La vida de Horacio Quiroga (El Salto, Uruguay , 1878 – Buenos Aires, 1937) estuvo marcada por el
infortunio y la tragedia. Cuando contaba dos meses de edad (1879), murió su padre al disparársele accidentalmente su escopeta, y años más tarde, su padrastro se suicidó con ese tipo de arma. Una desdichada fatalidad. En 1897 hizo sus primeras colaboraciones en medios periodísticos. A continuación fundó la tertulia de "Los tres mosqueteros" y se inició en las letras bajo el patrocinio de Leopoldo Lugones. En 1900 viajó a París, la meca de los artistas y los intelectuales, y en 1902 mató accidentalmente, con una pistola, a su amigo Federico Ferrando. Nueva fatalidad. Entonces se mudó a Buenos Aires, donde transcurrió la mayor parte de su carrera literaria, siendo personaje conocido, también leídos sus cuentos publicados en revistas y recogidos en libro. En 1903 trabajó como profesor de castellano y acompañó, como fotógrafo, a Leopoldo Lugones en una expedición a la provincia de Misiones. El viaje lo deslumbró y vivió bastantes años en ese lugar, donde encontró el escenario y los personajes de los cuentos que lo hicieron famoso. En 1906 publicó su relato “Los perseguidos”, adelanto de lo que después se conocería como literatura psicológica. En realidad, la carrera literaria de Horacio Quiroga se inició en la poesía, dentro del ámbito del modernismo, con “Los arrecifes de coral”, que pasó sin pena ni gloria, dedicándose entonces a la narrativa. En 1909 se casó Ana María Cirés y ambos fueron a vivir a San Ignacio. Dos años después le nombraron Juez de Paz. En 1915 se suicidó su mujer, otro hecho nefasto, y al año siguiente regresó a Buenos Aires. En 1918 dio a conocer el libro ”Cuentos de la selva”, considerado un clásico de la literatura para niños en América Latina. Le preocupó más el valor expresivo de la palabra que lo puramente gramatical y académico, por lo que algunos críticos le han tachado de “mal escritor”, nada cierto en absoluto. En 1927 contrajo nuevo matrimonio con María Bravo y en 1932 se trasladó otra vez a Misiones, pero cuatro años más tarde, cuando su mujer lo abandonó, volvió a Buenos Aires. Nunca regresó a su ciudad natal, El Salto, la última vez que estuvo fue hacia 1903, tras la desdichada muerte de su amigo Federico Ferrando. "Se dice" que juró no hacerlo por los temibles recuerdos que esa ciudad encerraba. En resumen, una vida dramática, siempre cercana a la estrechez económica, matrimonios conflictivos, experiencias con el hachís y el constante cerco del suicidio, todo lo cual marcó su tarea literaria. Falleció en Buenos Aires el 19 de febrero de 1937, por ingestión voluntaria de cianuro, poco después de enterarse de que sufría de cáncer gástrico. En 1938 se suicidó también Alfonsina Storni, por quien Horacio Quiroga sintiera una profunda pasión. En 1939 se quitó la vida su hija Egle y, años más tarde, su hijo Darío también haría lo mismo. Como en una tragedia griega.
En memoria de este desgraciado escritor traigo aquí dos magníficos y estremecedores cuentos:
EL ALMOHADÓN DE PLUMAS
[Cuento]
Horacio Quiroga
Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter
duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin
embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos
por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo
desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a
conocer.
Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.
Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más
expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la
contenía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del
patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal
impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el
más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de
desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda
la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había
concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en
la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró
insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo
salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro
lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y
Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró
largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa
de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato
escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció
desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole
calma y descanso absolutos.
-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene
una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se
despierta como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha
agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba
visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces
prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia
dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida.
Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La
alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su
mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en
su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio,
y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos
desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado
del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al
rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de
horror.
-¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de
largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las
suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la
alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se
acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En
la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban,
pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio
y siguieron al comedor.
-Pst... -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio... poco
hay que hacer...
-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que
remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad,
pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de
noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar
la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima.
Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la
cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón.
Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban
hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media
voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala.
En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que
salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola
ya, miró un rato extrañada el almohadón.
-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen
de sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la
funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían
manchitas oscuras.
-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil
observación.
-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a
aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se
le erizaban.
-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.
-Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa
del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores
volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta,
llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas,
moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola
viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado
sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla,
chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria
del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no
pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había
vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir
en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles
particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.
H. Quiroga
****
EL HIJO
[Cuento]
Horacio Quiroga
Es un poderoso día de verano en Misiones, con todo el sol, el calor y la calma
que puede deparar la estación. La naturaleza, plenamente abierta, se siente
satisfecha de sí.
Como el sol, el calor y la calma ambiente, el padre abre también su corazón a
la naturaleza.
