“La imagen poética de don Luis de Góngora”, por Federico García Lorca (conferencia)
Queridos compañeros: Es muy difícil para mí hablaros de un tema complejo y especializado como este de la poesía gongorina; pero quiero poner toda mi buena voluntad para ver si logro entreteneros un rato con este juego encantador de la emoción poética, tan imprescindible en la vida del hombre cultivado.
No quisiera, como es natural, daros la lata, y para ello he procurado que mi modesto trabajo tenga varios puntos de vista y, desde luego, aportaciones personales en la crítica del gran poeta de Andalucía.
Antes de pasar adelante, ya os supongo a todos enterados de quién era don Luis de Góngora y de lo que es una imagen poética. Todos habéis estudiado Preceptiva y Literatura, y vuestros profesores, con raras y modernas excepciones, os han dicho que Góngora era un poeta muy bueno, que de pronto, obedeciendo a varias causas, se convirtió en un poeta muy extravagante (de ángel de luz se convirtió en ángel de tinieblas, es la frase consabida) y que llevó el idioma a retorcimientos y ritmos inconcebibles para cabeza sana. Eso os han dicho en el Instituto mientras os elogiaban a Núñez de Arce el insípido, a Campoamor, poeta de estética periodística, bodas, bautizos, entierros, viajes en expreso, etc., o al Zorrilla malo (no al magnífico Zorrilla de los dramas y las leyendas), como mi profesor de Literatura, que lo recitaba dando vueltas por la clase, para terminar con la lengua fuera, entre la hilaridad de los chicos.
Góngora ha sido maltratado con saña y defendido con ardor. Hoy su obra está palpitante como si estuviera recién hecha, y sigue el murmullo y la discusión, ya un poco vergonzosa, en torno de su gloria. Y una imagen poética es siempre una traslación de sentido.
El lenguaje está hecho a base de imágenes, y nuestro pueblo tiene una riqueza magnífica de ellas. Llamar alero a la parte saliente del tejado es una imagen magnífica; o llamar a un dulce tocino del cielo o suspiros de monja, otras muy graciosas, por cierto, y muy agudas; llamar a una cúpula media naranja es otra, y así, infinidad. En Andalucía la imagen popular llega a extremos de finura y sensibilidad maravillosas, y las transformaciones son completamente gongorinas.
A un cauce profundo que discurre lento por el campo lo llaman un buey de agua, para indicar su volumen, su acometividad y su fuerza; y yo he oído decir a un labrador de Granada: "A los mimbres les gusta estar siempre en la lengua del río". Buey de agua y lengua de río son dos imágenes hechas por el pueblo y que responden a una manera de ver ya muy cerca de don Luis de Góngora.
Para situar a Góngora hay que hacer notar los dos grupos de poetas que luchan en la Historia de la Lírica de España. Los poetas llamados populares e impropiamente nacionales, y los poetas llamados propiamente cultos o cortesanos. Gentes que hacen su poesía andando los caminos o gentes que hacen su poesía sentados en su mesa, viendo los caminos a través de los vidrios emplomados de la ventana. Mientras que en el siglo XIII los poetas indígenas, sin nombre, balbucean canciones -desgraciadamente perdidas- del sentimiento medieval galaico o castellano, el grupo que vamos a llamar contrario, para distinguirlo, atiende a la francesa y provenzal. Bajo aquel húmedo cielo de oro se publican las canciones de Ajuda y de la Vaticana, donde oímos a través de las rimas provenzales del rey don Dionís y de las cultas canciones de amigo o cantigas de amor -seguramente por olvido de la firma, tan respetada en la Edad Media-, la tierna voz de los poetas sin nombre, que cantan un puro canto, exento de gramática.
En el siglo XV, el Cancionero de Baena rechaza sistemáticamente toda poesía de acento popular. Pero el marqués de Santillana asegura que entre los donceles nobles de esta época estaban muy de moda las canciones de amigo.
Empieza a soplar el fresco aire de Italia.
Las madres de Garcilaso y de Boscán cortan el azahar de sus bodas; pero ya se canta en todas partes y era clásico aquello de:
al alba venid.
Amigo el que más quería,
venid a la luz del día.
Amigo el que más amaba,
venid a la luz del alba,
venid a la luz del día,
non trayáis compañía.
Venid a la luz del alba,
non trayáis gran compaña.
