Cándida es fea.
Sí, Cándida es fea con ganas. Su frente es abombada como la proa de un trasatlántico. En Cándida, eso que llaman nariz, no es más que un bulto de carne, de forma irregular, pegado sobre la superficie granulada de una luna plena. Los ojos de Cándida más bien parecen que miran hacia el interior, absorbidos por unas cuencas profundas, de bordes estrechos. La boca, ¡ah, la boca! Una simple hendidura que marca el ecuador en la luna de su cara.
Cándida vive en la angustia permanente de saber que es fea, lo que le crea una sensación de impotencia ante la adversidad de verse pospuesta en el aprecio de las gentes. Para colmo, esa fealdad insita, influye en su carácter. Si bien, cuando se olvida de su físico, es una chica con chispa (aunque siempre mordaz) y dicharachera, esto ocurre en tan escasas ocasiones, que su talante, siempre agrio y desagradable, es motivo de que cuente con escasas personas que la aguanten.
Cándida cursa primer año de la carrera de derecho. El compartir las clases con los jóvenes compañeros, que no el trato, despierta en su subconsciente apetencias naturales en cualquier chica de dieciocho años. Sueña con el amor como cualquier hija de vecina. Y la envidia la carcome al observar que Lucía, la más hermosa de la clase, desprecia olímpicamente a cuantos se acercan en demanda de que les prodigue una simple limosna de ese efluvio maravilloso que aúna las almas en un éxtasis compartido.
Entre los despreciados admiradores de Lucía está Carlos. Un bello ejemplar de la raza hominal: alto, de anchas espaldas, caderas estrechas, piernas largas, y rostro de rasgos perfectos. En cuanto Cándida lo ve aparecer, no puede apartar la vista de su persona. Sus ojos actúan como objetivos infrarrojos que traspasaran las telas que cubren las carnes ansiadas de Carlos. Y su mente enfebrecida se goza palpando y besando esa piel adorada, tersa y fina como la de un niño. Más procaz, la mente de Cándida se aventura por aquél rincón sacralizado donde se unen las extremidades y surge erguido el árbol de la vida. Al alcanzar ese idílico adminículo, Cándida nota un flujo enervante que humedece esa parte angosta que se oculta entre sus muslos.
Cándida siente tal atracción por Carlos, que ya en clase y fuera de la clase, despierta y dormida, su presencia se hace sentir de tal manera que todo cuanto le aparta de ese pensamiento pierde interés y subsistencia. Lo único que en su mente se mantiene firme e insobornable es que es fea. Fea sin remedio y que Carlos jamás se fijará en ella.
En vista de lo qué le ocurre, Cándida urde un plan, para, al menos, aunque sólo sea por una sola vez, gozar de ese cuerpo que le enloquece. Se hace amiga de Lucía, no sin vencer el repudio que ésta siempre le ha manifestado. Cuando Cándida ha creído que la amistad entre ambas le permite alguna confianza, entrega un sobre cerrado a Lucia con el ruego de que se lo entregue a Carlos, pero sin que le indique la procedencia. Lucía se ha avenido a cumplir el encargo, y esa misma mañana, al entrar en clase se acerca a Carlos, y sin mediar ninguna explicación le entrega el sobre.
Al ocupar su puesto en la clase, a Carlos le falta tiempo para abrir el sobre, extraer la hoja que contiene y leer la misiva: 'Te espero a las seis de esta tarde en la calle del Fresno número 18. Entra sin llamar, la puerta estará abierta. Dirígete a la habitación del fondo. No enciendas la luz ni se te ocurra hablar. Espero hacerte feliz.'
Carlos se sobresalta. Nota que la sangre fluye a borbotones por todo su cuerpo, que su alma se escapa y el mundo desaparece, y mira con la intensidad de quién adquiere la presencia de la gloria del cielo hacía donde se encuentra Lucía. Ella, atenta, sigue las explicaciones del profesor. Y Carlos llega a pensar en ese manido concepto que el hombre tiene de la mujer: ¡Con qué facilidad disimula!
