Aires de Libertad

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    Mensaje por Maria Lua Mar Oct 29, 2024 1:04 am

    ***

    Corrió a su casa, se lavó, se peinó, se cepilló la ropa, se vistió y salió hacia casa de
    la señora Jojlakova. ¡Ay!, ahí estaba su «plan». Había decidido pedirle prestados tres
    mil rublos a esta dama. Y, sobre todo, de forma repentina, se había apoderado de él la
    insólita certeza de que no se los iba a negar. Quizá sorprenda que, estando tan
    seguro, no hubiera recurrido antes a ella, que formaba parte de su propio círculo, por
    así decir, en lugar de ir a ver a Samsónov, un hombre de otra clase con el que casi no
    sabía ni cómo hablar. Pero el caso era que en ese último mes casi había roto su
    relación con Jojlakova, e incluso antes ya se trataban poco y, sobre todo, él sabía
    perfectamente que ella no lo soportaba. Esta dama lo había odiado desde el principio
    400
    simplemente por ser el novio de Katerina Ivánovna, cuando ella por alguna razón lo
    que quería era que Katerina Ivánovna lo dejara y se casara con el «simpático Iván
    Fiódorovich, educado como un caballero, que tenía tan buenos modales». Odiaba los
    modales de Mitia. Éste solía burlarse de ella y en una ocasión dijo que era «tan viva y
    desenfadada como ignorante». Y he aquí que esa misma mañana, en la telega, se
    había visto iluminado por una brillante idea: «Ya que no quiere que me case con
    Katerina Ivánovna, y no lo quiere bajo ningún concepto —Mitia sabía que la idea la
    ponía histérica—, ¿por qué iba a negarme ahora esos tres mil rublos que,
    precisamente, me permitirían marcharme de aquí para siempre y dejar a Katia? Esas
    señoras malcriadas de clase alta, cuando se les antoja algo, no reparan en nada con tal
    de salirse con la suya. Y, además, es rica», razonaba. En cuanto al «plan» propiamente
    dicho, era el mismo que el anterior, es decir, se trataba de ofrecerle sus derechos
    sobre Chermashniá, pero ya no con fines comerciales como a Samsónov, ya no
    tentando a la dama con la posibilidad de amasar el doble de los tres mil, unos seis o
    siete mil rublos, sino simplemente como una valiosa garantía por la deuda. Mientras
    pergeñaba esta nueva idea, Mitia llegó al éxtasis, algo que siempre le sucedía cuando
    empezaba algo, en todas sus decisiones repentinas. Se entregaba con pasión a cada
    idea nueva. Aun así, cuando puso el pie en el porche de la casa de la señora Jojlakova,
    de pronto notó en la espalda un escalofrío de pánico: solo en ese segundo
    comprendió plenamente, y con claridad matemática, que aquélla sí era su última
    esperanza, que ya no le quedaba nada más si no le salía bien, «si acaso apuñalar y
    atracar a alguien por tres mil rublos, pero nada más…». Eran las siete y media cuando
    hizo sonar la campana.
    Al principio la empresa pareció sonreírle: nada más anunciarse, lo recibieron con
    inusitada rapidez. «Ni que estuviera esperándome», se dijo Mitia y después, nada más
    ser conducido a la sala, entró la dueña casi corriendo y le confesó sin más que lo
    esperaba…
    —¡Sí, sí, le estaba esperando! No podía imaginarme siquiera que viniera usted a
    verme, estará usted de acuerdo conmigo, y, sin embargo, le estaba esperando, se
    sorprenderá de mi instinto, Dmitri Fiódorovich, pero esta mañana estaba convencida
    de que vendría hoy.
    —En efecto, es sorprendente, señora —dijo Mitia mientras tomaba asiento con
    cierta torpeza—, pero… he venido por un asunto extremadamente importante…
    importante entre los importantes, para mí, quiero decir, señora, para mí únicamente,
    es que tengo prisa…
    —Sé que es por un asunto importantísimo, Dmitri Fiódorovich, y aquí ya no se trata
    de ningún presentimiento ni de una retrógrada inclinación a los milagros (¿ha oído lo
    del stárets Zosima?), esto son matemáticas: usted no podía dejar de venir después de
    todo lo ocurrido con Katerina Ivánovna, no podía, no podía, es matemático.





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    Mensaje por Maria Lua Mar Oct 29, 2024 1:05 am

    ***


    —El realismo de la vida real, señora, eso es lo que es. Pero permítame que le
    exponga…
    —Eso es, el realismo, Dmitri Fiódorovich. Ahora estoy totalmente a favor del
    realismo, estoy demasiado escarmentada con los milagros. ¿Se ha enterado de que ha
    muerto el stárets Zosima?
    —No, señora, es la primera vez que lo oigo. —Mitia se sorprendió un poco. En su
    cabeza se formó la imagen de Aliosha.
    —Esta noche, y figúrese…
    —Señora —la interrumpió Mitia—, yo solo me figuro que estoy en una situación
    desesperadísima y que, si usted no me ayuda, todo se hundirá y yo me hundiré el
    primero. Perdone por la trivialidad de la expresión, pero estoy ardiendo, tengo
    fiebre…
    —Lo sé, sé que tiene usted fiebre, lo sé todo, y usted no puede encontrarse en
    otro estado de ánimo y, diga usted lo que diga, yo lo voy a saber de antemano. Hace
    mucho que vengo pensando en su destino, Dmitri Fiódorovich, yo velo por usted y he
    llegado a conocerle… Huy, créame, soy un doctor de almas experimentado, Dmitri
    Fiódorovich.
    —Señora, si usted es un doctor experimentado, yo soy un enfermo experimentado
    —Mitia se obligó a hacerle un cumplido—, y presiento que, ya que tanto vela usted
    por mi destino, podrá favorecerlo en el momento de su perdición, pero para ello
    permítame que le exponga el plan con el que he tenido la osadía de presentarme… y
    lo que espero de usted… He venido, señora…
    —No lo exponga, eso es secundario. Y, si hay que ayudarle, no será el primero al
    que ayudo, Dmitri Fiódorovich. Seguramente habrá oído hablar de mi prima
    Belmésova: su marido estaba perdido, hundido, como ha dicho usted de forma tan
    característica, Dmitri Fiódorovich, pues bien, yo lo orienté hacia la cría de caballos de
    raza y ahora está prosperando. ¿Usted entiende de cría de caballos, Dmitri
    Fiódorovich?
    —No tengo la menor idea, señora, ¡ni la menor idea! —exclamó Mitia impaciente y
    nervioso, casi poniéndose de pie—. Solo le suplico, señora, que me escuche, déjeme
    hablar libremente apenas dos minutos para que pueda, en primer lugar, exponerle
    todo, todo el proyecto que me ha traído aquí. Además, me falta tiempo, ¡tengo
    muchísima prisa! —gritó histérico, viendo que ella iba a ponerse a hablar otra vez y con
    la esperanza de acallarla—. He venido aquí desesperado… en el último grado de la
    desesperación, para pedirle a usted dinero prestado, tres mil rublos, prestados, pero
    con una garantía segura, segurísima, señora, ¡de una seguridad total! Pero permita que
    se lo explique.
    —¡Después, todo eso después! —la señora Jojlakova, a su vez, agitaba los brazos—
    ; y todo lo que pueda decirme lo sé de antemano, ya se lo he dicho. Usted pide una
    402
    cantidad, necesita tres mil, pero yo le daré más, infinitamente más, le salvaré, Dmitri
    Fiódorovich, pero ¡tiene que obedecerme!
    Mitia volvió a saltar de su asiento.
    —Señora, ¡cómo puede ser usted tan buena! —exclamó con extraordinaria
    emoción—. Me ha salvado, Dios mío. Ha salvado a un hombre de una muerte violenta,
    señora, de un disparo de pistola… Mi eterno agradecimiento…
    —¡Le daré infinitamente más, infinitamente más de tres mil rublos! —gritaba la
    señora Jojlakova observando con una sonrisa radiante el entusiasmo de Mitia.
    —¿Infinitamente? No hace falta tanto. Necesito solo esos tres mil rublos fatídicos
    para mí y, por mi parte, he venido a garantizarle esa cantidad con gratitud infinita y le
    propongo un plan que…
    —Ya ha dicho y hecho suficiente, Dmitri Fiódorovich —le atajó la señora Jojlakova
    con la pudorosa solemnidad de una benefactora—. He prometido salvarle y lo haré. Le
    salvaré igual que a Belmésov. ¿Qué opina de las minas de oro, Dmitri Fiódorovich?
    —¿De las minas de oro, señora? Nunca he pensado en ellas.
    —Sin embargo, yo lo he hecho por usted. He pensado y mucho. Hace un mes que
    le vengo observando con ese fin. Cien veces le he mirado cuando le veía pasar y me
    repetía: ahí va la persona enérgica que se necesita para las minas. Incluso he estudiado
    su forma de andar y me decidí: este hombre encontrará muchas minas.
    —¿Por la forma de andar, señora? —Mitia sonrió.
    —Sí, claro, por la forma de andar, ¿acaso niega que pueda conocerse el carácter
    por la forma de andar, Dmitri Fiódorovich? Las ciencias naturales lo confirman. Oh,
    ahora soy realista, Dmitri Fiódorovich. Desde hoy, después de toda esa historia en el
    monasterio que tanto me indispuso, soy una completa realista y quiero lanzarme a la
    actividad práctica. Estoy curada. ¡Suficiente!, como dijo Turguénev.
    —Pero, señora, los tres mil que con tanta generosidad ha prometido prestarme…

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    Mensaje por Maria Lua Mar Oct 29, 2024 1:05 am

    ***

    —No se le escaparán, Dmitri Fiódorovich —le interrumpió al instante Jojlakova—,
    esos tres mil los tiene de todas formas en el bolsillo, y no tres mil, sino tres millones,
    Dmitri Fiódorovich, ¡y en poquísimo tiempo! Le explicaré la idea: usted descubrirá unas
    minas, conseguirá millones, regresará y se convertirá en un hombre de acción, y
    también a nosotros nos pondrá en marcha, orientándonos hacia el bien. ¿O acaso hay
    que dejárselo todo a los judíos? Levantará edificios y fundará toda clase de empresas.
    Ayudará a los pobres y éstos le bendecirán. Estamos en el siglo del ferrocarril, Dmitri
    Fiódorovich. Usted será famoso e imprescindible para el Ministerio de Finanzas, que
    ahora anda tan necesitado. La caída de nuestro rublo no me deja dormir, Dmitri
    Fiódorovich, esta faceta mía apenas se conoce…
    —¡Señora, por favor! —volvió a interrumpir Dmitri Fiódorovich con un
    presentimiento inquietante—, es muy, muy posible que siga su consejo, su sabio
    consejo, señora, y me ponga rumbo a… a esas minas… y vendré otra vez a hablar con
    403
    usted de ello… incluso muchas veces… pero ahora los tres mil rublos que con tanta
    generosidad… Ay, me sacarían del aprieto, y si fuera posible hoy… Es decir, verá,
    ahora no tengo tiempo, ni una hora…
    —Suficiente, Dmitri Fiódorovich, ¡suficiente! —le interrumpió con firmeza la señora
    Jojlakova—. La pregunta es: ¿va a ir usted o no a las minas? ¿Ha tomado ya una
    decisión? Responda matemáticamente.
    —Iré, señora, después… Iré a donde quiera, señora, pero ahora…
    —¡Espere! —gritó la señora Jojlakova, se puso en pie de un salto, se abalanzó
    sobre un espléndido escritorio con innumerables cajoncitos y empezó a abrir uno tras
    otro buscando algo con mucha urgencia.
    «¡Los tres mil! —pensó Mitia petrificado—, y así, de repente, sin ningún papel, sin
    documentos… ¡Oh, es como un pacto entre caballeros! Es una mujer admirable, si no
    fuera tan parlanchina…»
    —¡Aquí está! —gritó exultante la señora Jojlakova dirigiéndose a Mitia—. ¡Esto es
    lo que buscaba!
    Era un icono de plata minúsculo con un cordón, de los que se llevan a veces al
    cuello junto con un crucifijo.
    —Es de Kiev, Dmitri Fiódorovich —dijo con veneración—, de las reliquias de santa
    Bárbara, mártir. Permítame que se lo ponga al cuello y así bendecirle para su nueva
    vida y sus nuevas hazañas.
    Y, efectivamente, le puso la imagen en el cuello y empezó a colocársela. Confuso,
    Mitia se inclinó un poco hacia delante y la ayudó, se colocó la imagen en el pecho,
    pasándola por la corbata y el cuello de la camisa.
    —¡Ahora ya puede ir! —dijo la señora Jojlakova volviendo a sentarse
    solemnemente.
    —Señora, estoy conmovido… ni siquiera sé cómo agradecerle, son tantos
    sentimientos, pero… si supiera lo valioso que es mi tiempo ahora… Esa cantidad que
    espero de su generosidad… Ay, señora, si tuviera la bondad, si fuera tan generosa
    conmigo —exclamó Mitia inspirado—, permítame que le confiese… que, bueno, usted
    ya lo sabe… sabe que amo aquí a cierta criatura… He engañado a Katia… a Katerina
    Ivánovnva, quiero decir. Ay, he sido inhumano y deshonesto con ella, pero aquí me
    enamoré de otra… de una mujer que quizá usted desprecie, señora, porque usted ya
    sabe toda la historia, pero yo nunca podré dejarla, de ninguna manera, y por eso ahora
    esos tres mil…









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    Mensaje por Maria Lua Mar Oct 29, 2024 1:06 am

    ***


    —¡Déjelo todo, Dmitri Fiódorovich! —le cortó la señora Jojlakova con tono
    resuelto—. Déjelo todo, en especial a las mujeres. Su objetivo ahora son las minas, y
    no hay ninguna necesidad de llevar mujeres allí. Después, cuando regrese con dinero y
    gloria, encontrará a la compañera de su corazón entre la alta sociedad. Será una joven
    moderna, con conocimientos y sin prejuicios. Precisamente para entonces habrá
    404
    madurado la cuestión de la mujer que ahora está empezando y aparecerá una mujer
    nueva…
    —Señora, no se trata de eso, no… —imploraba Dmitri Fiódorovich.
    —Sí, Dmitri Fiódorovich, justamente eso es lo que usted necesita, lo que ansía sin
    saberlo. Yo no estoy al margen, ni mucho menos, de la actual cuestión de la mujer,
    Dmitri Fiódorovich. El progreso de la mujer e incluso el papel político de la mujer en
    un futuro próximo, éstos son mis ideales. Yo también tengo una hija, Dmitri
    Fiódorovich, esta otra faceta mía tampoco se conoce apenas. He escrito sobre esto al
    escritor Shchedrín. Este escritor me ha enseñado tanto, tantas cosas me ha enseñado
    del destino de la mujer que el año pasado le envié una carta anónima con dos líneas:
    «Le envío un abrazo y un beso, querido escritor, por la mujer moderna, siga así». Y
    firmé: «Una madre». Estuve a punto de firmar «una madre contemporánea», pero dudé
    y me quede solo con «una madre», tiene más belleza moral, Dmitri Fiódorovich,
    además, la palabra «contemporánea» le hubiera recordado a El Contemporáneo, un
    recuerdo amargo para él en vista de la actual censura… Ay, Dios mío, ¿qué le ocurre?
    —Señora —Mitia saltó al fin, juntando sus manos ante ella en una súplica
    impotente—, me va a hacer llorar, señora, si sigue retrasando lo que con tanta
    generosidad…
    —¡Llore, Dmitri Fiódorovich, llore! Es un sentimiento hermoso… ¡le espera un buen
    camino! Las lágrimas le aliviarán, regresará después y se alegrará. Vendrá derecho de
    Siberia, galopando hasta mí, para compartir conmigo su alegría…
    —Pero permítame —Mitia ya vociferaba—, se lo ruego por última vez, dígame,
    ¿puedo recibir hoy de usted la cantidad prometida? Si no, ¿cuándo debo venir a
    buscarla?
    —¿Qué cantidad, Dmitri Fiódorovich?
    —Los tres mil que me ha prometido… los que con tanta generosidad…
    —¿Tres mil? ¿Rublos? No, no, yo no tengo tres mil rublos —dijo la señora Jojlakova
    entre tranquila y sorprendida. Mitia se quedó atónito.
    —Cómo que… pero si ahora mismo… usted ha dicho… incluso que era como si ya
    los tuviera en el bolsillo…
    —Huy, no me ha entendido bien, Dmitri Fiódorovich. Si piensa eso, es que no me
    ha entendido bien. Yo le hablaba de las minas… Es cierto que le he prometido más,
    infinitamente más que tres mil, lo recuerdo bien, pero yo me refería a las minas.
    —Pero ¿el dinero? ¿Los tres mil? —exclamó tontamente Dmitri Fiódorovich.
    —Ah, si usted está hablando de dinero, yo no lo tengo. Ahora no tengo nada,
    Dmitri Fiódorovich, precisamente ahora estoy batallando con mi administrador y hace
    unos días le pedí prestados quinientos rublos a Miúsov. No, no tengo dinero. Y sepa
    usted, Dmitri Fiódorovich, que si lo hubiera tenido, no se lo habría dado. En primer
    lugar, yo no le presto a nadie. Prestar dinero implica reñir. Y a usted, especialmente a
    usted no se lo habría prestado, porque le aprecio, por eso no se lo habría dado, para
    salvarle, no se lo habría dado porque usted solo necesita una cosa: minas, minas,
    ¡minas!…
    —¡Oh, que el diablo…! —rugió Mita y soltó un puñetazo en la mesa con todas sus
    fuerzas