Y cuando Garcilaso nos trae el endecasílabo con sus guantes perfumados, viene la música en ayuda de los popularistas. Se publica el Cancionero musical de Palacio y se pone de moda lo popular. Los músicos recogen entonces de la tradición oral bellas canciones amatorias, pastoriles y caballerescas. Se oyen en las páginas hechas para ojos aristocráticos las voces de rufianes en las tabernas o de las serranas de Avila, el romance del moro de largas barbas, dulces cantos de amigo, monótonas oraciones de ciego, el canto del caballero perdido en la espesura o la queja exquisita de la plebeya burlada. Un fino y exacto paisaje de lo pintoresco y espiritual español.
El insigne Menéndez Pidal dice que el humanismo "abrió" los ojos de los doctos a la comprensión más acabada del espíritu humano en todas sus manifestaciones, y lo popular mereció una atención digna e inteligente, como hasta entonces no había logrado. Prueba de esto es el cultivo de la vihuela y de los cantos del pueblo por grandes músicos, como el valenciano Luis Milán, imitador feliz de El cortesano, de Castiglione, y Francisco Salinas, amigo de fray Luis de León.
Una guerra franca se declaró entre los dos grupos. Cristóbal de Castillejo y Gregorio Silvestre tomaron la bandera castellanista con el amor a la tradición popular. Garcilaso, seguido del grupo más numeroso, afirmó su adhesión a lo que se llamó gusto italiano. Y cuando en los últimos meses del año 1609 Góngora escribe el Panegírico al duque de Lerma, la guerra entre los partidarios del fino cordobés y los amigos del incansable Lope de Vega llega a un grado de atrevimiento y exaltación como en ninguna época literaria. Tenebrosistas y llanistas hacen un combate de sonetos animado y divertido, a veces dramático y casi siempre indecente.
Pero quiero hacer constar que no creo en la eficacia de esta lucha ni creo en lo de poeta italianizante y poeta castellano. En todos ellos hay, a mi modo de ver, un profundo sentimiento nacional. La indudable influencia extranjera no pesa sobre sus espíritus. El clasificarlos depende de una cuestión de enfoque histórico. Pero tan nacional es Garcilaso como Castillejo. Castillejo está imbuido en la Edad Media. Es un poeta arcaizante del gusto recién acabado. Garcilaso, renacentista, desentierra a orillas del Tajo viejas mitologías equivocadas por el tiempo, con una galantería genuinamente nacional descubierta entonces y un verbo de eternidad española.
Lope recoge los arcaísmos líricos de los finales medievales y crea un teatro profundamente romántico, hijo de su tiempo. Los grandes descubrimientos marítimos, relativamente recientes, (romanticismo puro), le dan en el rostro. Su teatro de amor, de aventura y de duelo le afirman como un hombre de tradición nacional. Pero tan nacional como él es Góngora. Góngora huye en su obra característica y definitiva de la tradición caballeresca y de lo medieval para buscar, no superficialmente como Garcilaso, sino de una manera profunda, la gloriosa y vieja tradición latina. Busca en el aire solo de Córdoba las voces de Séneca y Lucano. Y modelando versos castellanos a la luz fría de la lámpara de Roma, lleva a su mayor altura un tipo de arte únicamente español: el barroco. Ha sido una lucha intensa de medievalistas y latinistas. Poetas que aman lo pintoresco y local, y poetas de corte. Poetas que se embozan, y poetas que buscan el desnudo. Pero el aire ordenado y sensual que manda el Renacimiento italiano no les llega al corazón. Porque o son románticos, como Lope y Herrera, o son católicos y barrocos en sentido distinto, como Góngora y Calderón. La Geografía y el Cielo triunfan de la Biblioteca.
Hasta aquí quería llegar en este breve resumen. He procurado buscar la línea de Góngora para situarlo en su aristocrática soledad.
"Mucho se ha escrito sobre Góngora; pero todavía pero todavía permanece oscura la génesis de su reforma poética... " Así empiezan los gramáticos más avanzados y cautelosos cuando hablan del padre de la lírica moderna. No quiero nombrar a Menéndez y Pelayo, que no entendió a Góngora, porque, en cambio, entendió portentosamente a todos los demás. Algunos críticos achacan lo que ellos llaman el cambio repentino de don Luis de Góngora, con cierto sentido histórico a las teorías de Ambrosio de Morales, a las sugestiones de su maestro Herrera, a la lectura del libro del cordobés Luis Carrillo (apología de estilo oscuro) y a otras causas que parecen razonables. Pero el francés M. Lucien Paul Thomas lo achaca a perturbación cerebral y el señor Fitz-maurice-Kelly, dando prueba de la incapacidad crítica que le distingue cuando trata de un autor no clasificado, se inclina a creer que el propósito del poeta de las Soledades no fue otro que el de llamar la atención sobre su personalidad literaria. Nada más pintoresco que estas serias opiniones. Ni nada más irreverente.