-Ten cuidado, chiquito -dice a su hijo, abreviando en esa frase todas las
observaciones del caso y que su hijo comprende perfectamente.
-Si, papá -responde la criatura mientras coge la escopeta y carga de cartuchos
los bolsillos de su camisa, que cierra con cuidado.
-Vuelve a la hora de almorzar -observa aún el padre.
-Sí, papá -repite el chico.
Equilibra la escopeta en la mano, sonríe a su padre, lo besa en la cabeza y
parte. Su padre lo sigue un rato con los ojos y vuelve a su quehacer de ese
día, feliz con la alegría de su pequeño.
Sabe que su hijo es educado desde su más tierna infancia en el hábito y la
precaución del peligro, puede manejar un fusil y cazar no importa qué. Aunque
es muy alto para su edad, no tiene sino trece años. Y parecía tener menos, a
juzgar por la pureza de sus ojos azules, frescos aún de sorpresa infantil. No
necesita el padre levantar los ojos de su quehacer para seguir con la mente la
marcha de su hijo.
Ha cruzado la picada roja y se encamina rectamente al monte a través del abra
de espartillo.
Para cazar en el monte -caza de pelo- se requiere más paciencia de la que su
cachorro puede rendir. Después de atravesar esa isla de monte, su hijo costeará
la linde de cactus hasta el bañado, en procura de palomas, tucanes o tal cual
casal de garzas, como las que su amigo Juan ha descubierto días anteriores.
Sólo ahora, el padre esboza una sonrisa al recuerdo de la pasión cinegética de
las dos criaturas. Cazan sólo a veces un yacutoro, un surucuá -menos aún- y
regresan triunfales, Juan a su rancho con el fusil de nueve milímetros que él
le ha regalado, y su hijo a la meseta con la gran escopeta Saint-Étienne,
calibre 16, cuádruple cierre y pólvora blanca.
Él fue lo mismo. A los trece años hubiera dado la vida por poseer una escopeta.
Su hijo, de aquella edad, la posee ahora y el padre sonríe...
No es fácil, sin embargo, para un padre viudo, sin otra fe ni esperanza que la
vida de su hijo, educarlo como lo ha hecho él, libre en su corto radio de
acción, seguro de sus pequeños pies y manos desde que tenía cuatro años,
consciente de la inmensidad de ciertos peligros y de la escasez de sus propias
fuerzas.
Ese padre ha debido luchar fuertemente contra lo que él considera su egoísmo.
¡Tan fácilmente una criatura calcula mal, sienta un pie en el vacío y se pierde
un hijo!
El peligro subsiste siempre para el hombre en cualquier edad; pero su amenaza
amengua si desde pequeño se acostumbra a no contar sino con sus propias
fuerzas.
De este modo ha educado el padre a su hijo. Y para conseguirlo ha debido
resistir no sólo a su corazón, sino a sus tormentos morales; porque ese padre,
de estómago y vista débiles, sufre desde hace un tiempo de alucinaciones.
Ha visto, concretados en dolorosísima ilusión, recuerdos de una felicidad que
no debía surgir más de la nada en que se recluyó. La imagen de su propio hijo
no ha escapado a este tormento. Lo ha visto una vez rodar envuelto en sangre
cuando el chico percutía en la morsa del taller una bala de parabellum, siendo
así que lo que hacía era limar la hebilla de su cinturón de caza.
Horrible caso... Pero hoy, con el ardiente y vital día de verano, cuyo amor a
su hijo parece haber heredado, el padre se siente feliz, tranquilo y seguro del
porvenir.
En ese instante, no muy lejos, suena un estampido.
-La Saint-Étienne...
-piensa el padre al reconocer la detonación. Dos palomas de menos en el
monte...
Sin prestar más atención al nimio acontecimiento, el hombre se abstrae de nuevo
en su tarea.
El sol, ya muy alto, continúa ascendiendo. Adónde quiera que se mire -piedras,
tierra, árboles-, el aire enrarecido como en un horno, vibra con el calor. Un
profundo zumbido que llena el ser entero e impregna el ámbito hasta donde la
vista alcanza, concentra a esa hora toda la vida tropical.
El padre echa una ojeada a su muñeca: las doce. Y levanta los ojos al monte. Su
hijo debía estar ya de vuelta. En la mutua confianza que depositan el uno en el
otro -el padre de sienes plateadas y la criatura de trece años-, no se engañan
jamás. Cuando su hijo responde: "Sí, papá", hará lo que dice. Dijo
que volvería antes de las doce, y el padre ha sonreído al verlo partir. Y no ha
vuelto.
El hombre torna a su quehacer, esforzándose en concentrar la atención en su
tarea. ¿Es tan fácil, tan fácil perder la noción de la hora dentro del monte, y
sentarse un rato en el suelo mientras se descansa inmóvil?
