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“Sobre los sentidos” por Carme Riera (La Vanguardia, 29-09-2020)
En la infancia, ya en los primeros cursos escolares, aprendimos que los humanos tenemos cinco sentidos; vista, oído, tacto, gusto y olfato. Hoy loa neurocientíficos aseguran que son más de cinco. Antes de que ellos averiguaran y dieran nombre a más sentidos: nocicepción, sentido del dolor; termorrecepción, sentido del calor; equilibriocepción, sentido del equilibrio; etcétera, la gente hablaba del sentido común -el menos conocido de los sentidos- y del sentido del ridículo, además de un sexto sentido, que solo poseían aquellos capaces de detectar aspectos que los demás éramos incapaces de percibir. Los científicos lo han relacionado con la propiocepción, que implica la capacidad de controlar el cuerpo en el espacio cuando estamos privados de visión, y que se relaciona con un determinado gen.
Más adelante, en la adolescencia, en especial en los colegios religiosos, fuimos advertidos de la falacia de las percepciones sensoriales, frente a la importancia del raciocinio, mucho menos dado al error. En clase de filosofía pudimos documentar todo eso en Platón, cuyo diálogo Fedón reitera, de parte de Sócrates, que los sentidos son engañosos, pertenecen al cuerpo y no al alma, regida por la razón. Así el cristianismo, que tantísimos aspectos tomó de los filósofos griegos, trató de que fueran dominados los embaucadores sentidos, a través de cuya percepción se colaban tantos aspectos pecaminosos, y solo salvó, igual que Platón, la vista y el oído.
A través de la vista se percibía la belleza creada por Dios, tanto si esta pertenecía a la naturaleza como al rostro de la amada. Además, los ojos captaban esos rayos de luz, que derribaron a San Pablo del caballo -aunque en realidad fuera andando- y que después los místicos describieron y que la religión cristiana aceptó como prueba de que Dios enviaba una señal divina a sus elegidos -santa Teresa de Jesús o san Juan de la Cruz-, la luz sagrada de su reconocimiento para que siguieran la vía iniciada.
El sentido de la vista tenía prestigio desde el Evangelio. Los discípulos de Cristo se dan cuenta de que ha resucitado porque lo ven. A dos de ellos se les aparece camino de Emaús y anda con ellos un trecho, y lo cuentan a los demás apóstoles, pero uno, Tomás, no los cree y pide ver las heridas del cuerpo de Jesús con sus propios ojos y palparlas con sus manos, lo que ocurre ocho días después. Se redime así también el tacto. Aunque con palabras atribuidas a Jesús se nos diga: “Has visto y has creído. Bienaventurados los que creyeron sin ver”. La fe es para la religión cristiana, como para tantas otras, la clave. No es necesario comprobar ni razonar, solo creer. La fe se superpone igualmente a cualquier sentido. No obstante, en los Evangelios, el de la vista y el del tacto son superiores al resto. La inclusión del sentido del oído por el que penetra la música y la palabra sagrada me parece una adquisición religiosa, posterior aunque sea fundamental después.
A mi juicio, tiene mucho que ver con los clásicos. Al Apolo tañedor de lira, a la música de las esferas, se superpone la idea de Dios, cuya música acordada sostiene el universo, como escribía Fray Luis.
El sentido más denostado, tanto por los antiguos como por el cristianismo, es el olfato, tal vez porque es el que más nos liga a nuestros orígenes animales. Además, al convertirnos en homínidos erectus nuestras narices se distanciaron del suelo y fueron atrofiándose. El canon literario europeo siguió fielmente las consignas de la tradición occidental, algo que se observa perfectamente cuando los poetas -de Petrarca a Ronsard, de Ausiàs March a Garcilaso_ describen el rostro de sus amadas, de hermosísimos ojos y labios de más o menos rubíes, aunque todas faltas de nariz. La nariz, excepto para la caricatura, no suele mencionarse ni describirse. El “Érase un hombre a una nariz pegado” de aquel “naricismo infinito” del soneto de Quevedo, entra en esa categoría.
Por lo demás, la nariz es la gran ausente de los retratos literarios de los autores del Renacimiento y del barroco. Algo que no deja de ser curioso puesto que el olfato era fundamental en un mundo en que todo, desde las personas hasta las cosas, olían de una manera característica. Para reivindicar el olfato los simbolistas organizaron conciertos de olores, y en algunos museos se han exhibido exposiciones de sugerentes olores que normalmente nos perdemos, sobre todo si vivimos en la ciudad. Solo los perfumistas y algunos enólogos tienen sus pituitarias olfativas desarrolladas, algo de lo que carecemos el resto. La era de los desodorantes en la que vivimos ha hecho estragos en Occidente. Para disfrutar mejor del olfato hay que ir a zonas de otras civilizaciones.
El coronavirus se ha cebado con tres de nuestros sentidos, el olfato, el gusto y en cierto modo el tacto. Las autoridades sanitarias han ordenado que no nos toquemos y que ni siquiera nos acerquemos. De momento, solo nos quedan el oído y la vista. ¿Será la Covid-19 socrática y platónica?
