    a Phileas Fogg, Picaporte había examinado rápida pero cuidadosamente a su amo
    futuro. Era un hombre que podía tener unos cuarenta años, de figura noble y arrogante,
    alto de estatura, sin que lo afease cierta ligera obesidad, de pelo rubio, frente tersa y sin
    señal de arrugas en las sienes, rostro más bien pálido que sonrosado, dentadura
    magnífica. Parecía poseer en el más alto grado eso que los fisonomistas llaman "el
    reposo en la acción" facultad común a todos los que hacen más trabajo que ruido.
    Sereno, flemático, pura la mirada, inmóvil el párpado, era el tipo acabado de esos
    ingleses de sangre fría que suelen encontrarse a menudo en el Reino Unido, y cuya
    actitud algo académica ha sido tan maravillosamente reproducida por el pincel de
    Angélica Kauffmann. Visto en los diferentes actos de su existencia, este gentleman
    despertaba la idea de un ser bien equilibrado en todas sus partes, proporcionado con
    precisión, y tan exacto como un cronómetro de Leroy o de Bamshaw. Porque, en
    efecto, Phileas Fogg era la exactitud personificada, lo que se veía claramente en la
    "expresión de sus pies y de sus manos", pues que en el hombre, así como en los
    animales, los miembros mismos son organos expresivos de las pasiones.
    Phileas Fogg era de aquellas personas matemáticamente exactas que nunca
    precipitadas y siempre dispuestas, economizan sus pasos y sus movimientos.
    Atajando siempre, nunca daba un paso de más. No perdía una mirada dirigiéndola al
    techo. No se permitía ningún gesto superfluo. Jamás se le vio ni conmovido ni
    alterado. Era el hombre menos apresurado del mundo, pero siempre llegaba a tiempo.
    Pero, desde luego, se comprenderá que tenía que vivir solo y, por decirlo así, aislado de
    toda relación social. Sabía que en la vida hay que dedicar mucho al rozamiento, y como
    el rozamiento entorpece, no se rozaba con nadie.





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    Mensaje por Maria Lua Miér 13 Nov 2024, 08:27

    ***


    En cuanto a Juan, alias Picaporte, verdadero parisiense de París, durante los cinco
    años que había habitado en Inglaterra desempeñando la profesión de ayuda de cámara,
    en vano había tratado de hallar un amo a quien poder tomar cariño.
    Picaporte no era, por cierto, uno de esos Frontines o Mascarillos, que, altos los
    hombros y la cabeza, descarado y seco al mirar, no son más que unos bellacos
    insolentes; no. Picaporte era un guapo chico de amable fisonomía y labios salientes,
    dispuesto siempre a saborear o a acariciar; un ser apacible y servicial, con una de esas
    cabezas redondas y bonachonas que siempre gusta encontrar en los hombros de un
    amigo. Tenía azules los ojos, animado el color, la cara suficientemente gruesa para que
    pudieran verse sus mismos pómulos, ancho el pecho, fuertes las caderas, vigorosa la
    musculatura, y con una fuerza hercúlea que los ejercicios de su juventud habían
    desarrollado admirablemente. Sus cabellos castaños estaban algo enredados. Si los
    antiguos escultores conocían dieciocho modos distintos de arreglar la cabeza de
    Minerva, Picaporte, para componer la suya, sólo conocía uno: con tres pases de
    batidor estaba peinado.
    Decir si el genio expansivo de este muchacho podía avenirse con el de Phileas Fogg,
    es cosa que prohibe la prudencia elemental. ¿Sería Picaporte ese criado exacto hasta la
    precisión que convenía a su dueño? La práctica lo demostraría. Después de haber
    tenido, como ya es sabido, una juventud algo vagabunda, aspiraba al reposo. Había
    oído ensalzar el metodismo inglés y la proverbial frialdad de los gentlemen, y se fue a
    buscar fortuna a Inglaterra. Pero hasta entonces la fortuna le había sido adversa. En
    ninguna parte pudo echar raíces. Estuvo en diez casas, y en todas ellas los amos eran
    caprichosos, desiguales, amigos de correr aventuras o de recorrer paises, cosas todas
    ellas que ya no podían convenir a Picaporte. Su último señor, el joven lord Longsferry,
    miembro del Parlamento después de pasar las noches en los "oystersrooms" de
    Hay-Marquet, volvía a su casa muy a menudo sobre los hombros de los "policemen."
    Queriendo Picaporte ante todo respetar a su amo, arriesgó algunas observaciones
    respetuosas que fueron mal recibidas, y rompió. Supo en el ínterin que Phileas Fogg
    buscaba criado y tomó infon-nes acerca de este caballero. Un personaje cuya existencia
    era tan regular, que no dormía fuera de casa, que no viajaba, que nunca, ni un día
    siquiera, se ausentaba, no podía sino convenirle. Se presentó y fue admitido en las
    circunstancias ya conocidas.
    Picaporte, a las once y media dadas, se hallaba solo en la casa de Sara, se ausentaba,
    no podía sino considerarla recorriendo desde la cueva al tejado; y esta casa limpia,
    arreglada, severa, puritana, bien organizada para el servicio, le gustó. Le produjo la
    impresión de una cáscara de caracol alumbrada y calentada con gas, porque el
    hidrógeno carburado bastaba para todas las necesidades de luz y calor. Picaporte halló
    sin gran trabajo en el piso segundo el cuarto que le estaba destinado. Le convino.
    Timbres eléctricos y tubos acústicos le ponían en comunicación con los aposentos del
    entresuelo y del principal. Encima de la chimenea había un reloj eléctrico en
    correspondencia con el que tenía Phileas Fogg en su dormitorio, y de esta manera
    ambos aparatos marcaban el mismo segundo en igual momento.
    -No me disgusta, no me disgusta --decía para sí Picaporte.
    Advirtió además en su cuarto una nota colocada encima del reloj. Era el programa del
    servicio diario. Comprendía --desde las ocho de la mañana, hora reglamentaria en que

    se levantaba Phileas Fogg, hasta las once y media en que dejaba su casa para ir a almor-
    zar al Reform-Club- todas las minuciosidades del servicio, el té y los picatostes de las

    ocho y veintitrés, el agua caliente para afeitarse de las nueve y treinta y siete, el
    peinado de las diez menos veinte, etc. A continuación, desde las once de la noche
    -instantes en que se acostaba el metódico gentieman- todo estaba anotado, previsto,
    regularizado. Picaporte pasó un rato feliz meditando este programa y grabando en su
    espíritu los diversos artículos que contenía.
    En cuanto al guardarropa del señor, estaba perfectamente irreglado y
    maravillosamente comprendido. Cada pantalón, levita o chaleco tenía su número de
    orden, reproducido en un libro de entrada y salida, que indicaba la fecha en que, según

    la estación, cada prenda debía ser llevada; reglamentación que se hacía extensiva al
    calzado.
    Finalmente, anunciaba un apacible desahogo en esta casa de Saville-Row ---casa que
    debía haber sido el templo del desorden en la época del ilustre pero crapuloso
    Sheridan- la delicadeza con que estaba amueblada. No había ni biblioteca ni libros que
    hubieran sido inútiles para míster Fogg, puesto que el Reform-Club ponía a su
    disposición dos bibliotecas, consagradas una a la literatura, y otra al derecho y a la
    política. En el dormitorio había una arca de hierro de tamaño regular, cuya especial
    construcción la ponía fuera del alcance de los peligros de incendio y robo. No se veía
    en la casa ni armas ni otros utensilios de caza ni de guerra. Todo indicaba los hábitos
    mas pacíficos.
    Después de haber examinado esta vivienda detenidamente. Picaporte se frotó las
    manos, su cara redonda se ensanchó, y repitió con alegría:
    -¡No me disgusta! ¡Ya di con lo que me conviene! Nos entenderemos perfectamente
    míster Fogg y yo. ¡Un hombre casero y arreglado! ¡Una verdadera maquina! No me
    desagrada servir a una máquina.




    III



    Phileas Fogg había dejado su casa de Saville-Row a las once y media, y después de
    haber colocado quinientas setenta y cinco veces el pie derecho delante del izquierdo y
    quinientas setenta y seis veces el izquierdo delante del derecho, llegó al Reform-Club,
    vasto edificio levantado en Pall-Mall, cuyo coste de construcción no ha bajado de tres
    millones.
    Phileas Fogg pasó inmediatamente al comedor, con sus nueve ventanas que daban a
    un jardín con árboles ya dorados por el otoño. Tomó asiento en la mesa de costumbre
    puesta ya para él. Su almuerzo se componia de un entremés, un pescado cocido
    sazonado por una "readins sauce" de primera elección, un "rosbif’escarlata de una torta
    rellena con tallos de ruibarbo y grosellas verdes, y de un pedazo de Chéster, rociado
    todo por algunas tazas de ese excelente té, que especialmente es cosecha para el
    servicio de Reform-Club.
    A las doce y cuarenta y siete de la mañana, este gentlenmen se levantó y se dirigió al
    gran salón, suntuoso aposento, adomado con pinturas colocadas en lujosos marcos.
    Allí un criado le entregó el "Times" con las hojas sin cortar, y Phileas Fogg se dedicó a
    desplegarlo con una seguridad tal, que denotaba desde luego la práctica más extremada
    en esta difícil operación. La lectura del periódico ocupó a Phileas Fogg hasta las tres y
    cuarenta y cinco, y la del "Standard", que sucedió a aquél, duró hasta la hora de la
    comida, que se llevó a efecto en iguales condiciones que el almuerzo, si bien con la
    añadidura de "royal british sauce".
    Media hora más tarde, varios miembros del Reform-Club iban entrando y se
    acercaban a la chimenea encendida con carbón de piedra. Eran los compañeros
    habituales de juego de mister Phileas Fogg, decididamente aficionados al whist como él:
    el ingeniero Andrés Stuart, los banqueros John Sullivan y Samuel Falientin, el
    fabricante de cervezas Tomás Flanagan, y Gualterio Ralph, uno de los administradores
    del Banco de Inglaterra, personajes ricos y considerados en aquel mismo club, que
    cuenta entre sus miembros las mayores notabilidades de la industria y de la banca.
    -Decidme, Ralph -preguntó Tomás Flanagan-, ¿a qué altura se encuentra ese robo?
    -Pues bien -respondió Andrés Stuart-, el Banco perderá su dinero.
    -Al contrario --dijo Gualterio Ralph-, espero que se logrará echar mano al autor del
    robo. Se han enviado inspectores de policía de los más hábiles a todos los principales
    puertos de embarque y desembarque de América y Europa, y le será muy difícil a ese
    caballero poder escapar.
    -Pero qué, ¿se conoce la filiación del ladrón? -preguntó Andrés Stuart.
    -Ante todo, no es un ladrón rio Ralph con la mayor formalidad.


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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 27 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Miér 13 Nov 2024, 08:29

    ***
    --Cómo, ¿no es un ladrón el individuo que sustrao cincuenta y cinco mil libras en
    billetes de banco?
    -No -respondió Gualterio Ralph.
    -¿Es acaso un industrial? -dijo John Sullivan.
    -El "Morning Chronicle", asegura que es un gentlemen.
    El que daba esta respuesta, no era otro que Phileas Fogg, cuya cabeza descollaba
    entonces entre aquel mar de papel amontonado a su alrededor. Al mismo tiempo,
    Phileas Fogg saludó a sus compañeros, que le devolvieron la cortesía.
    El suceso de que se trataba, y sobre el cual los diferentes periódicos del Reino Unido
    discutían acaloradamente, se había realizado tres días antes, el 29 de septiembre. Un
    legajo de billetes de banco que formaba la enorme cantidad de cincuenta y cinco mil
    libras, había sido sustraído de la mesa del cajero principal del Banco de Inglaterra.
    -A los que se admiraban de que un robo tan considerable hubiera podido realizarse
    con esa facilidad, el subgobemador Gualterio Ralph se limitaba a responder que en
    aquel mismo momento el cajero se ocupaba en el asiento de una entrada de tres
    chelines seis peniques, y que no se puede atender a todo.
    Pero conviene hacer observar aquí -y esto da más fácil explicación al hecho- que el
    Banco de Inglaterra parece que se desvive por demostrar al público la alta idea que
    tiene de su dignidad. Ni hay guardianes, ni ordenanzas, ni redes de alambre. El oro, la
    plata, los billetes, están expuestos libremente, y, por decirlo así, a disposición del
    primero que llegue. En efecto, sería indigno sospechar en lo mínimo acerca de la
    caballerosidad de cualquier transeúnte. Tanto es así, que hasta se llega a referir el
    siguiente hecho por uno de los más notables observadores de las costumbres inglesas:
    En una de las salas del Banco en que se encontraba un día, tuvo curiosidad por ver de
    cerca una barra de oro de siete a ocho libras de peso que se encontraba expuesta en la
    mesa del cajero; para satisfacer aquel deseo, tomó la barra, la examinó, se la dio a su
    vecino, éste a otro, y así, pasando de mano en mano, la barra llegó hasta el final de un
    pasillo obscuro, tardando media hora en volver a su sitio primitivo, sin que durante
    este tiempo el cliero hubiera levantado siquiera la cabeza.
    Sin embargo el 29 de septiembre las cosas no sucedieron completamente del mismo
    modo. El legajo de billetes de banco no volvió, y cuando el magnífico reloj colocado
    encima del "drawing office" dio las cinco, la hora en que debía cerrarse el despacho, el
    Banco d Inglaterra no tenía mas que recursos que asentar cincuenta y cinco mil libras
    en la cuenta de ganancias y de pérdidas.
    Una vez reconocido el robo con toda formalidad, agentes "detectives" elegidos entre
    los más hábiles, fueron enviados a las puertos principales, a Liverpool a Glasgow, a
    Brindisi, a Nueva York, etc. , bajo la promesa, en caso de éxito, de una prima de dos
    mil libras y el cinco por ciento de la suma que se recobrase. La misión de estos
    inspectores se reducía a observar escrupulosamente a todos los viajeros que se iban o
    que llegaban, hasta adquirir las noticias que pudieran suministrar las indagaciones
    inmediatamente emprendidas.
    Y precisamente, según lo decía "Moming Chronicle", había motivos para suponer
    que el autor del robo no formaba parte de ninguna de las sociedades de ladrones de
    Inglaterra. Se había observado que durante aquel día, 29 de septiembre, se paseaba por
    la sala de pagos, teatro del robo, un caballero bien portado, de buenos modales y aire
    distinguido. Las indagaciones habían permitido reunir con bastante exactitud las senas
    de ese caballero, que fueron al punto transmitidas a todos los "detectives" del Reino
    Unido y del gobierno. Algunas buenas almas, y entre ellos Gualterio Ralph, se creían
    con fundamento para esperar que el ladrón no se escaparía.
    Como es fácil presumirlo, este suceso estaba a la orden del día en Londres y en toda
    Inglaterra. Se discutía y se tomaba parte en pro y en contra de las probabilidades de
    éxito en la policía metropolitana. Nadie extrañará, pues, que los miembros del
    Reform-Club tratasen la misma cuestión, con tanto más motivo cuanto que se hallaba
    entre ellos uno de los subgobernadores del banco.

    El honorable Gualterio Ralph no quería dudar del resultado de las investigaciones,
    creyendo que la prima ofrecida debía avivar extraordinariamente el celo y la inteligencia
    de los agentes. Pero su colega Andrés Stuart distaba mucho de abrigar igual confianza.
    La discusión continuó por consiguiente entre aquellos caballeros que se habían sentado
    en la mesa de whist, Stuart delante de Fianagan, Falientin delante de Phileas Fogg.

    Durante el juego, los jugadores no hablaban, pero, entre los robos, la conversación inte-
    rrumpida adquiría más animación.

    -Sostengo --dijo Andrés Stuart- que la probabilidad está en favor del ladrón, que no
    puede dejar de ser un hombre sagaz.
    -¡Quita allá! -respondió Gualterio Ralph-. Sólo hay un país en donde pueda
    refugiarse.
    -¡Tendría que verse!
    -¿Y adónde queréis que vaya?
    -No lo sé -respondió Andrés Stuart-, pero me parece que la Tierra es muy grande.
    -Antes sí lo era... -dijo a media voz Phileas Fogg; añadiendo después y presentando
    las cartas a Tomás Flanagan-. A vos os toca cortar.
    La discusión se suspendió durante el robo. Pero no tardó en proseguirla Andrés
    Stuart, diciendo:
    -¡Cómo que antes! ¿Acaso la Tierra ha disminuido?
    -Sin duda que sí -respondió Gualterio Ralph-. Opino como míster Fogg. La Tierra ha
    disminuido, puesto que se recorre hoy diez veces más aprisa que hace cien años. Y
    esto es lo que, en el caso de que nos ocupamos, hará que las pesquisas sean más
    rápidas.
    -Y que el ladrón se escape con más facilidad.
    -Os toca jugar a vos --dijo Phi leas Fogg.
    Pero el incrédulo Stuart no estaba convencido, y dijo al concluirse la partida:
    -Hay que reconocer que habéis encontrado un chistoso modo de decir que la Tierra
    se ha empequeñecido. De modo que ahora se le da vuelta en tres meses...
    -En ochenta días tan sólo --dijo Phileas Fogg.
    -En efecto, señores añadió John Sullivan--, ochenta días, desde que la sección entre
    Rothal y Altahabad ha sido abierta en el Great Indican Peninsular Railway, y he aquí
    el cálculo establecido por el "Morning Chronicle".
    De Londres a Suez por el Monte Cenis
    y Brindisi, ferrocarril y vapores . . . . . . . . . . 7
    De Suez a Bombay, vapores . . . . . . . . 18
    De Bombay a Calcuta, ferrocarril . . . . . 8

    . . . . . . . .( ***)

    De Nueva York a Londres, vapor y ferrocarril . 9
    TOTAL . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 80
    -¡Sí, ochenta días! --exclamó Andrés Stuart, quien por inadvertencia cortó una carta
    mayor-. Pero eso sin tener en cuenta el mal tiempo, los vientos contrarios, los
    naufragios, los descarrilamientos, etc.
    --Contando con todo -respondió Phileas Fogg siguiendo su juego, porque ya no
    respetaba la discusion el whist.
    -¡Pero si los indios o los indostanes quitan las vías! -Exclamó Andrés Stuart-; ¡si
    detienen los trenes, saquean los furgones y hacen tajadas a los viajeros!
    --Contando con todo -respondió Phileas Fogg, que tendiendo su juego, añadió-: Dos
    triunfos mayores.
    Andrés Stuart, a quien tocaba dar, recogió las cartas, diciendo:
    -Teóricamente tenéis razón, señor Fogg; pero en la práctica...
    -En la práctica también, señor Stuart.

    --Quisiera verlo.
    -Sólo depende de vos. Partamos juntos.
    -¡Libreme Dios! Pero bien, apostaría cuatro mil libras a que semejante viaje, hecho
    con esas condiciones, es imposible.
    -Muy posible, por el contrario -respondió Fogg.
    -Pues bien, hacedio.
    -¿La vuelta al mundo en ochenta días?
    -Sí.
    -No hay inconveniente.
    -¿Cuándo?
    -En seguida. Os prevengo solamente que lo haré a vuestra costa.
    -¡Es una locura! -Exclamó Andrés Stuart, que empezaba a resentirse por la
    insistencia de su compañero de juego-. Más vale que sigamos jugando.
    -Entonces, volved a dar, porque lo habéis hecho mal.
    Andrés Stuart recogió otra vez las cartas con mano febril, y de repente, dejándolas
    sobre la mesa, dijo:
    -Pues bien, sí, mister Fogg, apuesto cuatro mil libras...
    -Mi querido Stuart --dijo Fallentin-, calmaos. Esto no es formal.
    -Cuando dije que apuesto -respondió Stuart-: es en formalidad.
    -Aceptado --dijo Fogg: y luego, volviéndose hacia sus compañeros, añadió-: Tengo
    veinte mil libras depositadas en casa de Baring hermanos. De buena gana las arriesgaría.
    -¡Veinte mil libras! -Exclamó John Suilivan-. ¡Veinte mil libras, que cualquier
    tardanza imprevista os puede hacer perder!
    -No existe lo imprevisto -respondió sencillamente Phileas Fogg.
    -¡Pero, Míster Fogg, ese transcurso de ochenta días sólo está calculado como
    mínimo!
    -Un mínimo bien empleado basta para todo.
    -¡Pero a fin de -aprovecharlo, es necesario saltar matemáticamente de los ferrocarriles
    a los vapores y de los vapores a los ferrocarriles!
    -Saltaré matemáticamente.
    -¡Es una broma!
    -Un buen inglés no se chancea nunca cuando se trata de una cosa tan formal como
    una apuesta -respondió Phileas Fogg-. Apuesto veinte mil libras contra quien quiera a
    que yo doy la vuelta al mundo en ochenta días, o menos, sean mil novecientas veinte
    horas, o ciento quince mil doscientos minutos. ¿aceptáis?
    -Aceptamos -respondieron los señores Stuart, Falletín, Sullivan, Fianagan y Ralph
    después de haberse puesto de acuerdo.
    -Bien --dijo Fogg. El tren de Douvres sale a las ocho y cuarenta y cinco. Lo tomaré.
    -¿Esta misma noche? -preguntó Stuart.
    -Esta misma noche -respondió Phileas Fogg-. Por consiguiente- añadió consultando
    un calendario del bolsillo-: puesto que hoy es miércoles 2 de octubre deberé estar de
    vuelta en Londres, en este mismo salón del Reform-Club, el sábado 21 de diciembre a
    las ocho y cuarenta y cinco minutos de la tarde, sin lo cual las veinte mil libras
    depositadas actualmente en la casa de Baring Hermanos os pertenecen de hecho y de
    derecho, señores. He aquí un cheque por esa suma.
    Se levantó acta de la apuesta, firmando los seis interesados. Phileas Fogg había
    permanecido sereno. No había ciertamente apostado para ganar, y no había
    comprometido las veinte mil libras -mitad de su fortuna- sino porque preveía que
    tendría que gastar la otra mitad para llevar a buen fin ese difícil, por no decir
    inejecutable proyecto. En cuanto a sus adversarios, parecían conmovidos, no por el
    valor de la apuesta, sino porque tenían reparo en luchar con ventaja.
    Daban entonces las siete. Se ofreció a mister Fogg la suspensión del juego para que
    pudiera hacer sus preparativos de marcha.
    -¡Yo siempre estoy preparado! -Respondió el impasible caballero; y dando las
    cartas, exclamó--: Vuelvo oros. A vos os toca salir, señor Stuart.