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    Mensaje por Maria Lua Mar Oct 29, 2024 1:07 am

    ***
    —¡Ay, ay! —gritó Jojlakova asustada y se alejó hasta la otra punta de la sala.
    Mitia escupió y con pasos rápidos salió del cuarto, de la casa, a la calle, ¡a la noche!
    Andaba como loco golpeándose el pecho, en el mismo punto del pecho donde se
    había golpeado dos días antes en presencia de Aliosha, la última vez que lo había
    visto, a la caída de la tarde, en el camino. Qué significaban esos golpes en el pecho en
    el mismo punto y qué quería señalar de ese modo, de momento era un secreto que
    nadie en el mundo conocía y que ni siquiera había revelado a Aliosha entonces, pero
    ese secreto encerraba para él algo más que la deshonra, encerraba la derrota y el
    suicidio, así lo había decidido si no conseguía los tres mil rublos para pagar a Katerina
    Ivánovna y con ello arrancar de su pecho, «de ese punto del pecho», la deshonra que
    cargaba en él y que tanto pesaba en su conciencia. Todo eso le quedará claro al lector
    más adelante, pero ahora, después de que se esfumara su última esperanza, este
    hombre tan fuerte físicamente no había dado más que unos pocos pasos desde la casa
    de la Jojlakova cuando de pronto rompió a llorar como un niño pequeño. Caminaba
    sin sentir y se secaba las lágrimas con el puño. Así salió a la plaza y de pronto vio que
    tropezaba. Se oyó el chillido de una viejecita a la que había estado a punto de
    derribar.
    —¡Ay, Señor, por poco no me matas! ¡Vas por ahí sin mirar, golfo!
    —¿Cómo? ¿Es usted? —gritó Mitia al ver bien a la vieja. Era la criada que servía a
    Kuzmá Samsónov y en la que había reparado el día anterior.
    —¿Y usted quién es, bátiushka? —dijo la vieja ya en un tono totalmente distinto—.
    No puedo reconocerle en esta oscuridad.
    —Usted estaba en casa de Kuzmá Kuzmich, es su criada.
    —Así es, bátiushka, he ido un momento a ver a Prójorych… Me parece que no le
    reconozco.
    —Dígame, mátushka, ¿Agrafiona Aleksándrovna está allí ahora? —dijo Mitia fuera
    de sí por la espera—. La he acompañado hasta allí hace poco.
    —Ha estado, bátiushka, vino, se quedó un rato y se marchó.
    —¿Qué? ¿Se ha ido? —gritó Mitia—. ¿Cuándo?
    —Pues nada más llegar, solo estuvo un minuto. Le contó una historia a Kuzmá
    Kuzmich, lo hizo reír y se fue corriendo.
    —¡Mientes, maldita! —Mitia vociferaba.
    —¡Ay, ay! —gritaba la vieja, pero Mitia ya había desaparecido, había echado a
    correr a casa de Morózova. Justo en ese momento Grúshenka se dirigía hacia Mókroie,
    406
    no había pasado más de un cuarto de hora desde su partida. Fenia estaba con su
    abuela, la cocinera Matriona, en la cocina cuando entró corriendo el «capitán». Al
    verlo, Fenia soltó un fuerte grito.
    —Así que gritamos… —vociferó Mitia—. ¿Dónde está? —Pero, sin dar tiempo a
    responder a Fenia, que estaba aturdida por el miedo, se derrumbó a sus pies—: Fenia,
    por el amor de Dios, dime, ¿dónde está?
    —Bátiushka, no sé nada, mi querido Dmitri Fiódorovich, no sé nada, aunque me
    mate, no sé nada —Fenia juraba y perjuraba—, si usted salió con ella hace nada…
    —Pero ¡ella volvió!
    —No ha venido, corazón, por Dios se lo juro, ¡no ha venido!
    —Estás mintiendo —gritó Mitia—, tu miedo te delata, ¿dónde está?
    Corrió a la calle. La aterrada Fenia estaba contenta de que todo hubiera acabado
    bien, pero comprendía perfectamente que, si no hubiera tenido él tanta prisa, quizá no
    se habría librado. Aunque fue todo muy rápido, Mitia aún había tenido tiempo de
    sorprender a Fenia y a la vieja Matriona con una ocurrencia totalmente inesperada: en
    la mesa había un mortero de cobre con su mano, una mano de cobre pequeña, que no
    pasaría de un cuarto de arshín de largo. Mientras salía, y ya con la puerta abierta, Mitia
    cogió al vuelo la mano del mortero, se la guardó en un bolsillo lateral y se esfumó.
    —¡Ay, señor, quiere matar a alguien! —Fenia juntó las manos



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    Mensaje por Maria Lua Miér Oct 30, 2024 12:32 am

    ***


    IV. De noche



    ¿Adónde iba? Es sabido: «¿Dónde iba a estar ella más que en casa de Fiódor
    Pávlovich? Ha ido allí desde casa de Samsónov, ahora está claro. Toda esta intriga,
    todos estos engaños ahora quedan al descubierto»… Todo esto le pasaba por la
    cabeza como un torbellino. No fue por el patio de Maria Kondrátievna: «No hace falta,
    ninguna falta… Así no darán la voz de alarma… Enseguida me traicionarían, irían a
    informarlos… Está claro que Maria Kondrátievna está también conchabada, y lo mismo
    Smerdiakov, sí, ¡están todos comprados!». Cambió de parecer: rodeó la casa de Fiódor
    Pávlovich por un callejón, atravesó corriendo la calle Dmítrovskaia, cruzó la pasarela y
    fue a parar directamente al apartado callejón trasero, vacío y desierto, cercado por un
    lado por la valla de zarzo del huerto vecino y por otro por la valla alta y sólida del
    huerto de Fiódor Pavlovich. Allí buscó un sitio, al parecer el mismo por el que, según
    contaba la leyenda que él conocía, Lizaveta la Maloliente se había subido a la valla. «Si
    ella pudo subirse —Dios sabrá por qué le vino ese pensamiento a la cabeza—, ¿por
    qué no voy a hacerlo yo?» Y, efectivamente, dio un salto y se las ingenió para agarrarse
    con una mano a la parte superior de la valla, cogió impulso, hizo un esfuerzo para
    subirse y se quedó sentado en lo alto. Muy cerca, en el huerto, estaba la bania y
    también se veían las ventanas iluminadas de la casa. «Ajá, hay luz en el dormitorio del
    viejo, ¡ella está ahí!», y saltó al huerto. Aunque sabía que Grigori estaba enfermo, que
    era posible que Smerdiakov lo estuviera también y que no había nadie que pudiera
    oírlo, instintivamente se escondió, se quedó inmóvil y aguzó el oído. Pero reinaba un
    silencio mortal y, como hecho aposta, la calma era total, no soplaba el más ligero
    viento.
    «Y solo susurraba el silencio —sin saber por qué le vino este verso a la cabeza—.
    ¿Habrá oído alguien el salto? Parece que no.» Esperó un minuto y echó a andar en
    silencio por el huerto, por la hierba; esquivando árboles y arbustos, caminó un buen
    rato, procurando disimular cada paso y deteniéndose a escuchar a cada paso. Al cabo
    de unos cinco minutos llegó a las ventanas iluminadas. Recordaba que justo debajo de
    las ventanas había varios arbustos grandes, altos y frondosos de saúco y de mundillo.
    La puerta de la casa que daba al huerto, en la parte izquierda de la fachada, estaba
    cerrada con llave, cosa que comprobó expresa y concienzudamente al pasar.
    Finalmente alcanzó los arbustos y se escondió detrás de ellos. Contenía la respiración.
    «Tengo que esperar un poco —pensó—, por si han oído mis pasos y están atentos
    para asegurarse… con tal de no toser ni estornudar…»



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    Mensaje por Maria Lua Miér Oct 30, 2024 12:33 am

    ***


    Esperó un par de minutos, su corazón latía con fuerza y por momentos casi se
    ahogaba. «No, estas palpitaciones no se me van a pasar —pensó—, no puedo esperar
    más.» Estaba a la sombra de un arbusto, iluminado por delante por la luz de la
    ventana. «Un mundillo, ¡qué bayas más rojas!», susurró sin saber por qué. Suavemente,
    con pasos amplios y silenciosos se acercó a la ventana y se puso de puntillas. Toda la
    alcoba de Fiódor Pávlovich apareció con claridad ante sus ojos. Era una habitación
    pequeña dividida transversalmente por unos biombos rojos «chinos», como los
    llamaba Fiódor Pávlovich. «Chinos —recordó Mitia—, y Grúshenka está detrás.» Se
    puso a observar a Fiódor Pávlovich. Llevaba una bata de seda a rayas nueva —Mitia
    nunca se la había visto—, con el cinturón de seda de borlas atado. Por debajo del
    cuello de la bata asomaba ropa blanca limpia y elegante, una fina camisa holandesa
    con gemelos dorados. En la cabeza llevaba el mismo vendaje rojo que le había visto
    Aliosha. «Se ha engalanado», pensó Mitia. Fiódor Pávlovich estaba cerca de la ventana,
    aparentemente meditando; de pronto estiró el cuello, aguzó el oído por un momento
    y, al no oír nada, se acercó a la mesa, se sirvió media copita de coñac de una licorera y
    se la bebió. A continuación respiró a pleno pulmón, volvió a quedarse quieto, se
    acercó distraído al espejo de la entreventana, con la mano derecha se levantó un poco
    el vendaje rojo de la frente y empezó a examinarse los moratones y las heridas que
    todavía no se le habían ido. «Está solo —pensó Mitia—, con toda probabilidad está
    solo.» Fiódor Pávlovich se apartó del espejo, se volvió de pronto hacia la ventana y
    miró por ella. Mitia, de un salto, se metió entre las sombras.
    «Puede que esté detrás de los biombos, puede que ya esté durmiendo», la idea le
    atravesó el corazón. Fiódor Pávlovich se apartó de la ventana. «Es a ella a quien busca
    por la ventana, así que no está. ¿Por qué, si no, iba a buscar en la oscuridad?… Está
    impaciente, se consume…» Mitia volvió a acercarse de un salto y otra vez miró por la
    ventana. El viejo ya estaba otra vez sentado a la mesa, visiblemente abatido.
    Finalmente se acodó en la mesa y apoyó la cabeza sobre la mano derecha. Mitia
    escrutaba con avidez.
    «¡Solo, está solo! —se repetía—. Si ella estuviera aquí, tendría otra cara.» Era
    extraño pero en su corazón empezó a bullir cierto enfado absurdo y extraño por que
    ella no estuviera. «No es porque ella no esté —Mitia lo había comprendido y él solo se
    respondió—, es que nunca podré saber con seguridad si está o no.» Mitia recordaría
    después que en ese momento su cabeza estaba increíblemente despejada y
    comprendía hasta el último detalle, no se le escapaba nada. Pero la angustia, la
    angustia del desconocimiento y de la indecisión crecía en su corazón con excesiva
    rapidez. «Pero ¿está aquí o no?», su corazón palpitaba con rabia. Y de repente se
    decidió, alargó el brazo y golpeó suavemente el marco de la ventana. Hizo la señal
    convenida entre el viejo y Smerdiakov, dos primeros golpes más flojos y después tres
    más rápidos: tuc-tuc-tuc, la señal que indicaba: «Grúshenka ha venido».







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    Mensaje por Maria Lua Miér Oct 30, 2024 12:34 am

    ***

    El viejo se estremeció, levantó la cabeza y se acercó rápidamente a la ventana. Mitia retrocedió
    de un salto a la sombra. Fiódor Pávlovich abrió la ventana y asomó la cabeza.
    —Grúshenka, ¿eres tú? ¿Eres tú? —decía medio susurrando, tembloroso—. ¿Dónde
    estás, chiquilla, ángel mío, dónde estás? —estaba terriblemente alterado, se ahogaba.
    «¡Está solo!», resolvió Mitia.
    —¿Dónde estás? —gritó de nuevo el viejo y asomó aún más la cabeza, también los
    hombros, para mirar por todos lados, a derecha y a izquierda—. Ven aquí, te he
    preparado un regalito, ven, te lo enseñaré.
    «Es el sobre de los tres mil», pensó Mitia.
    —Pero ¿dónde estás?… ¿En la puerta? Voy a abrir…
    El viejo casi se cae por la ventana al mirar hacia la derecha, hacia donde estaba la
    puerta del huerto, intentando distinguirla en la oscuridad. Un segundo más, y saldría
    corriendo a abrir la puerta sin esperar la respuesta de Grúshenka. Mitia miraba de
    costado sin moverse. Le repugnaba muchísimo el perfil del viejo, la nuez flácida, la
    nariz de gancho, que sonreía ante la feliz expectativa, los labios, todo estaba
    vivamente iluminado por la luz oblicua de una lámpara en el lado izquierdo de la
    habitación. Una rabia terrible, frenética, empezó a agitarse en el corazón de Mitia: ¡ahí
    estaba, su rival, su verdugo, el verdugo de su vida! Era otro acceso de la misma rabia
    inesperada, vengativa y frenética que le había anunciado, como presintiéndola, a
    Aliosha cuatro días antes en el cenador, cuando respondió a su pregunta: «¿Cómo
    puedes decir que matarás a padre?».
    «No lo sé, no lo sé… —dijo entonces—. Quizá no lo mate o quizá sí. Tengo miedo
    de que en ese momento su cara se vuelva odiosa para mí. Odio la nuez de su
    garganta, su nariz, sus ojos, su sonrisa obscena. Siento repugnancia física. Eso es lo
    que me da miedo. No podré contenerme…»
    La repugnancia física aumentaba insoportablemente. Mitia estaba fuera de sí y de
    repente sacó la mano de cobre del bolsillo…
    «Dios —diría Mitia después— velaba por mí.» Justo en ese momento el enfermo
    Grigori Vasílievich se despertó en su lecho. Esa tarde se había aplicado la conocida
    cura de la que Smerdiakov le había hablado a Iván Fiódorovich, que consistía en
    frotarse, con ayuda de su mujer, una tintura secreta fortísima a base de vodka y
    beberse el resto mientras ella murmuraba «una oración» y, después, echarse a dormir.
    Marfa Ignátievna también bebió y, como no acostumbraba a beber, se quedó dormida
    como un tronco al lado de su marido. Pero, inesperadamente, Grigori se despertó por
    la noche, reflexionó un momento y enseguida sintió un dolor agudo en la cintura,
    aunque se sentó en la cama. Después volvió a quedarse pensativo, se levantó y se
    vistió rápidamente. Quizá tuviera remordimientos de conciencia por haber estado
    durmiendo, dejando la casa sin vigilar «en un momento tan peligroso». Smerdiakov,
    lastimado por la caída, yacía sin moverse en el otro cuchitril. Marfa Ignátievna tampoco
    se movía. «Esta mujer ya flojea», pensó Grigori Vasílievich y salió al porche gimiendo