El Góngora culterano ha sido considerado en España, y lo sigue siendo por un extenso núcleo de opinión, como un monstruo de vicios gramaticales cuya poesía carece de todos los elementos fundamentales para ser bella. Las Soledades han sido consideradas por los gramáticos y retóricos más eminentes como una lacra que hay que tapar, y se han levantado voces oscuras y torpes, voces sin luz ni espíritu para anatematizar lo que ellos llaman oscuro y vacío. Consiguieron arrinconar a Góngora y echar tierra en los ojos nuevos que venían a comprenderlo durante dos largos siglos en que se nos ha estado repitiendo... "no acercarse, porque no se entiende... " Y Góngora ha estado solo como un leproso lleno de llagas de fría luz de plata, con la rama novísima en las manos esperando las nuevas generaciones que recogieran su herencia objetiva y su sentido de la metáfora.
Es un problema de comprensión. A Góngora no hay que leerlo, sino estudiarlo. Góngora no viene a buscarnos, como otros poetas, para ponernos melancólicos, sino que hay que perseguirlo razonablemente. A Góngora no se le puede entender de ninguna manera en la primera lectura. Una obra filosófica puede ser entendida por unos pocos nada más, y, sin embargo, nadie tacha de oscuro al autor. Pero no; esto no se estila en el orden poético, según parece.
¿Qué causas pudo tener Góngora para hacer su revolución lírica? ¿Causas? Una nativa necesidad de belleza nueva le lleva a un nuevo modelado del idioma. Era de Córdoba y sabía el latín como pocos. No hay que buscarlo en la historia, sino en su alma. Inventa por primera vez en el castellano un nuevo método para cazar y plasmar las metáforas, y piensa, sin decirlo, que la eternidad de un poema depende de la calidad y trabazón de sus imágenes.
Después ha escrito Marcel Proust: "Sólo la metáfora puede dar una suerte de eternidad al estilo".
La necesidad de una belleza nueva y el aburrimiento que le causaba la producción poética de su época desarrolló en él una aguda y casi insoportable sensibilidad crítica. Llegó casi a odiar la poesía.
Ya no podía crear poemas que supieran al viejo gusto castellano; ya no gustaba la sencillez heroica del romance. Cuando para no trabajar miraba el espectáculo lírico contemporáneo, lo encontraba lleno de defectos, de imperfecciones, de sentimientos vulgares. Todo el polvo de Castilla le llenaba el alma y la sotana de racionero. Sentía que los poemas de los otros eran imperfectos, descuidados, como hechos al desgaire.
Y cansado de castellanos y de "color local", leía su Virgilio con una fruición de hombre sediento de elegancia. Su sensibilidad le puso un microscopio en las pupilas. Vio el idioma castellano lleno de cojeras y de claros, y con su instinto estético fragante empezó a construir una nueva torre de gemas y piedras inventadas que irritó el orgullo de los castellanos en sus palacios de adobes. Se dio cuenta de la fugacidad del sentimiento humano y de lo débiles que son las expresiones espontáneas que sólo conmueven en algunos momentos. y quiso que la belleza de su obra radicara en la metáfora limpia de realidades que mueren, metáfora construida con espíritu escultórico y situada en un ambiente extraatmosférico.
Amaba la belleza objetiva, la belleza pura e inútil, exenta de congojas comunicables.
Mientras que todos piden el pan, él pide la piedra preciosa de cada día. Sin sentido de la realidad real, pero dueño absoluto de la realidad poética. ¿Qué hizo el poeta para dar unidad y proporciones justas a su credo estético? Limitarse. Hacer examen de conciencia y, con su capacidad crítica, estudiar la mecánica de su creación.
Un poeta tiene que ser profesor en los cinco sentidos corporales. Los cinco sentidos corporales, en este orden: vista, tacto, oído, olfato y gusto. Para poder ser dueño de las más bellas imágenes tiene que abrir puertas de comunicación en todos ellos y con mucha frecuencia ha de superponer sus sensaciones y aun de disfrazar sus naturalezas. Así puede decir Góngora en su Soledad primera:
coronaban la bárbara cailla,
mientras el arroyuelo para oílla
hace de blanca espuma
tantas orejas cuantas guijas lava.
Y puede decir, describiendo una zagala:
rosas traslada y lirios al cabello,
o por lo matizado, o por lo bello
si aurora no con rayos, sol con flores.