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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 27 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Jue 14 Nov 2024, 17:18

    ***

    IV

    A las siete y veinticinco, Phileas Fogg, después de habei- ganado unas veinte guineas
    al whist, se despidió de sus honorables colegas y abandonó el ReformClub. A las siete
    y cincuenta abría la puerta de su casa y entraba.
    Picaporte, que había empezado a estudiar concienzudamente su programa, quedó
    sorprendido al ver a mister Fogg culpable de inexactitud acudir a tan inusitada hora,
    pues, según la nota, el inquilino de Saville-Row no debía volver sino a medianoche.
    Phileas Fogg había subido primero a su cuarto y luego llamó.
    -Picaporte no respondió, porque no creyó que pudieran llamarlo. No era la hora.
    -Picaporte -repuso mister Fogg sin gritar más que antes.
    Picaporté apareció.
    -Es la segunda vez que os llamo --dijo el señor Fogg.
    -Pero no son las doce -respondió Picaporte sacando el reloj.
    -Lo sé, y no os reconvengo. Partimos dentro de diez minutos para Douvres y Calais.
    Al rostro redondo del francés asomó una especie de mueca. Era evidente que había
    oído mal.
    -¿El señor va a viajar? -preguntó.
    -Sí -respondió Phileas Fogg-. Vamos a dar la vuelta al mundo.
    Picaporte, con los ojos excesivamente abiertos, los párpados y las cejas en alto, los
    brazos caídos, el cuerpo abatido, ofrecía entonces todos los síntomas del asombro
    llevado hasta el estupor.
    -¡La vuelta al mundo! --dijo entre dientes.
    -En ochenta días -respondió mister Fogg-. No tenemos un momento que perder.
    -¿Y el equipaje? --dijo Picaporte, moviendo, sin saber lo que hacía, su cabeza de
    derecha a izquierda y viceversa.
    -No hay equipaje. Sólo un saco de noche. Dentro, dos camisas de lana, tres pares de
    medias, y lo mismo para vos. Ya compraremos en el camino. Bajaréis mi "mackintosh"
    y mi manta de viaje. Llevad buen calzado. Por lo demás, andaremos poco o nada.
    Vamos.
    Picaporte hubiera querido responder, pero no pudo. Salió del cuarto de mister Fogg,
    subió al suyo, cayó sobre una silla, y empleando una frase vulgar de su país dijo para
    sí:
    -¡Esto sí que es ... ! ¡Yo que quería estar tranquilo!
    Y maquinalmente hizo sus preparativos de viaje. ¡La vuelta al mundo en ochenta
    días! ¿Estaba su amo loco? No... ¿Era broma? Si iban a Douvres, bien. A Calais,
    conforme. En suma, esto no podía contrariar al buen muchacho, que no había pisado el
    suelo de su patria en cinco años. Quizás se llegaría hasta París, y ciertamente que
    volvería a ver con gusto la gran capital, porque un gentleman tan economizador de sus
    pasos se detendría allí... Sí, indudablemente; ¡pero no era menos cierto que partía, que
    se movía ese gentleman, tan casero hasta entonces!
    A las ocho, Picaporte había preparado el modesto saco que contenía su ropa y la de
    su amo; y después, perturbado todavía de espíritu, salió del cuarto, cerró
    cuidadosamente la puerta, y se reunió con mister Fogg.
    Míster Fogg ya estaba listo. Llevaba debajo del brazo el "Brandshaw's Continental
    Railway, Steam Transit and general Guide", que debía suministrar todas las
    indicaciones necesarias para el viaje. Tomó el saco de las manos de Picaporte, lo abrió,
    y deslizó en él un paquete de esos hermosos billetes de banco que corren en todos los
    países.
    -¿No habéis olvidado nada? -preguntó.
    -Nada, señor.
    -Bueno; tomad este saco.
    Míster Fogg entregó el saco a Picaporte.
    -Y cuidadlo -añadió-. Hay dentro veinte mil libras.

    Poi- poco se escapó el saco de las manos de Picaporte, como si las veinte mil libras
    hubieran sido oro y pesado considerablemente.
    El a¡-no y el criado bajaron entonces, y la puerta de la calle se cerró con doble vuelta.
    A la extremidad de Saville-Row había un punto de coches. Pilileas Fogg y su criado
    montaron en un "cab", que se dirigía rápidamente a la estación de Charing-Cross,
    donde termina uno de los ramales del ferrocarril del Sureste.
    A las ocho y veinte, el "cab" se detuvo ante la verja de la estación. Picaporte se apeó.
    Su amo le siguió y pagó al cochero.
    En aquel momento, una pobre mendiga con un niño de la mano, con los pies
    descalzos en el lodo, y cubierta con un sombrero desvencijado, del cual colgaba una
    pluma lamentable, y con un chal hecho jirones sobre sus andrajos, se acercó a mister
    Fogg y le pidió limosna.
    Míster Fogg sacó del bolsillo las veinte guineas que acababa de ganar al juego, y
    dándoselas a la mendiga, le dijo:
    -Tomad, buena mujer, me alegro de haberos encontrado.
    Y pasó de largo.
    Picaporte tuvo como una sensación de humedad alrededor de sus pupilas. Su amo
    acababa de dar un paso dentro de su corazón.
    Míster Fogg y él entraron en la gran sala de la estación. Allí, Phileas Fogg dio a
    Picaporte la orden de tomar dos billetes de primera para París, y después, al volverse,
    se encontró con sus cinco amigos del Reform-Club.
    -Señores, me voy; y como he de visar mi pasaporte en diferentes puntos, eso os
    servirá para comprobar mi itinerario.
    -¡Oh, mister Fogg -respondió cortésmente Gualterio Ralph- es inútil! ¡Nos bastará
    vuestro honor de caballero!
    -Más vale así --dijo mister Fogg.
    -No olvidéis que debéis estar de vuelta... -observó Andrés Stuart.
    -Dentro de ochenta dias -respondió mister Fogg-; el sábado 21 de diciembre de 1872
    a las ocho y cuarenta y cinco minutos de la noche. Hasta la vista, señores.
    A las ocho y cuarenta, Phileas Fogg y su criado tomaron asiento en el mismo
    compartimento. A las ocho y cuarenta y cinco resonó un silbido, y el tren se puso en
    marcha.
    La noche estaba oscura. Caía una lluvia menuda. Phileas Fogg, arrellanado en un
    rincón, no hablaba. Picaporte, atolondrado todavía, oprimía maquinalmente sobre sí el
    saco de los billetes de banco.
    Pero el tren no había pasado aún de Sydenham cuando Picaporte dio un verdadero
    grito de desesperación.
    -¿Qué es eso? -Preguntó mister Fogg.
    -Que ... en mi precipitación... en mi turbación... he olvidado ...
    -¿Qué?
    -¡Apagar el gas de mi cuarto!
    -Pues bien, muchacho -respondió fríamente mister Fogg-, seguirá por cuenta vuestra.






    V




    Phileas Fogg, al dejar Londres, no sospechaba, sin duda, el ruido grande que su
    partida iba a provocar. La noticia de la apuesta se extendió primero en el Reform-Club
    y produjo una verdadera emoción entre los miembros de aquel respetable círculo.
    Luego, del club la emoción pasó a los periódicos por la vía de los reporteros, y de los
    periódicos al público de Londres y de todo el Reino Unido.
    Esta cuestión de la vuelta al mundo se comentó, se discutió, se examinó con la misma
    pasión y el mismo ardor que si se hubiese tratado de otro negocio del "Alabama".
    Unos se hicieron partidarios de Phileas Fogg; otros ---que pronto formaron una
    considerable mayoría- se pronunciaron en contra de él. Realizar esta vuelta al mundo

    de otra suerte que en teoría o sobre el papel, en este minimum de tiempo, con los
    actuales medios de comunicación, era no solamente imposible: era insensato.
    El "Times", el "Standard", el "Evening-Star', el "Morning-Chronicle" y veinte
    periódicos más de los de mayor circulación se declararon contra el señor Fogg.
    únicamente el "Daily-Telegraph" lo defendió hasta cierto punto. Phileas Fogg fue
    tratado como maniático y loco, y a sus colegas del Reform-Club se les criticó por
    haber aceptado esta apuesta, que acusaba debilidad en las facultades mentales de su
    autor.
    Se publicaron acerca del asunto varios artículos extremadamente apasionados, pero
    lógicos. Todo el mundo sabe el interés que se dispensa en Inglaterra a todo lo que hace
    relación con la geografía. Así es que no había lector, cualquiera que fuese la clase a que
    perteneciese, que no devorase las columnas consagradas al caso de Phileas Fogg
    Durante los primeros días algunos ánimos atrevidos -las mujeres principalmente- se
    decidieron por él, sobre todo cuando el "llustrated London News" publicó su retrato,

    tomado de una fotografía depositada en los archivos del Reform-Club. Ciertos gentle-
    men se atrevían a decir: "¿Y por qué no había de suceder? Cosas más extraordinarias se

    han visto". Estos solían ser los lectores del "Daily-Telegraph". Pero pronto se advirtió
    que hasta este mismo periódico empezaba a enfriarse.
    En efecto, un largo artículo publicado el 7 de octubre en el "Boletín de la Sociedad de
    Geografía", trató la cuestión desde todos los aspectos y demostró claramente la locura
    de la empresa. Según este artículo, el viajero lo tenía todo en contra suya, obstáculos
    humanos, obstáculos naturales. Para que pudiese tener éxito el proyecto, era necesario
    admitir una concordancia maravillosa en las horas de llegada y de salida, concordancia
    que no existía ni podía existir. En Europa, donde las distancias son relativamente
    cortas, se puede en rigor contar con que los trenes llegarán a hora fija; pero cuando
    tardan tres días en atravesar la India y siete en cruzar los Estados Unidos, ¿podían
    fundarse sobre su exactitud los elementos de semejante problema? ¿Y los
    contratiempos de máquinas, los descarrilamientos, los choques, los temporales, la
    acumulación de nieves? ¿No parecía presentarse todo contra Phileas Fogg? ¿Acaso en
    los vapores no podrían encontrarse durante el invierno expuesto a los vientos o a las
    brumas? ¿Es quizá cosa extraña que los más rápidos andadores de las líneas
    transoceánicas experimenten retrasos de dos y tres días? Y bastaba con un solo
    retraso, con uno solo, para que la cadena de las comunicaciones sufriese una ruptura
    irreparable. Si Phileas Fogg faltaba, aunque tan sólo fuese por algunas horas a la salida
    de algún vapor, se vería obligado a esperar el siguiente, y por este solo motivo su viaje
    se vería irrevocablemente comprometido.
    Este artículo tuvo mucha boga. Casi todos los periódicos lo reprodujeron, y las
    acciones de Phileas Fogg bajaron considerablemente.
    Durante los primeros días que siguieron a la partida del gentleman, se habían
    empeñado importantes sumas sobre lo aleatorio de su empresa. Sabido es que el
    mundo de los apostadores de Inglaterra es mundo más inteligente y más elevado que el
    de los jugadores. Apostar es el temperamento inglés. Por eso, no tan sólo fueron los
    individuos del Reform-Club quienes establecieron apuestas considerables en pro o en
    contra de Phileas Fogg, sino que también entró en ellas la masa del público. Phileas
    Fogg fue inscrito, como los caballos de carrera, en una especie de "studbook". Quedó
    convertido en valor de Bolsa, y se cotizó en la plaza de Londres. Se pedía y se ofrecía
    el Phileas Fogg en firme o a plazo, y se hacían enormes negocios. Pero cinco días
    después de su salida, el artículo del "Boletín de la Sociedad de Geografía" hizo crecer
    las ofertas. El Phileas Fogg bajó y llegó a ser ofrecido en
    paquetes. Tomado primero a cinco, luego a diez, ya no se tomó luego sino a uno por
    veinte, por cincuenta y aun por ciento.
    Sólo conservó un partidario, el viejo paralítico lord Albermale. El honorable
    gentleman, clavado en su butaca, hubiera dado su fortuna por poder hacer el mismo
    viaje aunque fuera de diez años, y apostó cuatro mil libras en favor de Phileas Fogg. Y

    cuando al propio tiempo le demostraban lo necio y lo inútil del proyecto, se lijnitaba a
    responder: "Si la cosa es factible, bueno sera que sea inglés quien primero lo haga."
    Entretanto, los partidarios de Phileas Fogg se iban reduciendo en número; todo el
    mundo, y no sin razón, se volvía contra él; ya no lo tomaban sino a uno por ciento
    cincuenta, y aun por doscientos, cuando siete días después de su marcha un incidente
    completamente inesperado hizo que ya no se quisiera a ningún precio.



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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 27 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Vie 15 Nov 2024, 10:00

    ***

    En efecto, durante aquel día, a las nueve de la noche, el director de la policía
    metropolitana había recibido un despacho telegráfico así concebido:
    Suez a Londres.
    Rowan, director policía administración central, Scotland Yard.
    Sigo al ladrón del banco, Phileas Fogg. Etiviad sin tardanza mandato de prisión a
    Bombay, (India Inglesa).


    FIX


    El efecto de este despacho fue inmediato. El honorable gentleman desapareció para
    dejar sitio al ladrón de billetes de banco. Su fotografía, depositada en el Reform-Club
    con las de sus colegas, fue examinada. Reproducía rasgo por rasgo al hombre cuyas
    señas habían sido determinadas en el expediente de investigación. Todos recordaron lo
    que tenía de misteriosa la existencia de Phileas Fogg, su aislamiento, su partida
    repentina, y pareció evidente que este personaje, pretextando un viaje alrededor del
    mundo y apoyándose en una apuesta insensata, no tenía otro objeto que hacer perder
    la pista a los agentes de la policía inglesa.
    VI

    He aquí las circunstancias que ocasionaron el envío del despacho concerniente al
    señor Phileas Fogg.
    El miércoles 9 de octubre se aguardaba, para las once de la mañana, en Suez, el
    paquebote "Mongolia" de la Compañía Peninsular y Oriental, vapor de hierro, de
    hélice y entrepuente, que desplazaba dos mil ochocientas toneladas y poseía una
    fuerza nominal de quinientos caballos.
    El "Mongolia" hacía sus viajes con regularidad desde Brindisi a Bombay por el canal
    de Suez. Era uno de los de mayor velocidad de la Compañía, habiendo sobrepujado
    siempre la marcha reglamentaria de diez millas por hora entre Brindisi y Suez, y de
    nueve millas cincuenta y tres centésimas entre Suez y Bombay.
    Aguardando la llegada del "Mongolia", dos hombres se paseaban en el muelle en
    medio de la multitud de indígenas y de extranjeros que afluyen a aquella ciudad, antes
    villorrio, y cuyo porvenir ha quedado asegurado por la grandiosa obra del señor
    Lesseps.
    Uno de aquellos hombres era el agente consular del Reino Unido, establecido en
    Suez, quien, a despecho de los desgraciados pronósticos del gobierno británico y de las
    siniestras predicciones del ingenioso Stephenson, veía llegar todos los días navíos
    ingleses que atraviesan el canal, abreviando así en la mitad, el antiguo camino de
    Inglaterra a las Indias por el Cabo de Buena Esperanza.
    El otro era un hombrecillo flaco, de aspecto bastante inteligente, nervioso, que
    contraía con notable persistencia los músculos de sus párpados. A través de éstos
    brillaba una mirada viva, pero cuyo ardor sabía amortiguar a voluntad. En aquel
    momento descubría cierta impaciencia, yendo, viniendo y no pudiendo estarse quieto.
    Aquel hombre se llamaba Fix, y era uno de aquellos detectives ingleses que habían
    sido enviados a diferentes puertos después del robo perpetrado en el Banco de
    Inglaterra. Debía este Fix vigilar con el mayor cuidado a todos los viajeros que tomasen
    el camino de Suez, y, si uno de ellos parecía sospechoso, seguirlo, aguardando un
    mandato de prisión.

    Precisamente hacía dos días que Fix había recibido del director de la policía
    metropolitana las señas del presunto autor del robo, o sea, de aquel personaje bien
    portado que había sido observado en la sala de pagos del Banco.
    El detective, engolosinado sin duda por la fuerte prima prometida en caso de éxito,
    aguardaba con una impaciencia fácil de comprender la llegada del "Mongolia".
    -¿Y decís, señor cónsul -preguntó por décima vez-, que ese buque no puede tardar?
    -No, señor Fix -respondió el cónsul-. Ha sido visto ayer a la altura de Port Said, y
    los ciento sesenta, kilómetros del canal, no son nada para un andador como ése. Os
    repito que el "Mongolia" ha ganado siempre la prima de veinticinco libras que el
    gobierno concede por cada adelanto de veinticuatro horas sobre el tiempo
    reglamentario.
    -¿Viene directamente de Brindisi? –Preguntó Fix.
    -Del mismo Brindisi, donde toma el correo de Indias, y de donde ha salido el sábado
    a las cinco de la tarde. Tened paciencia, pues, porque no puede tardar en llegar. Pero
    no sé cómo, por las señas que habéis recibido, podréis reconocer a vuestro hombre si
    está a bordo del "Mongolia".
    -Señor cónsul -respondió Fix-, esas gentes las sentimos más bien que las
    reconocemos. Hay que tener olfato, y ese olfato es un sentido especial nuestro, al cual
    concurren el oído, la vista y el olor. He agarrado durante mi vida a más de uno de esos
    caballeros, y con tal que mi ladrón esté a bordo, os respondo que no se me irá de las
    manos.
    -Lo deseo, señor Fix, porque se trata de un robo importante.
    -Un robo soberbio -respondió el agente entusiasmado-. ¡Cincuenta y cinco mil libras!
    ¡No siempre tenemos semejantes ocasiones! ¡Los ladrones se van haciendo muy
    mezquinos! ¡La raza de los Sheppard se va extinguiendo! ¡Ahora se hacen ahorcar tan
    sólo por algunos chelines!
    -Señor Fix -respondió el cónsul-, habláis de tal manera que os deseo ardientemente
    buen éxito; pero, os repito, lo creo difícil en las condiciones en que os encontráis.
    ¿Sabéis que con las señas que habéis recibido, ese ladrón se parece absolutamente a un
    hombre de bien?
    -Señor cónsul -respondió dogmáticamente el inspector de policía-, los grandes
    ladrones se parecen siempre a los hombres de bien. Ya comprenderéis que los que
    tienen traza de bribones no tienen más que un recurso, que es el de ser probos, sin lo
    cual serían presos con facilidad. Las fisonomías honradas son las que con más
    frecuencia hay que desenmascarar. Convengo en que este trabajo es dificultoso, siendo
    más bien hijo del arte que del oficio.
    Entretanto, el muelle se iba animando poco a poco. Marineros de diversas
    nacionalidades, comerciantes, corredores, mozos de cordel y "fellahs" afluían allí para
    esperar la llegada del vapor, que no debía estar muy lejos.
    El tiempo era bastante hermoso, pero el aire frío, a consecuencia del viento que
    soplaba del Este. Algunos minaretes se destacaban sobre la población bajo los pálidos
    rayos del sol. Hacia el Sur se prolongaba una escollera de dos mil metros, cual un
    brazo, sobre la rada de Suez. Por la superficie del Mar Rojo circulaban varias lanchas
    pescadoras o de cabotaje, algunas de las cuaies han conservado el elegante gálibo de la
    galera antigua.
    Mientras andaba por entre toda aquella gente, Fix, por hábito de su profesión,
    estudiaba con rápida mirada el semblante de los transeúntes.
    Eran entonces las diez y media.
    -¡Pero no acabará de llegar ese vapor! -Exclamó al oír dar la hora en el reloj del
    puerto.
    -Ya no puede estar lejos -respondió el cónsul.
    -¿Cuánto tiempo ha de estacionarse en Suez? -Preguntó Fix.
    -Cuatro horas, el tiempo de embarcar su carbón. De Suez a Adén, a la salida del Mar
    Rojo, hay mil trescientas diez millas, y necesita proveerse de combustible.
    -¿Y de Suez se marcha directamente a Bombay?

