HABLA JUAN DE MAIRENA A SUS ALUMNOS
XIV
* * *
(De otro discurso).
Es muy posible que el argumento ontológico o prueba de la existencia de
Dios no haya convencido nunca a nadie, ni siquiera al mismo San Anselmo,
que, según se dice, lo inventó. No quiero con esto daros a entender que piense
yo que el buen obispo de Canterbury era hombre descreído, sino que, casi
seguramente, no fue hombre que necesitase de su argumento para creer en
Dios. Tampoco habéis de pensar que nuestro tiempo sea más o menos
descreído porque el tal argumento haya sido refutado alguna vez, lo cual,
aunque fuese cierto, no sería razón suficiente para descreer en cosa tan
importante como es la existencia de Dios. Todo esto es tan de clavo pasado,
que hasta las señoras —como decía un ateneísta— pueden entenderlo. No es
aquí, naturalmente, adonde yo quería venir a parar, sino a demostraros que el
famoso argumento o prueba venerable de la existencia de Dios no es, como
piensan algunos opositores a cátedras de Filosofía, una trivialidad, que pueda
ser refutada por el sentido común. Cuando ya la misma escolástica, que
engendró el famoso argumento, creía haberlo aniquilado, resucita en
Descartes, nada menos, Descartes lo hace suyo y lo refuerza con razones que
pretenden ser evidencias. Más tarde Kant, según es fama, le da el golpe de
gracia, como si dijéramos: lo descabella a pulso en la Dialéctica
transcendental de su Crítica de la razón pura. Con todo, el famoso
argumento ha llegado hasta nosotros, atravesando ocho siglos —si no calculo
mal—, puesto que todavía nos ocupamos de él, y en una clase que ni siquiera
es de Filosofía, sino de Retórica.
Permitid o, mejor, perdonad que os lo exponga brevemente. Y digo perdonad
porque, en nuestro tiempo, se puede hablar de la esencia del queso manchego,
pero nunca de Dios, sin que se nos tache de pedantes. «Dios es el ser
insuperablemente perfecto —ens perfectissimun— a quien nada puede
faltarle. Tiene, pues, que existir, porque si no existiera le faltaría una
perfección: la existencia, para ser Dios. De modo que un Dios inexistente,
digamos, mejor, no existente, para evitar equívocos, sería un Dios que no
llega a ser Dios. Y esto no se le ocurre ni al que asó la manteca». El
argumento es aplastante. A vosotros, sin embargo, no os convence: porque
vosotros pensáis, con el sentido común —entendámonos: el común sentir de
nuestro tiempo—, que «si Dios existiera, sería, en efecto, el ser perfectísimo
que pensamos de Él; pero de ningún modo en el caso de no existir». Para
vosotros queda por demostrar la existencia de Dios, porque pensáis que nada
os autoriza a inferirla de la definición o esencia de Dios.
Reparad, sin embargo, en que vosotros no hacéis sino oponer una creencia a
otra, y en que los argumentos no tienen aquí demasiada importancia.
Dejemos a un lado la creencia en Dios, la cual no es, precisamente, ninguna
de las dos que intervienen en este debate. El argumento ontológico lo ha
creado una fe racionalista de que vosotros carecéis, una creencia en el poder
mágico de la razón para intuir lo real, la creencia platónica en las ideas, en el
ser de lo pensado. El célebre argumento no es una prueba; pretende ser —
como se ve claramente en Descartes— una evidencia. A ella oponéis vosotros
una fe agnóstica, una desconfianza de la razón, una creencia más o menos
firme en su ceguera para lo absoluto. En toda cuestión metafísica, aunque se
plantee en el estadio de la lógica, hay siempre un conflicto de creencias
encontradas. Porque todo es creer, amigos, y tan creencia es el sí como el no.
Nada importante se refuta ni se demuestra, aunque se pase de creer lo uno a
creer lo otro. Platón creía que las cosas sensibles eran copias más o menos
borrosas de las ideas, las cuales eran, a su vez, los verdaderos originales.
Vosotros creéis lo contrario; para vosotros lo borroso y descolorido son las
ideas; nada hay para vosotros, en cambio, más original que un queso de bola,
una rosa, un pájaro, una lavativa. Pero daríais prueba de incapacidad
filosófica si pensaseis que el propio Kant ha demostrado nada contra la
existencia de Dios, ni siquiera contra el famoso argumento. Lo que Kant
demuestra, y solo a medias, si se tiene en cuenta la totalidad de su obra, es
que él no cree en más intuición que la sensible, ni en otra existencia que la
espacio-temporal. Pero ¿cuántos grandes filósofos, antes y después de Kant,
no han jurado por la intuición intelectiva, por la realidad de las ideas, por el
verdadero ser de lo pensado?
—Universalia sunt nomina.
—En efecto, eso es lo que usted cree.
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