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    Mensaje por Maria Lua Miér Oct 30, 2024 12:35 am

    ***
    Por supuesto, lo único que quería era echar un vistazo desde el porche, porque no
    tenía fuerzas para andar, el dolor en la cintura y en la pierna derecha era insoportable.
    Pero entonces recordó que aquella tarde no había cerrado con llave la cancela del
    huerto. Era un hombre de lo más cuidadoso y puntilloso, un hombre de viejas
    costumbres que se atenía al orden establecido. Cojeando y contrayéndose de dolor,
    bajó del porche y se dirigió al huerto. En efecto, la cancela estaba abierta de par en
    par. Maquinalmente se asomó al huerto, quizá le pareciera haber oído algún ruido; al
    mirar a la izquierda vio la ventana abierta en el dormitorio del señor, la ventana estaba
    vacía, ya nadie miraba por ella. «¿Qué hace abierta? No estamos en verano», pensó
    Grigori y, de pronto, justo en ese momento algo extraño atravesó el huerto. A unos
    cuarenta pasos corría lo que parecía un hombre, una sombra que se movía con mucha
    rapidez. «¡Ay, señor!», dijo Grigori y, fuera de sí, olvidándose del dolor en la cintura, se
    lanzó a cortarle el paso. Atajó, pues conocía el huerto mejor que quien corría; éste se
    dirigía a la bania, se metió por detrás, se dirigió rápidamente hacia la pared… Grigori
    lo seguía sin perderlo de vista, corría frenético… Llegó a la valla justo en el momento
    en que el fugitivo intentaba saltarla. Fuera de sí, Grigori empezó a gritar, se lanzó
    contra la valla y con las dos manos le agarró la pierna.
    En efecto su presentimiento no lo había engañado, lo había reconocido: era él, «el
    monstruo parricida».
    —¡Parricida! —gritó el viejo para que le oyeran alrededor, pero solo le dio tiempo a
    gritar esto, luego cayó como fulminado por un rayo. Mitia saltó de nuevo al jardín y se
    inclinó sobre el caído. En las manos llevaba la mano de cobre y, maquinalmente, la
    arrojó a la hierba. Cayó a dos pasos de Grigori, pero no en la hierba, sino en el
    sendero, en el lugar más visible. Durante unos segundos contempló a Grigori. La
    cabeza del viejo estaba llena de sangre; Mitia alargó el brazo y empezó a palparle. Más
    tarde recordaría claramente que en ese momento deseaba «convencerse plenamente»
    de si le había roto la cabeza al viejo o solo lo había «aturdido» al golpearle en la
    coronilla con la mano de mortero. Pero la sangre manaba y manaba y enseguida un
    chorro caliente empapó los dedos temblorosos de Mitia. Recordaba haber sacado del
    bolsillo un pañuelo blanco nuevo, del que se había provisto para ir a casa de Jojlakova,
    y habérselo puesto al viejo en la cabeza, en un intento absurdo de retirarle la sangre
    de la frente y de la cara. Pero al instante el pañuelo se empapó de sangre. «Señor,
    para qué hago esto —Mitia, de pronto, recapacitó—, si le he roto la cabeza, cómo lo
    voy a saber ahora… Aunque en realidad da igual —añadió con desesperación—, si lo
    he matado, pues lo he matado… Has caído, viejo, así que descansa», dijo en voz alta y
    saltó la valla, aterrizó en el callejón y echó a correr. Llevaba arrugado en el puño
    derecho el pañuelo empapado de sangre, se lo guardó en el bolsillo trasero de la
    levita. Corría desesperado y los pocos transeúntes que se encontraron con él esa
    411
    noche en las calles de la ciudad recordarían después haber visto a un hombre que
    corría con rabia. Voló de nuevo a casa de Morózova. Poco antes Fenia, nada más
    marcharse él, había ido a ver al viejo portero Nazar Ivánovich y le había rogado «en
    nombre de Dios» que «no dejara entrar más al capitán ni hoy ni mañana». Nazar
    Ivánovich accedió, pero, como si lo hubieran hecho a propósito, se tuvo que ausentar,
    pues la señora lo llamó desde arriba. Por el camino se encontró con su sobrino, un
    joven de unos veinte años que acababa de llegar de la aldea, y le ordenó que se
    quedara en el patio, pero olvidó hablarle del capitán. Al llegar al portalón, Mitia llamó.
    El joven lo reconoció al instante: Mitia le había dado propina más de una vez. Le abrió
    la cancela, le dejó pasar y, con una alegre sonrisa, se apresuró a comunicarle
    amablemente que «Agrafiona Aleksándrovna no está en casa, señor».
    —¿Dónde está, Prójor? —Mitia se detuvo.
    —Se fue hace nada, como un par de horas, con Timoféi, a Mókroie.
    —¿A qué? —gritó Mitia.
    —Eso no puedo saberlo, señor… algo de un oficial, alguien de allá la llamó,
    enviaron caballos…
    Mitia lo dejó allí y corrió como loco a buscar a Fenia





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    Mensaje por Maria Lua Miér Oct 30, 2024 12:36 am

    ***


    V. Una decisión repentina



    Fenia estaba en la cocina con su abuela, las dos se disponían a acostarse. Confiando
    en Nazar Ivánovich, tampoco esta vez habían cerrado por dentro. Mitia entró
    corriendo, se abalanzó sobre Fenia y la agarró por el cuello.
    —Dime ahora mismo dónde está, a quién ha ido a ver a Mókroie —vociferaba
    exaltado.
    Las dos mujeres chillaban.
    —¡Ay!, se lo diré, ¡ay!, Dmitri Fiódorovich, querido, ahora mismo se lo digo, no me
    guardaré nada —gritó atropelladamente Fenia, muerta de miedo—. Ha ido a Mókroie,
    a ver al oficial.
    —¿Qué oficial?
    —El oficial de antes, el mismo, el de hace cinco años, el que la abandonó y se
    marchó —prosiguió Fenia, igual de atropelladamente.
    Dmitri Fiódorovich apartó la mano del cuello. Estaba pálido como un muerto,
    mudo, pero en sus ojos se veía que lo había comprendido todo de golpe, con media
    palabra había comprendido hasta el último detalle y se había dado cuenta de todo. Lo
    hubiera comprendido o no, en ese momento no estaba para fijarse en la pobre Fenia.
    Al entrar, la había encontrado sentada sobre el baúl y así seguía ahora, temblando e
    inmóvil con las manos delante de la cara, como si quisiera defenderse. Lo miraba
    fijamente con sus pupilas asustadas, dilatadas por el miedo. Aquel hombre, para
    colmo, tenía las dos manos manchadas de sangre. Además, por el camino, mientras
    corría, debía de haberse tocado la frente para secarse el sudor de la cara, y también se
    había embadurnado la frente y la mejilla derecha con manchas rojas de sangre. Fenia
    estaba a punto de sufrir un ataque de histeria y la vieja cocinera se había levantado
    bruscamente y miraba como loca, casi había perdido el sentido. Dmitri Fiódorovich se
    quedó parado un minuto y luego se desmoronó en una silla al lado de ella.
    No se sentó para pensar, sino que estaba como asustado, más exactamente
    estupefacto. Pero todo estaba claro como la luz del día. Ese oficial… lo sabía, lo sabía
    todo de él, Grúshenka se lo había contado personalmente, sabía que le había enviado
    una carta un mes antes. Así que a lo largo de todo ese mes lo habían tramado todo en
    secreto, a sus espaldas, justo hasta la presente llegada del nuevo personaje, ¡y ni
    siquiera había pensado en él! Pero ¿cómo había podido no pensar en él? ¿Por qué se
    había olvidado del oficial? ¿Por qué lo había olvidado nada más saber de su
    existencia? He aquí la pregunta que se alzaba ante él como una especie de monstruo.
    Y él contemplaba este monstruo realmente asustado, congelado de miedo. Pero de
    pronto se puso a hablar con Fenia suave y dócilmente, como un niño tranquilo y
    cariñoso, olvidando por completo que acababa de aterrorizarla, ofenderla y herirla.
    Con una precisión extraordinaria, sorprendente incluso en su situación, empezó a
    interrogar a Fenia. Y Fenia, aunque le miraba asustada las manos ensangrentadas,
    comenzó a responder a cada pregunta también con sorprendente disposición y
    solicitud, casi como si tuviera prisa por contarle toda «la verdad verdadera». Poco a
    poco, incluso con cierta alegría, le fue exponiendo todos los detalles, no porque
    deseara atormentarlo, sino como si deseara de todo corazón hacerle un favor. Le contó
    hasta el último detalle de ese día, la visita de Rakitin y Aliosha, y cómo ella había
    montado guardia, cómo se había marchado la señorita y cómo le había gritado a
    Aliosha por la ventana que le mandaba a él, a Mítenka, un saludo con una reverencia y
    que «recordara eternamente que ella lo había querido durante una hora». Al oír lo de
    la reverencia, Mitia de pronto esbozó una sonrisa y sus mejillas pálidas se sonrojaron.
    En ese momento Fenia le dijo, sin pizca de miedo por su curiosidad:






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    Mensaje por Maria Lua Miér Oct 30, 2024 12:37 am

    ***
    —Sus manos, Dmitri Fiódorovich, ¡están llenas de sangre!
    —Sí —respondió Mitia mecánicamente, mirándose distraído las manos y
    olvidándose al instante de ellas y de la pregunta de Fenia. Volvió a sumirse en el
    silencio. Habían pasado unos veinte minutos desde que entró tan precipitadamente. El
    susto reciente se le había pasado, pero parecía que lo dominaba ya alguna nueva
    resolución inexorable. Se puso en pie de repente y sonrió pensativo.
    —Señor, ¿qué le ha pasado? —dijo Fenia, volviendo a señalar sus manos: hablaba
    con compasión, como la criatura más cercana a él en ese momento de dolor.
    Mitia se miró las manos de nuevo.
    —Es sangre, Fenia —dijo mirándola con expresión extraña—, es sangre humana,
    ¡Dios mío, por qué la habré derramado! Pero… Fenia… aquí hay una valla —la miraba
    como si le estuviera proponiendo una adivinanza—, una valla alta y de aspecto terrible,
    pero… mañana al amanecer, cuando «el sol levante el vuelo», Mítenka saltará esa
    valla… No entiendes qué valla es ésa, Fenia, pero no pasa nada… Da igual, mañana te
    enterarás y comprenderás todo… pero ahora ¡adiós! No te molestaré, me hago a un
    lado, sabré hacerme a un lado. Vive, vida mía… me amaste durante una hora, y
    recuerda siempre a Mítenka Karamázov… Ella me llamaba Mítenka, ¿te acuerdas?
    Y con estas palabras salió de la cocina. Fenia se asustó con esta salida casi más que
    cuando había entrado corriendo y se había abalanzado sobre ella.
    Exactamente diez minutos después, Dmitri Karamázov entraba en casa del joven
    funcionario Piotr Ilich Perjotin, a quien había dejado en prenda las pistolas. Ya eran las
    ocho y media y Piotr Ilich, que se había tomado un té en casa, acababa de ponerse de
    nuevo la levita para ir a la taberna Ciudad Capital a jugar al billar. Mitia lo sorprendió al
    salir. Éste, al ver su rostro manchado de sangre, soltó un grito:
    —¡Dios mío! ¿Qué le ocurre?
    —Bueno —dijo Mitia rápidamente—, he venido a por las pistolas, le he traído su
    dinero. Y mi gratitud. Voy con prisa, Piotr Ilich, por favor, rápido.
    Piotr Ilich se iba sorprendiendo por momentos: Mitia llevaba en las manos un
    montón de dinero, pero lo más importante era que lo tenía cogido como nadie coge el
    dinero y había entrado con él como nadie entra con dinero. Llevaba todos los billetes
    en la mano derecha como exhibiéndolos, sujetándolos por delante de él. Un chico, el
    criado del funcionario que había recibido a Mitia en el vestíbulo, diría después que
    había entrado con el dinero en la mano y que también debía de haberlo llevado así
    por la calle, con la mano derecha adelantada. Eran todos billetes de cien rublos, de los
    irisados, y los sujetaba con los dedos ensangrentados. Más tarde Piotr Ilich declararía,
    ante las preguntas de los interesados en saber cuánto dinero había, que calcularlo a
    simple vista no era fácil, tal vez fueran dos mil, tal vez tres, pero el fajo era grande, y
    «bien prieto». El propio Dmitri Fiódorovich, como declaró más tarde, «estaba
    totalmente ido, pero no borracho, sino como en una especie de éxtasis, muy distraído,
    aunque al mismo tiempo como concentrado, pensando e intentando resolver algo,
    pero sin poder tomar una decisión. Tenía mucha prisa, respondía con brusquedad, de
    forma rara, por momentos parecía que no estaba apenado, sino incluso alegre».
    —Pero ¿qué le ocurre, qué le ha pasado? —volvió a gritar Piotr Ilich mirando
    asustado a su huésped—. ¿Cómo se ha hecho tanta sangre? ¿Es que se ha caído?
    ¡Mire!
    Lo agarró del codo y lo llevó delante de un espejo. Mitia, al ver su rostro lleno de
    sangre, se estremeció y frunció el ceño enojado.
    —¡Demonios! ¡Solo me faltaba esto! —farfulló con rabia, se pasó rápidamente los
    billetes de la mano derecha a la izquierda y se sacó febrilmente el pañuelo del bolsillo.
    Pero el pañuelo estaba también lleno de sangre (era el mismo pañuelo con el que
    había limpiado la cabeza y la cara de Grigori), casi no quedaba ni un trocito blanco y,
    como había empezado a secarse, se había hecho un pegote duro y no había forma de
    extenderlo. Mitia lo arrojó con rabia al suelo—. ¡Demonios! No tendrá usted un trapo…
    para limpiarme…
    —Entonces ¿solo se ha manchado? ¿No está herido? Será mejor que se lave —
    respondió Piotr Ilich—. Ahí está el aguamanil, yo le ayudaré.
    —¿Un aguamanil? Está bien… solo que ¿dónde pongo esto? —Con una extraña
    perplejidad, le señaló a Piotr Ilich el fajo de billetes de cien, interrogándolo con la
    mirada, como si éste tuviera que decidir dónde debía guardar Mitia su dinero.
    —Guárdelo en el bolsillo o déjelo ahí, en la mesa, no se perderá.










