Elisa:
La verdad es, que bien mirado, no sé para que te escribo. ¿Tal vez para explayarme, diciendo que ya no te quiero? ¿Qué todo aquella pasión que durante años me tuvo ciego, ya se ha esfumado? No lo sé. Pero ya que lo hago, quiero explicarte lo que ocurrió a contar de la última carta que te envié, en la cual te anunciaba mi suicidio.
Después de escribir aquella carta, la deposité en el buzón de la esquina de casa. Al volver, pasé por el colmado y compré una docena de limones. Todo lo hacia automáticamente, como si mi mente cabalgara sobre una nube, ajeno por completo a un sentimiento racional. En la cocina de casa preparé la limonada, y tomé del cajón de las medicinas el tarro verde que contiene aquellas pastillas que tu sabes. En el salón me apoltroné en el sofá y con toda parsimonia, como si cumpliera con un rito, fui tragando una a una las pastillas, previo beber un sorbo de limonada para paliar su mal sabor.
Cuando ya llevaba ingeridas casi veinte pastillas, y notaba una languidez que entumecía mis músculos, de golpe sentí como un ramalazo que despertó mi conciencia, y, en escasos segundos, como si se tratara de una secuencia cinematográfica pasada a ritmo rápido, pude contemplar lo que fue nuestra vida en común: tu egoísmo, el carácter dominante, la carencia absoluta de sentimientos, aquella prepotencia que siempre esgrimisteis al tratarme como un pelele. Y lo que más destacaba en ese torvo panorama, tu falta absoluta de cariño hacia mí, que mal podías disimular cuando yo pretendía hacerte una caricia o darte un beso.
De tal forma caló en mí esa verdad tan real, que de golpe me levanté del sofá, corrí al lavabo, y poniendo los dedos en la boca procuré vomitar lo más posible. Aunque un tanto entumecido salí a la calle, y en taxi me desplacé a urgencias del hospital, en donde alegué, para encubrir el suicidio, que por un fuerte dolor de muelas me había excedido en la toma de analgésicos.
Después de un minucioso examen médico, y un drástico lavado de estómago, me han hospitalizado para tenerme en observación por las secuelas que pudieran derivarse.
Y es desde esta habitación hospitalaria, en donde he tenido tiempo sobrado para pensar en lo banal de la vida, las trampas que nos dispensan los sentidos, y lo efímero que resultan los estados de felicidad y de sufrimiento cuando somos dueños de nuestra existencia, que podemos eliminar a nuestro antojo, que he llegado a la conclusión que sufrir por ti, por el amor que en ti puse, por esa pasión que me ha llevado a las puertas de la muerte, ha sido el mayor de los dislates y desatinos que he cometido en mi vida. Tanto más, cuando al verte como ahora te veo, me doy cuenta que no era a ti a quién he amado, sino al amor.
Solo me resta decirte, que puedes vivir tranquila en cuanto a mi persona, pues ahora que te contemplo tal como eres y que la venda que cegaba mis ojos se ha desprendido, dudo que nunca más intente por verte, y si ello ocurriera, para mí no serás más que una desconocida cualquiera, cuya relación o amistad en nada me interesa.
A Jacinto, si quieres, puedes decirle que en el pecado lleva la penitencia. Tal vez ahora no sepa de qué va la cosa. Pero que no se preocupe, que con el tiempo ya se lo encontrará...
Como la culpa de cuanto me ha ocurrido ha sido solo mía, por imbécil, y no tuya, no te guarda ningún rencor,
Ricardo.
La verdad es, que bien mirado, no sé para que te escribo. ¿Tal vez para explayarme, diciendo que ya no te quiero? ¿Qué todo aquella pasión que durante años me tuvo ciego, ya se ha esfumado? No lo sé. Pero ya que lo hago, quiero explicarte lo que ocurrió a contar de la última carta que te envié, en la cual te anunciaba mi suicidio.
Después de escribir aquella carta, la deposité en el buzón de la esquina de casa. Al volver, pasé por el colmado y compré una docena de limones. Todo lo hacia automáticamente, como si mi mente cabalgara sobre una nube, ajeno por completo a un sentimiento racional. En la cocina de casa preparé la limonada, y tomé del cajón de las medicinas el tarro verde que contiene aquellas pastillas que tu sabes. En el salón me apoltroné en el sofá y con toda parsimonia, como si cumpliera con un rito, fui tragando una a una las pastillas, previo beber un sorbo de limonada para paliar su mal sabor.
Cuando ya llevaba ingeridas casi veinte pastillas, y notaba una languidez que entumecía mis músculos, de golpe sentí como un ramalazo que despertó mi conciencia, y, en escasos segundos, como si se tratara de una secuencia cinematográfica pasada a ritmo rápido, pude contemplar lo que fue nuestra vida en común: tu egoísmo, el carácter dominante, la carencia absoluta de sentimientos, aquella prepotencia que siempre esgrimisteis al tratarme como un pelele. Y lo que más destacaba en ese torvo panorama, tu falta absoluta de cariño hacia mí, que mal podías disimular cuando yo pretendía hacerte una caricia o darte un beso.
De tal forma caló en mí esa verdad tan real, que de golpe me levanté del sofá, corrí al lavabo, y poniendo los dedos en la boca procuré vomitar lo más posible. Aunque un tanto entumecido salí a la calle, y en taxi me desplacé a urgencias del hospital, en donde alegué, para encubrir el suicidio, que por un fuerte dolor de muelas me había excedido en la toma de analgésicos.
Después de un minucioso examen médico, y un drástico lavado de estómago, me han hospitalizado para tenerme en observación por las secuelas que pudieran derivarse.
Y es desde esta habitación hospitalaria, en donde he tenido tiempo sobrado para pensar en lo banal de la vida, las trampas que nos dispensan los sentidos, y lo efímero que resultan los estados de felicidad y de sufrimiento cuando somos dueños de nuestra existencia, que podemos eliminar a nuestro antojo, que he llegado a la conclusión que sufrir por ti, por el amor que en ti puse, por esa pasión que me ha llevado a las puertas de la muerte, ha sido el mayor de los dislates y desatinos que he cometido en mi vida. Tanto más, cuando al verte como ahora te veo, me doy cuenta que no era a ti a quién he amado, sino al amor.
Solo me resta decirte, que puedes vivir tranquila en cuanto a mi persona, pues ahora que te contemplo tal como eres y que la venda que cegaba mis ojos se ha desprendido, dudo que nunca más intente por verte, y si ello ocurriera, para mí no serás más que una desconocida cualquiera, cuya relación o amistad en nada me interesa.
A Jacinto, si quieres, puedes decirle que en el pecado lleva la penitencia. Tal vez ahora no sepa de qué va la cosa. Pero que no se preocupe, que con el tiempo ya se lo encontrará...
Como la culpa de cuanto me ha ocurrido ha sido solo mía, por imbécil, y no tuya, no te guarda ningún rencor,
Ricardo.
Última edición por Affelix el Lun 31 Ago 2009, 15:09, editado 1 vez
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