Carme Riera (La Vanguardia, 29-09-2020)
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“Sobre los sentidos” por Carme Riera (La Vanguardia, 29-09-2020)
En la infancia, ya en los primeros cursos escolares, aprendimos que los humanos tenemos cinco sentidos; vista, oído, tacto, gusto y olfato. Hoy loa neurocientíficos aseguran que son más de cinco. Antes de que ellos averiguaran y dieran nombre a más sentidos: nocicepción, sentido del dolor; termorrecepción, sentido del calor; equilibriocepción, sentido del equilibrio; etcétera, la gente hablaba del sentido común -el menos conocido de los sentidos- y del sentido del ridículo, además de un sexto sentido, que solo poseían aquellos capaces de detectar aspectos que los demás éramos incapaces de percibir. Los científicos lo han relacionado con la propiocepción, que implica la capacidad de controlar el cuerpo en el espacio cuando estamos privados de visión, y que se relaciona con un determinado gen.
Más adelante, en la adolescencia, en especial en los colegios religiosos, fuimos advertidos de la falacia de las percepciones sensoriales, frente a la importancia del raciocinio, mucho menos dado al error. En clase de filosofía pudimos documentar todo eso en Platón, cuyo diálogo Fedón reitera, de parte de Sócrates, que los sentidos son engañosos, pertenecen al cuerpo y no al alma, regida por la razón. Así el cristianismo, que tantísimos aspectos tomó de los filósofos griegos, trató de que fueran dominados los embaucadores sentidos, a través de cuya percepción se colaban tantos aspectos pecaminosos, y solo salvó, igual que Platón, la vista y el oído.
A través de la vista se percibía la belleza creada por Dios, tanto si esta pertenecía a la naturaleza como al rostro de la amada. Además, los ojos captaban esos rayos de luz, que derribaron a San Pablo del caballo -aunque en realidad fuera andando- y que después los místicos describieron y que la religión cristiana aceptó como prueba de que Dios enviaba una señal divina a sus elegidos -santa Teresa de Jesús o san Juan de la Cruz-, la luz sagrada de su reconocimiento para que siguieran la vía iniciada.
El sentido de la vista tenía prestigio desde el Evangelio. Los discípulos de Cristo se dan cuenta de que ha resucitado porque lo ven. A dos de ellos se les aparece camino de Emaús y anda con ellos un trecho, y lo cuentan a los demás apóstoles, pero uno, Tomás, no los cree y pide ver las heridas del cuerpo de Jesús con sus propios ojos y palparlas con sus manos, lo que ocurre ocho días después. Se redime así también el tacto. Aunque con palabras atribuidas a Jesús se nos diga: “Has visto y has creído. Bienaventurados los que creyeron sin ver”. La fe es para la religión cristiana, como para tantas otras, la clave. No es necesario comprobar ni razonar, solo creer. La fe se superpone igualmente a cualquier sentido. No obstante, en los Evangelios, el de la vista y el del tacto son superiores al resto. La inclusión del sentido del oído por el que penetra la música y la palabra sagrada me parece una adquisición religiosa, posterior aunque sea fundamental después.
A mi juicio, tiene mucho que ver con los clásicos. Al Apolo tañedor de lira, a la música de las esferas, se superpone la idea de Dios, cuya música acordada sostiene el universo, como escribía Fray Luis.
El sentido más denostado, tanto por los antiguos como por el cristianismo, es el olfato, tal vez porque es el que más nos liga a nuestros orígenes animales. Además, al convertirnos en homínidos erectus nuestras narices se distanciaron del suelo y fueron atrofiándose. El canon literario europeo siguió fielmente las consignas de la tradición occidental, algo que se observa perfectamente cuando los poetas -de Petrarca a Ronsard, de Ausiàs March a Garcilaso_ describen el rostro de sus amadas, de hermosísimos ojos y labios de más o menos rubíes, aunque todas faltas de nariz. La nariz, excepto para la caricatura, no suele mencionarse ni describirse. El “Érase un hombre a una nariz pegado” de aquel “naricismo infinito” del soneto de Quevedo, entra en esa categoría.
Por lo demás, la nariz es la gran ausente de los retratos literarios de los autores del Renacimiento y del barroco. Algo que no deja de ser curioso puesto que el olfato era fundamental en un mundo en que todo, desde las personas hasta las cosas, olían de una manera característica. Para reivindicar el olfato los simbolistas organizaron conciertos de olores, y en algunos museos se han exhibido exposiciones de sugerentes olores que normalmente nos perdemos, sobre todo si vivimos en la ciudad. Solo los perfumistas y algunos enólogos tienen sus pituitarias olfativas desarrolladas, algo de lo que carecemos el resto. La era de los desodorantes en la que vivimos ha hecho estragos en Occidente. Para disfrutar mejor del olfato hay que ir a zonas de otras civilizaciones.
El coronavirus se ha cebado con tres de nuestros sentidos, el olfato, el gusto y en cierto modo el tacto. Las autoridades sanitarias han ordenado que no nos toquemos y que ni siquiera nos acerquemos. De momento, solo nos quedan el oído y la vista. ¿Será la Covid-19 socrática y platónica?
Carme Riera (La Vanguardia, 29-09-2020)
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