***
La multitud que aguardaba al pie del porche vaciló; algunos lo siguieron sin
tardanza, pero otros se demoraron, porque la celda aún seguía abierta y el padre Paísi,
que había salido al porche nada más marcharse el padre Ferapont, estaba allí
observando. Pero el viejo furibundo aún no había dicho su última palabra: tras recorrer
unos veinte pasos, se volvió de pronto hacia el sol poniente, levantó ambos brazos por
encima de la cabeza y, como si alguien le hubiera segado las piernas, se desplomó con
un grito ensordecedor:
—¡Mi Señor ha triunfado! ¡Cristo ha triunfado sobre el sol poniente! —clamó con
furia, alzando los brazos hacia el sol y, después de caer de bruces, empezó a sollozar
como un crío, sacudido por el llanto y con los brazos extendidos sobre la tierra. En ese
momento, todos se abalanzaron hacia él, se oyeron exclamaciones, más sollozos… Una
especie de frenesí se había apoderado de todos.
—¡He aquí al santo! ¡He aquí al justo! —se alzaron algunas voces, ya sin ningún
reparo.
—¡Éste merecería ser el stárets! —añadían otros, con rencor.
—No querrá ser stárets… Seguro que lo rechaza… No va a ponerse al servicio de
esa maldita innovación… No va a imitar sus tonterías —se sumaron de inmediato otras
voces, y es difícil imaginar hasta dónde habría llegado aquello de no haber repicado
en ese preciso momento la campana, llamando a los oficios.
Todos empezaron a santiguarse. El padre Ferapont se puso de pie y,
protegiéndose con la señal de la cruz, se dirigió a su celda sin volver la cabeza, sin
dejar de proferir exclamaciones, perfectamente incoherentes ya. Algunos, no
demasiados, siguieron sus pasos, pero la mayoría se fue dispersando, para llegar a
tiempo a los oficios. El padre Paísi le encomendó al padre Iósif que siguiera con la
lectura y bajó. Los gritos exaltados de los fanáticos no habían conseguido que vacilara,
pero, de pronto, el corazón se le había entristecido, presa de una angustia por algo
muy especial, y él se daba cuenta. Se detuvo y se preguntó: «¿A qué obedece esta
tristeza que me lleva incluso al desaliento?»; y comprendió enseguida, con sorpresa,
que esa tristeza repentina provenía, al parecer, de una causa muy concreta y muy
particular: resulta que, en medio de la multitud que hacía un momento se había
agolpado ante la puerta de la celda, había descubierto, entre otros individuos
desasosegados, a Aliosha, y recordó que, al verlo, había sentido de inmediato como
una punzada en el corazón. «¿Será posible que este joven signifique ahora tanto para
mí?», se preguntó, súbitamente asombrado. Justo en ese momento, Aliosha pasó por
su lado, como con prisa por ir a alguna parte, aunque no al templo. Sus miradas se
cruzaron. Aliosha apartó rápidamente los ojos y miró al suelo; solo por el aspecto del
joven el padre Paísi comprendió que en ese preciso instante estaba experimentando
un cambio colosal
—¿Tú también te has dejado tentar? —exclamó de pronto el padre Paísi—. ¡No me
digas que tú también estás con los incrédulos! —añadió con amargura.
Aliosha se detuvo y dirigió una vaga mirada al padre Paísi, pero enseguida volvió a
apartar los ojos y a bajarlos al suelo. Estaba de lado, sin dar la cara a su interlocutor. El
padre Paísi lo observaba con atención.
—¿Adónde vas con tanta prisa? La campana llama a los oficios —preguntó de
nuevo, pero Aliosha seguía sin dar una respuesta—. ¿No será que te vas del asceterio?
¿Sin pedir permiso, sin una bendición?
De pronto Aliosha forzó una sonrisa y dirigió una mirada extraña, muy extraña, al
padre que lo estaba interrogando, aquel a quien había sido confiado en el momento
de su muerte por su antiguo guía, por el antiguo amo de su corazón y de su
pensamiento, por su bienamado stárets; entonces, súbitamente, sin una respuesta,
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hizo un gesto desdeñoso, como si no le importara en absoluto el respeto, se dirigió a
buen paso al portón del asceterio y salió.