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    Mensaje por Maria Lua Miér Oct 30, 2024 12:38 am

    ***

    —¿En el bolsillo? Claro, en el bolsillo. Eso está bien… No, ¿sabe?, ¡todo esto son
    sandeces! —gritó, saliendo de pronto de su ensimismamiento—. Verá, primero
    acabemos con este asunto, el de las pistolas, usted me las devuelve y aquí está su
    dinero… porque a mí me hace falta… me hace muchísima falta… y no tengo tiempo,
    lo que se dice ni un momento…
    Cogió el primer billete del fajo y se lo alargó al funcionario.
    —Pero no tengo cambio —señaló éste—. ¿No tiene uno más pequeño?
    —No —dijo Mitia mirando otra vez el montón y, como si dudara de sus palabras,
    comprobó dos o tres de los primeros billetes—, no, son todos iguales —añadió y
    volvió a preguntar con la mirada a Piotr Ilich.
    —Pero ¿de dónde ha sacado tanto dinero? —preguntó éste—. Espere que envío al
    chico a la tienda de los Plótnikov. Suelen cerrar tarde, a ver si nos cambian. ¡Eh, Misha!
    —gritó, volviéndose hacia la entrada.
    —A la tienda de los Plótnikov, ¡magnífico! —gritó Mitia, como iluminado por alguna
    idea—. Misha —se dirigió al chico que acababa de entrar—, mira, corre a la tienda de
    los Plótnikov y diles que Dmitri Fiódorovich les manda un saludo y que irá ahora
    mismo… Y escucha, que preparen champán para cuando llegue, tres docenas, y que
    me las empaqueten como la otra vez, cuando fui a Mókroie… Entonces me llevé cuatro
    docenas —de repente se dirigió a Piotr Ilich—; ellos ya saben, no te preocupes, Misha
    —se volvió de nuevo al chico—. Y otra cosa: que también haya queso, pastel de
    Estrasburgo, pescado ahumado, jamón, caviar, bueno, de todo lo que tengan, unos
    cien o ciento veinte rublos, como la otra vez… Y, atento, que no se olviden del postre,
    bombones, peras, dos o tres sandías, o cuatro, bueno, no, es suficiente con una, pero
    chocolate, pirulís, caramelos de fruta, caramelos blandos, bueno, de todo lo que me
    empaquetaron la otra vez para Mókroie, que sean como trescientos rublos con el
    champán… Bueno, que sea todo ahora exactamente igual. Te acordarás, Misha, si es
    que tú eres Misha, claro… Se llama Misha, ¿no? —volvió a dirigirse a Piotr Ilich.
    —Espere —le interrumpió éste, que lo observaba con preocupación—, es mejor
    que vaya usted y se lo diga, porque él se va a liar.
    —Sí, ya veo que se va a liar. Ay, Misha, y yo que quería darte un beso por el
    recado… Si no te lías, te doy diez rublos, venga, rápido… Champán, lo importante es
    que saquen el champán, y también coñac, y vino tinto, blanco… todo igual que
    entonces… Ellos ya saben cómo fue.
    —¿Quiere escucharme? —le interrumpió Piotr Ilich ya con impaciencia—. Le digo
    que es mejor que vaya solo a por cambio y que les diga que no cierren, y ya irá luego
    usted y se lo encarga personalmente… A ver su billete. Marchando, Misha, rapidito.
    Al parecer, Piotr Ilich quería echar de allí a Misha cuanto antes, porque el
    muchacho no apartaba la vista del rostro ensangrentado y de las manos llenas de
    sangre que sujetaban un manojo de billetes con dedos temblorosos, y se había
    quedado parado, boquiabierto por la sorpresa y el miedo, probablemente sin
    entender casi nada de lo que Mitia le estaba ordenando.
    —Venga, ahora a lavarse —dijo Piotr Ilich inflexible—. Ponga el dinero en la mesa o
    guárdeselo en el bolsillo… Muy bien, vamos. Quítese la levita. —Y estaba ayudándolo
    a quitársela cuando de pronto volvió a gritar—: ¡Mire! ¡La levita también tiene sangre!
    —No… no es la levita, es solo un poco en la manga… Y solo aquí, donde estaba el
    pañuelo. Habrá calado el bolsillo. Me senté encima del pañuelo en la cocina de Fenia,
    la sangre debe de haberse filtrado —le explicó enseguida Mitia con sorprendente
    confianza











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    Mensaje por Maria Lua Miér Oct 30, 2024 12:39 am

    ***

    Piotr Ilich le escuchaba frunciendo el ceño.
    —Qué será lo que ha hecho… Seguro que se ha pegado con alguien —farfulló.
    Mitia empezó a lavarse. Piotr Ilich sujetaba el jarro y vertía el agua. Mitia se
    precipitaba y se enjabonó mal las manos (las manos le temblaban, recordaría más
    tarde Piotr Ilich). Entonces Piotr Ilich le ordenó que se echara más jabón y se frotara
    mejor. En ese momento parecía tener cierta autoridad sobre Mitia, cada vez más, a
    medida que pasaba el tiempo. Señalemos, de paso, que el joven no era nada tímido.
    —Mire, no se ha lavado bien debajo de las uñas. Bueno, ahora frótese la cara, aquí,
    las sienes, las orejas… ¿Piensa ir por ahí con esa camisa? ¿Adónde va usted? Mire, el
    puño de la manga derecha tiene sangre.
    —Sí, es sangre —advirtió Mitia al examinar el puño de la camisa.
    —Cámbiesela.
    —No tengo tiempo. Pero vea, vea… —continuó Mitia con la misma confianza,
    mientra se secaba con una toalla la cara y las manos y se ponía la levita—, si doblo por
    aquí el borde de la camisa, debajo de la levita ya no se ve… ¡Mire!
    —Ahora dígame en qué lío se ha metido. ¿Se ha peleado con alguien? ¿Otra vez en
    la taberna, como aquella vez? ¿No habrá sido otra vez con el capitán, como cuando le
    golpeó y lo llevó a rastras? —le recordó Piotr Ilich, en tono de reproche—. O habrá
    zurrado a otro… ¿no habrá matado a alguien, por casualidad?
    —¡Qué disparate! —dijo Mitia.
    —¿Cómo que disparate?
    —Déjelo —dijo Mitia y, de pronto, sonrió—. Lo que pasa es que hace un momento
    he atropellado a una viejecilla en la plaza.
    —¿Atropellado? ¿A una viejecilla?
    —¡A un viejo! —gritó Mitia mirando a Piotr Ilich a la cara, riendo y gritándole como
    si estuviera sordo.
    —¡El diablo le lleve! Un viejo, una vieja… ¿Ha matado a alguien o no?
    —Hemos hecho las paces. Nos hemos peleado, pero hemos hecho las paces. Allí
    mismo. Nos hemos separado amigablemente. Era un tonto… me ha perdonado,
    seguro que ya me ha perdonado… Si se hubiera levantado, no me habría perdonado
    —de pronto Mitia le guiñó el ojo—, pero ¿sabe?, al diablo con él, ¿lo oye, Piotr Ilich?,
    ¡al diablo con él! ¡No lo necesito! ¡En este momento no quiero! —concluyó Mitia
    tajantemente.
    —Qué ganas tiene de meterse con todo el mundo… como entonces por esa
    tontería con el capitán asistente. Se ha peleado y ahora corre a montar una juerga,
    menudo carácter. Tres docenas de champán, ¿adónde va con tanto?
    —¡Bravo! Y ahora las pistolas. Se lo juro, no tengo tiempo. Me encantaría hablar
    contigo, querido, pero no tengo tiempo. Además, no hace falta, ya es tarde para
    hablar. ¡Ah! ¿Dónde está el dinero, dónde lo he metido? —gritó y empezó a rebuscar
    en sus bolsillos.
    —Lo ha dejado en la mesa… mire, ahí está. ¿Lo había olvidado? La verdad es que
    el dinero es como basura o agua para usted. Ahí tiene sus pistolas. Es extraño, hoy
    mismo, pasadas las cinco, empeña sus pistolas por diez rublos y ahora, fíjese, tiene
    usted miles. ¿Dos o tres mil, quizá?
    —Tres quizá. —Mitia se echó a reír, metiéndose el dinero en un bolsillo lateral del
    pantalón.
    —Ahí lo perderá. ¿Es que tiene una mina de oro?
    —¿Una mina? ¡Minas de oro! —exclamó Mitia a voz en grito, y soltó una
    carcajada—. ¿Quiere una mina, Perjotin? Porque ahí mismo hay una dama que le dará
    alegremente tres mil, con tal de que vaya a las minas. A mí ya me los iba a dar, huy, ¡le
    gustan tanto las minas! ¿Conoce a Jojlakova?
    —No, pero sé quién es. ¿Acaso ella le ha dado los tres mil? ¿Se los ha soltado así
    como así? —Piotr Ilich le miraba con desconfianza.
    —Mañana, en cuanto el sol levante el vuelo, en cuanto ascienda Febo, eternamente
    joven, glorificando y alabando a Dios, vaya a su casa, vaya a ver a Jojlakova y
    pregúntele si me ha soltado esos tres mil o no. Compruébelo usted.
    —No sé cuál es su relación con ella… Si usted lo afirma, será que se lo ha dado… Y
    tiene el dinero bien agarrado, y, en lugar de ir a Siberia, está usted lanzado… Y
    ¿adónde va usted ahora en realidad?
    —A Mókroie.
    —¿A Mókroie? Pero ¡si es de noche!
    —¡Tenía Mastriuk todo, se quedó Mastriuk sin nada! —dijo Mitia de repente.
    —¿Cómo que sin nada? ¿Es que esos miles no son nada?
    —No hablo del dinero. ¡Al diablo el dinero! Hablo del carácter femenino.
    Crédulo es el carácter de la mujer
    y mudable, deshonesto.
    »Estoy de acuerdo con Ulises, fue él quien lo dijo.
    —¡No le entiendo!
    —¿Es que está borracho?
    —No estoy borracho, sino algo peor.





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    Mensaje por Maria Lua Miér Oct 30, 2024 12:40 am

    ***

    —Yo estoy borracho de espíritu, Piotr Ilich, borracho de espíritu, y con eso basta,
    con eso basta…
    —Pero ¿qué está haciendo? ¿Carga la pistola?
    —Sí, estoy cargando la pistola.
    En efecto Mitia, tras abrir la caja con las pistolas, había quitado el sello al cuerno de
    la pólvora y, concentrado, la vertía y rellenaba la carga. Después cogió la bala y, antes
    de introducirla, la sujetó con dos dedos sobre una vela.
    —¿Qué hace mirando una bala? —Piotr Ilich lo observaba entre inquieto y curioso.
    —Nada, imaginar. Si estuvieras pensando en meterte esta bala en el cerebro, ¿no
    la mirarías mientras cargas la pistola?
    —¿Para qué iba a mirarla?
    —Bueno, va a entrar en mi cerebro, así que es interesante echarle un vistazo, saber
    cómo es… De todos modos, es una tontería, una tontería momentánea. Ya está —
    añadió, después de meter la bala y encajarla con estopa—. Piotr Ilich, querido, es una
    tontería, si usted supiera hasta qué punto… Bueno, deme un trocito de papel.
    —Ahí tiene.
    —No, uno liso, en blanco, para escribir. Eso es. —Y Mitia, que había cogido una
    pluma de la mesa, escribió rápidamente dos líneas en el papel, lo dobló en cuatro y se
    lo guardó en el bolsillo del chaleco. Metió las pistolas en la caja, la cerró con llave y
    cogió la caja. Después miró a Piotr Ilich con una sonrisa larga, pensativa—. Y, ahora,
    nos vamos.
    —¿Adónde nos vamos? No, espere… No estará pensando en meterla en su
    cerebro, la bala esa… —dijo Piotr Ilich preocupado.
    —¡La bala es una tontería! ¡Quiero vivir, amo la vida! Entérese. Y también amo al
    rubicundo Febo y su cálida luz… Querido Piotr Ilich, ¿sabes hacerte a un lado?
    —¿Cómo que hacerme a un lado?
    —Dejar el camino libre. Dejar el camino libre a la persona amada y a la persona
    odiada. Para que lo odiado se convierta en querido… ¡hay que dejarle el camino libre!
    Y decirles: «Quedad con Dios, adelante, seguid vuestro camino, mientras yo»…
    —¿Mientras usted…?
    —Es suficiente, vamos.
    —Por el amor de Dios, voy a avisar a alguien —Piotr Ilich lo miró— para que no le
    dejen ir. ¿Para qué quiere ir ahora a Mókroie?
    —Hay allí una mujer, una mujer, y ya es suficiente, Piotr Ilich, ¡se acabó!
    —Óigame, aunque es usted un salvaje, siempre me ha caído bien… por eso me
    preocupo.
    —Gracias, hermano. Un salvaje, dices. ¡Salvajes, salvajes! No hago más que
    repetirlo: ¡salvajes! Anda, aquí está Misha, me había olvidado de él.








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    Mensaje por Maria Lua Miér Oct 30, 2024 12:40 am

    ***

    Misha había entrado corriendo con el dinero cambiado e informó de que en la
    tienda de los Plótnikov «todos se han puesto en marcha» e iban a sacar las botellas, el
    pescado, el té… y que enseguida estaría todo listo. Mitia cogió diez rublos y se los
    tendió a Piotr Ilich; le ofreció otros diez a Misha.
    —¡Ni se le ocurra! —gritó Piotr Ilich—. En mi casa no, además, es un regalo
    pernicioso. Guárdese su dinero, póngalo ahí, ¿qué hace derrochándolo así? Luego
    mañana le hará falta y vendrá a pedirme diez rublos. Pero ¿por qué se lo mete en el
    bolsillo lateral? ¡Lo va a perder!
    —Escucha, querido amigo, ¿por qué no vamos juntos a Mókroie?
    —¿Para qué quiero ir yo?
    —Mira, si quieres, descorchamos ahora mismo una botella, ¡beberemos por la vida!
    Me apetece beber y, sobre todo, me apetece beber contigo. Nunca he bebido
    contigo, ¿no?
    —Está bien, podemos ir a la taberna, yo ya iba hacia allá.
    —No tengo tiempo para la taberna, vamos a la tienda de los Plótnikov, a la
    trastienda. ¿Quieres que te diga una adivinanza?
    —A ver.
    Mitia sacó del chaleco el papelito, lo desdobló y se lo enseñó. Con letra clara y
    grande se leía: «¡Me castigo con la muerte por toda mi vida! ¡Castigo toda mi vida!».
    —Definitivamente, tengo que avisar a alguien, ahora mismo voy —dijo Piotr Ilich
    tras leer el papelito.
    —No te va a dar tiempo, amigo, vamos a beber, ¡andando!
    La tienda de los Plótnikov estaba un par de casas más allá de la de Piotr Ilich, en la
    esquina de la calle. Era el colmado más importe de nuestra ciudad, era de unos ricos
    comerciantes y no estaba nada mal. Tenía todo lo que se podía encontrar en cualquier
    tienda de la capital, toda clase de comestibles: vino «embotellado de los hermanos
    Yeliséiev», frutas, cigarros, té, azúcar, café y demás. Siempre había tres dependientes
    más otros dos chicos de reparto. Aunque nuestro país se había empobrecido, los
    terratenientes se habían dispersado y el comercio estaba estancado, esta tienda
    prosperaba igual que antes, incluso más cada año: nunca faltan compradores para
    estos artículos. En la tienda esperaban impacientes a Mitia. Recordaban muy bien que
    tres o cuatro semanas antes se había llevado también de una vez género de todo tipo
    y vino por valor de varios cientos de rublos y en dinero contante (no le habrían fiado
    nada, por supuesto); recordaban que, al igual que ahora, exhibía en sus manos un fajo
    de billetes irisados y los soltaba a lo loco, sin regatear, sin pensar ni querer pensar en
    cuánto costaba cada cosa, el vino y lo demás. Después se comentó por toda la ciudad
    que en aquella ocasión, cuando fue con Grúshenka a Mókroie, «se gastó en una noche
    y en el día siguiente tres mil rublos de golpe y volvió de la juerga sin nada, como su
    momento estaba instalado en los alrededores de nuestra ciudad, y que en dos días,
    como estaba borracho, le sacaron el dinero a espuertas y bebieron a espuertas del
    vino más caro. Contaban, riéndose de Mitia, que en Mókroie había emborrachado con
    champán a los toscos aldeanos, que había dado de comer bombones y pastel de
    Estrasburgo a las mozas y a las mujeres del pueblo. También se reían en la ciudad,
    sobre todo en la taberna, contando que el propio Mitia había confesado sincera y
    públicamente (no se reían delante de él, claro está, reírse delante de él era un tanto
    peligroso) que por toda esa «escapada» solo había conseguido que Grúshenka «le
    permitiera besarle el pie, pero nada más»








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    Mensaje por Maria Lua Miér Oct 30, 2024 12:42 am