El tiempo ha pasado; son las doce y media. El padre sale de su taller, y al
apoyar la mano en el banco de mecánica sube del fondo de su memoria el
estallido de una bala de parabellum, e instantáneamente, por primera vez en las
tres transcurridas, piensa que tras el estampido de la Saint-Étienne no ha
oído nada más. No ha oído rodar el pedregullo bajo un paso conocido. Su hijo no
ha vuelto y la naturaleza se halla detenida a la vera del bosque, esperándolo.
¡Oh! no son suficientes un carácter templado y una ciega confianza en la
educación de un hijo para ahuyentar el espectro de la fatalidad que un padre de
vista enferma ve alzarse desde la línea del monte. Distracción, olvido, demora
fortuita: ninguno de estos nimios motivos que pueden retardar la llegada de su
hijo halla cabida en aquel corazón.
Un tiro, un solo tiro ha sonado, y hace mucho. Tras él, el padre no ha oído un
ruido, no ha visto un pájaro, no ha cruzado el abra una sola persona a
anunciarle que al cruzar un alambrado, una gran desgracia...
La cabeza al aire y sin machete, el padre va. Corta el abra de espartillo,
entra en el monte, costea la línea de cactus sin hallar el menor rastro de su
hijo.
Pero la naturaleza prosigue detenida. Y cuando el padre ha recorrido las sendas
de caza conocidas y ha explorado el bañado en vano, adquiere la seguridad de
que cada paso que da en adelante lo lleva, fatal e inexorablemente, al cadáver
de su hijo.
Ni un reproche que hacerse, es lamentable. Sólo la realidad fría, terrible y
consumada: ha muerto su hijo al cruzar un... ¡Pero dónde, en qué parte! ¡Hay
tantos alambrados allí, y es tan, tan sucio el monte! ¡Oh, muy sucio! Por poco
que no se tenga cuidado al cruzar los hilos con la escopeta en la mano...
El padre sofoca un grito. Ha visto levantarse en el aire... ¡Oh, no es su hijo,
no! Y vuelve a otro lado, y a otro y a otro...
Nada se ganaría con ver el color de su tez y la angustia de sus ojos. Ese
hombre aún no ha llamado a su hijo. Aunque su corazón clama par él a gritos, su
boca continúa muda. Sabe bien que el solo acto de pronunciar su nombre, de
llamarlo en voz alta, será la confesión de su muerte.
-¡Chiquito! -se le escapa de pronto. Y si la voz de un hombre de carácter es
capaz de llorar, tapémonos de misericordia los oídos ante la angustia que clama
en aquella voz.
Nadie ni nada ha respondido. Por las picadas rojas de sol, envejecido en diez
años, va el padre buscando a su hijo que acaba de morir.
-¡Hijito mío..! ¡Chiquito mío..! -clama en un diminutivo que se alza del fondo
de sus entrañas.
Ya antes, en plena dicha y paz, ese padre ha sufrido la alucinación de su hijo
rodando con la frente abierta por una bala al cromo níquel. Ahora, en cada
rincón sombrío del bosque, ve centellos de alambre; y al pie de un poste, con
la escopeta descargada al lado, ve a su...
-¡Chiquito...! ¡Mi hijo!
Las fuerzas que permiten entregar un pobre padre alucinado a la más atroz
pesadilla tienen también un límite. Y el nuestro siente que las suyas se le
escapan, cuando ve bruscamente desembocar de un pique lateral a su hijo.
A un chico de trece años bástale ver desde cincuenta metros la expresión de su
padre sin machete dentro del monte para apresurar el paso con los ojos húmedos.
-Chiquito... -murmura el hombre. Y, exhausto, se deja caer sentado en la arena
albeante, rodeando con los brazos las piernas de su hijo.
La criatura, así ceñida, queda de pie; y como comprende el dolor de su padre,
le acaricia despacio la cabeza:
-Pobre papá...
En fin, el tiempo ha pasado. Ya van a ser las tres...
Juntos ahora, padre e hijo emprenden el regreso a la casa.
-¿Cómo no te fijaste en el sol para saber la hora...? -murmura aún el primero.
-Me fijé, papá... Pero cuando iba a volver vi las garzas de Juan y las seguí...
-¡Lo que me has hecho pasar, chiquito!
-Piapiá... -murmura también el chico.
Después de un largo silencio:
-Y las garzas, ¿las mataste? -pregunta el padre.
-No.
Nimio detalle, después de todo. Bajo el cielo y el aire candentes, a la
descubierta por el abra de espartillo, el hombre vuelve a casa con su hijo,
sobre cuyos hombros, casi del alto de los suyos, lleva pasado su feliz brazo de
padre. Regresa empapado de sudor, y aunque quebrantado de cuerpo y alma, sonríe
de felicidad.
Sonríe de alucinada felicidad... Pues ese padre va solo.
A nadie ha encontrado, y su brazo se apoya en el vacío. Porque tras él, al pie
de un poste y con las piernas en alto, enredadas en el alambre de púa, su hijo
bienamado yace al sol, muerto desde las diez de la mañana.
H. Q.
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