    -Directamente y sin descarga.
    -Pues bien -dijo Fix-, si el ladrón ha tomado pasaje en ese buque, tendrá el plan de
    desembari car en Suez, a fin de llegar por otra vía a las posesiones holandesas o
    francesas de Asia. Bien debe saber que no estaría seguro en la India, que es tierra
    inglesa.
    -A no ser que sea muy entendido -respondió el cónsul-, porque ya sabéis que un
    criminal inglés siempre está mejor escondido en Londres que en el extranjero.
    Después de esta reflexión, que dio mucho que pensar al agente, el cónsul regresó a su
    despacho, situado allí cerca. El inspector de policía se quedó solo, entregado a una
    impaciencia nerviosa y con el extraiío presentimiento de que el ladrón debía estar a
    bordo del "Mongolia"; y en verdad, si el tunante había salido de Inglaterra con
    intención de irse al Nuevo Mundo, debía haber obtenido la preferencia del camino de la
    India, menos vigilado o más difícil de vigilar que el Atlántico.
    Fix no estuvo mucho tiempo entregado a sus reflexiones, porque la llegada del vapor
    fue anunciada por algunos silbidos. Todo el tropel de ganapanes y de "fellahs" se
    precipitó sobre el muelle en tumulto algo inquietante para los miembros y trajes de los
    pasajeros. Se destacaron de la orilla unos diez faluchos para ir al encuentro del "Mon-
    golia".
    golia".

    Pronto se percibió el gigantesco casco de este buque, que pasaba entre las márgenes
    del canal, y daban las once cuando vino a atracar en la rada, mientras que el vapor se
    desprendía con estrepitoso ruido por los tubos de escape de la máquina.
    Eran los pasajeros bastante numerosos a bordo. Algunos se quedaron en el
    entrepuente contemplando el pintoresco panorama de la ciudad, pero la mayor parte
    desembarcaron en las lanchas que se habían arrimado al "Mongolia".
    Fix examinaba escrupulosamente a todos los que desembarcaban.
    En aquel momento se le acercó uno de ellos -después de haber repelido
    vigorosamente a los "fellahs" que lo asediaban con sus ofertas de servicio- y le
    preguntó con mucha cortesía si podía indicarle el despacho del agente consular inglés.
    Y al mismo tiempo, este pasajero presentaba un pasaporte, sobre el cual deseaba que
    constase el visado británico.
    Fix tomó instintivamente el pasaporte, y con rápida mirada lo leyó, escapándose por
    poco cierto movimiento involuntario. El papel tembló en sus manos. Las señas que
    constaban en el pasaporte eran idénticas a las que había recibido del director de la
    policía británica.
    -Este pasaporte no es vuestro --dijo Fix al pasajero.
    -No -respondió éste-, es el pasaporte de mi amo.
    -¿Y vuestro amo?
    -Se ha quedado a bordo.
    -Pero -repuso el agente- es necesario que se presente en persona en el despacho del
    consulado a fin de identificarlo.
    -¿Y eso es necesario?
    -Indispensable.
    -¿Y dónde está la oficina?
    -Allí en la esquina de la plaza -respondió el inspector, indicando una casa que distaba
    unos doscientos pasos.
    -Entonces, voy a buscar a mi amo, que no tendrá mucho gusto en molestarse.
    Después de esto, el pasajero saludó a Fix y se volvió a bordo del vapor.




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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 27 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Vie 15 Nov 2024, 10:02

    ***
    VII

    El inspector volvió al muelle y se dirigió con celeridad al despacho del cónsul; en
    seguida, por petición suya, urgente, fue introducido a la presencia de dicho
    funcionario.
    -Señor cónsul -le dijo sin más preámbulo-, tengo poderosas presunciones para creer
    que nuestro hombre ha tomado pasaje a bordo del "Mongolia".

    Y Fix refirió lo que había pasado entre el criado y él con motivo del pasaporte.
    -Bien, señor Fix -respondió el cónsul-, no sentiría ver el rostro de ese bribón. Pero tal
    vez no se presentará si es lo que suponéis. Un ladrón no procura dejar detrás de sí
    rastros de su paso, sobre todo no siendo obligatoria la formalidad del pasaporte.
    -Señor cónsul -respondió el agente-, si como debemos suponerlo es hombre
    entendido, vendrá.
    -¿A hacer visar su pasaporte?
    -Sí. Los pasaportes nunca sirven más que para molestar a los hombres de bien y
    facilitar la fuga de los tunantes. Os aseguro que ése estará en regia, pero espero que no
    lo visaréis.
    -¿Y por qué no? Si el pasaporte es regular -respondió el cónsul- no tengo derecho a
    negarme a visarlo.
    -Sin embargo, señor cónsul, será necesario que yo detenga aquí a ese hombre hasta
    haber recibido de Londres un mandato de prisión.
    -¡ Ah! Eso es cuenta vuestra, señor Fix -respondió el cónsul-, pero yo no puedo...
    El cónsul no terminó su frase. En aquel momento llamaban a la puerta de su gabinete,
    y el ordenanza de la oficina introducía a dos extranjeros, uno de los cuales era
    precisamente el criado que había conversado con el agente de policía.
    Eran efectivamente amo y criado. El primero sacó el pasaporte, rogando

    lacónicamente al cónsul que se sirviera visarlo. Tomó éste el documento Y lo leyó aten-
    tamete, mientras Fix, en un rincón del gabinete, observaba o más bien devoraba al

    extranjero con sus ojos.
    Cuando el cónsul terminó su lectura, dijo:
    -¿Sois Phileas Fogg, "esquíre"?
    -Sí, señor -respondió el gentleman.
    -¿Y ese hombre es vuestro criado?
    -Sí. Un francés llamado Picaporte.
    -¿Venís de Londres?
    -Sí.
    -¿Y vais adónde?
    -A Bombay.
    -Bien. Ya sabéis que la formalidad del visado no es necesaria, y que ya no exigimos la
    presentación del pasaporte.
    -Ya lo sé, señor -respondió Phileas Fogg-, pero deseo conste mi paso por Suez.
    --Como gustéis.
    Y el cónsul, después de haber firmado y fechado el pasaporte, lo selló. Míster Fogg
    pagó los derechos; y, después de haber saludado con frialdad, salió seguido de su
    criado.
    -¿Y bien? -Preguntó el inspector.
    -Y bien -respondió el cónsul-, tiene trazas de un perfecto hombre de bien.
    -Posible -respondió Fix-, pero no se trata de esto. ¿No os parece, señor cónsul, que
    ese flemático caballero se parece rasgo por rasgo al ladrón cuyas señas tengo?
    --Convengo en ello: pero ya sabéis, todas las señas...
    -Ya estoy harto de saberlo -respondió Fix-. El criado me parece menos impenetrable
    que el amo. Además, es francés y no podrá contenerse de hablar. Hasta luego, señor
    cónsul.
    Dicho esto, el agente salió y se fue en busca de Picaporte.
    Entretanto, mister Fogg, después de salir de la casa consular, se había dirigido al
    muelle. Allí dio algunas órdenes al criado, y después se embarcó en una lancha y volvió
    a bordo del "Mongoliá", metiéndose en su camarote. Tomó allí su libro de anotaciones,
    que llevaba los siguentes apuntes:
    "Salida de Londres, el miércoles 2 de octubre a las ocho y cuarenta y cinco minutos
    de la tarde.
    "Llegada a París, el jueves 3 de octubre a las siete y veinte de la mañana.

    "Llegada por Monte Cenis a Turín, el viernes 4 de octubre a las seis y treinta y cinco
    minutos de la mañana.
    "Salida de Turín el viernes a la siete y veinte minutos de la mañana.
    "Llegada a Brindisi el sábado 5 de octubre a las cuatro de la tarde.
    "Embarcado en el "Mongolia", el sábado a las cinco de la tarde.
    "Llegada a Suez, el miércoles 9 de octubre a las once de la mañana.
    "Total de horas transcurridas, ciento cincuenta y ocho y media, o sea seis días y
    medio".
    Míster Fogg escribió estas fechas en un itinerario dispuesto por columnas, que
    indicaba, desde el 2 de octubre hasta el 21 de diciembre, el día de la semana, el del mes,
    las llegadas reglamentarias y las efectivas en cada punto principal, París, Brindisi,
    Suez, Bombay, Calcuta, Singapore, Hong-Kong, Yokohama, San Francisco, Nueva
    York, Liverpool, Londres, y que permitía calcular el adelanto obtenido o el retraso
    experimentado en cada punto del trayecto.
    Este método itinerario lo tenía de esta suerte en cuenta todo, y mister Fogg sabía
    siempre si adelantaba o atrasaba.
    Por consiguiente, inscribió también aquel día, miércoles 9 de octubre, su llegada a
    Suez, que cuadrando con la llegada reglamentaria no le daba ventaja ni desventaja.
    Después se hizo servir de almorzar en su camarote. En cuanto a ver la población, ni
    siquiera pensaba en ello, porque pertenecía a aquella raza de ingleses que hacen visitar
    por sus criados los países por donde viajan.





    VIII




    Fix había tropezado en pocos instantes con Picaporte, que todo lo examinaba y
    miraba, no creyéndose obligado a no hacerlo.
    -Pues bien, amigo mío -le dijo Fix saliéndole al encuentro-; ¿habéis visado el
    pasaporte?
    -¡Ah! Sois vos -respondió el francés-. Muchas gracias. Estamos perfectamente en
    regla.
    -¿Y os estáis enterando del país?
    -Sí; pero andamos tan aprisa que me parece viajar en sueños. ¿Es cierto que estamos
    en Suez?
    -En Suez.
    -¿En Egipto?
    -En Egipto, perfectamente.
    -¿Y en áfrica?
    -En áfrica.
    -¡En áfrica! -Repitió Picaporte-. No puedo creerlo. ¡Figuraos, caballero, que yo me
    imaginaba no ir más lejos de París,y me he tenido que contentar con ver esa famosa
    capital, desde las siete y veinte de la mañana hasta las ocho y cuarenta, entre la
    Estación del Norte y la de Lyón, a través de los cristales de un coche y lloviendo a
    chaparrones! ¡Lo siento! ¡Me hubiera gustado volver a ver el cementerio del Père
    Lachaise y el circo de los Campos Elíseos.
    -¿Conque tanta prisa tenéis?
    -Preguntó el inspector de policía.
    -Yo no, pero sí mi amo. A propósito, ¡tengo que comprar calcetines y camisas! Nos
    hemos marchado sin equipaje; tan sólo con un saco de noche.
    -Voy a llevaros a un bazar donde encontraréis todo lo que necesitéis.
    -Sois bien complaciente -respondió Picaporte.
    Y ambos echaron a andar. Picaporte no cesaba de charlar.
    -Sobre todo, es menester no faltar para la hora de salida del buque.
    -Aún tenéis tiempo -respondió Fix-; no son más que las doce.
    Picaporte sacó un gran reloj.
    -¿Las doce? ¡Vaya! ¡Si no son más que las nueve y cincuenta y dos minutos!

    -Vuestro reloj atrasa -respondió Fix.
    -¡Mi reloj! ¡Un reloj de familia que procede de mi bisabuelo! No discrepa ni cinco
    minutos al año. ¡Es un verdadero cronómetro!
    -Y yo veo lo que es -respondió Fix-. Habéis conservado la hora de Londres, que va
    atrasada unas dos horas con la de Suez. Es preciso cuidar de poner vuestro reloj con el
    mediodía de cada país.
    -¡Yo tocar mi reloj! -Exclamó Picaporte-. ¡Jamás!
    -Entonces, no marchará con el sol.
    -¡Peor para el sol, caballero! No será él quien tenga razón.
    Y el buen muchacho se metió el reloj en el bolsillo con soberbio ademán.
    Algunos instantes después, Fix le decía:
    -¿Conqué habéis salido de Londres con precipitación?
    -¡Ya lo creo! El miércoles último a las ocho de la noche, mister Fogg, contra su
    costumbre, volvió de su círculo, y tres cuartos de hora después nos habíamos
    marchado.
    -Pero, ¿adónde va vuestro amo?
    -Siempre adelante. ¡Está dando la vuelta al mundo!
    -¿La vuelta al mundo? -Exclamó Fix.
    -Sí, señor. ¡En ochenta días! Dice que es una apuesta; pero, sea dicho entre nosotros,
    no lo creo. Eso no tendría sentido común. Debe haber algún otro motivo.
    -¡Ah! Es muy original ese mister Fogg.
    -Ya lo creo.
    -¿Luego es rico?
    -¡Ciertamente, y lleva consigo una bonita suma de billetes de banco, nuevecitos! ¡Y
    no ahorra por cierto el dinero! ¡Como que ha prometido una prima magnífica al
    maquinista del "Mongolia" si llegamos a Bombay con buen adelanto!
    -¿Y hace mucho tiempo que conocéis a vuestro amo?
    -¿Yo? -Respondió Picaporte-. He entrado a servirle precisamente el día de nuestra
    marcha.
    Imagínese el efecto que estas respuestas debían producir en el ánimo ya
    sobreexcitado del inspector de policía.
    Aquella salida precipitada de Londres poco después del robo; aquella fuerte suma
    con que se hacía el viaje; aquella prisa de llegar a países remotos: aquel pretexto de una
    apuesta excéntrica, todo confirmaba y debía confirmar a Fix en sus ideas. Hizo hablar
    todavía más al francés, y adquirió la convicción de que ese mozo no conocía a su amo;
    que éste vivía aislado en Londres; que se le suponía rico sin saber el origen de su
    fortuna: que era un hombre impenetrable, etc. Pero al propio tiempo Fix pudo
    cerciorarse de que Fogg no desembarcaba en Suez y se iba directamente a Bombay.
    -¿Está lejos Bombay? Preguntó Picaporte.
    -Bastante lejos -respondió el agente-. Todavía necesitáis unos doce días por mar.
    -¿Y dónde está Bombay?
    -En la India.
    -¿En Asia?
    -Naturalmente.
    -¡Diantre! Es que voy a deciros... Hay una cosa que me trastoma... Mi mechero.
    -¿Qué mechero?
    -Mi mechero de gas que se me ha olvidado apagar y que está ardiendo por mi cuenta.
    He calculado que sale a dos chelines cada veinticuatro horas, justo seis peniques más
    de lo que gano, y ya comprenderéis que a poco que el viaje se prolongue...
    ¿Comprendió Fix el negocio del gas? Es poco probable. Ya no escuchaba nada y
    estaba tomando una resolución. El francés y él habían llegado al bazar. Fix dqlo a su
    compañero que hiciera sus compras, le recomendó que no faltase a la salida del
    "Mongolia", y volvió con premura al despacho del agente consular.
    Fix, ahora firme en su convicción, había recobrado toda su serenidad.

    -Señor --dijo al cónsul-; ya no abrigo duda ninguna. Tengo a mi hombre. Se hace
    pasar por un excéntrico que quiere dar la vuelta al mundo en ochenta días.
    -Entonces, ¿es un ladino que cuenta con volver a Londres después de haber hecho
    perder su pista a todas las poblaciones de ambos continentes?
    -Eso lo veremos -respondió Fix.
    -Pero, ¿no os equivocáis? -Preguntó de nuevo el cónsul.
    -No me equivoco.
    -Entonces, ¿por qué ha tenido ese ladrón el empeño de hacer visar su pasaporte en
    Suez?
    -¿Por qué?... No lo sé, señor cónsul -dijo el agente-, pero oídme...
    Y en pocas palabras refirió los más importante de su conversación con el criado del
    susodicho Fogg.
    -En efecto -dijo el cónsul-; todas las presunciones están contra él. ¿Y qué vais a
    hacer?
    -Expedir un despacho a Londres con petición urgente de un mandamiento de prisión,
    embarcarme en el "Mongolia", seguir al ladrón hasta la Indias, y en aquella tierra
    inglesa salirle al encuentro cortésmente con mi orden en la mano.
    -Después de pronunciar estas palabras con frialdad, el agente se despidió del cónsul
    y se dirigió al telégrafo, donde envió al director de la policía metropolitana el despacho
    ya mencionado.
    Un cuarto de hora más tarde, Fix, con su ligero equipaje en la mano y bien provisto
    de dinero, se embarcaba en el "Mongolia", y muy luego el rápido buque surcaba a todo
    vapor las aguas del Mar Rojo.





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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 27 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Sáb 16 Nov 2024, 09:03

    ***
    IX



    La distancia entre Suez y Adén es exactamente de mil trescientas millas, y el pliego
    de condiciones de la Compañía concede a sus vapores un transcurso de ciento treinta y
    ocho horas para andarlo. El "Mongolia" cuyos fuegos se activaban considerablemente,
    marchaba de modo que pudiese adelantar la llegada reglamentaria.
    La mayor parte de los viajeros embarcados en Brindisi iban a la India. Unos se
    encaminaban a Bombay y otros a Calcuta, pero por la vía de Bombay, porque desde
    que un ferrocarril atraviesa en toda su anchura la península hindú, ya no es necesario
    doblar la punta de Ceylán.
    Entre los pasajeros del "Mongolia" había algunos funcionarios civiles y oficiales de
    toda graduación. De éstos pertenecían unos al ejército británico propiamente dicho,
    otros mandaban tropas indígenas de cipayos, todos con muy buenos sueldos, aun
    ahora después que el gobierno se ha sustituido a los derechos y cargas de la antigua
    Compañía de las Indias. Los subtenientes tenían trescientas libras de sueldo, los
    brigadieres dos mil quinientas y los generales cuatro mil.
    Se vivía por lo tanto, bien, a bordo del "Mongolia" entre aquella sociedad de
    funcionarios, con los cuales alternaban algunos jóvenes ingleses que con un millón en el
    bolsillo iban a fundar a lo lejos establecimientos de comercio. El "purser", hombre de
    confianza de la Compañía, igual al capitán a bordo, lo hacía todo con suntuosidad, en el
    "lunch" de las dos, en la comida de las cinco y media, en la cena de las ocho, las mesas
    crujían bajo el peso de la carne fresca y de los entremeses que suministraba la camiceria
    y la repostería del vapor. Las pasajeras, de las cuales había algunas, mudaban de traje
    dos veces al día. Había músico y hasta baile cuando el mar lo permitía.
    Pero el mar Rojo es muy caprichoso y con frecuencia proceloso, como todos los
    golfos largos y estrechos. Cuando el viento soplaba de la costa de Asia o la de áfrica, el
    "Mongolia", de casco fusiforme tomado de través, sufría espantosos vaivenes. Las
    damas desaparecían entonces; los pianos callaban; los cantos y las danzas cesaban a un
    tiempo. Y entretanto, a pesar de la ráfaga y a pesar de las olas, el vapor, impelido por
    su poderosa máquina, corría sin tardanza hacia el estrecho de Bab el-Mandeb.