    ***

    Cuando Mitia y Piotr Ilich se acercaron a la tienda, en la entrada encontraron una
    troika ya preparada; en la telega, cubierta con una alfombra, llena de campanillas y
    cascabeles, el cochero Andréi aguardaba a Mitia. En la tienda ya casi les había dado
    tiempo a «apañar» una caja con artículos y solo esperaban que apareciera Mitia para
    clavetearla y cargarla en la telega. Piotr Ilich se sorprendió.
    —Pero ¿de dónde has sacado una troika? —le preguntó a Mitia.
    —Cuando iba corriendo a tu casa, me encontré con éste, con Andréi, y le ordené
    que fuera derecho a la tienda. ¡No hay tiempo que perder! La última vez fui con
    Timoféi, pero ahora a Timoféi échale un galgo, va por delante de mí con una
    hechicera. Andréi, ¿llevamos mucho retraso?
    —Llegarán una hora antes que nosotros, o puede que ni eso, ¡solo nos llevan una
    hora! —respondió rápidamente Andréi—. Le he preparado el coche a Timoféi, sé
    cómo van. No llevan nuestra marcha, Dmitri Fiódorovich, nada que ver. ¡No van a
    sacarnos ni una hora! —remató, enardecido, Andréi, un cochero aún joven y pelirrojo,
    un muchacho enjuto vestido con poddiovka y con un armiak en la mano izquierda.
    —Cincuenta rublos para vodka si solo llegas una hora después.
    —Una hora está garantizada, Dmitri Fiódorovich, ni media hora nos sacan, ya no
    digamos una.
    Mitia se afanaba en disponerlo todo, pero hablaba y daba instrucciones de forma
    extraña, al azar, sin orden alguno. Empezaba una cosa y olvidaba terminarla. Piotr Ilich
    consideró necesario inmiscuirse y echar una mano.
    —Cuatrocientos rublos, ni uno menos, para que todo sea como entonces, punto
    por punto —ordenaba Mitia—. Cuatro docenas de champán, ni una botella menos.
    —¿Para qué tanto? ¿Con qué fin? ¡Espera! —gritó Piotr Ilich—. ¿Qué es esa caja?
    ¿Qué contiene? ¿De verdad hay aquí cuatrocientos rublos?
    Con palabras lisonjeras, los afanosos dependientes enseguida le explicaron que en
    esa primera caja solo había media docena de botellas de champán y «todo lo
    necesario para ir empezando»: entremeses, bombones, caramelos y demás. Pero que
    las «provisiones» principales se empaquetarían enseguida y se enviarían aparte, como
    la otra vez, en otra telega y también con una troika, y llegarían a tiempo, «si acaso una
    hora más tarde que Dmitri Fiódorovich».
    —No más de una hora, que no sea más de una hora, y meta todos los caramelos
    que pueda, duros y blandos; a las muchachas les encantan —insistía Mitia con ardor.
    —Caramelos, vale. Pero ¿por qué cuatro docenas? Con una es suficiente. —Piotr
    Ilich empezaba a enfadarse. Se había puesto a regatear, exigía las cuentas, no quería
    calmarse. Con todo, solo consiguió salvar cien rublos. Acordaron que toda la
    mercancía enviada no superaría los trescientos rublos—. ¡Por todos los demonios! —
    gritó Piotr Ilich como si de repente hubiera cambiado de opinión—. ¿Y a mí qué más
    me da? ¡Tira el dinero, ya que te lo has encontrado!
    —Por aquí, amigo, por aquí, no te enfades —Mitia tiró de él hasta la trastienda—.
    Ahora nos traen una botella y echamos unos tragos. Vamos, Piotr Ilich, vamos juntos
    porque eres un tipo simpático, me gusta la gente como tú.
    Mitia se sentó en una sillita de mimbre junto a una mesa diminuta cubierta con un
    mantelito sucísimo. Piotr Ilich se colocó enfrente de él y enseguida apareció el
    champán. Preguntaron si los señores no desearían ostras, «unas ostras de primerísima
    calidad, recién traídas».
    —Al diablo las ostras, yo no las como, y no hace falta nada —soltó Piotr Ilich,
    enseñando los dientes, casi con rabia.
    —Nada de ostras —dijo Mitia—, no tengo apetito. ¿Sabes, amigo? —dijo con
    emoción—, nunca me ha gustado todo este desorden.
    —Y ¡a quién puede gustarle! Por el amor de Dios, tres docenas para unos aldeanos,
    eso indigna a cualquiera.
    —No es eso, me refiero a un orden superior. No hay ese orden en mí, un orden
    superior… Pero… todo ha terminado, no hay por qué afligirse. ¡Ya es tarde, demonios!
    Toda mi vida ha sido un continuo desorden y hay que poner orden. ¿Qué te parece el
    juego de palabras, eh?
    —Eso son desvaríos, no juegos de palabras




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    Mensaje por Maria Lua Miér Oct 30, 2024 12:43 am

    ***
    —«Gloria al Altísimo en el mundo, ¡gloria al Altísimo en mí!» Estos versos surgieron
    en mi alma hace tiempo, no es un poema, es una lágrima… Yo mismo los compuse…
    pero no cuando arrastré de la barba al capitán asistente…
    —Pero ¿a qué viene hablar de él ahora?
    —¿Por qué hablo de él? ¡Sandeces! En resumidas cuentas, todo se acaba, todo se
    iguala; una línea, y la suma total.
    —La verdad, no dejo de pensar en tus pistolas.
    —¡Las pistolas también son sandeces! Bebe y no fantasees. Amo la vida, he amado
    demasiado la vida, tanto que hasta es desagradable. ¡Suficiente! Por la vida, querido,
    bebamos por la vida, ¡propongo un brindis por la vida! ¿Por qué estoy satisfecho de mí
    mismo? Soy un canalla, pero estoy satisfecho de mí mismo. Y, sin embargo, me
    atormenta ser un canalla y estar satisfecho de mí mismo. Bendigo la creación, ahora
    estoy listo para bendecir a Dios y su creación, pero… hay que aplastar a un insecto
    nauseabundo para que no se arrastre, para que no arruine la vida a los demás…
    ¡Bebamos por la vida, querido hermano! ¿Qué hay más valiosos que la vida? ¡Nada, no
    hay nada! ¡Por la vida y por la reina entre las reinas!
    —Bebamos por la vida y puede que también por tu reina.
    Vaciaron los vasos. Mitia, aunque estaba exultante y expansivo, parecía algo triste.
    Era como si pesara sobre él una preocupación grave e insuperable.
    —Misha… ¿es tu Misha ese que acaba de entrar? Misha, pequeño, ven aquí, Misha,
    toma este vaso, bebe por el rubicundo Febo, el que mañana…
    —Pero ¿por qué se lo ofreces? —gritó Piotr Ilich irritado.
    —Bueno, permíteme, ya está, quiero que beba.
    —¡Aaaj!
    Misha se bebió el vaso, hizo una reverencia y salió corriendo.
    —Se acordará más tiempo —observó Mitia—. Amo a una mujer, ¡a una mujer! ¿Qué
    es la mujer? ¡La reina de la tierra! Estoy triste, triste, Piotr Ilich. ¿Recuerdas a Hamlet?
    «Estoy tan triste, tan triste, Horacio… ¡Ay, pobre Yorick!» Es posible que yo sea Yorick.
    Justamente ahora Yorick; después, la calavera.
    Piotr Ilich le escuchaba y guardaba silencio, también Mitia se quedó callado.
    —¿Y ese perro? —preguntó de pronto distraído a uno de los dependientes, pues
    había reparado en un precioso perrito de lanas de ojos negros que estaba en un
    rincón.
    —Es el perrito de Varvara Alekséievna, la dueña —respondió el dependiente—. Se
    lo ha dejado aquí hace un rato. Habrá que llevárselo.
    —Vi uno igual… en el regimiento… —dijo Mitia pensativo—, solo que aquél tenía
    una pata trasera rota… Piotr Ilich, por cierto, quería hacerte una pregunta, ¿has robado
    alguna vez en tu vida?
    —¿Qué clase de pregunta es ésa?
    —Es solo por preguntar. Ya sabes, del bolsillo de alguien, algo ajeno… No me
    refiero al dinero del Estado, ahí todo el mundo mete la mano, y tú también, claro…
    —¡Vete al infierno!
    —Hablo de algo ajeno, de un bolsillo o de un monedero, ¿eh?
    —Una vez le robé a mi madre dos grivny, tenía nueve años, estaban en la mesa. Las
    cogí sin que me vieran y cerré el puño.
    —Bueno, ¿y qué?
    —Y nada. Me las quedé tres días, me dio vergüenza, lo confesé y las devolví.
    —Bueno, ¿y qué?
    —Me zurraron, naturalmente. Pero ¿qué te pasa? ¿Tú nunca has robado?
    —Sí que he robado. —Mitia le guiñó el ojo con picardía
    —¿El qué? —Piotr Ilich sintió curiosidad.
    —Dos grivny a mi madre, con nueve años, las devolví tres días después. —Acto
    seguido, Mitia se levantó repentinamente de la mesa.
    —Dmitri Fiódorovich, ¿no deberíamos irnos? —gritó Andréi desde la puerta de la
    tienda.
    —¿Todo listo? ¡Vamos! —Mitia se alarmó—. Una última leyenda y… ¡Un vaso de
    vodka para Andréi, para el camino! Y, aparte de vodka, también coñac, ¡una copa! Esta
    caja —era el estuche de las pistolas— ponedla debajo de mi asiento. Adiós, Piotr Ilich,
    no me recuerdes con rencor.
    —Pero vuelves mañana, ¿no?
    —Sin duda.
    —¿Tendría la bondad de liquidar la cuenta ahora? —el tendero casi saltó.
    —¡Ah, claro! ¡La cuenta! ¡Sin duda!




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    Mensaje por Maria Lua Miér Oct 30, 2024 12:45 am

    ***


    Volvió a sacar del bolsillo el fajo de billetes, sacó tres de cien, los lanzó sobre el
    mostrador y salió rápidamente de la tienda. Todos fueron tras él y, haciendo
    reverencias, lo despidieron con muestras de respeto y buenos deseos. Andréi
    carraspeó por el coñac recién bebido y saltó al pescante. Pero no había tenido tiempo
    Mitia de subir al coche cuando apareció Fenia delante de él de forma totalmente
    inesperada. Casi sin respiración por la carrera, juntó las manos y se arrojó a sus pies:
    —Bátiushka, Dmitri Fiódorovich, tesoro, ¡no le haga daño a la señora! ¡Y yo que se
    lo he contado todo!… Tampoco le haga daño a él, que fue el primero para ella. Ahora
    va a casarse con Agrafiona Aleksándrovna, por eso ha vuelto de Siberia… Bátiushka,
    Dmitri Fiódorovich, ¡no destroce una vida ajena!
    —¡Así que era eso! ¡Eso es lo que te traías entre manos! —musitó para sí Piotr
    Ilich—. Ahora está claro, ahora ya se entiende. Dmitri Fiódorovich, dame ahora mismo
    las pistolas si quieres ser un hombre —exclamó en voz alta—. ¿Me oyes, Dmitri?
    —¿Las pistolas? Espera, amigo, iba a tirarlas a un charco por el camino —respondió
    Mitia—. Fenia, levántate, no estés ahí tumbada. Mitia no va a hacer daño a nadie, de
    ahora en adelante este mentecato ya no va a hacer daño a nadie. Fenia —le gritó, ya
    desde el coche—, hace poco te he ofendido, así que perdóname y ten compasión de
    mí, perdona a este canalla… Y, si no me perdonas, ¡da igual! ¡Porque ahora ya todo da
    igual! Arranca, Andréi, ¡volando!
    Andréi se puso en marcha; la campanilla tintineó.
    —¡Adiós, Piotr Ilich! ¡Para ti es mi última lágrima!…
    «No está borracho, pero qué disparates dice», pensó Piotr Ilich siguiéndolo con la
    mirada. Se disponía a quedarse a vigilar cómo preparaban la carga, en otra troika, con
    el vino y las demás provisiones, presintiendo que iban a timar a Mitia y enviarle de
    menos, pero de repente se enfadó consigo mismo, escupió y se fue a la taberna a
    jugar al billar.
    —Es tonto, aunque un buen tipo… —farfullaba por el camino—. Algo he oído de
    ese oficial de Grúshenka, el «de antes». Bueno, como haya venido… ¡Ay, las pistolas!
    Pero, demonios, ¿acaso soy su niñera? ¡Que se las lleve! No va a pasar nada. Se les va
    la fuerza por la boca. Se emborracharán y se pelearán, se pelearán y harán las paces.
    ¿No es eso lo que hace la gente? ¿Y todo eso de «me haré a un lado» y «me castigo»?
    ¡No va a pasar nada! Habrá gritado borracho cosas como ésas miles de veces en la
    taberna. Aunque ahora no está borracho. «Borracho de espíritu», a los canallas les
    encanta este tipo de frases. ¿Acaso soy su niñera? Seguro que se ha peleado con
    alguien, tenía toda la cara llena de sangre. ¿Con quién habrá sido? Me enteraré en la
    taberna. Y ese pañuelo ensangrentado… Demonios, si lo ha dejado en el suelo, en
    casa… ¡Qué más da!
    Llegó a la taberna en una disposición de ánimo horrible y enseguida empezó a
    jugar. La partida le cambió el humor. Echó otra y de pronto empezó a contarle a uno
    de los jugadores que Dmitri Karamázov otra vez tenía dinero, unos tres mil, que él
    mismo los había visto, y que otra vez se había ido de juerga con Grúshenka a Mókroie.
    Los que le escuchaban lo recibieron con inesperada curiosidad. Y todos empezaron a
    hablar de ello pero sin reírse, extrañamente serios. Incluso interrumpieron el juego.
    —¿Tres mil? Pero ¿de dónde ha sacado tres mil?
    Empezaron a hacerle más preguntas. La información sobre Jojlakova les pareció
    sospechosa.
    —¿Y no habrá robado al viejo?
    —¡Tres mil! Aquí hay algo raro.
    —Se estuvo jactando en voz alta de que iba a matar a su padre, todos lo oímos. Y
    precisamente habló de tres mil rublos…
    Piotr Ilich escuchaba y de repente se volvió frío y parco en las respuestas. No dijo ni
    una palabra de la sangre que tenía Mitia en la cara y en las manos, aunque de camino
    a la taberna sí había tenido intención de contarlo. Empezaron una tercera partida,
    poco a poco se apagó la conversación sobre Mitia, pero, al terminar la partida, Piotr
    Ilich no quiso seguir jugando, puso el taco en su sitio y, en lugar de cenar como tenía
    previsto, se fue de la taberna. Al salir a la plaza, se sentía perplejo y casi asombrado de
    sí mismo. De repente se había dado cuenta de que quería ir a casa de Fiódor Pávlovich
    para averiguar si había ocurrido algo. «Por una tontería voy a despertar a toda una casa
    y a armar un escándalo. Ya está bien, ¿acaso soy su niñera?»
    Con un humor de perros fue derecho a su casa, y entonces se acordó de Fenia.
    «Maldita sea, tenía que haberla interrogado —pensó enojado—, ahora lo sabría todo.»
    Y hasta tal punto prendió en él el deseo más impaciente y obstinado de hablar con ella
    y enterarse de lo ocurrido que a mitad de camino giró bruscamente y se dirigió a casa
    de Morózova, donde vivía Grúshenka. Al llegar, llamó al portalón y el golpe, que
    retumbó en el silencio de la noche, lo devolvió a la realidad y acabó de irritarlo: «¡Aquí
    también voy a montar un escándalo!», pensó con cierto sufrimiento, pero, en lugar de
    irse definitivamente, se puso a llamar otra vez y ya con todas sus fuerzas. Toda la calle
    se alborotó. «¡Pienso seguir llamando hasta que me abran!», farfullaba, y con cada
    golpe se enfurecía consigo mismo hasta la exasperación, pero, al mismo tiempo,
    llamaba cada vez con más fuerza.