O:
o:
o:
órgano de pluma.
Para que una metáfora tenga vida necesita dos condiciones esenciales: forma y radio de acción. Su núcleo central y una redonda perspectiva en torno de él. El núcleo se abre como una flor que nos sorprende por lo desconocida, pero en el radio de luz que lo rodea hallamos el nombre de la flor y conocemos su perfume. La metáfora está siempre regida por la vista (a veces por una vista sublimada), pero es la vista la que la hace limitada y le da su realidad. Aun los más evanescentes poetas ingleses, como Keats, tienen necesidad de dibujar y limitar sus metáforas y figuraciones, y Keats se salva por su plasticidad admirable del peligroso mundo poético de las visiones. Después ha de exclamar naturalmente: "Sólo la Poesía puede narrar sus sueños". La vista no deja que la sombra enturbie el contorno de la imagen que se ha dibujado delante de ella.
Ningún ciego de nacimiento puede ser un poeta plástico de imágenes objetivas, porque no tiene idea de las proporciones de la NaturaIeza. El ciego está mejor en el campo de luz sin límites de la Mística, exento de objetos reales y traspasado de largas brisas de sabiduría.
Todas las imágenes se abren, pues, en el campo visual.
El tacto enseña la calidad de sus materias líricas. Su calidad... casi pictórica. Y las imágenes que construyen los demás sentidos están supeditadas a los dos primeros.
La imagen es, pues, un cambio de trajes, fines u oficios entre objetos o ideas de la naturaleza. Tiene sus planos y sus órbitas. La metáfora une dos mundos antagónicos por medio de un salto ecuestre que da la imaginación. El cinematográfico Jean Epstein dice que "es un teorema en que se salta sin intermediario desde la hipótesis a la conclusión". Exactamente.
La originalidad de don Luis de Góngora, aparte de la puramente gramatical, está en su método de cazar las imágenes, que estudió utilizando sus dramáticos antagónicos por medio de un salto ecuestre que da el mito, estudia las bellas concepciones de los pueblos clásicos y, huyendo de las montañas y de sus visiones lumínicas, se sienta a las orillas del mar, donde el viento
turquesadas cortinas.
Allí ata su imaginación y le pone bridas, como si fuera escultor, para empezar su poema. Y tanto deseo tiene de dominarlo y redondearlo, que ama inconscientemente las islas, porque piensa, y con mucha razón, que un hombre puede gobernar y poseer, mejor que ninguna otra tierra, el orbe definido y visible de la redonda Tierra limitada por las aguas. Su mecánica imaginativa es perfecta. Cada imagen a veces es un mito creado.
Armoniza y hace plásticos, de una manera a veces hasta violenta, los mundos mas distintos. En sus manos no hay desorden ni desproporción. En sus manos pone como juguetes mares y reinos geográficos y vientos huracanados. Une las sensaciones astronómicas con detalles nimios de lo infinitamente pequeño, con una idea de las masas y de las materias desconocidas en la Poesía hasta que él las compuso.
En su Soledad primera dice (versos 34 a 41):
océano ha bebido,
restituir le hace a las arenas;
y al sol le extiende luego
que, lamiéndole apenas,
su dulce lengua de templado fuego
lento le embiste y con suave estilo
la menor onda chupa al menor hilo.
¡Con qué juicioso tacto está armonizado el Océano, ese dragón de oro del Sol embistiendo con su tibia lengua, y ese traje mojado del joven, donde la ciega cabeza del astro "la menor onda chupa al menor hilo". En estos ocho versos hay más matices que en cincuenta octavas de la Gerusalemme liberata, del Tasso. Porque están todos los detalles estudiados y sentidos como en una joya de orfebrería. No hay nada que dé la sensación del Sol que cae, pero no pesa, como esos versos:
….................................
lento le embiste............
Como lleva la imaginación atada, la detiene cuando quiere y no se deja arrastrar por las oscuras fuerzas naturales de la ley de inercia ni por los fugaces espejismos donde mueren los poetas incautos como mariposas en el farol. Hay momentos en las Soledades que resultan increíbles. No se puede imaginar cómo el poeta juega con grandes masas y términos geográficos sin caer en lo monstruoso ni en lo hiperbólico desagradable.
En la primera inagotable Soledad dice, refiriéndose al istmo de Suez:
y, sierpe de cristal, juntar le impide
la cabeza del Norte coronada
con la que ilustra el Sur, cola escamada
de antárticas estrellas.
(continuará)
.
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