    ¿Qué hacía Phileas Fogg durante aquel tiempo? ¿Pudiera creerse que siempre
    inquieto y ansioso se preocupaba de los cambios de viento perjudiciales a la marcha
    del buque, de los movimientos desordenados del oleaje que podían ocasionar un
    accidente a la maquina, en fin, de todas las averías posibles que obligando al
    "Mongolia" a arribar a algún puerto hubiesen comprometido el viaje?
    De ningún modo; o si pensaba en estas eventualidades, no lo dejaba cuando menos
    traslucir. Era siempre el hombre impasible, el miembro imperturbable del
    Reform-Club, a quien ningún incidente o accidente podía sorprender. No parecía
    mucho más conmovido que el cronómetro de a bordo. Raras veces se le veía sobre el
    puente. Poco cuidado te daba observar aquel Mar Rojo, tan fecundo en recuerdos y
    teatro de las primeras escenas históricas de la humanidad. No acudía a reconocer las

    curiosas poblaciones diseminadas por sus orillas y cuyos pintorescos perfiles se des-
    tacaban de vez en cuando en el horizonte. Ni siquiera pensaba en los peligros de aquel

    golfo, de que siempre han hablado con espanto los antiguos historiadores Estrabón,
    Arriano, Artemidoro, Edris, en el cual no se aventuraban los navegantes antiguamente
    sin haber consagrado su viaje con sacrificios propiciatorios.
    ¿Qué hacía entonces aquel hombre original encarcelado en el "Mongolia"? Hacía
    primeramente sus cuatro comidas diarias, sin que nunca el cabeceo ni los vaivenes
    pudieran desconcetar máquina tan maravillosamente organizada. Y después jugaba al
    whist.
    Había encontrado compañeros para el juego tan rabiosamente aficionados como él;
    un recaudador de impuestos que iba a Goa, un ministro, el reverendo Décimo Smith,
    que regresaba a Bombay, y un brigadier general del ejército inglés, que se iba a reunir
    con su cuerpo a Benarés. Estos tres personajes tenían por el whist igual pasión que
    mister Fogg, y jugaban horas enteras con no menos silencio que él.
    En cuanto a Picaporte, no le atacaba el mareo. Ocupaba un camarote de proa y comía
    concienzudamente. Debemos decir que este viaje, hecho en tales condiciones, no le
    disgustaba, y procuraba sacar partido de él. Bien mantenido, bien alojado, veía tierras,
    y por otra parte tenía la esperanza de que esta broma acabaría en Bombay.
    Al día siguiente de la salida de Suez, 29 de octubre, no dejó de darle gusto el
    encuentro que hizo en el puente del obsequioso personaje a quien se había dirigido al
    desembarcar en Egipto.
    -No me engaño -le dijo al acercarse con amable sonrisa-; vos sois el caballero que fue
    tan pacientemente en servin-ne de guía por las calles de Suez.
    -En efecto -respondió el agente-. ¡Os reconozco! Sois el criado de ese inglés tan
    original...
    -Precisamente, señor..
    -Fix.
    -Señor Fix -respondió Picaporte-. Me alegro de veros a bordo. ¿Y adónde vais?
    -Lo mismo que vos, a Bombay.
    -Mucho mejor. ¿Habéis hecho ya este viaje?
    -Muchas veces -respondió Fix-. Soy agente de la Compañía Peninsular.
    -Entonces, ¿conocéis la India?
    -Pero... si... -respondió Fix, que no quería aventurarse mucho.
    -¿Y es curioso este país?
    -Muy curioso. Mezquitas, minaretes, templos, faquires, pagodas, tigres, serpientes,
    bayaderas. Pero debemos esperar que tendréis tiempo de visitarlo.
    Así lo espero, señor Fix. ¡Ya comprenderéis que no es permitido a un hombre de
    entendimiento sano pasar la vida saltando de un vapor aun ferrocarril, y de un
    ferrocarril a un vapor, con el pretexto de dar la vuelta al mundo en ochenta días! No,
    toda esta gimnasia terminará en Bombay, no lo dudéis.
    -¿Y se encuentra bien mister Fogg? -Preguntó Fix con el acento más natural del
    mundo.
    -Muy bien, seíior Fix. Y yo también, por cierto. Como lo mismo que un ogro en
    ayunas. Es el aire del mar.

    -Pero nunca veo a vuestro amo sobre el puente.
    -Nunca. No es curioso.
    -¿Sabéis, señor Picaporte, que este pretendido viaje en ochenta días pudiera muy
    bien ocultar alguna misión secreta... una misión diplomática por ejemplo?
    -A fe mía, señor Fix, que yo nada sé, os lo declaro, ni daría media corona por saberlo.
    Desde este encuentro, Picaporte y Fix hablaron juntos con frecuencia. El inspector
    de policía tenía empeño en trabar intimidad con el criado de mister Fogg. Esto podría
    serle útil en caso necesario. Le ofrecía a menudo en el bar del "Mongolia" algunos
    vasos de whisky o de pale-ale, que el buen muchacho aceptaba sin ceremonia, y hacía
    repetir para no ser menos, pareciéndole el señor Fix un caballero muy honrado.
    Entretanto el vapor marchaba con rapidez. El día 13 se divisó la ciudad de Moka,
    que apareció dentro de su cintura de murallas ruinosas, sobre las cuales se destacaban
    algunas verdes palmeras. A lo lejos, en las montañas, se desarollaban vastas campiñas
    de cafetales. Fue para Picaporte un encanto la vista de esa ciudad célebre, y aun ¡e
    pareció que con sus murallas circulares y un fuerte desmantelado, que tenía la
    configuración de una asa, se asemejaba a una enorme taza de café.
    Durante la siguiente noche, el "Mongolia" cruzó el estrecho de Bab-el-Mandeb, cuyo
    nombre árabe significa la "Puerta de las lágrimas"; y al otro día, 14, hacía escala en
    "Steamer Point" al Nordeste de la rada de Adén. Allí era donde debía reponerse de
    combustible.
    Grave e importante asunto es esa alimentación de la hornilla de los vapores a
    semejantes distancias de los centros de producción. Sólo para la Compañía Peninsular
    es un gasto anual de ochocientas mil libras. Ha sido necesario establecer depósitos en
    varios puertos, saliendo el costo del carbón en tan remotos lugares a tres libras y pico
    la tonelada.
    El "Mongolia" tenía que recorrer todavía mil seiscientas cincuenta millas para llegar a
    Bombay, y debía estar tres horas en "Steamer Point" a fin de llenar sus bodegas.
    Pero esta tardanza no podía perjudicar de ningún modo el programa de Phileas Fogg.
    Estaba prevista. Además, el “Mongolia”, en lugar de llegar a Adén el 15 de octubre por
    la mañana, entraba el 14 por la tarde. Era un adelanto de quince horas.
    Míster Fogg y su criado bajaron a tierra, porque aquél deseaba visar el pasaporte. Fix
    los siguió procurando no ser observado. Cumplidas las formalidades Phileas Fogg
    volvió a bordo a proseguir su interrumpida partida de whist.
    Pero Picaporte se detuvo, según su costumbre, callejeando en medio de aquella
    población de somalíes, banianos, parsis, judíos, árabes, europeos, que componen los
    veinticinco mil habitantes de Adén. Admiró las fortificaciones que hacen de esa ciudad
    el Gibraltar del mar de las Indias, y unos magníficos aljibes en que trabajaron ya los
    ingenieros del rey Salomón.
    -¡Qué curioso es eso, qué curioso! -Decía Picaporte volviendo a bordo-. Me
    convenzo de que no es inútil viajar si se quieren ver cosas nuevas.
    A las seis de la tarde, el "Mongolia" batía con las alas de su hélice las aguas de la rada
    de Adén y surcaba poco después el mar de las Indias. Se concedían ciento sesenta y
    ocho horas para hacer la travesía entre Adén y Bombay. Por lo demás, el mar fue
    favorable. El viento era Noroeste y las velas pudieron ayudar al vapor.
    El buque, mejor sostenido, cabeceó menos, y las pasajeras volvieron a aparecer sobre
    el puente recién compuestas, comenzando de nuevo los cantos y los bailes.
    El viaje se hizo con las mejores condiciones y Picaporte estaba muy gozoso de la
    amable compañía que la suerte le había deparado en la persona del señor Fix.
    El domingo 20 de octubre, a mediodía, se avistó la costa hindú. Dos horas más tarde,
    el piloto montaba a bordo del "Mongolia". En el horizonte, un fondo de colinas se
    perfilaba armoniosamente sobre la bóveda celeste, y muy luego se destacaron
    vivamente las filas de palmeras que adoman la ciudad. El vapor penetró en la rada
    formada por las islas Salcette, Elefanta y Butcher, y a !as cuatro y media atracaba a los
    muelles de Bombay.

    Phileas Fogg terminaba entonces la trigésima tercera partida del día, y su compañero
    y él, gracias a un manejo audaz, concluyeron aquella bella travesía haciendo las trece
    bazas.
    El “Mongolia” no debía llegar a Bombay hasta el 22 de octubre y arribaba el 20. Era,
    por consiguiente, una ventaja de dos días desde la salida de Londres. La cual fue
    inscrita metódicamente en la columna de beneficios del itinerario de Phileas Fogg.



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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 27 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Sáb 16 Nov 2024, 09:04

    ***
    X

    Nadie ignora que la India ---ese gran triángulo inverso cuya base está en el Norte y la
    punta al Surcomprende una superficie de un millón cuatrocientas mil millas cuadradas,
    sobre la cual se halla desigualmente esparcida una población de ciento ochenta millones
    de habitantes. El gobierno británico ejerce un dominio real sobre cierta parte de este
    inmenso país. Tiene un gobernador general en Calcuta, gobernadores en Madrás, en
    Bombay, en Bengala, y un teniente gobernador en Agra.
    Pero la India inglesa, propiamente dicha, sólo cuenta una superficie de cuatrocientas
    mil millas cuadradas y una población de ciento a ciento diez millones de habitanes.
    Mucho decir es que una notable parte del territorio se haya librado hasta hoy de la
    autoridad de la Reina; y en efecto, entre algunos rajaes del interior, fieros y terribles, la
    independencia india es todavía absoluta.
    Desde 1756 -época en que se fundó el primer establecimiento inglés en el sitio
    ocupado hoy por la ciudad de Madrás, hasta el año en que estalló la gran insurrección
    de los cipayos, la célebre Compañía de las Indias fue omnipotente. Iba agregado a sus
    dominios poco a poco las diversas provincias adictas a los rajaes por medio de rentas
    que no pagaba o pagaba mal; nombraba un gobernador general y todos los empleados
    civiles y militares: pero ahora ya no existe, y las posesiones inglesas de la India
    dependen directamente de la Corona.
    Por eso el aspecto, las costumbres, las divisiones etnográficas de la península,
    tienden a modificarse diariamente. Antes se viajaba por todos los antiguos medios de
    transporte, a pie, a caballo, en carro, en carretilla, en litera, a cuestas de otro, en coach,
    etc. Ahora unos barcos de vapor recorren a gran velocidad el Indus y el Ganges, y un
    ferrocarril, que atraviesa la India en toda su anchura ramificándose en su trayecto, pone
    a Bombay a tres días tan sólo de Calcuta.
    El trazado de este ferrocarril no sigue la línea recta a través de la India. La distancia a
    vuelo de pájaro, no es más que de mil a mil cien millas, y los trenes, aun con la
    velocidad media, no emplearían tres días en el trayecto; pero esta distancia está
    aumentada en una tercera parte al menos, por la curva que describe el camino,
    elevándose hasta Allahabad, al Norte de la península.
    He aquí, en suma, el trazado del "Great Indian Peninsular Railway". Partiendo de
    Bombay atraviesa Salcette, salta al continente enfrente de Tannab, cruza la sierra de
    los Ghats Occidentales, corre al Noroeste hasta Burhampur, surca el territorio casi
    independiente de Buidelkund, se eleva hasta Allahabad, se inclina al Este, encuentra al
    Ganges en Benarés, se desvía ligeramente, y volviendo al Sureste por Burdiván y la
    ciudad francesa de Chandemagor, va a formar cabeza de línea en Calcuta.
    Eran las cuatro y media de la tarde cuando los pasajeros del "Mongolia" habían
    desembarcado en Bombay y el tren de Calcuta salía a las ocho en punto.
    Mister Fogg se despidió de sus compañeros, salió del vapor, dio a su criado la orden
    de hacer algunas compras, le recomendó expresamente que estuviera antes de las ocho
    en la estación, y con su paso regular, que batía como el péndulo de un reloj
    astronómico, se dirigió a la oficina de pasaportes.
    Por consiguiente, nada pensaba ver de las maravillas de Bombay, ni la municipalidad,
    ni la magnífica biblioteca, ni los fuertes, ni los docks, ni el mercado de algodones, ni los
    bazares, ni las mezquitas, ni las sinagogas, ni las iglesias armenias, ni la espléndida
    pagoda de Malebar-Hill, adomada con dos torres poligonales. No contemplaría ni las
    obras maestras de Elefanta, ni sus misteriosas hipogeas, ocultas al sureste de la rada, ni

    las grutas kankerias de la isla de Salcette; esos admirables vestigios de la arquitectura
    budista.
    ¡No, nada! Al salir de la oficina de pasaportes, Phileas Fogg se fue sosegadamente a
    la estación, y allí se hizo servir la comida. Entre otros manjares, el fondista creyó deber
    recomendarle cierto guisado de conejo del país, que le ponderó mucho.
    Phileas Fogg aceptó el guisado y lo probó concienzudamente, pero, a pesar de la
    salsa, lo halló detestable.
    Llamó al fondista.
    -Señor -le dijo mirándole cara a cara-, ¿es esto conejo?
    -Sí, milord -respondió descaradamente el perillán-, conejo de esta tierra.
    -¿Y no ha mayado cuando lo han matado?
    -¡ Mayado! ¡ Oh, mi lord! ¡ Un conejo! Os juro...
    -Señor fondista -replicó con frialdad mister Fogg-, no juréis, y acordaos de esto:
    antiguamente, en la India, los gatos eran animales sagrados. Era el buen tiempo.
    -¿Para los gatos, milord?
    -Y tal vez también para los viajeros.
    Después de esta observación, mister Fogg siguió comiendo con calma.
    Algunos instantes después de mister Fogg, el agente Fix había desembarcado también
    del "Mongolia" y se había ido corriendo a vera al director de la policía de Bombay. Le
    dio a conocer la misión de que estaba encargado y su situación respecto del presunto
    autor del robo. ¿Se había recibido de Londres una orden de prisión?... No se había
    recibido nada. Y en efecto, la orden no podía haber llegado todavía.
    Fix quedó desconcertado. Quiso conseguir del director la orden, pero le fue negada.
    Era asunto que competía a la administración metropolitana, siendo ella quien sólo
    podía dar legalmente un mandato de prisión. Esta severidad de principios, esta
    observancia rigurosa de la ley, se explica perfectamente por las costumbres inglesas,
    que en materia de libertad individual no admiten ninguna arbitrariedad.
    Fix no insistió, y comprendió que debía resignarse a aguardar la orden; pero resolvió
    no perder de vista a su impenetrable bribón durante todo el tiempo que estuviera en
    Bombay. No tenía duda de que allí permanecería algún tiempo Phileas Fogg,
    convicción de que participaba Picaporte, lo cual daría lugar a la llegada del mandato.
    Pero desde las últimas órdenes que le había dado su amo, Picaporte había
    comprendido que sucedería, en Bombay lo que en Suez y París, y que el viaje no
    terminaría allí y se proseguiría por lo menos hasta Calcuta y quizá más lejos. Y
    empezó a pensar si la apuesta sería cosa formal, y si la fatalidad no le llevaría a él, que
    quería vivir descansado, a dar la vuelta al mundo en ochenta días.
    Entretanto, y después de haber comprado algunas camisas y calcetines, se paseaba
    por las calles de Bombay. Había gran concurrencia, y en medio de europeos de todas
    procedencias se veían persas con gorro puntiagudo, bunhyas con turbantes redondos,
    sindos con bonetes cuadrados, armenios con traje largo y parsis con mitra negra. Era
    precisamente una fiesta que celebraban los parsis o gnebros, descendientes directos de
    los sectarios de Zoroastro, que son los más industriosos, los más civilizados, los más
    inteligentes, los más austeros de los indios, raza a que pertenecen hoy los comerciantes
    más ricos de Bombay. Aquel día celebraban una especie de carnaval religioso, con
    procesiones y festejos, en los cuales figuraban bayaderas vestidas de gasas recarnadas
    de oro y plata, y que al son de gaitas y tamtams danzaban maravillosamente, y por
    otra parte con perfecta cadencia.
    Superfluo es insistir aquí en qué ceremonias, siendo todo ojos y oídos Picaporte
    contemplaba tan curiosas ceremonias para ver y escuchar, y dando a su fisonomía la
    facha del papanatas más perfecto que imaginarse pueda.
    Desgraciadamente para él y su amo, cuyo viaje por poco comprometió, su curiosidad
    lo llevó más lejos de lo que convenía.
    Después de haber visto ese carnaval parsi, Picaporte se dirigía a la estación, cuando
    al pasar por delante de la admirable pagoda de Malebar-Hill tuvo la desventurada idea
    de visitarla por dentro.

    Ignoraba dos cosas: primero, que la entrada de ciertas pagodas hindúes está
    formalmente prohibida a los cristianos, y segundo, que aun los mismos creyentes no
    pueden entrar sino dejando el calzado a la puerta. Hay que notar aquí que, por razones
    de sana política, el gobierno inglés, respetando y haciendo respetar hasta en sus más
    insignificantes pormenores la religión del país, castiga con severidad a quienquiera que
    infrinja sus prácticas.
    Picaporte entró sin pensar en lo que hacía, como un simple viajero, y admiraba el
    deslumbrador oropel de la ornamentación bramánica cuando de repente fue derribado
    sobre las sagradas losas del pavimento. Tres sacerdotes con mirada furiosa, se
    arrojaron sobre él, le arrancaron zapatos y calcetines y comenzaron a molerlo a golpes,
    prorrumpiendo en salvaje gritería.
    El francés, vigoroso y ágil, se levantó con viveza. De un puñetazo y un puntapié
    derribó a dos adversarios muy entorpecidos por su traje talar y lanzándose fuera de la
    pagoda con toda la velocidad de sus piernas, dejó muy presto atrás al tercer indio, que
    había salido en su seguimiento amotinando a la multitud.
    A las ocho menos cinco, algunos minutos antes de marchar el tren, sin sombrero,
    descalzo y habiendo perdido su paquete de compras, Picaporte llegaba al ferrocarril.
    Allí en el andén estaba Fix, que había seguido a Fogg hasta la estación,
    comprendiendo que este tunante se iba de Bombay. Tomó la inmediata resolución de
    acompañarlo hasta Calcuta, y más lejos si preciso fuese. Picaporte no vio a Fix que
    estaba en la sombra, pero Fix oyó la relación de las aventuras que Picaporte estaba
    brevemente haciendo a su amo.
    -Espero que no os volverá a suceder -respondió simplemente Phileas Fogg tomando
    asiento en uno de los vagones del tren.
    El pobre mozo, desconcertado y descalzo, siguió a su amo sin hablar palabra.
    Fix iba a subir en otro vagón, cuando lo detuvo una idea que modificó súbitamente su
    proyecto de partida.
    -No; me quedo -dijo-. Un delito cometido en territorio indio... Ya tengo asegurado a
    mi hombre.
    En aquel momento la locomotora dio un vigoroso silbido, y el tren desapareció en la
    oscuridad.