Carlos lleva rato mirando las saetas del reloj. ¡Dios mío, como tarda en transcurrir el tiempo! Al fin ambas manecillas forman una sola línea vertical, y Carlos emocionado, nervioso, con el corazón galopando como un corcel desbocado, traspone ambas puertas aludidas en el billete amoroso. Una mano que surge de la penumbra lo coge del brazo y lo acerca hacia ella. Carlos tiembla. Le circundan el cuello unos brazos desnudos y una boca sedienta se pega a la suya. Carlos se tambalea, nota como si la tierra desapareciera de sus pies, la angustia le ahoga. Es su amada, esa mujer que conturba sus sueños, que marca sus estados anímicos: alegre, desgraciado, según le sonríe o se muestra esquiva, quién en estos momentos se abraza desnuda a su cuerpo y le besa, y su lengua se abre camino en su boca para lamer todo cuanto encuentra a su paso, y le ayuda a extraer las ropas que cubren su cuerpo.
Ya ambos desnudos, aquellos brazos gentiles le dirigen en la oscuridad hasta el lecho, donde ambos se tienden abrazados. Es ella la que inicia las caricias, pasando la lengua por todo su cuerpo, hasta que se ceba en el pene que él lo siente dolorido por su exacerbación, pero que a medida que la golosa boca lo acaricia y chupa, se va relajando. Cuando Carlos cree hallar la muerte por el excesivo goce, su amada abandona la caricia y se sienta sobre su pubis y con ardiente tesón se introduce el dardo erecto en la estrecha morada, todavía sin estrenar, y de un fuerte empellón logra que ambas piezas se ensamblen y que un placer inconmensurable anude los cuerpos en un abrazo sin fisuras.
Llevan un rato abrazados, sumidos en esa relajante quietud que precede al orgasmo excelso cuando nace del amor. Carlos, que se solaza en la dicha inefable de haber logrado que la mujer que tan apasionadamente ama se haya abierto y entregado a su cariño, piensa que es hora de que la luz alumbre tanta felicidad. Con tiento busca en la cabecera de la cama un interruptor, y aún a trueque de vulnerar la prohibición, al hallarlo aprieta y la bombilla alumbra la estancia.
Una fuerte bofetada resuena como un trueno en la habitación, y Carlos, con cara agria y talante agresivo, se viste a toda prisa, y como si terroríficos fantasmas le persiguieran sale veloz de la estancia. Cándida, con la mejilla dañada por el golpe de la bofetada, sonríe, no obstante, feliz por haber obtenido el placer anhelado, que presiente no volverá a lograr por segunda vez mientras viva.
Sí, Cándida es fea con ganas. Su frente es abombada como la proa de un trasatlántico. En Cándida, eso que llaman nariz, no es más que un bulto de carne, de forma irregular, pegado sobre la superficie granulada de una luna plena. Los ojos de Cándida más bien parecen que miran hacia el interior, absorbidos por unas cuencas profundas, de bordes estrechos. La boca, ¡ah, la boca! Una simple hendidura que marca el ecuador en la luna de su cara.
Cándida vive en la angustia permanente de saber que es fea, lo que le crea una sensación de impotencia ante la adversidad de verse pospuesta en el aprecio de las gentes. Para colmo, esa fealdad insita, influye en su carácter. Si bien, cuando se olvida de su físico, es una chica con chispa (aunque siempre mordaz) y dicharachera, esto ocurre en tan escasas ocasiones, que su talante, siempre agrio y desagradable, es motivo de que cuente con escasas personas que la aguanten.
Cándida cursa primer año de la carrera de derecho. El compartir las clases con los jóvenes compañeros, que no el trato, despierta en su subconsciente apetencias naturales en cualquier chica de dieciocho años. Sueña con el amor como cualquier hija de vecina. Y la envidia la carcome al observar que Lucía, la más hermosa de la clase, desprecia olímpicamente a cuantos se acercan en demanda de que les prodigue una simple limosna de ese efluvio maravilloso que aúna las almas en un éxtasis compartido.
Entre los despreciados admiradores de Lucía está Carlos. Un bello ejemplar de la raza hominal: alto, de anchas espaldas, caderas estrechas, piernas largas, y rostro de rasgos perfectos. En cuanto Cándida lo ve aparecer, no puede apartar la vista de su persona. Sus ojos actúan como objetivos infrarrojos que traspasaran las telas que cubren las carnes ansiadas de Carlos. Y su mente enfebrecida se goza palpando y besando esa piel adorada, tersa y fina como la de un niño. Más procaz, la mente de Cándida se aventura por aquél rincón sacralizado donde se unen las extremidades y surge erguido el árbol de la vida. Al alcanzar ese idílico adminículo, Cándida nota un flujo enervante que humedece esa parte angosta que se oculta entre sus muslos.