—¡Ya volverás! —susurró el padre Paísi, siguiéndolo con la mirada, amargamente
sorprendido.
cont
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La multitud que aguardaba al pie del porche vaciló; algunos lo siguieron sin
tardanza, pero otros se demoraron, porque la celda aún seguía abierta y el padre Paísi,
que había salido al porche nada más marcharse el padre Ferapont, estaba allí
observando. Pero el viejo furibundo aún no había dicho su última palabra: tras recorrer
unos veinte pasos, se volvió de pronto hacia el sol poniente, levantó ambos brazos por
encima de la cabeza y, como si alguien le hubiera segado las piernas, se desplomó con
un grito ensordecedor:
—¡Mi Señor ha triunfado! ¡Cristo ha triunfado sobre el sol poniente! —clamó con
furia, alzando los brazos hacia el sol y, después de caer de bruces, empezó a sollozar
como un crío, sacudido por el llanto y con los brazos extendidos sobre la tierra. En ese
momento, todos se abalanzaron hacia él, se oyeron exclamaciones, más sollozos… Una
especie de frenesí se había apoderado de todos.
—¡He aquí al santo! ¡He aquí al justo! —se alzaron algunas voces, ya sin ningún
reparo.
—¡Éste merecería ser el stárets! —añadían otros, con rencor.
—No querrá ser stárets… Seguro que lo rechaza… No va a ponerse al servicio de
esa maldita innovación… No va a imitar sus tonterías —se sumaron de inmediato otras
voces, y es difícil imaginar hasta dónde habría llegado aquello de no haber repicado
en ese preciso momento la campana, llamando a los oficios.
Todos empezaron a santiguarse. El padre Ferapont se puso de pie y,
protegiéndose con la señal de la cruz, se dirigió a su celda sin volver la cabeza, sin
dejar de proferir exclamaciones, perfectamente incoherentes ya. Algunos, no
demasiados, siguieron sus pasos, pero la mayoría se fue dispersando, para llegar a
tiempo a los oficios. El padre Paísi le encomendó al padre Iósif que siguiera con la
lectura y bajó. Los gritos exaltados de los fanáticos no habían conseguido que vacilara,
pero, de pronto, el corazón se le había entristecido, presa de una angustia por algo
muy especial, y él se daba cuenta. Se detuvo y se preguntó: «¿A qué obedece esta
tristeza que me lleva incluso al desaliento?»; y comprendió enseguida, con sorpresa,
que esa tristeza repentina provenía, al parecer, de una causa muy concreta y muy
particular: resulta que, en medio de la multitud que hacía un momento se había
agolpado ante la puerta de la celda, había descubierto, entre otros individuos
desasosegados, a Aliosha, y recordó que, al verlo, había sentido de inmediato como
una punzada en el corazón. «¿Será posible que este joven signifique ahora tanto para
mí?», se preguntó, súbitamente asombrado. Justo en ese momento, Aliosha pasó por
su lado, como con prisa por ir a alguna parte, aunque no al templo. Sus miradas se
cruzaron. Aliosha apartó rápidamente los ojos y miró al suelo; solo por el aspecto del
joven el padre Paísi comprendió que en ese preciso instante estaba experimentando
un cambio colosal
—¿Tú también te has dejado tentar? —exclamó de pronto el padre Paísi—. ¡No me
digas que tú también estás con los incrédulos! —añadió con amargura.
Aliosha se detuvo y dirigió una vaga mirada al padre Paísi, pero enseguida volvió a
apartar los ojos y a bajarlos al suelo. Estaba de lado, sin dar la cara a su interlocutor. El
padre Paísi lo observaba con atención.
—¿Adónde vas con tanta prisa? La campana llama a los oficios —preguntó de
nuevo, pero Aliosha seguía sin dar una respuesta—. ¿No será que te vas del asceterio?
¿Sin pedir permiso, sin una bendición?
De pronto Aliosha forzó una sonrisa y dirigió una mirada extraña, muy extraña, al
padre que lo estaba interrogando, aquel a quien había sido confiado en el momento
de su muerte por su antiguo guía, por el antiguo amo de su corazón y de su
pensamiento, por su bienamado stárets; entonces, súbitamente, sin una respuesta,
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hizo un gesto desdeñoso, como si no le importara en absoluto el respeto, se dirigió a
buen paso al portón del asceterio y salió.
—¡Ya volverás! —susurró el padre Paísi, siguiéndolo con la mirada, amargamente
sorprendido.
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