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    Mensaje por Maria Lua Sáb 16 Nov 2024, 09:05

    ***
    XI

    El tren había salido a la hora reglamentaria. Llevaba cierto número de viajeros,
    algunos oficiales, funcionarios civiles y comerciantes de opio y de añil a quienes
    llamaba su trafico a la parte oriental de la península.
    Picaporte ocupaba el mismo compartimiento que su amo. Un tercer viajero estaba en
    el rincón opuesto.
    Era el brigadier general sir Francis Cromarty, uno de los compañeros de juego de
    mister Fogg durante la travesía de Suez a Bombay, que iba a reunirse con sus tropas
    acantonadas cerca de Benarés.
    Sir Francis Cromarty, alto, rubio, de cincuenta años de edad, que se había distinguido
    mucho en la guerra de los cipayos, hubiera verdaderamente merecido a calificación de
    indígena. Desde su joven edad habitaba en India y no había ido sino muy raras veces a
    su país natal. Era hombre instruido, que de buena gana hubiera dado informes sobre los
    usos, historia y organización del país indio, si Phileas Fogg hubiese sido hombre capaz
    de pedirlos. Pero este caballero no pedía nada. No viajaba, sino que estaba escribendo
    una circunferencia. Era un cuerpo grave recorriendo una órbita alrededor del globo
    terrestre, según las leyes de la mecánica racional. En aquel momento rectificaba para
    sus adentros el cálculo de las horas empleadas desde su salida de Londres, y se hubiera
    dado un restregón de manos, a no ser enemigo de movimientos inútiles.
    No había dejado sir Francis Cromarty de reconocer la originalidad de su compañero
    de viaje, bien que no lo hubiera estudiado sino con los naipes en la mano. Tenía, pues,
    fundamento para indagar si el corazón humano que latía bajo aquella corteza, si Phileas

    Fogg, poseía un alma sensible a las bellezas de la naturaleza y a las aspiraciones

    morales. Era esto para él cuestión de ventilar. De todos los seres originales que el briga-
    dier general había encontrado, ninguno era comparable con ese producto de las ciencias

    exactas.
    Phileas Fogg no había ocultado a sir Francis Cromarty su proyecto de viaje alrededor
    del mundo ni las condiciones en que Jo verificaba. El brigadier general no vio en esta
    apuesta más que una excentricidad sin objeto útil, ni razonable. En el modo de
    proceder del extravagante gentleman lo pasaría evidentemente sin hacer nada ni por sí
    mismo ni por sus semejantes.
    Una hora después de haber salido de Bombay, el tren, salvando los viaductos, había
    atravesado la isla Salcette y corría sobre el continente. En la estación de Callyan, dejó a
    la derecha el ramal que, por Kandallah y Punah, desciende al suroeste de la India, y
    luego a la estación de Pauwll. Aquí entró en las montañas muy ramificadas de los
    Gahts Occidentales, sierra con base de basalto, cuyas altas cumbres están cubiertas de
    espesos montes.
    De vez en cuando, sir Francis Cromarty y Phileas Fogg cruzaban algunas palabras, y
    en este momento el brigadier general, procurando animar una conversación que con
    frecuencia languidecía, dijo:
    -Hace algunos años, mister Fogg, que hubiérais tenido aquí un atraso que
    probablemente hubiera comprometido vuestro itinerario.
    -¿Por qué, sir Francis?
    -Porque el ferrocarril terminaba al pie de estas montañas, que era necesario atravesar
    en palanquín o a caballo hasta la estación de Kandallah, situada a la vertiente opuesta.
    -Esta tardanza no hubiera de modo alguno descompuesto el plan de mi programa
    -respondió mister Fogg-. No he dejado de prever la eventualidad de ciertos obstáculos.
    -Sin embargo, mister Fogg -repuso el brigadier general-, habéis estado a punto de
    cargar con muy mal negocio por la aventura de ese mozo.
    Picaporte, con los pies envueltos en la manta de viaje, dormía profundamente, sin
    soñar que se hablaba de él.
    -El gobierno inglés es muy severo con razón, por ese género de delitos -repuso sir
    Francis Cromarty-. Atiende más que todo a que se respeten los usos religiosos de los
    indios, y si hubiesen agarrado a vuestro criado...
    -Y bien, agarrándole, sir Francis -respondió mister Fogg- le habrían condenado y
    después de sufrir su pena hubiera vuelto tranquilamente a Europa. ¡No veo por qué
    ese asunto tendría que perjudicar a su amo!
    Y con esto la conversación se enfrió de nuevo. Durante la noche, el tren atravesó los
    Ghats, pasó por
    Nassik, y al día siguiente 21 de octubre, corría por un territorio casi llano formado
    por la comarca del Khandeish. La campiña, bien cultivada, estaba llena de villorrios,
    sobre los cuales el minarete de la pagoda reemplazaba al campanario de la iglesia
    europea. Esta región fértil estaba regada por numerosos arroyuelos, afluentes la mayor
    parte o subafluentes del Godavery.
    Picaporte, despierto ya, miraba y no podía creer que atravesaba el país de los indios
    en un tren del "Great Peninsular Railway". Esto te parecía inverosímil, y, sin embargo,

    nada más positivo. La locomotora, dirigida por el brazo de un maquinista inglés y cal-
    deada con hulla inglesa, despedía el humo sobre las plantaciones de algodón, café,

    moscada, clavillo y pimienta. El vapor se contorneaba en espirales alrededor de los
    grupos de palmeras, entre las cuales aparecían pintorescos bungalows y algunos
    viharis, especie de monasterios abandonados, y templos maravillosos enriquecidos por

    la inagotable ornamentación de la arquitectura hindú. Después, habia inmensas extensio-
    nes de tierra que se dibujaban hasta perderse de vista; juncales donde no faltaban ni las

    serpientes ni los tigres espantados por los resoplidos del tren y, por último, selvas
    perdidas por el trazado del camino, frecuentadas todavía por elefantes que miraban con
    ojo pensativo pasar el disparado convoy.

    Durante aquella mañana, más allá de la estación de Malligaum, los viajeros
    atravesaron este territorio funesto tantas veces ensangrentado por los sectarios de la
    diosa Kali. Cerca se elevaba Elora con sus pagodas admirables, no lejos la célebre
    Aurungabad, la capital del indómito Aurengyeb, ahora simple capital de una de las
    provincias agregadas del reino de Nizam. En esta región era donde Feringhea, el jefe de
    los thugs, el rey de los estranguladores, ejercía su dominio. Estos asesinos, unidos por
    un lazo impalpable, estrangulaban, en honor de la diosa de la Muerte, víctimas de toda
    edad, sin derramar nunca sangre y hubo un tiempo en que no se podía recorrer paraje
    alguno de aquel terreno sin hallar algún cadáver. El gobierno inglés ha podido impedir
    en gran parte esos asesinatos; pero la espantosa asociación sigue existiendo y funciona
    todavía.
    A las doce y media, el tren se detuvo en la estación de Burhampur, y Picaporte pudo
    procurarse a precio de oro un par de babuchas, adornadas con abalorios.
    Los viajeros almorzaron con rapidez y salieron para la estación de Assurghur,
    después de haber costeado el río Tapty, que desagua en el golfo de Caniboya, cerca de
    Surate.
    Es oportuno dar a conocer los pensamientos que ocupaban entonces el ánimo de
    Picaporte. Hasta su llegada a Bombay, había creído y podido creer que las cosas no
    pasarían de aquí. Pero ahora, desde que corría a todo vapor al través de la India, se
    había verificado un cambio en su ánimo. Sus inclinaciones naturales reaparecían con
    celeridad. Volvía a sus caprichosas ideas de la juventud, tomaba por lo serio los
    proyectos de su amo, creía en la realidad de la apuesta, y por consiguiente en la vuelta
    al mundo y en el maximum de tiempo que no debía excederse. Se inquietaba ya por las
    tardanzas posibles y por los accidentes que podían sobrevenir en el camino. Se sentía
    como interesado en esta apuesta, y temblaba a la idea que tenía de haberia podido
    comprometer la víspera con su imperdonable estupidez. Por eso, siendo mucho menos
    flemático que mister Fogg, estaba mucho más inquieto. Contaba y volvía a contar los
    días transcurridos, maldecía las paradas del tren, lo acusaba de lentitud y vituperaba
    "in pectore" a mister Fogg por no haber prometido una prima al maquinista. No sabía
    el buen muchacho que lo que era posible en un vapor no tenía aplicación en un
    ferrocarril, cuya velocidad era reglamentaria.
    Por la tarde se cruzaron los desfiladeros de las montañas de Suptur, que separan el
    territorio de Khandeish del de Bundeikund.
    Al siguiente día, 22 de octubre, respondiendo a una pregunta de sir Francis
    Cromarty, Picaporte, después de consultar su reloj, dijo que eran las tres de la mañana.
    Y en efecto, ese famoso reloj, siempre areglado por el meridiano de Greenwich, que
    estaba a cerca de setenta grados al Oeste, debía atrasar y atrasaba en efecto cuatro
    horas.
    Sir Francis rectificó por consiguiente la hora dada por Picaporte, a quien hizo la
    misma observacion que ya le tenía hecha Fix. Y trató de hacerle comprender que debía
    arreglar su reloj por cada nuevo meridiano, y que, caminando constantemente hacia el
    sol, los días eran más cortos tantas veces cuatro minutos como grados se recorrían.

    Todo fue inútil. Hubiese o no comprendido la observación del brigadier general, el obs-
    tinado Picaporte no quiso adelantar su reloj, conservando invariablemente la hora de

    Londres. Manía inocente, por otra parte, y que no hacía daño a nadie.
    A las ocho de la mañana, y a quince millas antes de la estación de Rothal, el tren se
    detuvo en medio de un extenso claro del bosque, rodeado de "bungalows" y de cabañas
    de obreros. El conductor del tren pasó delante de la línea de vagones diciendo:
    -Los viajeros se apean aquí.
    Phileas Fogg miró a sir Francis Cromarty, que pareció no comprender nada de esta
    detención en medio de un bosque de tamarindos y de khajoures.
    Picaporte, no menos sorprendido, se lanzó a la vía y volvió casi al punto
    exclamando:
    -¡Señor, ya no hay ferrocarril!
    -¿Qué queréis decir? -Preguntó sir Francis Cromarty.

    --Quiero decir que el tren no sigue.
    El brigadier general descendió al instante del vagón. Phlleas Fogg lo siguió sin darse
    prisa. Ambos se dirigieron al conductor.
    -¿Dónde estamos? -Preguntó sir Francis Cromarty.
    -En la aldea de Kholby -respondió el conductor.
    -¿Nos paramos aquí?
    -Sin duda. El ferrocarril no está concluido.
    -¡Cómo! ¿No está concluido?
    -No. Falta un trozo de cincuenta millas entre este punto y Hallahabad, donde se
    vuelve a tomar la vía.
    -¡Sin embargo, los periódicos han anunciado la apertura completa del ferrocarril!
    -¡Qué quereis! Los periódicos se han equivocado.
    -¡Y dais billetes desde Bombay a Calcuta! -Replicó sir Francis que empezaba a
    acalorarse.
    -Sin duda -replicó el conductor- pero los viajeros saben muy bien que deben hacerse
    trasladar de Kholby a Hallahabad.
    Sir Francis Cromarty estaba furioso. Picaporte hubiera de buena gana acogotado al
    conductor. Ya no podía más, no se atrevía a mirar a su amo.
    -Sir Francis --dijo sencillamente mister Fogg-, vamos a discurrir, si lo queréis, el
    medio de llegar a Hallahabad.
    -Mister Fogg, se trata aquí de una tardanza absolutamente perjudicial a vuestros
    intereses.
    -No, sir Francis, ya estaba prevista.
    -¡Cómo! ¿Sabíais que la vía?...
    -De nigún modo; pero sabía que un obstáculo cualquiera surgiría tarde o temprano en
    el camino. Ahora bien, no hay nada comprometido. Tengo dos días de adelanto que

    sacrificar. Hay un vapor que sale de Calcuta para Hong-Kong el 25 al mediodía. Esta-
    mos a 22 y llegaremos a tiempo a Calcuta.

    No había nada que decir ante una respuesta dada con tan completa seguridad.











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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 27 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Sáb 16 Nov 2024, 09:07

    ***

    Demasiado era cierto que los trabajos del ferrocarril terminaban allí. Los periódicos
    son como algunos relojes que tenían la manía de adelantar, y habían anunciado
    prematuramente la conclusión de la línea. La mayor parte de los viajeros conocían esa
    interrupción de la vía, y al apearse del tren se habían apoderado de los vehículos de
    todo género que había en el villorrio, paikigharis de cuatro ruedas, carretas arrastradas
    por unos zebús, especie de bueyes de giba, carros de viaje semejantes a pagodas
    ambulantes, palanquines, caballos, etc. Así es que mister Fogg y sir Francis, después
    de haber registrado toda la aldea, se volvieron sin haber encontrado nada.
    -Iré a pie --dijo Phileas Fogg.
    Picaporte, que entonces se reunía con su amo, hizo un ademán significativo al
    considerar sus magníficas babuchas. Por fortuna había ido también de descubierta por
    su parte, y titubeando un poco, dijo:
    -Señor, me parece que he hallado un medio de transporte.
    -¿Cuál?
    -¡Un elefante! ¡Un elefante que pertenece a un indio que vive a cien pasos de aquí!
    -Vamos a ver el elefante -respondió mister Fogg.
    Cinco minutos después, Phileas Fogg, sir Francis Cromarty y Picaporte llegaban
    cerca, de una choza adherida a una cerca formada por altas empalizadas. En la choza
    habia un indio, y en la cerca, un elefante. El indio introdujo a mister Fogg y a sus dos
    compañeros en la cerca.
    Allí se encontraron en presencia de un animal medio domesticado, que su propietario
    domaba, no para hacerlo animal de carga, sino de pelea. Con este fin había comenzado
    por modificar el carácter naturalmente apacible del elefante, procurando conducirlo
    gradualmente a ese paroxismo de furor llamado "muths" en lengua india, y esto
    manteniéndolo durante ti es meses con azúcar y manteca. Este tratamiento puede
    parecer poco a propósrito para obtener semejante resultado, pero no deja de ser

    empleado con éxito por los criadores. Afortunadamente para Fogg, el elefante en
    cuestión llevaba poco tiempo de ese régimen, y el "muths" no se había declarado
    todavía.
    Kiouni -así se llamaba el animal- podía, como todos sus congéneres, hacer durante
    mucho tiempo una marcha rápida, y, a falta de otra cabalgadura, Phileas Fogg resolvió
    utilizarlo.
    Pero los elefantes son caros en la India, donde comienzan a escasear. Los machos que
    convienen para las luchas de los circos, son muy solicitados. Estos animales no se
    reproducen sino raras veces cuando están domesticados, de tal suerte, que solamente
    pueden obtenerlos cazándolos. Por eso están muy cuidados; y cuando mister Fogg
    preguntó al indio si quería alquilarle su elefante, el indio se negó a ello resueltamente.
    Fogg insistió y ofreció un precio excesivo por el animal, diez libras por hora.
    Denegación. ¿Veinte libras? Denegación también. ¿Cuarenta libras? Siempre la misma
    denegación. Picaporte brincaba a cada puja. Pero el indio no se dejaba tentar.
    Era una buena suma, sin embargo. Suponiendo que el elefante echase quince horas
    hasta Allahabad, eran seiscientas libras lo que producía para su dueño.
    Phileas Fogg, sin acalorarse, propuso entonces la compra del animal y le ofreció mil
    libras.
    El indio no quería vender. Tal vez el perillán olfateaba un buen negocio.
    Sir Francis Cromarty llevó a mister Fogg aparte y le recomendó que reflexionase
    antes de excederse Phileas Fogg respondió a su compañero que no tenía costumbre de
    obrar sin reflexión, que se trataba, en fin de cuentas, de una apuesta de veinte mil
    libras, que ese elefante le era necesario, y que aun pagándolo veinte veces más de lo
    que valía, lo poseería.
    Mister Fogg se acercó de nuevo al indio, cuyos ojuelos encendidos por la codicia
    dejaron ver que no se trataba para él sino de una cuestión de precio. Phileas Fogg
    ofreció sucesivamente mil doscientas libras, después mil quinientas, en seguida mil
    ochocientas, y por último dos mil. Picaporte, tan coloradote de ordinario, estaba
    pálido de emoción.
    A las dos mil libras el indio se entregó.
    -¡Por mis babuchas --exclamó Picaporte-, a buen precio hay quien pone la carne de
    elefante!
    Arreglado el negocio, ya no faltaba más que guía, lo cual fue más fácil. Un joven
    parsi, de rostro inteligente, ofreció sus servicios. Mister Fogg aceptó y le prometió

    una gruesa remuneración, lo cual no podía menos de contribuir a redoblar su inteli-
    gencia.

    Sacaron y equiparon al elefante sin tardanza. El parsi conocía perfectamente el oficio
    de "mahut" o cornac. Cubrió con una especie de hopalanda los lomos del elefante y
    dispuso por cada lado dos especies de cuévanos bastante poco confortables.
    Phileas Fogg pagó al indio en billetes de Banco, que extrljo del famoso saco. Parecía
    ciertamente que se sacaban de las entrañas de Picaporte. Después, mister Fogg ofreció
    a sir Francis Cromarty trasladarlo a la estación de Hallahabad. El brigadier general
    aceptó. Un viajero más no podía fatigar al gigantesco elefailte.
    Se compraron víveres en Kholby. Sir Francis Cromarty tomó asiento en uno de los
    cuévanos, y Phileas Fogg en otro. Picaporte montó a horcqiadas sobre la hopalanda
    entre su amo y el brigadier general. El parsi se colocó sobre el cuello del elefante, y a
    las nueve salían del villorrio y penetraban por el camino más corto en la frondosa selva
    de esas palmeras asiáticas llamadas plataneros.








    XII

    A fin de abreviar la distancia, el guía dejó a la derecha el trazado de la vía cuyos
    trabajos se estaban ejecutando. El ferrocarril, a causa de los obstáculos que ofrecían las
    caprichosas ramificaciones de los montes Vindhias, no seguía el camino más corto, que

    era el que importaba tomar. El parsi, muy familiarizado con los senderos de su país,
    pretendía ganar unas veinte millas atajando por la selva, y descansaron en esto.
    Phileas Fogg y Francis Cromarty, metidos hasta el cuello en sus cuévanos, iban muy
    traqueteados por el rudo trote del elefante, a quien imprimía su conductor una marcha
    rápida. Pero soportaban la situación con la flema más británica, hablando por otra
    parte poco y viéndose apenas el uno al otro.
    En cuanto a Picaporte, apostado sobre el lomo del animal y directamente sometido a
    los vaivenes, cuidaba muy bien, según se lo había recomendado su amo, de no tener la
    lengua entre los dientes, porque se la podía cortar rasa. El buen muchacho, ora
    despedido hacia el cuello del elefante, ora hacia las ancas, daba volteretas como un
    clown sobre el trampolín; pero en medio de sus saltos de carpa se reía y bromeaba,
    sacando de vez en cuando un terrón de azúcar, que el inteligente Kiouni tomaba con la
    trompa, sin interrumpir un solo instante su trote regular.
    Después de dos horas de marcha, el guía detuvo al elefante y le dio una hora de
    descanso. El animal devoró ramas y arbustos después de haber bebido en una charca
    inmediata. Sir Francis Cromarty no se quejó de esta parada, pues estaba molido.
    Mister Fogg parecía estar tan fresco como si acabara de salir de su cama.
    -¡Pero es de hierro! -Respondió Picaporte, que se ocupaba en preparar un almuerzo
    breve.
    A las doce dio el guía la señal de marcha. El país tomó luego un aspecto muy agreste.
    A las grandes selvas sucedieron los bosques de tamarindos y de palmeras enanas, y
    luego extensas llanuras áridas. erizadas de árboles raquíticos y sembradas de grandes
    pedríscos de sienita. Toda esta parte del alto Bundelbund, poco frecuentada por los
    viajeros, está habitada por una población fanática, endurecida en las prácticas más
    terribles de la religión india. La dominación de los ingleses no ha podido establecerse
    regularmente sobre un territorio sometido a la influencia de los rajáes, a quienes hubiera
    sido difícil alcanzar en sus inaccesibles retiros de los Vindhias.
    Varias veces se vieron bandadas de hindúes feroces que hacían un ademán de cólera al
    observar el rápido paso del elefante. Por otra parte, el parsi los evitaba en lo posible,
    considerándolos como gente de mal encuentro. Se vieron pocos animales durante esta
    jornada, y apenas algunos monos que huían haciendo mil contorsiones y muecas que
    divertían mucho a Picaporte.
    Entre otras ideas había una que inquietaba mucho a este pobre muchacho. ¿Qué haría
    mister Fogg del elefante cuando hubiese llegado a la estación del Allahabad? ¿Se lo
    llevaría? ¡Imposible! El precio del transporte añadido al de la compra, sería una ruina.
    ¿Lo vendería o le daría libertad? Ese apreciable animal bien merecía que se le tuviese
    consideración. Si por casualidad mister Fogg se lo regalase, muy apurado se vería él,
    Picaporte, y esto no dejaba de preocuparle.
    A las ocho de la noche ya quedaba traspuesta la principal cadena de los Vindhias, y
    los viajeros hicieron alto al pie de la falda septentrional en un "bungalow" ruinoso.
    La distancia recorrida durante la jornada era de veinticinco millas, y restaba otro
    tanto camino para llegar a la estación de Hallahabad
    La noche estaba fría. El parsi encendió dentro del "bungalow" una hoguera de ramas
    secas cuyo calor fue muy apreciado. La cena se compuso con las previsiones
    compradas en Kholby. Los viajeros comieron cual gente rendida y cansada. La
    conversación, que empezó con algunas frases entrecortadas, se terminó con sonoros
    ronquidos. El guía estuvo vigilando junto a Kiouni, que se durmió de pie, apoyado en
    el tronco de un árbol grande.

    Ningún incidente ocurrió aquella noche. Algunos rugidos de lobos, tigres y de
    panteras perturbaron alguna vez el silencio, mezclados con los agudos chillidos de los
    monos. Pero los carnívoros se contentaron con gritar y no hicieron ninguna
    demostración hostil contra los huéspedes del "bungalow".
    Sir Francis Cromarty dormía pesadamente como un bravo militar curtido en las
    fatigas. Picaporte, durante un sueño agitado, repitió las volteretas de la víspera. En

    cuanto a mister Fogg, descansó tan apaciblemente como si se hubiera hallado en su
    tranquila casa de Saville-Row.