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    Mensaje por Maria Lua Jue Oct 31, 2024 12:14 am

    ***

    VI. ¡Aquí estoy!
    Mientras tanto, Dmitri Fiódorovich volaba por el camino. Hasta Mókroie había poco
    más de veinte verstas, pero la troika de Andréi galopaba tanto que pudo recorrerlas en
    una hora y cuarto. La velocidad de la marcha avivó de pronto a Mitia. El aire era puro y
    fresco, estrellas enormes brillaban en el cielo despejado. Fue la misma noche, y puede
    que la misma hora, en que Aliosha, tras caer sobre la tierra, juró extasiado «amarla por
    los siglos de los siglos». Pero había confusión, mucha confusión, en el alma de Mitia y,
    aunque ahora muchas cosas desgarraban su alma, todo su ser ansiaba irresistiblemente
    acercarse a ella, a la reina hacia la que volaba para verla una última vez. Solo diré una
    cosa: su corazón no le rebatió en ningún momento. Quizá no se me crea si digo que
    este hombre celoso no sentía ni un ápice de celos por el recién llegado, por el nuevo
    rival que había surgido de debajo de la tierra, por ese «oficial». Si hubiera aparecido
    cualquier otro, se habría puesto celoso desde el primer momento y, quizá, habría
    vuelto a manchar de sangre sus terribles manos, pero por éste, por «el primero de ella»
    no sentía ahora, mientras volaba en la troika, no ya el odio de los celos, sino ni siquiera
    enemistad, aunque lo cierto es que aún no lo había visto. «No hay nada que discutir,
    los dos están en su derecho; es su primer amor, un amor que no ha olvidado en estos
    cinco años; es decir, que en estos cinco años solo lo ha querido a él, mientras que
    yo… ¿quién me manda entrometerme? ¿Qué hago yo aquí? Hazte a un lado, Mitia,
    ¡déjales el camino libre! ¿Y yo qué soy ahora? Ahora todo está perdido, incluso sin el
    oficial, aunque él no hubiera aparecido, igualmente habría estado todo perdido…»
    Con estas palabras podría haber expresado aproximadamente sus sentimientos si
    hubiera sido capaz de razonar. Pero entonces ya no era capaz de razonar. Toda la
    resolución de ese momento había surgido al margen de cualquier razonamiento, en un
    instante; la había sentido de repente y la había hecho suya con todas las
    consecuencias poco antes, en la cocina de Fenia, al oír sus primeras palabras. Aun así,
    a pesar de semejante determinación, su alma estaba confusa, confusa hasta hacerlo
    sufrir: la determinación no le había traído tranquilidad. Había dejado demasiadas cosas
    a sus espaldas y eso le atormentaba. Y por momentos le resultaba extraño, puesto que
    él mismo había escrito su sentencia en un papel: «Me castigo y me condeno», y el
    papel estaba en su bolsillo, listo, y la pistola ya estaba cargada, puesto que tenía
    decidido cómo iba a recibir al día siguiente el primer cálido rayo del «rubicundo
    Febo»; pero, aun así, no le era posible saldar cuentas con lo sucedido, con todo lo que
    había dejado detrás, y esto le torturaba, esta idea se aferraba a su alma y le
    desesperaba. Hubo un instante en el camino en que quiso detener a Andréi, saltar de
    la telega, sacar la pistola cargada y acabar con todo sin esperar al amanecer. Pero ese
    instante pasó volando como una chispa. También la troika volaba «engullendo el
    espacio» y, a medida que se acercaba a su objetivo, otra vez la imagen de ella,
    únicamente de ella, se apoderaba con más fuerza de su ánimo y expulsaba de su
    corazón a los demás fantasmas terribles. ¡Ay, cuánto deseaba verla, aunque solo fuera
    fugazmente, aunque fuera desde lejos! «Ahora está con él, pues nada, veré cómo está
    con él, con su antiguo amado, no necesito nada más.» Y nunca su pecho había
    albergado tanto amor por esa mujer, tan fatídica en su destino, un sentimiento nuevo
    que jamás había experimentado, un sentimiento inesperado incluso para él, un
    sentimiento enternecedor hasta el punto de rezar, de desaparecer en presencia de
    ella. «¡Y desapareceré!», se dijo en un ataque de entusiasmo histérico.




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    Mensaje por Maria Lua Jue Oct 31, 2024 12:15 am

    ***
    Llevaban ya una hora brincando. Mitia guardaba silencio y Andréi, aunque era un
    campesino locuaz, tampoco había dicho ni una palabra, como si temiera hablar, y se
    limitaba a arrear con ánimo a sus «jamelgos», a su troika de bayos flacuchos pero
    veloces. Y, de repente, Mitia exclamó terriblemente preocupado:
    —Andréi, ¿y si están durmiendo?
    Le había venido de repente a la cabeza, hasta ese momento ni lo había pensado.
    —Hay que pensar que ya se habrán acostado, Dmitri Fiódorovich.
    Mitia frunció el ceño con dolor: y si él, en efecto, volaba… con tales sentimientos…
    y ellos duermen… y ella también duerme, puede que a su lado… Un sentimiento de
    rabia empezó a bullir en su corazón.
    —Vamos, Andréi, arrea, Andréi, venga, ¡rápido! —gritó fuera de sí.
    —Aunque también puede que no se hayan acostado —comentó Andréi tras un
    momento de silencio—. Hace un rato Timoféi contaba que se había juntado mucha
    gente…
    —¿En la posta?
    —En la posta no, en casa de los Plastúnov, en la posada; también sirve de posta,
    pero por libre.
    —Ya lo sé; pero ¿qué quieres decir con eso de que hay mucha gente? ¿Cuántos?
    ¿Quiénes son? —se lanzó a preguntar Mitia, terriblemente alarmado ante la inesperada
    noticia.
    —Según Timoféi, son todos señores, dos de ellos de nuestra ciudad, pero no sé
    quiénes son, solo sé que Timoféi decía que había dos señores de aquí, y hay otros dos
    señores que no son de aquí, dos forasteros, por lo visto, y puede que alguien más, no
    le he preguntado tanto. Decía que se habían puesto a jugar a las cartas.
    —¿A las cartas?
    —Así que quizá no estén durmiendo si se han puesto a jugar. No creo que sean
    más de las once.
    —¡Más rápido, Andréi, más rápido! —volvió a gritar Mitia nervioso.
    428
    —¿Puedo preguntarle una cosa, señor? —después de un momento de silencio
    Andréi volvió a hablar—. Pero temo que se enfade conmigo, señor.
    —¿De qué se trata?
    —Antes Fedosia Márkovna se postró a sus pies, le rogó a usted que no hiciera
    daño a la señora y a no sé quién más… y, bueno, señor, como yo le estoy llevando…
    Perdóneme, señor, es por mi conciencia, puede que haya sido una tontería decirlo.
    Mitia, desde atrás, lo agarró del hombro.
    —¿Eres un cochero? ¿Un cochero? —preguntó con frenesí.
    —Sí, soy un cochero…
    —Sabes que tienes que dejar el camino libre. Como cochero, no puedes cerrar el
    camino a la gente, decir: «¡Eh, que os arrollo! ¡Ahí voy yo!». No, cochero, nada de ir
    arrollando. No se puede arrollar a la gente, no se puede arruinarle la vida a la gente; y,
    si le arruinas la vida a alguien, castígate a ti mismo… si le has amargado, si le has
    arruinado la vida a alguien… castígate a ti mismo y vete.
    Todo esto salió de Mitia como en un completo ataque de histeria. Andréi se quedó
    muy sorprendido con el señor, pero continuó la conversación.
    —Es verdad, bátiushka Dmitri Fiodoróvich, tiene usted razón, no hay que arrollar a
    la gente, ni hacerle daño, y lo mismo pasa con cualquier criatura, porque toda criatura
    ha sido creada; ahí tiene a los caballos, sin ir más lejos, hay quienes los azotan sin
    motivo, incluso cocheros… No tienen freno, se ponen a zurrar y así avanzan.
    —¿Hacia el infierno? —le interrumpió Mitia y soltó de improviso una breve
    carcajada—. Andréi, eres un alma sencilla —volvió a sujetarlo con fuerza por los
    hombros—, dime: ¿irá Dmitri Fiódorovich Karamázov al infierno o no? ¿Tú qué crees?
    —No lo sé, buen señor, de usted depende, porque usted… Verá, señor, cuando el
    hijo de Dios fue crucificado y murió en la cruz, descendió de la cruz directamente al
    infierno y liberó a todos los pecadores que allí sufrían tormento. Y el infierno empezó a
    lamentarse porque ya nadie más llegaría hasta allí, ningún pecador. Y le dijo entonces
    el Señor al infierno: «No te lamentes, infierno, pues desde aquí llegarán a ti toda clase
    de dignatarios, gobernantes, grandes jueces y ricachones, y estarás tan lleno como lo
    has estado siempre y así será hasta el día de mi vuelta». Y así fue, ésas fueron sus
    palabras…
    —¡Una leyenda popular! ¡Magnífico! ¡Arrea al de la izquierda, Andréi!
    —Ya ve, señor, quién está predestinado al infierno —Andréi arreó al de la
    izquierda—, y usted, señor, siempre ha sido como un niño pequeño… Así es como le
    ve la gente… Y, aunque se encoleriza fácilmente, señor, eso es así, Dios le perdonará
    por su sencillez.
    —¿Y tú? ¿Tú me perdonas, Andréi?
    —Yo no tengo nada que perdonarle, a mí no me ha hecho nada.

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    Mensaje por Maria Lua Jue Oct 31, 2024 12:16 am

    ***

    —No, por todos, tú solo por todos, ahora, en este momento, aquí en el camino,
    ¿me perdonas en nombre de todos? ¡Habla, alma cándida!
    —¡Ay! Da miedo llevarle, señor, dice unas cosas tan raras…
    Pero Mitia ya no le oía. Alterado, se puso a rezar y susurraba para sí frenéticamente:
    —Señor, acógeme con todas mi faltas, pero no me juzgues. Déjame entrar sin tu
    juicio… No me juzgues porque ya me he condenado yo, no me juzgues porque te
    amo, Señor. Soy un hombre abyecto, pero te amo: me enviarás al infierno, pero
    también allí te amaré y desde allí gritaré que te amo por los siglos de los siglos… Pero
    déjame amar hasta el final… aquí y ahora, amar hasta el final, solo cinco horas hasta
    que salga tu cálido rayo… Pues amo a la reina de mi alma. La amo y no puedo dejar
    de amarla. Tú, Señor, me ves todo entero. Cuando llegue al galope, caeré a sus pies:
    «Has hecho bien al pasar de largo… Adiós y olvida a tu víctima, ¡no te inquietes
    nunca!».
    —¡Mókroie! —gritó Andréi señalando al frente con el látigo.
    A través de la pálida oscuridad de la noche surgió una masa negra y sólida de
    edificios que se extendían por una superficie enorme. En la aldea de Mókroie había
    unas dos mil almas, pero a esa hora ya todos dormían y solo en algunos puntos
    fulguraban todavía unas pocas luces.
    —Más rápido, Andréi, más rápido, ¡ya llego! —exclamó Mitia como enfebrecido.
    —¡No duermen! —dijo Andréi señalando con el látigo la posada de los Plastúnov,
    situada justo en la entrada de la aldea y donde brillaba luz en las seis ventanas que
    daban a la calle.
    —¡No duermen! —repitió feliz Mitia—. Que resuene, Andréi, vamos, al galope, que
    tintinee, que chirríe con el galope. ¡Que todos sepan que he llegado! ¡Ya llego! ¡Aquí
    estoy! —exclamaba con frenesí.
    Andréi lanzó al galope la troika extenuada y efectivamente se acercó chirriando
    hasta un porche de techos altos, donde detuvo a los caballos sudorosos y medio
    asfixiados. Mitia saltó de la telega. El dueño de la posada, que a decir verdad ya se iba
    a dormir, había sentido curiosidad y se asomó desde el porche para ver quién se
    acercaba al galope.
    —Trifon Borísych, ¿eres tú?
    El posadero se inclinó, observó atentamente, bajó a toda prisa del porche y saludó
    al huésped con obsequioso entusiasmo.
    —¡Bátiushka, Dmitri Fiódorych! ¡Volvemos a verle!
    Este Trifon Borísych era un aldeano robusto y sano de estatura mediana, cara más
    bien regordeta, de aspecto severo e implacable, sobre todo con sus paisanos, pero
    que tenía el don de adoptar rápidamente una expresión de lo más obsequiosa cuando
    le parecía que podía obtener beneficio. Vestía a la rusa, con camisa de cuello oblicuo y
    poddiovka, tenía una cantidad de dinero considerable, pero soñaba sin cesar con una
    posición de mayor relevancia. Tenía en sus garras a más de la mitad de los aldeanos,
    todos los que lo rodeaban estaban en deuda con él. Arrendaba tierras de los
    terratenientes y también se las compraba, y los campesinos le labraban estas tierras en
    pago de una deuda de la que nunca podían librarse. Era viudo y tenía cuatro hijas
    mayores. Una ya era viuda, vivía en su casa con dos niños de corta edad, sus nietos, y
    trabajaba para él a jornal. La segunda hija era una mujerona casada con un funcionario,
    un escribano que había hecho carrera, y en la pared de uno de los cuartos de la
    posada podía verse, entre las fotografías familiares, una de tamaño minúsculo de este
    funcionario con guerrera de gala y las hombreras de su grado. Las dos hijas pequeñas,
    en los días de fiesta en la parroquia o cuando iban de visita, se ponían vestidos azules
    y verdes confeccionados a la última moda, ceñidos por detrás y con cola de un arshín,
    pero a la mañana siguiente, como cualquier otro día, se levantaban al alba y con
    escobas de abedul barrían las habitaciones, sacaban el agua de fregar y recogían la
    basura de los hospedados. A pesar de los miles de rublos que ya había acumulado, a
    Trifon Borísych le gustaba desangrar a los huéspedes juerguistas y, recordando que no
    hacía ni un mes había hecho, en un solo día, bastante más de doscientos rublos, si no
    trescientos, a costa de Dmitri Fiódorovich gracias a su juerga con Grúshenka, lo recibió
    con alegría y presteza, pues, s










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    Mensaje por Maria Lua Jue Oct 31, 2024 12:18 am

    ***



    s. A pesar de los miles de rublos que ya había acumulado, a
    Trifon Borísych le gustaba desangrar a los huéspedes juerguistas y, recordando que no
    hacía ni un mes había hecho, en un solo día, bastante más de doscientos rublos, si no
    trescientos, a costa de Dmitri Fiódorovich gracias a su juerga con Grúshenka, lo recibió
    con alegría y presteza, pues, solo por la manera en que Mitia se acercó al porche,
    olfateaba de nuevo a su presa.
    —Bátiushka, Dmitri Fiódorovich, volvemos a encontrarnos.
    —Espera, Trifon Borísych —empezó Mitia—. Primero lo más importante: ¿dónde
    está ella?
    —¿Agrafiona Aleksándrovna? —El posadero lo entendió enseguida y fijó su mirada
    vigilante en el rostro de Mitia—. Sí, también está aquí.
    —¿Con quién? ¿Con quién?
    —Unos huéspedes de fuera… Uno es un funcionario, debe de ser polaco a juzgar
    por su habla; él fue quien envió caballos para traerla. El otro es un camarada suyo, o si
    no un compañero de camino, quién sabe; visten de paisano…
    —¿Qué, están de juerga? ¿Son ricos?
    —¡Nada de juergas! Es gente de poca monta, Dmitri Fiódorovich.
    —¿De poca monta? ¿Y los otros?
    —Son de la ciudad, dos señores… Regresaban de Cherni y se han quedado… Uno
    es joven, debe de ser pariente del señor Miúsov, pero he olvidado cómo se llama… Y
    al otro probablemente también lo conozca, el terrateniente Maksímov, dice que ha ido
    de peregrinación al monasterio que hay en su ciudad, viaja con ese pariente joven del
    señor Miúsov…
    —¿No hay nadie más?
    —Nadie más.
    431
    —Alto, no sigas, Trifon Borísych; ahora dime lo más importante: ¿ella qué hace?
    ¿Cómo está?
    —Pues hace poco que ha llegado y está con ellos.
    —¿Está alegre? ¿Se ríe?
    —No, me parece que no se ríe mucho… De hecho está muy aburrida, le ha estado
    peinando el pelo al joven.
    —¿Al polaco, al oficial?
    —Ése ni es joven ni es oficial; no, señor, a él no, a ese sobrino joven de Miúsov…
    pero se me ha olvidado el nombre.
    —¿Kalgánov?
    —Eso es, Kalgánov.
    —Bueno, ya veré yo. ¿Están jugando a las cartas?
    —Han jugado, pero ya lo han dejado, han tomado té, el funcionario ha pedido
    licores.
    —Espera, Trifon Borísych, espera, alma querida, ya veré yo. Ahora responde a lo
    más importante: ¿no hay cíngaros?
    —Últimamente no se sabe de ellos, Dmitri Fiódorovich, las autoridades los han
    echado, pero hay unos judíos en Rozhdéstvenskaia, tocan los címbalos y el violín;
    puedo mandar a buscarlos ahora mismo si hace falta. Seguro que vienen.
    —¡Manda a buscarlos! ¡Claro que sí, manda a buscarlos! —gritó Mitia—. Y puedes
    despertar a las mozas, como entonces, a Maria sobre todo, y a Stepánida también, y a
    Arina. ¡Doscientos rublos por el coro!
    —Por ese dinero despierto a toda la aldea, aunque estén todos roncando. Pero no
    sé yo si los aldeanos de aquí se merecen tanta generosidad, bátiushka Dmitri
    Fiódorovich, ni tampoco las mozas… ¡Gastar esa fortuna en esa gente tan ruin y
    grosera! A quién se le ocurre dar de fumar cigarros a nuestros aldeanos… ¡Así apestan
    esos rufianes! Y todas las mozas, todas, tienen piojos. Nada de pagar esa suma, voy a
    hacer que mis hijas se levanten gratis; acaban de acostarse, así que les doy una patada
    en la espalda y las pongo a cantar para ti. Mira que emborrachar a los aldeanos con
    champán, ¡ay!
    Trifon Borísych se lamentaba por lamentarse: él mismo había escondido media
    docena de botellas de champán y había cogido de debajo de la mesa un billete de
    cien rublos; lo había apretado en el puño y ahí se había quedado.
    —Trifon Borísych, me gasté entonces más de mil, ¿te acuerdas?
    —Se los gastó, querido Dmitri Fiódorovich, cómo no recordarlo, amigo, quizá nos
    dejara entonces tres mil.
    —Bien, pues he venido con lo mismo que entonces, mira.
    Y sacó el fajo de billetes y se lo puso en las mismas narices al posadero.