Cándida siente tal atracción por Carlos, que ya en clase y fuera de la clase, despierta y dormida, su presencia se hace sentir de tal manera que todo cuanto le aparta de ese pensamiento pierde interés y subsistencia. Lo único que en su mente se mantiene firme e insobornable es que es fea. Fea sin remedio y que Carlos jamás se fijará en ella.
En vista de lo qué le ocurre, Cándida urde un plan, para, al menos, aunque sólo sea por una sola vez, gozar de ese cuerpo que le enloquece. Se hace amiga de Lucía, no sin vencer el repudio que ésta siempre le ha manifestado. Cuando Cándida ha creído que la amistad entre ambas le permite alguna confianza, entrega un sobre cerrado a Lucia con el ruego de que se lo entregue a Carlos, pero sin que le indique la procedencia. Lucía se ha avenido a cumplir el encargo, y esa misma mañana, al entrar en clase se acerca a Carlos, y sin mediar ninguna explicación le entrega el sobre.
Al ocupar su puesto en la clase, a Carlos le falta tiempo para abrir el sobre, extraer la hoja que contiene y leer la misiva: 'Te espero a las seis de esta tarde en la calle del Fresno número 18. Entra sin llamar, la puerta estará abierta. Dirígete a la habitación del fondo. No enciendas la luz ni se te ocurra hablar. Espero hacerte feliz.'
Carlos se sobresalta. Nota que la sangre fluye a borbotones por todo su cuerpo, que su alma se escapa y el mundo desaparece, y mira con la intensidad de quién adquiere la presencia de la gloria del cielo hacía donde se encuentra Lucía. Ella, atenta, sigue las explicaciones del profesor. Y Carlos llega a pensar en ese manido concepto que el hombre tiene de la mujer: ¡Con qué facilidad disimula!
Carlos lleva rato mirando las saetas del reloj. ¡Dios mío, como tarda en transcurrir el tiempo! Al fin ambas manecillas forman una sola línea vertical, y Carlos emocionado, nervioso, con el corazón galopando como un corcel desbocado, traspone ambas puertas aludidas en el billete amoroso. Una mano que surge de la penumbra lo coge del brazo y lo acerca hacia ella. Carlos tiembla. Le circundan el cuello unos brazos desnudos y una boca sedienta se pega a la suya. Carlos se tambalea, nota como si la tierra desapareciera de sus pies, la angustia le ahoga. Es su amada, esa mujer que conturba sus sueños, que marca sus estados anímicos: alegre, desgraciado, según le sonríe o se muestra esquiva, quién en estos momentos se abraza desnuda a su cuerpo y le besa, y su lengua se abre camino en su boca para lamer todo cuanto encuentra a su paso, y le ayuda a extraer las ropas que cubren su cuerpo.
Ya ambos desnudos, aquellos brazos gentiles le dirigen en la oscuridad hasta el lecho, donde ambos se tienden abrazados. Es ella la que inicia las caricias, pasando la lengua por todo su cuerpo, hasta que se ceba en el pene que él lo siente dolorido por su exacerbación, pero que a medida que la golosa boca lo acaricia y chupa, se va relajando. Cuando Carlos cree hallar la muerte por el excesivo goce, su amada abandona la caricia y se sienta sobre su pubis y con ardiente tesón se introduce el dardo erecto en la estrecha morada, todavía sin estrenar, y de un fuerte empellón logra que ambas piezas se ensamblen y que un placer inconmensurable anude los cuerpos en un abrazo sin fisuras.
Llevan un rato abrazados, sumidos en esa relajante quietud que precede al orgasmo excelso cuando nace del amor. Carlos, que se solaza en la dicha inefable de haber logrado que la mujer que tan apasionadamente ama se haya abierto y entregado a su cariño, piensa que es hora de que la luz alumbre tanta felicidad. Con tiento busca en la cabecera de la cama un interruptor, y aún a trueque de vulnerar la prohibición, al hallarlo aprieta y la bombilla alumbra la estancia.
Una fuerte bofetada resuena como un trueno en la habitación, y Carlos, con cara agria y talante agresivo, se viste a toda prisa, y como si terroríficos fantasmas le persiguieran sale veloz de la estancia. Cándida, con la mejilla dañada por el golpe de la bofetada, sonríe, no obstante, feliz por haber obtenido el placer anhelado, que presiente no volverá a lograr por segunda vez mientras viva.
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