    28
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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 27 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Mar 19 Nov 2024, 10:45

    ***

    XII

    A fin de abreviar la distancia, el guía dejó a la derecha el trazado de la vía cuyos
    trabajos se estaban ejecutando. El ferrocarril, a causa de los obstáculos que ofrecían las
    caprichosas ramificaciones de los montes Vindhias, no seguía el camino más corto, que

    era el que importaba tomar. El parsi, muy familiarizado con los senderos de su país,
    pretendía ganar unas veinte millas atajando por la selva, y descansaron en esto.
    Phileas Fogg y Francis Cromarty, metidos hasta el cuello en sus cuévanos, iban muy
    traqueteados por el rudo trote del elefante, a quien imprimía su conductor una marcha
    rápida. Pero soportaban la situación con la flema más británica, hablando por otra
    parte poco y viéndose apenas el uno al otro.
    En cuanto a Picaporte, apostado sobre el lomo del animal y directamente sometido a
    los vaivenes, cuidaba muy bien, según se lo había recomendado su amo, de no tener la
    lengua entre los dientes, porque se la podía cortar rasa. El buen muchacho, ora
    despedido hacia el cuello del elefante, ora hacia las ancas, daba volteretas como un
    clown sobre el trampolín; pero en medio de sus saltos de carpa se reía y bromeaba,
    sacando de vez en cuando un terrón de azúcar, que el inteligente Kiouni tomaba con la
    trompa, sin interrumpir un solo instante su trote regular.
    Después de dos horas de marcha, el guía detuvo al elefante y le dio una hora de
    descanso. El animal devoró ramas y arbustos después de haber bebido en una charca
    inmediata. Sir Francis Cromarty no se quejó de esta parada, pues estaba molido.
    Mister Fogg parecía estar tan fresco como si acabara de salir de su cama.
    -¡Pero es de hierro! -Respondió Picaporte, que se ocupaba en preparar un almuerzo
    breve.
    A las doce dio el guía la señal de marcha. El país tomó luego un aspecto muy agreste.
    A las grandes selvas sucedieron los bosques de tamarindos y de palmeras enanas, y
    luego extensas llanuras áridas. erizadas de árboles raquíticos y sembradas de grandes
    pedríscos de sienita. Toda esta parte del alto Bundelbund, poco frecuentada por los
    viajeros, está habitada por una población fanática, endurecida en las prácticas más
    terribles de la religión india. La dominación de los ingleses no ha podido establecerse
    regularmente sobre un territorio sometido a la influencia de los rajáes, a quienes hubiera
    sido difícil alcanzar en sus inaccesibles retiros de los Vindhias.
    Varias veces se vieron bandadas de hindúes feroces que hacían un ademán de cólera al
    observar el rápido paso del elefante. Por otra parte, el parsi los evitaba en lo posible,
    considerándolos como gente de mal encuentro. Se vieron pocos animales durante esta
    jornada, y apenas algunos monos que huían haciendo mil contorsiones y muecas que
    divertían mucho a Picaporte.
    Entre otras ideas había una que inquietaba mucho a este pobre muchacho. ¿Qué haría
    mister Fogg del elefante cuando hubiese llegado a la estación del Allahabad? ¿Se lo
    llevaría? ¡Imposible! El precio del transporte añadido al de la compra, sería una ruina.
    ¿Lo vendería o le daría libertad? Ese apreciable animal bien merecía que se le tuviese
    consideración. Si por casualidad mister Fogg se lo regalase, muy apurado se vería él,
    Picaporte, y esto no dejaba de preocuparle.
    A las ocho de la noche ya quedaba traspuesta la principal cadena de los Vindhias, y
    los viajeros hicieron alto al pie de la falda septentrional en un "bungalow" ruinoso.
    La distancia recorrida durante la jornada era de veinticinco millas, y restaba otro
    tanto camino para llegar a la estación de Hallahabad
    La noche estaba fría. El parsi encendió dentro del "bungalow" una hoguera de ramas
    secas cuyo calor fue muy apreciado. La cena se compuso con las previsiones
    compradas en Kholby. Los viajeros comieron cual gente rendida y cansada. La
    conversación, que empezó con algunas frases entrecortadas, se terminó con sonoros
    ronquidos. El guía estuvo vigilando junto a Kiouni, que se durmió de pie, apoyado en
    el tronco de un árbol grande.
    Ningún incidente ocurrió aquella noche. Algunos rugidos de lobos, tigres y de
    panteras perturbaron alguna vez el silencio, mezclados con los agudos chillidos de los
    monos. Pero los carnívoros se contentaron con gritar y no hicieron ninguna
    demostración hostil contra los huéspedes del "bungalow".
    Sir Francis Cromarty dormía pesadamente como un bravo militar curtido en las
    fatigas. Picaporte, durante un sueño agitado, repitió las volteretas de la víspera. En

    cuanto a mister Fogg, descansó tan apaciblemente como si se hubiera hallado en su
    tranquila casa de Saville-Row.
    A las seis de la mañana se emprendió la marcha. El guía esperaba llegar a la estación
    de Hallahabad aquella misma tarde. De este modo, mister Fogg no perdería mas que
    una parte de las cuarenta y ocho horas economizadas desde el principio del viaje.
    Se bajaron las últimas cuestas de los Vindhias Kiouni seguía su marcha rápida, y
    hacia mediodía e guía dio vuelta al villorrio de Kellengen, situado sobre el Cani, uno de
    los subafluentes del Ganges Evitaba siempre los parajes habitados, creyéndose más
    seguro en el campo desierto, donde se encuen
    tran las primeras depresiones de la cuenca del gran río. La estación de Hallahabad
    estaba a doce millas al Nordeste. Se hizo alto bajo un bosquecillo de bananos, cuya
    fruta tan sana como el pan, y tan suculenta como la crema, dicen los viajeros, fue muy
    apreciada.
    A las dos, el guía entró bajo la cubierta de una selva espesa, que debía atravesar por
    un espacio de muchas millas. Prefería bajar así a cubierto de los bosques. En todo caso,
    no había tenido hasta entonces ningún encuentro sensible, y el viaje debía cumplirse al
    parecer sin accidentes, cuando el elefante, dando algunas señales de inquietud, se paró
    de repente.
    Eran entonces las cuatro.
    -¿Qué hay? -Preguntó sir Francis Cromarty quien sacó la cabeza fuera de su
    cuévano.
    -No lo sé -respondió el parsi prestando oído a un murmullo que pasaba por la espesa
    enramada.
    Algunos instantes después el murmullo fue mas perceptible. Parecía un concierto,
    distante aún, de voces humanas y de instrumentos de cobre.
    Picaporte se volvía todo ojos y orejas. Mister Fogg aguardaba pacientemente sin
    pronunciar una sola palabra.
    El parsi saltó a tierra, ató el elefante a un árbol y penetró en lo más espeso del
    bosque. Algunos minutos después volvió diciendo:
    -Una procesión de brahmanes que vienen hacia aquí. Si es posible, procuremos no
    ser vistos.
    El guía desató al elefante y lo condujo a una espesura, recomendando a los viajeros
    que no se apeasen, mientras él mismo estaba preparado para montar rápidamente en

    caso de hacerse necesaria la fuga. Creyó que la comitiva de fieles pasaría sin verlo, por-
    que lo tupido de la enramada lo ocultaba completamente.

    El ruido discordante de las voces e instrumentos se acercaba. Unos cantos
    monótonos se mezclaban con el toque de tambores y timbales. Pronto apareció bajo
    los árboles la cabeza de la procesión, a unos cincuenta pasos del puesto ocupado por
    mister Fogg y sus compañeros. Distinguían con facilidad al través de las ramas el
    curioso personal de aquella ceremonia religiosa.
    En primera línea avanzaban unos sacerdotes cubiertos de mitras y vestidos con largo
    y abigarrado traje. Estaban rodeados de hombres, mujeres y niños, que cantaban una
    especie de salmodia fúnebre, interrumpida a intervalos iguales por golpes de tamtam y
    de timbales. Detrás de ellos, sobre un carro de ruedas anchas, cuyos radios figuraban
    con las llantas un ensortijamiento de serpientes, apareció una estatua horrorosa, tirada
    por dos pares de zebús ricamente enjaezados. Esta estatua tenía cuatro brazos, el
    cuerpo teñido de rojo sombrío, los ojos extraviados, el pelo enredado, la lengua
    colgante y los labios teñidos. En su cuello se arrollaba un collar de cabezas de muerto,
    y sobre su cadera, había una cintura de manos cortadas. Estaba de pie sobre un gigante
    derribado que carecía de cabeza.
    Sir Francis Cromarty reconoció aquella estatua.
    -La diosa Kali --dijo en voz baja-, la diosa del amor y de la muerte.
    -De la muerte, consiento --dijo Picaporte-; pero del amor, nunca. ¡Vaya mujer fea!
    El parsi le hizo seña para que callara.





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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 27 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Mar 19 Nov 2024, 10:46

    ***


    Alrededor de la estatua se movía y agitaba, en convulsiones, un grupo de fakires,
    listados con bandas de ocre, cubiertos de incisiones cruciales que goteaban sangre,
    energúmenos estúpidos que en las ceremonias se precipitaban aún bajo las ruedas del
    carro de Jaggernaut.
    Detrás de ellos algunos brahmanes, en toda la suntuosidad de su traje oriental,
    arrastraban una mujer que apenas se sostenía.
    Esta mujer era joven y blanca como una europea. Su cabeza, su cuello, sus hombros,
    sus orejas, sus brazos, sus manos, sus pulgares, estaban sobrecargados de joyas,
    collares, brazaletes, pendientes y sortijas. Una túnica recamada de oro y recubierta de
    una muselina ligera dibujaba los contornos de su talle.
    Detrás de esta joven --contraste violento a la vista- unos guardias, armados de sables
    desnudos que llevaban en el cinto y largas pistolas adamasquinadas, conducían un
    cadáver sobre un palanquín.
    Era el cuerpo de un anciano cubierto de sus opulentas vestiduras de rajá, llevando
    como en vida el turbante bordado de perlas, el vestido tejido de seda y oro, el cinturón
    de cachemir adiamantado y sus magníficas armas de príncipe hindú.
    Después, unos músicos y una retaguardia de fanáticos, cuyos gritos cubrían a veces
    el estrépito atronador de los instrumentos, cerraban el cortejo.
    Sir Francis miraba toda esta pompa con aire singularmente triste, y volviéndose hacia
    el guía le dijo:
    -¡Un sutty!
    El parsi hizo una seña afirmativa y puso un dedo en sus labios. La larga procesión se
    desplegó lentamente bajo los árboles, y bien pronto desaparecieron en la profundidad
    de la selva.
    Poco a poco se amortiguaron. Hubo todavía algunas ráfagas de lejanos gritos, y por
    último, a todo este tumulto sucedió un profundo silencio.
    Phileas Fogg había oído la palabra pronunciada por sir Francis Cromarty, y tan luego
    como la procesión desapareció, preguntó:
    -¿Qué es un sutty?
    -Un sutty, mister Fogg -respondió el brigadier general- es un sacrificio humano, pero
    voluntario. Esa mujer que acabáis de ver será quemada mañana en las primeras horas
    del día.
    -¡Ah, pillos! -Exclamó Picaporte, que no pudo contener este grito de indignación.
    ¿Y el cadáver? -Preguntó mister Fogg.
    -Es el del príncipe su marido -respondió el guía-, un rajá independiente de
    Bundelkund.
    -¿Cómo? -Replicó Phileas Fogg, sin que su voz revelase la menor emoción-. ¿Esas
    bárbaras costumbres subsisten todavía en la India, y los ingleses no han podido
    destruirlas?
    -En la mayor parte de la India -respondió sir Francis Cromarty- esos sacrificios no
    se cumplen ya;
    pero no tenemos ninguna influencia sobre esas comarcas salvajes, y especialmente
    sobre ese territorio del Bundelkund. Toda la falda septentrional de los Vindhias es el
    teatro de muertes y saqueos incesantes.
    -¡Desgraciada! -Decía Picaporte-. ¡Quemada viva!
    -Sí -repuso el brigadier general-, quemada; y si no lo fuera, no podéis figuraros a qué
    miserable condición se vería reducida por sus mismos deudos. Le afeitarían la cabeza,
    le darían por alimentos algunos puñados de arroz, la rechazarían, sería considerada
    como una criatura inmunda, y moriría en algún rincón como un perro sarnoso. Por eso
    la perspectiva de esta horrible existencia, impele con frecuencia a esas desgraciadas al
    suplicio mucho más que el amor o el fanatismo religioso. Algunas veces, sin embargo,
    el sacrificio es realmente voluntario, y se necesita la intervencion energica del gobierno
    para impedirlo. Así es que, hace algunos años, yo residía en Bombay, cuando una
    joven viuda pidió al gobierno autorizacion para quemarse con el cuerpo del mando.

    Como podéis pensarlo, el gobierno la negó. Entonces la viuda fue a refugiarse al
    territorio de un rajá independiente, donde consumó su sacrificio.
    Durante la relación del brigadier general, el guía movía la cabeza, y cuando aquél
    concluyó de hablar, éste último dijo:
    -El sacrificio que ha de verificarse mañana al amanecer no es voluntario.
    -¿Cómo lo sabéis?
    -Es una historia que todo el mundo conoce en el Bundelkund -respondió el guía.
    -Sin embargo, esa desventurada no parecía oponer resistencia --observó sir Francis
    Cromarty.
    -Es porque la han emborrachado con zumo de cáñamo y de opio.
    -¿Pero adónde la llevan?
    -A la pagoda de Pillaji, a dos millas de aquí. Allí pasará la noche aguardando la hora
    del sacrificio.
    -Y este sacrificio, ¿se verificará?
    -Mañana, con los primeros albores del día.
    Después de esta respuesta, el guía hizo salir al elefante de la espesura y montó sobre
    su cuello. Pero en el momento en que iba a excitarlo con un silbido particular, nlister
    Fogg lo detuvo, y dirigiéndose a sir Francis Cromarty, le dijo:
    -¿Y si salvásemos a esa mujer?
    -¡Salvar a esa mujer, señor Fogg! -Exclamó el brigadier general.
    -Tengo todavía doce horas de adelanto y puedo dedicarlas a esto.
    -¡Sois entonces hombre de corazón! -Dijo sir Francis Cromarty.
    -Algunas veces -respondió sencillamente Phileas Fog-, cuando me sobra tiempo.




    XIII




    El intento era atrevido, lleno de dificultades, impracticable quizá. Mister Fogg iba a
    arriesgar su vida o al menos su libertad, y por consiguiente el éxito de sus proyectos,
    pero no vaciló. Tenía además en sir Francis Cromarty un auxiliar decidido.
    En cuanto a Picaporte, estaba preparado y se podía disponer de él. La idea de su
    amo lo exaltaba. Lo sentía con alma y corazón bajo aquella corteza de hielo, y le iba
    concibiendo cariño.
    Quedaba el guía. ¿Qué partido tomaría en el asunto? ¿No estaría inclinado a favor de
    los indios?
    A falta de concurso, era menester cuando menos asegurar la neutralidad.
    Sir Francis Cromarty le planteó la cuestión con franqueza.
    -Mi oficial -respondió el guía-, soy parsi-; no tan sólo arriesgamos nuestras vidas,
    sino suplicios horribles si nos agarran. Miradio, pues.
    -Mirado está -respondió mister Fogg-. Creo que debemos aguardar la noche para
    obrar.
    -Así lo creo también -respondió el guía.
    Este valiente indio expuso entonces algunos pormenores sobre la víctima. Era una
    india de célebre belleza y de raza parsi, hija de ricos comercianes de Bombay. Había
    recibido en esta ciudad una educación absolutamente inglesa y por sus modales y su
    instrucción hubiera pasado por europea. Se llamaba Aouida.
    Huérfana, fue casada a pesar suyo con ese viejo rajá de Bundelkund. Tres meses
    después enviudó, y sabiendo la suerte que le esperaba se escapó, fue alcanzada en su
    fuga, y los parientes del ra á, que teníi
    an interés en su muerte, la condenaron a este suplicio, del cual era difícil que
    escapara.
    Esta relación tenía que arraigar en mister Fogg y sus compañeros su generosa
    resolución. Se decidió que el guía conduciría el elefante hacia la pagoda de Pillaji, a la
    cual debía acercarse todo lo posible.
    Media hora después se hizo alto en un bosque a quinientos pasos de la pagoda, que
    no podía percibirse, pero los alaridos de los fanáticos se oían con toda claridad.

    Los medios para llegar hasta la víctima fueron entonces discutidos. El guía conocía
    apenas esa pagoda de Pillaji, en la cual afirmaba que la joven estaba encarcelada. ¿Podía
    penetrarse por una de las puertas cuando toda la banda estuviese sumida en el sueño
    de la embriaguez, o sería necesario practicar un boquete en la pared? Esto no podía
    decidirse sino en el momento y en el lugar mismo; pero lo indudable era que el rapto
    debía verificarse aquella misma noche, y no cuando la víctima fuese conducida al
    suplicio, porque entonces ninguna intervención humana la salvaría.
    Mister Fogg y sus compañeros aguardaron la noche, y tan luego como llegó la
    oscuridad, hacia las seis de la tarde, resolvieron verificar un reconocimiento alrededor
    de la pagoda. Los últimos gritos de los fakires se extinguían. Según su costumbe,
    aquellos indios debían hallarse entregados a la pesada embriaguez del "hag", opio
    líquido, mezclado con infusión de cáñamo, y tal vez sería posible deslizarse entre ellos
    hasta el templo.
    El parsi, guiando a mister Fogg, a sir Francis Cromarty y a Picaporte, se adelantó sin
    hacer ruido a través del bosque. Después de arrastrarse durante diez minutos por las
    matas, llegaron al borde de un riachuelo y allí, a la luz de las antorchas de hierro
    impregnadas de resina, percibieron un montón de leña apilada. Era la hoguera fon-nada

    con sándalo precioso y bañada ya con aceite perfumado. En su parte posterior descan-
    saba el cuerpo embalsamado del rajá, que debía arder al mismo tiempo que la viuda. A

    cien pasos de esta hoguera se elevaba la pagoda, cuyos minaretes penetraban en la
    sombra por encima de los árboles.
    -Venid -dijo el guía con voz baja.
    Y redoblando las precauciones, seguido de sus compañeros, se deslizó
    silenciosamente a través de las altas hierbas.
    El silencio sólo estaba interrumpido por el murmullo del viento en las ramas.
    Muy luego el guía se detuvo en la extremidad de un claro alumbrado por algunas
    antorchas. El suelo estaba cubierto de grupos de durmientes entorpecidos por la
    embriaguez. Parecía un campo de batalla sembrado de muertos. Hombres, mujeres,
    niños, todo allí estaba confundido. Algunos había aquí y acullá que dejaban oír el
    ronquido de la embriaguez.
    En el fondo, entre las masas de árboles, se alzaba confusamente el templo de Pillaji;
    pero, con gran despecho de parte del guía, los guardias del rajá, alumbrados por
    antorchas fuliginosas, vigilaban la puerta, paseándose sable en mano. Podía suponerse
    que en el interior los sacerdotes estarían velando también.
    El parsi no se adelantó más porque había reconocido la imposibilidad de forzar la
    entrada del templo, e hizo retroceder a sus compañeros.
    Phileas Fogg y sir Francis Cromarty habían comprendido como él que no podían
    intentar nada por aquella parte.
    Se detuvieron y hablaron en voz baja.
    -Aguardemos -dijo el gobernador generalno son mas que las ocho todavía, y es
    posible que esos guardias sucumban también al sueño.
    -Posible es en efecto -respondió el parsi.
    Phileas Fogg y sus compañeros se recostaron, pues, al pie de un árbol y esperaron.
    El tiempo les pareció largo. De vez en cuando el guía los dejaba e iba a observar. Los
    guardias del rajá se huían siempre vigilando a la luz de las antorchas, y una luz vaga se
    filtraba por las ventanas de la pagoda.
    Esperaron hasta medianoche. La situación no cambió. Había fuera la misma
    vigilancia, y era evidente que no podía contarse con el sueño de los guardias. La
    embriaguez del "hag" les había sido probablemente ahorrada. Era menester, pues, obrar
    de otro modo y penetrar por una abertura practicada en las murallas de la pagoda.
    Restaba la cuestión de saber si los sacerdotes vigilaban cerca de su víctima con tanto
    cuidado como los soldados en la puerta del templo.
    Después de otra conversación, el guía estuvo dispuesto a marchar. Mister Fogg, sir
    Francis y Picaporte lo siguieron. Dieron una vuelta bastante larga a fin de alcanzar la
    pagoda por atrás.



