por Pascual Lopez Sanchez Mar 13 Jun 2023, 23:45
JUAN DE MAIRENA
HABLA JUAN DE MAIRENA A SUS ALUMNOS
XLII
* * *
Es seguro que Aquiles, el de los pies ligeros, no alcanzaría fácilmente a la
tortuga, si solo se propusiera alcanzarla, sin permitirse el lujo de saltársela a
la torera. Enunciado en esta forma, el sofisma eleático es una verdad
incontrovertible. El paso con que Aquiles pretende alcanzar, al fin, a la
tortuga no tiene en nuestra hipótesis mayor longitud que la del espacio
intermedio entre Aquiles y la tortuga. Y como, por rápido que sea este paso,
no puede ser instantáneo sino que Aquiles invertirá en darlo un tiempo
determinado, durante el cual la tortuga, por muy lenta que sea su marcha,
habrá siempre avanzado algo, es evidente que el de los pies ligeros no
alcanzará al perezoso reptil marino y que continuará persiguiéndolo con
pasos cada vez más diminutos, y, si queréis, más rápidos, pero nunca
suficientes. De modo que el sofisma eleático puede enunciarse en la forma
más lógica y extravagante: «Aquiles puede adelantar a la tortuga sin el menor
esfuerzo; alcanzarla, nunca». Veamos ahora, señor Martínez, en qué consiste
lo sofístico de este razonamiento.
—En suponer —observó Martínez— que Aquiles, al encontrarse en A y la
tortuga en B, daría el paso AB y no el paso AC, un poquito mayor, con el cual
alcanzaría a la tortuga, sin adelantarla, si calculaba exactamente el tiempo
que invierte la tortuga en ir de B a C.
—¿Qué piensa el oyente?
—Que la objeción parece irrefutable. Sin embargo, el cálculo de Aquiles es
de una realización también problemática. Porque el paso de la tortuga es un
asunto privativo de la tortuga, y no hay razón alguna para que sea de una
longitud conocida por Aquiles, antes de realizarse. Si, por cansancio o por
capricho, la tortuga amengua el paso, Aquiles la adelanta; si lo acelera, no la
alcanza. De modo que Aquiles podrá alcanzar a la tortuga por un azar, nada
probable; por cálculo, nunca.
—No está mal. Las objeciones a ese razonamiento nos llevarían muy lejos —
observó Mairena, no sabemos si porque tenía algo que objetar demasiado
sutil o por conservar su prestigio de profesor—. Vamos ahora a nuestro
sofisma del reloj. Una hora bien contada no se acabaría nunca de contar. Si el
tiempo es algo relativo a la conciencia o, como dijo Aristóteles, no habría
tiempo sin una conciencia capaz de contar movimientos —supongamos aquí
los vaivenes de un péndulo—, y estos pueden ser de una frecuencia,
teóricamente al menos, infinita, es evidente que no acabaríamos nunca de
contarlos, y la hora, o el minuto, o la millonésima de segundo que los
contiene sería algo muy parecido a la eternidad.
—Pero la hora —observó Martínez— será siempre una hora: el tiempo que
tarda el minutero en recorrer la totalidad de la esfera de nuestros relojes, que
es el mismo que invierte el segundero en recorrer la suya sesenta veces, y el
mismo que invertiría…
—Conforme, señor Martínez. Pero vamos a lo que íbamos. Nuestro sofisma
puede serlo en el peor sentido de la palabra. Pero lo que yo pretendo poner de
resalto es el carácter interesado, tendencioso, de este sofisma en cuanto va
implícito, a mi juicio, en la invención y en el uso de nuestros relojes.
Convencido el hombre de la brevedad de sus días, piensa que podría
alargarlos por la vía infinitesimal, y que la infinita divisibilidad del espacio,
aplicada al tiempo, abriría una brecha por donde vislumbrar la eternidad.
* * *
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