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    Mensaje por Maria Lua Jue Oct 31, 2024 12:20 am

    ***
    —Ahora escucha y entérate bien: dentro de una hora llegarán el vino, los entrantes,
    pasteles y bombones, que vaya todo arriba directamente. Esa caja que trae Andréi,
    también ahora mismo para arriba, que la abran y sirvan el champán. Y lo más
    importante, que vengan las mozas, las mozas, y que no falte Maria.
    Se volvió a la telega y sacó de debajo del asiento el estuche con las pistolas.
    —Haz las cuentas, Andréi. Aquí tienes quince rublos por la troika, y otros cincuenta
    para vodka… por tu buena disposición, por tu afecto… ¡Recuerda al señor Karamázov!
    —Tengo miedo, señor… —Andréi titubeaba—, le acepto cinco rublos de propina,
    ni uno más. Trifon Borísych es testigo. Y perdone las tonterías que digo…
    —¿A qué tienes miedo? —Mitia lo midió con la mirada—. Ya que es así, ¡vete al
    diablo! —le gritó lanzándole cinco rublos—. Ahora, Trifon Borísych, acompáñame sin
    hacer ruido y deja que eche un primer vistazo, pero sin que ellos me vean. ¿Dónde
    están, en la habitación azul?
    Trifon Borísych miró a Mitia con recelo, pero obediente, cumplió con lo ordenado:
    lo condujo al vestíbulo, luego entró él solo en la primera pieza, una sala grande que
    estaba al lado de la habitación que ocupaban los huéspedes, y sacó de allí una vela.
    Después hizo entrar a Mitia a hurtadillas y lo dejó en un rincón a oscuras, desde donde
    podía observar con total libertad al grupo sin ser visto. Pero Mitia no miró mucho
    tiempo ni pudo sopesar la situación: vio a Grúshenka y su corazón empezó a latir con
    fuerza, la vista se le nubló. Estaba a un lado de la mesa, en un sillón, y en un diván
    junto a ella estaba el joven y guapo Kalgánov. Ella le cogía la mano y parecía reírse,
    mientras que él, sin mirarla, decía algo en voz alta y como disgustado a Maksímov, que
    estaba sentado al otro lado de la mesa, enfrente de Grúshenka. Maksímov, en cambio,
    se reía mucho de algo. En el diván estaba sentado él, y cerca del diván, en una silla
    arrimada a la pared, otro desconocido. El que estaba en el diván se había arrellanado y
    fumaba en pipa, y Mitia tuvo la sensación de que ese hombre algo grueso y de cara
    ancha no debía de ser muy alto y de que estaba como enfadado por algo. Su
    camarada, el otro desconocido, le pareció extremadamente alto, pero no pudo
    distinguir nada más. Se le cortó la respiración. Y no fue capaz de aguantar ni un
    minuto, dejó el estuche en una cómoda y se dirigió directamente, sintiendo frío y con
    el corazón parado, al grupo de la habitación azul.





    VII. El anterior e indiscutible




    Mitia se acercó a la mesa con sus pasos largos y rápidos.
    —Señores —empezó en voz alta, casi gritando pero tartamudeando en cada
    palabra—, yo… ¡no pasa nada! No teman —exclamó—, yo… de verdad, no pasa nada
    —se volvió de repente hacia Grúshenka, que se había inclinado en el sillón hacia
    Kalgánov y le sujetaba con fuerza el brazo—. Yo… voy de viaje, me iré a primera hora.
    Señores, ¿puede este viajero de paso… quedarse con ustedes hasta que amanezca?
    Solo hasta que amanezca, por última vez, en esta misma habitación.
    Las últimas palabras se las dirigió al hombre grueso de la pipa. Éste se apartó la
    pipa de los labios dándose aires de importancia y dijo severo:
    —Panie, esto es un reunión privada. Hay otros cuartos.
    —Pero si es usted, Dmitri Fiódorovich, ¡qué cosas tiene! —intervino de pronto
    Kalgánov—. ¡Siéntese con nosotros! ¿Cómo está?
    —Saludos, querido amigo… e inestimable. Siempre le he respetado… —respondió
    Mitia alegre e impetuosamente, al tiempo que le tendía la mano por encima de la
    mesa





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    Mensaje por Maria Lua Jue Oct 31, 2024 12:21 am

    ***

    —¡Huy, cómo aprieta! Me ha roto los dedos. —Kalgánov se echó a reír.
    —Siempre la estrecha así, ¡siempre! —comentó divertida Grúshenka, aunque
    todavía con una sonrisa tímida. Al parecer, se había convencido, viendo el aspecto de
    Mitia, de que no venía buscando pelea, y lo miraba enormemente curiosa, aunque aún
    intranquila. Algo en él la había sorprendido sobremanera; además, jamás se habría
    esperado que en un momento así fuera capaz de irrumpir y hablar de esa manera.
    —Buenas noches —dijo con dulzura desde la izquierda el terrateniente Maksímov.
    Mitia se apresuró a responderle:
    —Buenas noches, pero si también usted está aquí, ¡cómo me alegro de verle!
    Señores, señores, yo… —de nuevo se dirigía al polaco de la pipa, tomándolo, al
    parecer, por la persona más importante de todos los presentes—. He venido volando.
    Quería pasar mi último día y mi última hora en esta habitación, en esta misma
    habitación… donde yo… adoré a… ¡mi reina!… ¡Perdone, panie! —gritó alterado—.
    He venido volando y he jurado… Oh, no tema, ¡es mi última noche! Bebamos, panie,
    por nuestro acuerdo amistoso. Ahora nos servirán vino… He traído esto… —de
    repente, por alguna razón, sacó el fajo de billetes—. ¡Con su permiso, panie! Quiero
    música, ruido, alboroto, todo igual que antes… Pero un reptil, un reptil inútil se arrastra
    por la tierra, y ¡pronto ya no estará! ¡Conmemoraré el día de mi alegría en mi última
    noche!…
    434
    Casi se ahoga. Quería decir muchas, muchísimas cosas, pero solo le salían extrañas
    exclamaciones. El polaco lo miraba sin moverse, miraba luego el fajo de billetes y a
    Grúshenka; estaba visiblemente perplejo.
    —Si mi królowa lo consiente… —empezó a decir.
    —¿Y eso de królowa? Será reina, ¿no? —le interrumpió Grúshenka—. Me hace
    gracia cómo hablan. Siéntate, Mitia, ¿de qué estás hablando? No nos asustes, por
    favor. ¿Verdad que no vas a asustarnos? Si no nos asustas, estaré muy contenta de
    verte…
    —¿Yo? ¿Asustar yo? —gritó de repente Mitia alzando los brazos—. Oh, pasad de
    largo, seguid, ¡no os molestaré!… —E, inesperadamente para todos, incluso para sí
    mismo, se desplomó en una silla y se echó a llorar a lágrima viva, con la cabeza contra
    la pared y rodeando con fuerza el respaldo de la silla, como si lo abrazara.
    —¡Hay que ver, hay que ver cómo eres! —exclamó Grúshenka en tono de
    reproche—. Igualito que cuando venía a verme; de pronto se pone a hablar, y yo que
    no entiendo nada. Ya una vez se echó a llorar así, y ahora lo mismo, ¡qué vergüenza! Y
    ¿por qué lloras? ¡Si aun tuvieras motivos para hacerlo! —añadió enigmática y
    marcando algo irritada sus palabras.
    —Yo… yo no estoy llorando… En fin, ¡buenas noches! —Inmediatamente se dio la
    vuelta y se echó a reír, pero no con aquella risa seca y abrupta, sino con una risa larga,
    inaudible, nerviosa y que lo hacía temblar.
    —Bueno, otra vez… ¡Anímate, anímate! —intentaba persuadirlo Grúshenka—. Estoy
    muy contenta de que hayas venido, muy contenta, Mitia, ¿me has oído que estoy muy
    contenta? Quiero que te quedes aquí con nosotros —hizo como que les hablaba a
    todos, en tono imperioso, aunque estaba claro que sus palabras iban dirigidas al del
    diván—. ¡Eso es lo que quiero! Y si él se va, pues yo también —añadió, con un brillo en
    los ojos.
    —¡Lo que mi reina desea es ley! —dijo el polaco besando galante la mano de
    Grúshenka—. Ruego al señor que se una a nuestro grupo —se dirigió afablemente a
    Mitia. Éste se puso en pie con la clara intención de largar una nueva tirada, pero le
    salió algo distinto.
    —¡Bebamos, panie! —soltó, por todo discurso. Todos se echaron a reír.
    —¡Ay, señor! Y yo que creía que quería hablar otra vez —exclamó Grúshenka
    nerviosa—. Mitia —añadió, insistente—, no vuelvas a saltar, pero lo de traer champán
    ha estado muy bien… Yo también voy a tomar un poco, no soporto los licores. Aunque
    lo mejor de todo es que hayas venido, estaba aburrida… Entonces, ¿has venido otra
    vez de juerga? Pero ¡guárdate el dinero en el bolsillo! ¿De dónde has sacado tanto?
    Mitia, que seguía apretando en la mano unos billetes arrugados en los que todos
    habían reparado, especialmente los polacos, se los guardó en el bolsillo presuroso,
    pero turbado. Se había puesto colorado. En ese momento el posadero trajo una
    bandeja con una botella de champán descorchada y vasos. Mitia cogió la botella, pero
    estaba tan desconcertado que se había olvidado de lo que tenía que hacer con ella.
    Kalgánov se la quitó y lo sirvió él.








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    Mensaje por Maria Lua Jue Oct 31, 2024 12:22 am

    ***

    —¡Otra más! ¡Otra botella! —gritó Mitia al posadero y, olvidando brindar con el
    pan, a quien había invitado a beber tan solemnemente por su acuerdo amistoso, vació
    de golpe su vaso, sin esperar a nadie. Su rostro cambió al instante. En lugar de la
    expresión solemne y trágica con la que había entrado, apareció en él una que tenía
    algo de infantil. Parecía haberse resignado y sometido a todo. Miraba a todos con
    timidez y alegría, a veces reía nervioso y con aire agradecido, como un perrillo
    culpable al que de nuevo acarician y dejan acercarse. Parecía haberse olvidado de
    todo y contemplaba a los presentes con admiración, sonriendo como un niño. Miró a
    Grúshenka sin parar de reír y acercó su silla justo hasta el sillón de ella. Poco a poco
    fue examinando a los dos panowie, aunque sin llegar a hacerse una idea clara de ellos.
    El polaco del diván le había sorprendido con su porte, su acento y, sobre todo, con la
    pipa. «No pasa nada, está bien que fume en pipa», se dijo Mitia. La cara un tanto
    abotargada de casi cuarenta años y una nariz pequeñita bajo la que se veían dos
    bigotitos finísimos y puntiagudos, teñidos y desafiantes, no despertó en él ni el más
    mínimo interés. Ni siquiera la infame peluquita, hecha en Siberia, con el pelo de las
    sienes peinado tontamente hacia delante, le sorprendió especialmente: «Si lleva
    peluca será que le hace falta», seguía observando beatíficamente. El otro pan, el que
    estaba junto a la pared, era más joven que el del diván y había estado observando a
    todo el grupo con insolencia y agresividad y había escuchado la conversación general
    con silencioso desdén; a Mitia le llamó la atención su enorme estatura, tremendamente
    desproporcionada respecto al polaco del diván. «Si se pone de pie, medirá unos once
    vershkí», pensó Mitia. Y también pensó que este pan alto era probablemente amigo y
    cómplice del pan del diván, algo así como su «guardaespaldas», y que el pequeño de
    la pipa mandaba sobre el grande. Y esto le pareció a Mitia magnífico e indiscutible.
    Había desaparecido en el perrillo todo resto de rivalidad. Seguía sin entender a
    Grúshenka y el tono enigmático de algunas de sus frases; solo había llegado a
    comprender, temblándole todo el corazón, que era cariñosa con él, que lo había
    «perdonado» y que lo había sentado a su lado. No cabía en sí de gozo viéndola tomar
    un vaso de champán. No obstante, le sorprendió el silencio repentino del grupo y fue
    deteniendo en todos, uno tras otro, sus ojos expectantes: «Pero ¿qué hacemos aquí
    sentados? ¿Por qué nadie se mueve, señores?», parecía decir su mirada sonriente.
    Rápidamente fijó la vista en Kalgánov y luego en Maksímov.
    —No para de contar embustes y nosotros nos reímos —empezó a decir Kalgánov,
    como si hubiera adivinado su pensamiento, señalando a Maksímov.
    —¿Embustes? —se echó a reír con su risa seca y abrupta, al tiempo que se le
    levantaba el ánimo—. ¡Ja, ja!
    436
    —Sí, figúrese, afirma que en los años veinte toda nuestra caballería se casó con
    polacas, pero es un disparate colosal, ¿no le parece?
    —¿Con polacas? —repitió Mitia definitivamente extasiado.
    Kalgánov comprendía muy bien la relación de Mitia con Grúshenka, había
    adivinado lo del polaco, pero eso no le interesaba demasiado, puede que no le
    interesara en absoluto, estaba bastante más interesado en Maksímov. Había llegado
    con Maksímov por casualidad y se había encontrado con los polacos en la posada, era
    la primera vez que los veía. A Grúshenka sí la conocía de antes, e incluso la había
    visitado en cierta ocasión con alguien más; entonces él no le había gustado. Pero aquí
    ella lo había mirado con dulzura, incluso lo había acariciado antes de que llegara Mitia,
    aunque él había respondido con indiferencia. Era un hombre joven de no más de
    veinte años, que vestía como un dandi, con una agradable carita blanca y un pelo
    castaño bonito y tupido. Y esa carita blanca tenía unos ojos azul claro encantadores
    con una expresión inteligente y, en ocasiones, profunda, que no era propia de su
    edad; con todo, este joven a veces hablaba y miraba igual que un niño, algo de lo que
    no se avergonzaba en absoluto y de lo que era consciente. En general era muy
    original, incluso caprichoso, aunque siempre afectuoso. En algunos momentos su
    expresión se volvía fija y obstinada: podía estar mirándolo, escuchándole a uno, pero
    mientras tanto él estaba pensando obstinadamente en sus cosas. A veces se le veía
    apático e indolente, otras veces le daba por agitarse, al parecer, por la causa más
    simple.
    —Figúrese, ya son cuatro días que lo llevo conmigo —continuó, alargando con
    pereza las palabras, pero sin ninguna afectación, de forma completamente natural—.
    Desde que su hermano lo sacó del coche de un empujón y él salió despedido, ¿se
    acuerda usted? Entonces me interesé por él y me lo llevé a la aldea, pero ahora no
    hace más que soltar embustes, así que da vergüenza estar con él. Lo llevo de vuelta…
    —Usted no ha visto a una pani polaca y mówi cosas que no pueden ser —le hizo
    ver a Maksímov el pan de la pipa











    435
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    Mensaje por Maria Lua Vie Nov 01, 2024 8:34 am