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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 27 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Mar 19 Nov 2024, 10:47

    ***
    A las doce y media de la noche llegaron al pie de los muros sin haber hallado a nadie.
    Ninguna vigilancia existía por ese lado, pero ni había puertas ni ventanas.
    La noche estaba sombría. La luna, entonces en su último cuarto, desaparecía apenas
    del horizonte, encapotado por algunos nubarrones. La altura de los árboles aumentaba
    aún en la oscuridad.
    Pero no bastaba haber llegado al pie de las murallas, sino que era preciso practicar un
    boquete, y para esta operación Phileas Fogg y sus compañeros no tenían otra cosa más
    que navajas. Por fortuna las paredes del templo se componían de una mezcla de
    ladrillos y madera que no era difícil perforar. Una vez quitado el primer ladrillo, los
    otros seguirían con facilidad.
    Se pusieron a trabajar haciendo el menor ruido posible. El parsi por un lado y
    Picaporte por otro trabajaban en arrancar los ladrillos, de modo que pudiera obtenerse
    un boquete de dos pies de anchura.
    El trabajo adelantaba, cuando se oyó un grito dentro del templo, y casi al punto le
    respondieron desde fuera otros gritos.
    Picaporte y el guía interrumpieron su trabajo. ¿Los habían sorprendido? ¿Se había
    dado el alerta?
    La prudencia más vulgar les recomendaba que se fueran, lo cual hicieron al propio
    tiempo que Phileas Fogg y sir Francis Comarty. Se ocultaron de nuevo bajo la
    espesura del bosque, aguardando que la alarma, si la había, se desvaneciese, y
    dispuestos a proseguir la operación.
    Pero, ¡contratiempo funesto! Aparecieron unos guardias al otro lado de la pagoda,
    instalándose allí para impedir la aproximación.
    Difícil sería escribir el despecho de aquellos cuatro hombres interrumpidos en su
    tarea. Ahora que no podían llegar hasta la víctima, ¿cómo la salvarían? Sir Francis
    Cromarty se roía los puños. Picaporte estaba fuera de sí y apenas podía el guía
    contenerlo. El impasible Fogg aguardaba sin expresar sus sentimientos.
    -¿Ya no resta más que echar a andar? -Preguntó el briadier general en voz baja.
    -No tenemos otro remedio -respondió el guía.
    -Aguardad -dijo Fogg-. Me basta llegar a Hallahabad antes de mediodía.
    -Pero, ¿qué esperáis? -Respondió sir Francis Cromarty-. Dentro de algunas horas
    será de día, y...
    -La probabilidad que se nos va puede aparecer en el supremo momento.
    El brigadier general hubiera querido leer en los ojos de Phileas Fogg.
    ¿Con qué pensaba contar aquel inglés frío y calmoso? ¿Quería precipitarse sobre la
    joven en el momento del suplicio y arrebatarla a sus verdugos abiertamete?
    Locura hubiera sido, y no podía admitirse que aquel hombre estuviera loco hasta ese
    extremo. Sin embargo, sir Francis consintió en aguardar hasta el desenlace de tan
    terrible escena; pero el guía no dejó a sus companeros en el paraje donde se habían
    refugi
    do, sino que los llevó al sitio que precedía a la plazoleta donde dormían los indios.
    Abrigados nuestros vi
    jeros por un grupo de árboles, podían observar lo que había de pasar sin ser visto.
    Entretanto, Picaporte, sentado sobre las primeras ramas de un árbol, estaba
    rumiando una idea que primeramente había cruzado por su mente como un relámpago,
    y acabó por incrustarse en su cerebro.
    Había comenzado por decir para sí: "¡Qué locura!" Y ahora repetía: "¿Y porqué no?
    ¡Es una probabilidad, tal vez la única, y con semejantes brutos ... !"
    En todo caso, Picaporte no formuló de otro modo su pensamiento; pero no tardó en
    deslizarse con una flexibilidad de serpiente bajo las ramas inferiores del árbol, cuya
    extremidad se inclinaba hacia el suelo.
    Pasaban las horas, y bien pronto algunos matices menos sombríos anunciaron la
    proximidad del día. La oscuridad era profunda sin embargo.

    Aquel era el momento preciso. Hubo como una resurrección en la multitud
    adormecida. Los grupos se animaron. Había llegado para la desdichada víctima la hora
    de la muerte.
    En efecto, las puertas de la pagoda se abrieron. Una luz más viva se escapó del
    interior. Mister Fogg y sir Francis Cromarty pudieron percibir la víctima vivamente
    alumbrada, que dos sacerdotes sacaban fuera. Hasta les pareció que, sacudiendo el
    entorpecmiento de la embriaguez por un supremo instinto de conservación, la
    desgraciada intentaba escaparse de entre sus verdugos. El corazón de sir Francis
    Cromarty palpitó, y por un movimiento convulsivo, asiendo la mano de Phileas Fogg,
    sintió que esta mano llevaba una navaja abierta.
    En este momento la multitud se puso en movimiento. La joven habíase caído en
    aquel entorpecimiento provocado por el humo del cáñamo. Pasó por entre los fakires
    que la escoltaban con sus vociferaciones religiosas.
    Phileas Fogg y sus compañeros lo siguieron, mezclándose entre las últimas filas de la
    multitud.
    Dos minutos después llegaban al borde del río y se detenían a menos de cincuenta
    pasos de la hoguera, sobre la cual estaba el cuerpo del rajá. Entre la semioscuridad
    vieron a la víctima absolutamente inerte, tendida junto al cadáver de su esposo.
    Después acercaron una tea, y la leña impregnada de aceite se inflamó
    inmediatamente.
    Entonces sir Francis y el guía retuvieron a Phileas Fogg, que en un momento de
    generosa demencia quiso arrojarse sobre la hoguera...
    Pero Phileas Fogg los había ya repelido, cuando la escena cambió de repente. Hubo
    un grito de terror, y toda aquella muchedumbre se arrojó a tierra amedrentada.
    Creyeron que el viejo rajá no había muerto, puesto que lo vieron de repente
    levantarse, tomara la joven mujer en sus brazos y bajar de la hoguera en medio de
    torbellinos de humo que le daban una apariencia de espectro.
    Los fakires, los guardias, los sacerdotes, acometidos de súbito terror, estaban
    tendidos boca abajo sin atreverse a levantar la vista ni mirar semejante prodigio.
    La víctima inanimada pasó a los vigorosos brazos que la llevaban sin que les
    pareciese pesada. Fogg y Francis habian permanecido de pie; el parsi había inclinado la
    cabeza, y es probable que Picaporte no estuviese menos estupefacto.
    El resucitado llegó adonde estaban mister Fogg y sir Francis Cromarty, y con voz
    breve, dijo:
    -¡Huyamos!
    ¡Era Picaporte mismo quien se había deslizado hasta la hoguera en medio del denso
    humo! ¡Era Picaporte quien, aprovechando la oscuridad que reinaba todavía, había
    libertado a la joven de la muerte! ¡Era Picaporte quien, haciendo su papel con atrevida
    audacia, pasaba en medio del espanto general!
    Un instante después, los cuatro desaparecieron por la selva, llevándolos el elefante
    con trote rápido. Pero entonces, los gritos, los clamores y una bala que atravesó el
    sombrero de Phileas Fogg les anunció que el ardid estaba descubierto.
    En efecto, sobre la inflamada hoguera se destacaba entoces el cuerpo del viejo rajá.
    Los sacerdotes, repuestos de su espanto, habían comprendido que acababa de
    efectuarse un rapto.
    Al punto se precipitaron al bosque, siguiéndoles los guardias, que hicieron una
    descarga general; pero los raptores huían rápidamente, y en pocos momentos se
    hallaron fuera del alcance de las balas y de las flechas.





    XIV




    Había tenido buen éxito el atrevido rapto de Aouída, y una hora después Picaporte
    se estaba riendo todavía de su triunfo. Sir Francis Cromarty había estrechado la mano
    del intrépido muchacho. Su amo le había dicho: "Bien", lo cual en boca de este
    gentleman equivalía a una honrosa aprobación. A esto había respondido Picaporte que

    todo el honor de la hazaña correspondía a su amo. Para él no había habido más que una
    chistosa ocurrencia, y se reía al pensar que durante algunos instantes, él, Picaporte,
    antiguo gimnasta, ex sargento de bomberos, había sido el viudo de la linda dama, un
    viejo rajá embalsamado.
    En cuanto a la joven india, no había tenido conciencia de lo sucedido. Envuelta en
    mantas de viaje, se hallaba descansando en uno de los cuévanos.
    Entretanto, el elefante, guiado con mucha seguridad por el parsi, corría con rapidez
    por la selva todavía oscura. Una hora después de haber dejado la pagoda de Pillaji, se
    lanzaba al través de una inmensa llanura. A las siete se hizo alto. La joven seguía en
    una postración completa. El guía le hizo beber algunos tragos de agua y de brandy,
    pero la influencia embriagante que pesaba sobre ella debía prolongarse todavía por
    algún tiempo.
    Sir Francis Cromarty, que conocía los efectos de la embriaguez, producida por la
    inhalación de los vapores del cáñamo, no abrigaba inquietud alguna.
    Pero si el restablecimiento de la joven india no inquietaba el ánimo del brigadier
    general, no tenía igual tranquilidad al pensar en el porvenir. No vaciló, pues, en decir a
    Phileas Fogg que si Aouida se quedaba en la India, volvería a caer inevitablemente en
    manos de sus verdugos. Estos energúmenos se extendían por toda la península, y
    ciertamente que, a pesar de la policía inglesa, recobrarían su víctima, fuese en Madrás,
    Bombay o Calcuta. Y sir Francis Cromarty, citaba en apoyo de su dicho un hecho de
    igual naturaleza que había ocurrido recientemente. A su modo de pensar, lajoven no
    estaría segura sino marchándose del Indostán.
    Phileas Fogg respondió que tendría presentes estas observaciones. y resolvería.
    Hacia las diez, el guía anunciaba la estación de Hallahabad. Allí arrancaba de nuevo la
    interrumpida vía, cuyos trenes recorren en menos de un día y una noche la distancia
    que separa a Allahabad de Calcuta.
    Phileas Fogg debía pues llegar a tiempo para tomar el vapor que partía al día
    siguiente, 25 de octubre a mediodía, en dirección a Hong-Kong.
    La joven fue depositada en un cuarto de la estación. Se encargó a Picaporte que fuese
    a comprar para ella algunos objetos de tocador, vestido, chal, abrigos, etc., lo que
    encontrase. Su amo le abría ilimitado crédito.
    Picaporte partió al punto y recorrió las calles de la población. Allahabad es la Ciudad
    de Dios, una de las más veneradas de la India, en razón de estar construida sobre la
    confluencia de los dos ríos sagrados, el Ganges y el Jumna, cuyas aguas atraen a los
    peregrinos de todo el Indostán. Sabido es, por otra parte, que, según las leyendas del
    ramayana, el Ganges nace en el Cielo, desde donde, gracias a Brahma, baja hasta la
    Tierra.
    Mientras hacía sus compras, Picaporte vio la ciudad, antes defendida por un fuerte
    magnífico, que se ha convertido en prisión de Estado. Ya no hay comercio ni industria
    en esta población, antes industrial y mercantil. Picaporte, que buscaba en vano una
    tienda de novedades, como si hubiera estado en Regent Street, a algunos pasos de
    Farmer y Cía, no halló más que a un revendedor, viejo judío dificultoso, que le diese
    los objetos que necesitaba, un vestido de tela escocesa, un ancho mantón y un
    magnífico abrigo de pieles de nutria, por todo lo cual no vaciló en dar setenta y cinco
    libras. Y luego se volvió triunfante a la estación.
    Aouida empezaba a volver en sí. La influencia a que la habían sometido los
    sacerdotes de Pillaji, se iba disipando poco a poco, y sus hermosos ojos recobraban
    toda su dulzura hindú.
    Cuando el rey poeta, Uzaf Uddaul, celebra los encantos de la reina de Almehnagra,
    se expresa así:
    "Su brillante cabellera, regulan-nente dividida en dos partes, sirve de cerco a los
    contornos armoniosos de sus mejillas delicadas y blancas, brillantes de lustre y de
    frescura. Sus cejas de ébano tienen la forma y la fuerza del arco de Kama, dios del
    amor, y bajo sus pestañas sedosas, en la pupila negra de sus grandes ojos límpidos,
    nadan como en los lagos sagrados del Himalaya los más puros reflejos de la celeste luz.

    Finos, iguales y blancos, sus dientes resplandecen entre la sonrisa de sus labios, como
    gota de rocío en el seno medio cerrado de una flor de granado. Sus lindas orejas de
    curvas simétricas, sus manos sonrosadas, sus piececitos arqueados y tiernos como las
    yemas del lotus, brillan con el resplandor de las más bellas perlas de Ceylán, de los
    más bellos diamantes de Golconda. Su delgada y flexible cintura que puede abarcarse
    con una sola mano, realza la elegante configuración de sus redondeadas caderas y la
    riqueza de su busto, en que la juventud en flor ostenta sus más perfectos tesoros; y
    bajo los pliegues sedosos de su túnica, parece haber sido modelada en plata por la
    mano divina de Vicvacarma, el escultor eterno."
    Pero sin toda esa amplificación poética basta decir que Aouida, la viuda del rajá de
    Bundelkund, era una hermosa mujer en toda la acepcion europea de la palabra. Hablaba
    inglés con suma pureza, y el guía no había exagerado al afirmar que esa joven parsi
    había sido transformaa por la educación.
    Entretanto, el tren iba a dejar la estación de Aliahabad. El parsi estaba esperando. Mi
    ster Fogg le pagó lo convenido, sin darle un penique de más. Esto asombró algo a
    Picaporte, que sabía todo lo que debía su amo a la adhesión del guía. El parsi había en
    efecto arriesgado voluntariamente la vida en el lance de Pillaji, y si más tarde los indios
    llegasen a saberlo, con dificultad se libraría de su venganza.
    Quedaba también por ventilar la cuestión de Kiouni. ¿Qué harían de un elefante que
    tan caro había costado?
    Pero Phileas Fogg había adoptado ya una resolución.
    -Parsi -dijo al guía-, has sido servicial y adicto. He pagado tu servicio, pero no tu
    adhesión. ¿,Quieres ese elefante? Es tuyo.
    Los ojos del guía brillaron.
    -¡Es una fortuna lo que Vuestro Honor me da! -exclamó.
    -Acéptala -respondióle mister Fogg-; y aún seré deudor tuyo.
    -Enhorabuena --exclamó Picaporte-. Toma, amigo mío, Kiouni es animal animoso Y
    valiente.
    Y yendo hacia el elefante le ofreció algunos terrones de azúcar, diciendo:
    -¡Toma, Kiouni, toma, toma!
    El elefante exhaló algunos gruííidos de satisfacción, y luego tomó a Picaporte por la
    cintura y lo levantó hasta la altura de su cabeza. Picaporte, sin asustarse, hizo una
    caricia al animal que lo volvió a dejar suavemente en tierra, y al apretón de trompa del
    honrado Kiouni respondió un apretón de manos del honrado mozo.
    Algunos instantes después, Phileas Fogg, sir Francis Cromariy y Picaporte,
    instalados en un confortable vagón, ctiyo mejor asiento iba ocupado por Aouida,
    corrían a todo vapor hacia Benarés.



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    y en ese vuelo y en ese sueño
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    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 27 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Mar 19 Nov 2024, 15:35

    ***
    Ochenta millas lo más separaban a esta ciudad de Allababad, las cuales se recorrieron
    en dos horas.
    Durante el trayecto, la joven recobró por entero los sentidos, quedando disipados los
    vapores embriagadores del "hang".
    ¡Cuál fue su asombro al encontrarse en el ferrocarril, en aquel compartimento,
    vestida a la europea y en medio de viajeros que le eran completamente desconocidos!
    Principiaron sus compañeros prodigándole cuidados y reanimándola con algunas
    gotas de licor; y después el brigadier general le refirió lo ocurrido. Insistió sobre la
    decisión de Phileas Fogg que no había vacilado en comprometer su vida para salvarla, y
    sobre el desenlace de la aventura debida a la audaz imaginación de Picaporte.
    Mister Fogg dejó hablar sin decir una palabra. Picaporte, avergonzado, repetía que la
    cosa no merecía tanto.
    Aouida dio gracias a sus libertadores con una efusión expresada con las lágrimas más
    que por sus palabras. Sus hennosos qios, mejor que sus labios, fueron los intérpretes
    de su reconocimiento. Y después, llevándola su pensamiento a las escenas del "sutty",
    y viendo sus miradas esa tierra indígena donde tantos peligros la amenazaban, fue
    acometida de un estremecimiento de terror.

    Phileas Fogg comprendió lo que pasaba en el ánimo de Aouida, y para tranquilizarla
    le ofreció con mucha frialdad conducirla a Hong-Kong, donde viviría hasta que este
    asunto se olvidase.
    Aouida aceptó la oferta con reconocimiento. Precisamente residía en Hong-Kong uno
    de sus parientes, parsi como ella, y uno de los principales comerciantes de la ciudad,
    que es completamente inglesa, aun cuando se halla en las costas de China.
    A las doce y media el tren se detenía en la estación de Benarés. Las leyendas
    Brahamánicas afin-nan que esta ciudad ocupa el sitio de la vetusta Casi, que estaba
    antiguamente suspendida en el espacio entre el cenit y el nadir, como la tumba de
    Mahoma. Pero en la época actual, más positiva, Benarés, la Atenas de la India, según
    los orientalistas, descansaba prosaicamente sobre el suelo, y Picaporte pudo por un
    momento entrever sus casas de ladrillo y sus chozas de cañizos, que le dan un aspecto
    absolutamente desairado sin color local alguno.
    Allí debía detenerse sir Francis Cromarty. Las tropas con las cuales tenía que
    reunirse estaban acampadas algunas millas al norte. El brigadier general se despidió de
    Phileas Fogg, deseándole todo el éxito posible y expresando el voto de que repitiese el
    viaje de un modo menos original y más provechoso. Mister Fogg estrechó ligeramente
    los dedos de su companero. Los cumplidos de Aouida fueron más afectuosos. Nunca
    olvidaría ella lo que debía a sir Francis Cromarty. En cuanto a Picaporte, fue honrado
    con un buen apretón de manos de parte del brigadier general. Conmovido, le preguntó
    cuándo podría prestarle algún servicio. Después se separaron.
    Desde benarés, la vía férrea seguía en parte el valle del Ganges. A través de los
    cristales del vagón, y con un tiempo sereno, aparecían el paisaje variado de behar,
    montañas cubiertas de verdor, campos de cebada, maíz y trigo, ríos de estanques
    poblados de aligatores verdosos, aldeas bien acondicionadas y selvas que aun
    conservaban la hoja. Algunos elefantes y cebús de protuberancia iban a bañarse a las
    aguas del río sagrado; y también, a pesar de la estación adelantada y de la temperatura,
    ya fría, se veían cuadrillas de indios de ambos sexos, que cumplían piadosamente sus

    santas abluciones. Esos fieles enemigos encarnizados del budismo, son sectarios fer-
    vientes de la religión brahmánica que se encama en tres personas: Vishma, la divinidad

    solar; Shiva, la personificación divina de las fuerzas naturales; y Brahma, el jefe
    supremo de los sacerdotes y legisladores. ¡Pero con qué ojo Brahma, Shiva y Vishma
    debían considerar a esa India, ahora britanizada, cuando algún barco de vapor pasaba
    silbando y turbaba las aguas consagradas del Ganges, espantando a las gaviotas que
    revoloteaban en la superficie, a las tortugas que pululaban en sus orillas y a los
    devotos tendidos a lo largo de sus márgenes!
    Todo este panorama desfiló como un relámpago, y con frecuencia una nube de vapor
    blanco ocultó sus pormenores. Apenas pudieron los viajeros entrever el fuerte de
    Chunar, a veinte millas al sur de Benazepur y sus importanes fábricas de agua de rosa;
    el sepulcro de lord Cornwallis, que se eleva sobre la orilla izquierda del Ganges; la
    ciudad fortificada de Buxar, Putna, gran población industrial y mercantil, donde existe
    el principal mercado del opio de la India; Monglar, ciudad, más que europea, inglesa
    como Manchester o Birmingham, nombradas por sus fundiciones de hierro y sus
    fábricas de armas blancas, y cuyas altas chimeneas parecían tiznar con su negro humo
    el cielo de Brahma, ¡verdadera mancha en el país de los sueños!
    Después llegó la noche, y en medio de los rugidos de los tigres, osos y lobos que
    huían ante la locomotora, el tren pasó a toda velocidad y no se vio nada ya de las
    maravillas de Bengala, ni Golconda, ni las ruinas de Gour, ni Mounshedabad, que antes
    fue capital, ni Burdwan, ni Hougly, ni Chandemagor, ese punto francés del territorio
    indio, donde se hubiera engreído Picaporte al ver ondear la bandera de su patria.
    Por último, a las siete de la mañana, llegaron a Calcuta. El vapor que salía para
    Hong-Kong no levaba el áncora hasta mediodía.
    Según su itinerario, debía llegar a la capital de las Indias, el 25 de octubre, veintitrés
    días después de haber salido de Londes, y llegaba el día fijado. No tenía pues, ni
    adelanto, ni atraso. Desgraciadamente, los días ganados entre Londres y Bombay,

    quedaban perdidos, del modo que se sabe, en la travesía de la península indostánica;
    pero es de suponer que Phileas Fogg no lo sentía.






    XV




    El tren se detuvo en la estación. Picaporte se apeó el primero, y fue seguido de
    mister Fogg, quien ayudó a su joven compañera a descender al andén. Phileas Fogg
    pensaba ir directamente al vapor de Hong-Kong, a fin de instalar allí convenientemente
    a mistress Aouida, de quien no quería separarse mientras estuviese en aquel país tan
    peligroso para ella.
    Cuando mister Fogg iba a salir de la estación, se acercó a él un agente de policía
    diciéndole:
    -¿El señor Phileas Fogg?
    - Yo soy.
    -¿Es ese hombre vuestro criado? -añadió el agente designando a Picaporte.
    -Sí.
    -Tened ambos la bondad de seguin-ne.
    Mister Fogg no hizo movimiento alguno que demostrase la menor sospecha. El
    agente era un representante de la ley, y para todo inglés, la ley es sagrada, Picaporte,
    con sus hábitos franceses, quiso hacer observaciones, pero el agente le tocó con su
    varilla, y Phileas Fogg le hizo seña de obedecer.
    -¿Puede acompañarnos esta joven dama? -preguntó mister Fogg,
    -Puede hacerlo -respondió el agente.
    Mister Fogg, Aouida y Picaporte, fueron conducidos a un "palki-ghari", especie de
    carruaje de cuatro ruedas y cuatro asientos, tirado por dos caballos. Partieron sin que
    nadie hablase durante el trayecto, que duró unos veinte minutos.
    El carruqie atravesó primeramente la ciudad "negra" de calles estrechas formadas por
    unos casuchos donde pululaba una población cosmopolita, sucia y andrajosa, y luego
    pasó por la ciudad europea, embellecida con casas de ladrillos, adornada de palmeras,
    erizadas de arboladuras, y que, a pesar de la hora, temprana, estaba ya recorrida por
    elegantes jinetes y magníficos can-uqies.
    El "palki-ghari" se paró delante de un edificio de apariencia sencilla, pero que no
    parecía apropiado para usos domésticos. El agente hizo bajar a sus presos -pues podía
    dárseles ese nombre- y los llevó a un aposento con rejas, diciéndoles:
    -A las ocho y media compareceréis ante el juez Obadiah.
    Y luego se retiró cerrando la puerta.
    -¡Vamos, nos han agarrado! ---exclamó Picaporte dejándose caer sobre una silla.
    Aouida procurando en vano disfrazar su emoción, dijo a mister Fogg:
    -¡Es necesario que me abandonéis! ¡Os veis perseguido por mí! ¡Es por haberme
    salvado!
    Phileas Fogg se contentó con responder que eso no era posible. ¡Perseguido por ese
    asunto del "sutty"! ¡Inadmisible! ¿Cómo se habían de atrever a presentarse los que se
    querellasen? Había sin duda alguna equivocación. Mister Fogg añadió que, en todo
    caso, no abandonaría a la joven y la conduciría a Hong-Kong.
    -¡Pero el buque se marcha a las tres! --dijo Picaporte.
    -Antes de las tres estaremos a bordo -respondió sencillamente el impasible
    gentleman.
    Quedó esto afirmado tan terminantemente que Picaporte no pudo menos de decir
    para sí:
    -¡Diantre, cierto será! Antes de las dos estaremos a bordo.
    Pero esto no lo tranquilizaba.
    A las ocho y media la puerta del cuarto se abrió. El agente de policía volvió a
    presentarse e introdujo a los presos en la pieza vecina. Era una sala de audiencias, y
    había un público bastante numeroso compuesto de europeos y de indígenas, que
    ocupaba el pretorio.

    Mister Fogg, mistress Aouida y Picaporte, se sentaron en un banco frente a los
    asientos reservados para el juez y el escribano.
    Ese juez, el juez Obadiah, no tardó en llegar seguido del escribano. Era un señorón
    regordete. Descolgó una peluca colgada de un clavo y se la puso con presteza.
    -La primera causa ---dijo; pero llevando la mano a su cabeza, exclamó-: ¡Eh! ¡Si no es
    mi peluca!
    -En efecto, señor Obadiah, es la mía -repuso el escribano.
    --Querido señor Oysterpuf, ¿cómo queréis que un juez pueda dictar una buena
    sentencia con la peluca de un escribano?
    Se verificó el cambio de pelucas. Durante estos preliminares, Picaporte hervía de
    impaciencia porque la aguja le parecía andar terriblemente aprisa en el reloj grande del
    pretorio.
    -La primera causa -repuso entonces el juez Obadiah.
    -¿Phileas Fogg? --dijo el escribano Oysterpuf.
    -Heme aquí -respondió mister Fogg.
    -¿Picaporte?
    -¡Presente! --espondió Picaporte.
    -¡Bien! -dijo el juez Obadiah-. Hace dos días, acusados, que os están espiando en
    todos los trenes de Bombay.
    -Pero, ¿de qué nos acusan? -exclamó Picaporte impaciente.
    -Vais a saberlo -respondió el juez.
    -Caballero --dijo entonces mister Fogg-, soy ciudadano inglés y tengo derecho...
    -¿Os han faltado a los miramientos? -preguntó mister Obadiah.
    -De ningún modo.
    -¡Bien! Haced entrar a los querellantes.
    Por orden del juez se abrió una puerta, y tres sacerdotes indios fueron introducidos
    por un alguacil.
    -¿No lo decía yo? -dijo Picaporte-. ¡Esos bribones no son los que querían quemar a
    esa joven señora!
    Los sacerdotes se mantuvieron de pie delante del juez, y el escribano leyó en voz
    alta una querella de sacrilegio formulada contra el señor Phileas Fogg y su criado,
    acusados de haber profanado un lugar consagrado por la religión brahmánica.
    -¿Habéis oído? -preguntó el juez a Phileas Fogg.
    -Sí, señor -respondió mister Fogg mirando el reloj-, y lo confieso.
    -¡Ah! ¿Conque lo confesáis?
    -Lo confieso, y estoy aguardando que esos tres sacerdotes declaren a su vez lo que
    querían hacer en la pagoda de Pillaji.
    Los sacerdotes se miraron. No comprendían al parecer nada en las palabras del
    acusado.
    -¡Sin duda! ---exclamó impetuosamente Picaporte-. ¡En esa pagoda de Pillaji, ante la
    cual iban a quemar a su víctima!
    Los sacerdotes volvieron a quedar estupefactos, asombrándose profundamente el
    juez Obadiah.
    -¿Qué víctima? -preguntó-. ¿Quemar a quién? ¿En medio de la ciudad de Bombay?
    -¿Bombay? --exclamó Picaporte.
    -Sin duda no se trata de la pagoda de Pillaji, sino de la pagoda de Malebar-Hill, en
    Bombay.
    Y como pieza de convicción, he aquí los zapatos del profanador -añadió el escribano
    colocando un par de ellos encima de la mesa.
    -¡Mis zapatos! --exclamó Picaporte, quien altamente sorprendido no pudo contener
    esa involuntaria exclamación.
    Fácil es comprender lo confundidos que quedaron amo y criado. Se habían olvidado
    del incidente de Bombay, y éste era precisamente lo que los traía ante el magistrado de
    Calcuta.

    En efecto, el agente Fix había comprendido todo el partido que podía sacar de ese
    desgraciado asunto. Atrasando su marcha doce horas había ido a aconsejar lo que
    debían hacer los sacerdotes de Malebar-Hili. Les había prometido resarcimiento de
    perjuicios, sabiendo muy bien que el gobierno inglés se mostraba muy severo con esos
    delitos, y después por el tren siguiente los había hecho ir en seguimiento de los
    culpables. Pero a causa del tiempo empleado en dar libertad a la joven viuda, Fix y los
    indios llegaron a Calcuta antes que Phileas Fogg y su criado, a quienes los magistrados,
    prevenidos por despacho telegráfico, debían prender al apearse del tren.
    Júzguese el despecho de Fix cuando supo que Phileas Fogg no había llegado a la
    capital del Indostán. Debió creer que el ladrón, deteniéndose en una de las estaciones,
    se había refugiado en una de las provincias septentrionales. Durante las veinticuatro
    horas, Fix estuvo de acecho en la estación, entregado a mortales inquietudes. ¡Cuál fue
    después su alegría al verlo aquella misma mañana bajar del vagón en compañía, es
    cierto, de una joven cuya presencia no podía explicar! Al punto envió contra él un
    agente de policía, y de esa manera Fogg, Picaporte y la viuda del rajá de Bundelkund
    fueron conducidos ante el juez Obadiab.
    Y no estando Picaporte tan preocupado, hubiera visto en un rincón del pretorio al
    "detective", que asistía al juicio con interés fácil de comprender, porque en Calcuta
    como en Bombay y como en Suez, no tenía aún el mandato de prision.



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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 27 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Ayer a las 19:50

    ***

    Entretanto, el juez Obadiah había tomado acta de la confesión, que se le había
    escapado a Picaporte, quien hubiera dado todo lo que poseía por poder retirar sus
    imprudentes palabras.
    -¿Los hechos se confiesan? --dijo el juez.
    --Confesados -respondió mister Fogg.
    -Visto -repuso el juez -que la ley inglesa entiende proteger igual y rigurosamente
    todas las religiones de las poblaciones indias; estando el delito confesado por el señor
    Picaporte; convencido de haber profanado con sacrílego pie el paviento de la pagoda de
    Malebar-Hili, en Bombay, el día 20 de octubre, condena al susodicho Picaporte a
    quince días de prisión y una multa de trescientas libras.
    -¿Trescientas libras? -exclamó Picaporte, que sólo se manifestó impresionado por la
    multa.
    -¡Silencio! --dijo el alguacil con áspera voz.
    -Y -añadió el juez Obadiah-, considerando que no está materialmente probado que
    haya dejado de haber convivencia entre el criado y el amo, y que en todo caso éste es
    responsable de los hechos y gestiones de quieiles tiene a su servicio, condeno al señor
    Phileas Fogg a ocho días de prisión y ciento cincuenta libras de multa. Escribano,
    llamad a otros.
    . Fix, en su rincon, experimentaba una satisfacción indecible. Phileas Fogg, detenido
    ocho días en Calcuta, era más de lo que necesitaba para dar tiempo a que el
    mandamiento llegase.
    Picaporte estaba atolondrado. Esta sentencia arruinaba a su amo. Una apuesta de
    veinte mil libras perdida, y todo por haber tenido la curiosidad de entrar en aquella
    maldita pagoda.
    Phileas Fogg, tan dueño de sí, como si la sentencia no te hubiese alcanzado, no había
    movido tan siquiera las cejas. Pero en el momento en que el escribano llamaba a otro
    juicio, se levantó y dijo:
    -Ofrezco caución.
    -Tenéis el derecho de hacerlo -respondió el juez.
    Fix sintió frío en sus fibras, pero recobró su tranquilidad cuando oyó que el juez,
    atendida la cualidad de extranjeros de Phileas Fogg y su criado, fijaba la caución para
    cada uno de ellos en la enorme suma de mil libras.
    Eran dos mil libras más de gasto para mister Fogg si no cumplía la condena.
    -¡Pago! -exclamó el gentleman.
    Y retiró del saco que llevaba Picaporte un paquete de billetes de banco que dejó
    sobre la mesa del escribano.

    -Esta suma os será devuelta al salir de la cárcel --dijo el juez-. Entretanto, estáis libre.
    -Venid ---dijo Phileas Fogg a su criado.
    -¡Pero al menos que me devuelban mis zapatos! --exclamó Picaporte con un
    movimiento de rabia.
    Le devolvieron sus zapatos.
    -¡Bien caros cuestan! --dijo entre dientes-. ¡Más de mil libras cada uno! ¡Sin contar
    que me hacen daño!
    Picaporte siguió con actitud compungida a mister Fogg, que había ofrecido su brazo a
    la joven. Fix esperaba todavía que el ladrón no se decidiera a perder la suma de dos mil
    libras y que cumpliría sus ocho días de cárcel. Echó, pues, a andar tras de mister Fogg.
    Tomó éste un coche, en el cual Aouida, Picaporte y él subieron en seguida. Fix corrió
    detrás del coche, que se detuvo en uno de los muelles.
    A media milla en rada, el "Rangoon" estaba aparejando con su pabellón de marcha
    izado sobre el mástil. Daban las once. Mister Fogg llegaba, pues, con una hora de
    adelanto. Fix lo vio apearse y entrar en un bote con Aouida y su criado. El agente dio
    con el pie en el suelo.
    -¡Bribón! --exclamó-. ¡Se marcha! ¡Dos mil libras sacrificadas! ¡Pródigo como un
    ladrón! ¡Ah! ¡Lo seguiré hasta el fin del mundo si es menester; pero al paso que va,
    todo el dinero robado se habrá ido!
    El inspector de policía tenía sus fundamentos para hacer esta reflexión. En efecto;
    desde que se había marchado de Londres, entre gastos de viaje, primas, compras de
    elefantes, cauciones y multas, Phileas Fogg había sembrado Ya más de cinco mil libras
    por el camino, y el tanto por ciento que se concede a los policías sobre lo recobrado
    iba siempre bajando.





    XVI





    El "Rangoon", uno de los buques que la Compañía Peninsular y Oriental emplea para
    el servicio del mar de China y del Japón, era un vapor de hierro, de hélice, con el aforo
    en bruto de mil setecientas toneladas, y la fuerza nominal de cuatrocientos caballos.
    Igualaba al "Mongolia" en velocidad, pero no en comodidades. Por eso mistress
    Aouida no estuvo tan bien instalada como lo hubiera deseado Phileas Fogg. Por lo
    demás, tratándose sólo de una travesía de tres mil quinientas millas, o sea de once a
    doce días, la joven no fue viajera de difícil acomodo.
    Durante los primeros días de la travesía, mistress Aouida contrajo mayor intimidad
    con Phileas Fogg. En todas ocasiones le manifestaba el más vivo reconocimiento. El
    flemático gentleman la escuchaba, en apariencia al menos, con la mayor frialdad, sin
    que una entonación ni un ademán revelasen la más ligera emoción. Cuidaba que nada
    faltase a la joven. A ciertas horas acudía regularmente, si no a hablar, al menos a
    escucharla. Cumplía con ella los deberes de urbanidad más estricta, pero con la gracia y
    la imprevisión de un autómata cuyos movimientos se hubiesen dispuesto para ese fin.
    Aouida no sabía qué pensar de ello, pero Picaporte le había explicado algo de la
    excéntrica personalidad de su amo. Le había instruido de la apuesta que le hacía dar la
    vuelta al mundo. Mistress Aoulda se había sonreído; pero al fin te debía la vida, y su
    salvador no podía salir perdiendo en que ella lo viese al través de su reconocimiento. .
    Mistress Aouida confirmó la noticia que el guía indio había hecho de su interesante
    historia. Pertenecía ella, en efecto, a esa raza que ocupa el primer lugar entre los
    indígenas. Varios negociantes parsis han hecho grandes fortunas en las Indias en el
    comercio de algodones. Uno de ellos, sir James Jejeebloy, ha sido ennoblecido por el
    gobierno inglés, y Aouida era pariente de ese rico personaje que habitaba en Bombay.
    Contaba ella con encontrar en Hong-Kong al honorable Jejeeh, primo de sir Jejeebloy.
    ¿Hallaría allí refugio y protección? No podría asegurarlo, y a eso respondía mister
    Fogg que no se inquietara porque todo se arreglaría matemáticamente. Estas fueron sus
    palabras.

    ¿Comprendía lajoven viuda la significación de tan horrible adverbio? No se sabe;
    pero sus hermosos ojos, límpidos como los sagrados lagos del Himalaya, se fijaban
    sobre los de Fogg, quien, tan intratable y tan abotonado como siempre, no parecía
    dispuesto a arrojarse en el referido lago.
    Esta primera parte de la travesía del "Rangoon" se efectuó con excelentes
    condiciones. El tiempo era bonancible, y toda la porción de la inmensa bahía que los
    marineros llaman los "brazos del Bengala", se mostró favorable a la marcha del vapor.
    El "Rangoon" no tardó en cruzar por delante del Gran Andaman, que era la principal
    isla de un grupo que los naveganes divisan desde lejos, por su pintoresca montaña de
    Saddle Peek, de dos mil cuatrocientos pies de altura.
    Se fue siguiendo la costa de bastante cerca. Los salvajes papúas de la isla no se
    mostraron. Son unos seres colocados en el último grado de la escala humana, pero que
    han sido indudablemente considerados como antropófagos.
    El desarrollo panorámico de las islas era soberbio. Inmensos bosques de palmeras
    asiáticas, arecas, bambúes, moscadas, tecks, mimosas gigantescas, helechos
    arborescentes cubrían el primer plano del país, perfilándose atrás los elegantes
    contornos de las montañas. Sobre la costa pululaban a millares esas preciosas
    salanganas, cuyos nidos comestibles son un manjar muy apetitoso en el Celeste
    Imperio. Pero todo este espectáculo variado, ofrecido a las miradas por el grupo de las
    Andaman, paso pronto, y el "Rangoon" se dirigió con rapidez hacia el estrecho de
    Malaca, que debía darle acceso a los mares de la China.
    ¿Qué hacía durante la travesía el inspector Fix, tan desgraciadamente arrastrado en
    aquel viaje de circunnavegación? Al salir de Calcuta, después de haber dejado
    instrucciones para que, si llegase el mandamiento, le fuese remitido a Hong-Kong,
    había podido embarcar a bordo del "Rangoon" sin haber sido visto de Picaporte, y
    confiaba en disimular su presencia hasta la llegada a puerto. En efecto, difícil le hubiera
    sido explicar por qué se hallaba a bordo sin excitar las sospechas de Picaporte, que
    debía creerle en Bombay. Pero la lógica misma de las circunstancias reanudó sus
    relaciones con el honrado mozo. ¿De qué modo? Vamos a verlo.
    Todas las esperanzas, todos los deseos del inspector de policía se concentraban
    ahora en un solo punto del mundo, Hong-Kong; porque el vapor se detenía muy poco
    tiempo en Singapore para poder obrar en esta ciudad. La prisión debía verificarse por
    consiguiente en Hong-Kong, porque, si no, se le escaparía el ladrón sin remedio.
    En efecto, Hong-Kong era todavía tierra inglesa, pero la última. Más allá, la China, el
    Japón, la América ofrecían un refugio casi seguro a mister Fogg. En Hong-Kong, si
    llegaba por fin el mandamiento de prisión, Fix prendería a Fogg, y lo entregaría a la
    policía local. No había dificultad; pero más allá de HongKong, no bastaría ya un simple
    mandamiento de prisión, sino que sería necesaria un acta de extradición. De aquí
    resultarían tardanzas, lentitudes y obstáculos de toda naturaleza,- que el ladrón
    aprovecharía para escaparse definitivamente. Si la operación no se podía verificar en
    Hong-Kong, sería, si no imposible, mucho más difícil poderla efectuar con alguna
    probabilidad de éxito.
    "Por consiguiente -decía Fix para sí durante las dilatadas horas que pasaba en el
    camarote- o el mandamiento estará en Hong-Kong y prendo a mi hombre, o no estará y
    será necesario retrasar su viaje a toda costa. ¡Salido mal en Bombay y en Calcuta, si no
    doy el golpe en Hong-Kong, pierdo mi reputación! Cueste lo que cueste, es necesario
    triunfar. Pero, ¿qué medio emplearé para retardar, si fuese necesario, la partida de ese
    maldito Fogg?"
    En última instancia, Fix estaba decidido a revelárselo todo a Picaporte, dándole a
    conocer el amo a quien servía y del cual no era ciertamente cómplice. Picaporte, con
    esta revelación, debería creerse comprometido, y entonces se pondría de parte de Fix.
    Pero éste era un medio aventurado que sólo podía emplearse a falta de otro. Una sola

    palabra dicha por Picaporte a su amo hubiera bastado para comprometer irrevo-
    cablemente el negocio.

    El inspector de policía se hallaba pues, muy apurado, cuando la presencia de Aouida
    a bordo del "Rangoon", en compañía de Phileas Fogg, le abrió nuevas perspectivas.
    ¿Quién era aquella mujer? ¿Qué concurso de circunstancias la habían traído a ser
    compañera de Fogg? El encuentro había tenido lugar evidentemente entre Bombay y
    Calcuta. Pero, ¿en qué punto de la península? ¿Era él acaso quien había reunido a Phi
    leas Fogg con la joven viajera? Ese viaje al través de la India, por el contrario, ¿había
    sido emprendido con el fin de reunirse con tan linda persona? ¡Porque era lindísima!
    Bien lo había reparado Fix en la sala de audiencias del tribunal de Calcuta.
    Fácil es comprender cuán caviloso debía estar el agente. Ocurriósele la idea de algún
    rapto criminal. ¡Sí! ¡Eso debía ser! Este pensamiento se incrustó en el cerebro de Fix,
    reconociendo todo el partido que de esta cireunsancia podía sacar. Fuese o no casada la
    joven, había rapto, y era posible suscitar en HongKong tales dificultades al raptor, que
    no pudiera salir de ellas ni aun a fuerza de dinero.
    Pero no había que aguardar la llegada del "Rangoon" a Hong-Kong. Ese Fogg tenía la
    detestable costumbre de saltar de un buque a otro, y antes que la denuncia se entablase
    podía estar lejos.
    Lo que importaba era prevenir a las autoridades inglesas y señalar el paso del
    "Rangoon" antes del desembarque. Nada era más fácil, puesto que el vapor hacía escala
    en Singapore, y esta ciudad se hallaba enlazada con la costa de China por un alambre
    telegráfico.


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    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





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