    ***

    Éste hablaba un ruso decente, al menos bastante mejor de lo que aparentaba. Las
    palabras rusas, si es que las empleaba, las desfiguraba pronunciándolas al modo
    polaco.
    —Pero si yo mismo estuve casado con una pani polaca, señor —respondió
    Maksímov entre risas nerviosas.
    —Pero ¿es que usted ha servido en la caballería? Porque estaba hablando de la
    caballería. ¿Así que es usted miembro de la caballería? —intervino Kalgánov.
    —Sí, seguro que es de la caballería… ¡Ja, ja! —exclamó Mitia, que estaba
    escuchando ansioso y rápidamente dirigía su mirada interrogante hacia el que tomaba
    la palabra, como si esperase oír Dios sabe qué.
    437
    —No, verá, señor —Maksímov se volvió hacia él—, yo, señor, me refería a que
    aquellas panienki… tan de buen ver… en cuanto bailaban una mazurca con uno de
    nuestros ulanos… en cuanto una de ellas bailaba la mazurca con él, se le subía de un
    salto a las rodillas como una gatita, como una gatita, señor… toda blanquita, señor… y
    el pan-ojciec y la pani-matka veían todo aquello y consentían… consentían, señor… y
    el ulano a la mañana siguiente iba y le pedía la mano… tal cual, señor… ¡le pedía la
    mano, ji, ji! —Maksímov concluyó con unas risitas nerviosas.
    —Pan —łajdak! —gruñó de pronto el polaco alto que estaba sentado en una silla y
    cruzó las piernas. Mitia solo pudo fijarse en la enorme bota engrasada con la suela
    gruesa y sucia. En general, la ropa de los dos polacos estaba bastante mugrienta.
    —¡Vaya, también łajdak! ¿Y por qué insulta? —Grúshenka se enfadó de repente.
    —Pani Agrypina, lo que ha visto el señor en las tierras polacas han sido mozas de
    aldea y no panie de la szlachta —le comentó a Grúshenka el polaco de la pipa.
    —Możesz na to rachować! —terció en tono despectivo el polaco alto, el que estaba
    sentado en la silla.
    —¡Ya estamos! ¡Deje hablar a la gente! Solo están hablando, ¿por qué se lo
    impide? Una se lo pasa bien con ellos. —Grúshenka enseñaba los dientes.
    —Yo no se lo impido, pani —replicó significativamente el de la peluca, dirigiendo
    una larga mirada a Grúshenka; a continuación, callando con aire de importancia,
    empezó otra vez a dar caladas a la pipa.
    —No, no, ahora el pan ha dicho la verdad —Kalgánov empezaba a irritarse, como si
    la discusión versara sobre Dios sabe qué—. Si no ha estado en Polonia, ¿cómo puede
    hablar de Polonia? Porque usted no se casó en Polonia, ¿a que no?
    —No, señor, en la provincia de Smolensk, señor. Pero es que un ulano ya se la
    había traído a ella, a mi futura esposa, señor, y a su pani-matka y a su tante, y a otra
    pariente con un hijo mayor, desde Polonia, desde la mismísima Polonia… y me la
    cedió. Era uno de nuestros tenientes, un hombre muy joven. Al principio quería casarse
    él mismo con ella, pero al final no se casó porque resultó que era coja…






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    Mensaje por Maria Lua Vie Nov 01, 2024 8:35 am

    ***

    —¿Se casó usted con una coja? —exclamó Kalgánov.
    —Con una coja, sí, señor. Entonces ambos me mintieron un poco y me lo
    ocultaron. Yo creía que ella daba saltitos… que siempre iba dando saltitos, y creía que
    era de alegría…
    —¿De alegría por casarse con usted? —gritó con voz sonora y algo infantil
    Kalgánov.
    —Sí, señor, de alegría. Y resultó que era por algo bien distinto. Después, una vez
    casados, la misma tarde de la ceremonia, me lo confesó y me pidió perdón con mucho
    sentimiento, me contó que de joven una vez fue a cruzar un charco de un salto y se
    lastimó la pierna, ¡ji, ji!.
    438
    Kalgánov rompió a reír como un niño y casi se cae en el diván. También se reía
    Grúshenka. Mitia estaba en la cima de la felicidad.
    —¿Sabe, sabe?, ahora ya está diciendo la verdad, ¡ahora sí que no miente! —
    exclamó Kalgánov, dirigiéndose a Mitia—. Y ¿sabe que estuvo casado dos veces? Está
    hablando de la primera mujer, la segunda se fugó y vive aún, ¿lo sabía?
    —¿De veras? —Rápidamente, Mitia se giró hacia Maksímov con una expresión de
    asombro en la cara.
    —Así es, señor, se fugó, ese disgusto me dio, señor —corroboró Maksímov con
    modestia—. Con un monsieur, pero lo más importante es que previamente había
    puesto toda mi aldea a su nombre. «Tú —me decía— eres un hombre instruido,
    siempre podrás ganarte el pan.» Y así me lió. En una ocasión el venerable obispo me
    hizo una observación: una de tus esposas era coja, pero la otra corría demasiado, ¡ji, ji!
    —¡Escuchen, escuchen! —A Kalgánov le hervía la sangre—. Si miente, y miente a
    menudo, lo hace únicamente para complacer a todo el mundo, y eso no es ninguna
    bajeza, ¿verdad que no lo es? ¿Saben?, a veces le tengo mucho aprecio. Es un hombre
    muy ruin, pero lo es de una forma natural, ¿no? ¿Qué les parece a ustedes? Hay
    quienes cometen ruindades por cualquier cosa, para sacar beneficios, pero él es así
    por naturaleza… Imagínense, por ejemplo, que pretende (ayer veníamos discutiéndolo
    por el camino) que Gógol hablaba de él en Almas muertas. ¿Recuerdan que hay un
    terrateniente Maksímov al que Nozdriov da una paliza y a éste lo llevan a los tribunales:
    «por infligir una ofensa personal a Maksímov al azotarlo en estado de embriaguez»?
    Bueno, ¿se acuerdan? Pues imagínense, ¡dice que ese Maksímov es él y que fue a él a
    quien azotaron! ¿Cómo es posible? Chíchikov anduvo por ahí, a lo sumo, en los
    primeros años veinte, así que las fechas no coinciden. No es posible que lo azotaran
    entonces. No es posible, ¿a que no es posible?
    Resultaba difícil imaginarse por qué Kalgánov se había alterado tanto, pero estaba
    sinceramente alterado. Mitia lo secundaba sin reservas.
    —Bueno, pero al final sí que lo azotaron —gritó entre carcajadas.
    —No es que me azotaran exactamente, pero fue algo parecido —dijo Maksímov.
    —¿Cómo es eso? ¿Le azotaron o no?
    —Która godzina, panie? (¿Qué hora es?) —preguntó con aire aburrido el polaco de
    la pipa al alto de la silla. Éste se encogió de hombros como respuesta: ninguno de los
    dos tenía reloj.
    —¿Por qué no podemos hablar un poco? Dejen hablar a los demás. Como ustedes
    se aburren, que los demás tampoco hablen —saltó de nuevo Grúshenka,
    aparentemente con intención de provocarlo. Por primera vez algo se le pasó por la
    cabeza a Mitia. Esta vez el pan respondió ya con evidente irritación.
    —Pani, ja nic nie mówię protiv, nic nie powiedziałem. (Señora, yo no me opongo,
    yo no he dicho nada.)







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    Mensaje por Maria Lua Vie Nov 01, 2024 8:36 am

    ***

    —Muy bien, pues sigue contando —le dijo Grúshenka a Maksímov, gritando—.
    ¿Qué hacen todos callados?
    —Pero si no hay nada que contar, señores, si no son más que tonterías —respondió
    enseguida Maksímov con evidente placer y ligera afectación—. En Gógol todo eran
    alegorías, por eso todos los apellidos son alegóricos: Nozdriov no era Nozdriov, sino
    Nósov, y Kuvshínnikov ya ni siquiera se parece, porque era Shkvórnev. Pero Fenardi
    era, en efecto, Fenardi, solo que no era italiano, sino el ruso Petrov, señores, y
    mademoiselle Fenardi era bonita, señores, con unas bonitas piernas enfundadas en
    mallas, una falda cortita de lentejuelas y giraba sobre sí misma, pero no cuatro horas,
    sino solo cuatro minutos, señores… y a todos seducía…
    —Ya, pero ¿por qué te azotaron? ¿Por qué? —vociferó Kalgánov.
    —Por culpa de Piron, señor —respondió Maksímov.
    —¿Qué Piron? —gritó Mitia.
    —Piron, el famoso escritor francés, señores. Éramos un grupo grande y estábamos
    bebiendo en una taberna, era en una feria. Me habían invitado y al principio me puse a
    recitar epigramas: «¿Eres tú, Boileau? ¡Qué atavío más ridículo!». Y Boileau responde
    que se dirige a un baile de disfraces, o sea, que va a la bania, ji, ji, y ellos se lo
    tomaron como algo personal. Así que me apresuré a recitar otro muy conocido entre la
    gente instruida, uno mordaz, señores:
    Tú Safo, yo Faón, y no hay porfía,
    pero, para la inmensa pena mía,
    no conoces del mar ninguna vía.
    »Se ofendieron aún más y empezaron a reñirme de forma muy poco decorosa, y voy
    yo, para mi desgracia, y para arreglar la situación les conté una anécdota muy culta de
    Piron, a quien no habían aceptado en la Academia francesa y él, para vengarse,
    escribió su propio epitafio para su lápida:
    Ci-gît Piron qui ne fut rien,
    pas même académicien.
    »Me sujetaron y me zurraron.
    —Pero ¿por qué? ¿Por qué fue?
    —Por mi educación. No son pocos los motivos por los que se puede azotar a un
    hombre —concluyó Maksímov con brevedad y en tono moralizante.
    —Ya basta, todo esto es absurdo, ya no quiero oír más, yo creía que iba a ser
    divertido —les interrumpió Grúshenka. Mitia se alarmó e inmediatamente dejó de
    reírse. El polaco alto se levantó de su sitio y, con el aspecto altanero de un hombre
    que se aburre cuando no está con los suyos, empezó a dar pasos por la habitación, de
    esquina a esquina, con las manos a la espalda—. ¡Y ahora se pone a dar zancadas! —
    Grúshenka lo miraba con desprecio. Mitia empezaba a ponerse nervioso; además
    había notado que el polaco del diván lo observaba con irritación.



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    Mensaje por Maria Lua Vie Nov 01, 2024 8:37 am

    ***

    —¡Pan —gritó Mitia—, bebamos, panie! Y también el otro pan, ¡vamos a beber,
    panowie! —en un momento acercó tres vasos y sirvió champán.
    —Por Polonia, panowie, un brindis por vuestra Polonia, ¡por las tierras polacas! —
    exclamó Mitia.
    —Bardzo mi to miło, panie, wypijem (Con mucho gusto, panie, bebamos) —dijo el
    polaco del diván con solemnidad y buena disposición, y cogió un vaso.
    —Y el otro, ¿cómo se llama? ¡Eh, ilustrísimo señor, coge un vaso! —se afanaba
    Mitia.
    —Pan Wróblewski —le apuntó el pan del diván.
    Pan Wróblewski se acercó a la mesa balanceándose y aceptó un vaso.
    —¡Por Polonia, panowie, hurra! —gritó Mitia alzando el vaso.
    Los tres bebieron. Mitia cogió la botella y volvió a llenar tres vasos.
    —¡Ahora por Rusia, panowie, por nuestro hermanamiento!
    —Sírvenos también a nosotros —dijo Grúshenka—, yo también quiero beber por
    Rusia.
    —Y yo —dijo Kalgánov.
    —A mí también me gustaría… por nuestra Rusita, la vieja abuelita. —Maksímov
    soltó una risita.
    —¡Todos, todos! —exclamaba Mitia—. ¡Posadero, otra botella!
    Les sacaron las tres botellas que quedaban de las que había traído Mitia. Él mismo
    sirvió.
    —¡Por Rusia, hurra! —proclamó de nuevo. Bebieron todos excepto los polacos:
    Grúshenka se acabó su vaso de un trago, pero los polacos ni siquiera tocaron los
    suyos.
    —¿Qué es esto, panowie? —exclamó Mitia—. ¿Y ustedes?
    Pan Wróblewski cogió un vaso, lo alzó y dijo con voz estentórea:
    —¡Por Rusia con las fronteras de 1772!
    —Oto bardzo pięknie! (¡Muy bien dicho!) —gritó el otro polaco y ambos apuraron
    sus vasos de un trago.
    —¡Son unos estúpidos, panowie! —se le escapó de pronto a Mitia.
    —Panie! —gritaron los dos polacos en tono amenazante y mirando fijamente a
    Mitia como dos gallitos. Wróblewski, sobre todo, estaba colérico.
    —Ale nie można nie mieć słabości do swojego kraju? (¿Se puede acaso no amar a la
    propia tierra?) —proclamó.
    —¡A callar! ¡Nada de discusiones! ¡No quiero peleas! —gritó Grúshenka con
    autoridad, dando una patada contra el suelo. Tenía la cara encendida, los ojos le
    brillaban. El vaso recién bebido empezaba a hacerle efecto. Mitia se asustó muchísimo.
    —¡Panowie, perdónenme! Es culpa mía, no lo haré más. Wróblewski, pan
    Wróblewski, no lo haré más.


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    Mensaje por Maria Lua Vie Nov 01, 2024 8:37 am

    ***

    —¡Tú cállate también! ¡Y siéntate, estúpido! —le gruñó Grúshenka enojada y
    rabiosa.
    Todos tomaron asiento, se miraban en silencio unos a otros.
    —Señores, yo he sido el causante de todo —empezó otra vez Mitia sin haber
    comprendido los gritos de Grúshenka—. Bueno, ¿y qué hacemos aquí sentados?
    Habrá que hacer algo… para divertirnos, para divertirnos otra vez.
    —Ah, en efecto, esto no es nada divertido —murmuró con pereza Kalgánov.
    —Podemos jugar al faro, señores, como antes… —Maksímov soltó su risita.
    —¿Al faro? ¡Perfecto! —le apoyó Mitia—. Si los panowie…
    —Późno, panie —respondió de mala gana el polaco del diván.
    —Es verdad —confirmó Wróblewski.
    —¿Puzno? ¿Qué es eso de puzno? —preguntó Grúshenka.
    —Quiere decir que es tarde, pani, tarde, que ya es una hora avanzada —le explicó
    el polaco del diván.
    —¡Para esta gente siempre es tarde! ¡No hay manera con ellos! —Grúshenka casi
    aullaba del enfado—. Son unos aburridos y por eso quieren que los demás se aburran.
    Antes de que llegaras, Mitia, también estaban así de callados y no paraban de
    bufarme…
    —¡Mi diosa! —exclamó el polaco del diván—. Co mówisz, to się stanie. Widzę
    niełaskę i jestem smutny (Veo tu desafecto y por eso estoy triste). Jestem gotów, panie
    (Estoy listo, señor) —concluyó, dirigiéndose a Mitia.
    —¡Empecemos, panie! —respondió éste sacando el dinero del bolsillo y separando
    dos billetes de cien que dejó sobre la mesa—. Quiero perder mucho contigo, pan.
    Coge tus cartas, y lleva la banca.
    —Las cartas que las ponga el posadero, panie —dijo el polaco pequeño, en tono
    convincente y serio.
    —To najlepszy sposób (Es la mejor forma) —corroboró pan Wróblewski.
    —¿Del posadero? Está bien, lo entiendo, pues que sean del posadero. Buena idea,
    panowie. ¡Cartas! —ordenó Mitia al posadero.
    Éste trajo un juego de cartas sin abrir e informó a Mitia de que las mozas ya
    estaban llegando, de que los judíos con los címbalos también vendrían, seguramente a
    no tardar, y de que la troika con los víveres aún no había llegado. Mitia se levantó de la
    mesa y corrió a la sala contigua para prepararlo todo, pero solo habían venido tres
    muchachas y Maria todavía no estaba. Aunque él tampoco sabía qué disponer ni por
    qué había salido corriendo: se limitó a ordenar que sacaran de la caja las golosinas, los
    pirulís y los caramelos blandos y lo repartieran todo entre las jóvenes. «Y vodka para
    Andréi, ¡vodka para Andréi! —ordenó a toda prisa—. ¡He ofendido a Andréi!» De
    pronto Maksímov, que había salido corriendo tras él, le tocó en el hombro.










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