María Angélica de Andrade tenía sesenta años. Y un amante, Alejandro, de
diecinueve años.
Todos sabían que el chico se aprovechaba de la riqueza de María Angélica.
Únicamente María Angélica no lo sospechaba.
Empezó así: Alejandro entregaba productos farmacéuticos y tocó el timbre en
la casa de María Angélica. Ella misma abrió la puerta. Deparó con un joven
fuerte, alto, de gran belleza. En vez de recibir la medicina que le había encargado
y pagar el precio, le preguntó, medio asustada con la propia osadía, si no quería
entrar para tomar un café.
Alejandro se sorprendió y dijo que no, gracias. Pero ella insistió. Agregó que
también tenía pastel.
El muchacho titubeaba, visiblemente constreñido. Pero dijo:
—Si es por un rato, entro, porque tengo que trabajar.
Entró. María Angélica no sabía que ya estaba enamorada. Le dio una gruesa
rebanada de pastel y café con leche. Mientras él comía sin sentirse a gusto, ella
extasiada lo miraba. Él representaba la fuerza, la juventud, el sexo abandonado
hace mucho tiempo. El chico acabó de comer y beber, se limpió la boca con la
manga de la camisa. María Angélica no consideró que fueran malos modales:
quedó maravillada, lo vio natural, sencillo, encantador.
—Ya me voy, mi patrón me va a comer vivo si me retraso.
Ella estaba fascinada. Observó que él tenía unas cuantas espinillas en el
rostro. Pero eso no le alteraba la belleza ni su virilidad: las hormonas le hervían.
Ése sí que era un hombre. Le dio una propina muy grande, desproporcionada, que
sorprendió al joven. Y dijo con una vocecita cantante y con contoneos de
muchachita romántica:
—Sólo te dejo salir si me prometes que vuelves. ¡Hoy mismo! Porque voy a
pedir unas vitaminitas en la farmacia…
Una hora más tarde, él estaba de regreso con las vitaminas. Ella se había
cambiado de ropa, se puso una bata de encaje transparente parecida a un kimono.
Se veía la silueta de sus bragas. Le ordenó que entrara. Le dijo que era viuda. Era
la manera de advertirle que era libre. Pero el muchacho no entendía.
Lo invitó a recorrer el bien decorado apartamento, dejándolo con la boca
abierta. Lo llevó a su habitación. No sabía cómo hacer para que él entendiera. Le
dijo entonces:
—¡Deja que te dé un besito!
El muchacho se sorprendió, le ofreció el rostro. Pero ella alcanzó
rápidamente la boca y casi lo devoró.
—¡Señora —dijo el chico nervioso—, por favor, contrólese! ¿Se siente usted
bien?
—¡No me puedo controlar! ¡Yo te amo! ¡Ven a la cama conmigo!
—¡¿Tá loca?!
—¡No estoy loca! O sí: ¡estoy loca por ti! —le gritó mientras quitaba la
colcha morada de la gran cama matrimonial.
Y viendo que él nunca lo entendería, le dijo muerta de vergüenza:
—Ven a la cama conmigo…
—¡¿Yo?!
—¡Te daré un gran regalo! ¡Te regalaré un coche!
¿Coche? Los ojos del chico resplandecieron de codicia.
¡Un coche! Era todo lo que deseaba en la vida. Preguntó desconfiado:
—¿Un Karmann-ghia?
—¡Sí, mi amor, si tú quieres!
Lo que pasó enseguida fue horrible. No es necesario saberlo. María Angélica
—¡Oh, Dios mío, ten piedad de mí, perdóname por escribir esto!—, María
Angélica daba pequeños gritos a la hora del amor. Y Alejandro teniendo que
soportar con asco, con indignación. Se transformó en un insubordinado para el
resto de su vida. Tenía la impresión de que nunca jamás iba a poder dormir con
una mujer. Lo que sucedería en realidad: a los veintisiete años quedó impotente.
Y se volvieron amantes. Él, debido a los vecinos, no vivía con ella. Quiso
vivir en un hotel de lujo: tomaba el desayuno en la cama. Inmediatamente
abandonó el empleo. Se compró camisas carísimas. Consultó a un dermatólogo y
las espinillas desaparecieron.
María Angélica apenas creía en su buena suerte. Poco le importaban las
criadas que casi se reían en su cara.
Una amiga suya le advirtió:
—María Angélica, ¿es que no ves que el muchacho es un bribón? ¿Que nada
más te está explotando?
—¡No admito que a Álex le digas bribón! ¡Él me ama!
Un día Álex tuvo una osadía. Le dijo:
—Voy a pasar unos días fuera de Río con una muchacha que conocí. Necesito
dinero.
Fueron días terribles para María Angélica. No salió de la casa, no se bañó,
apenas se alimentó. Era por obstinación por lo que aún creía en Dios. Porque
Dios la había abandonado. Ella estaba obligada a ser penosamente ella misma.
Cinco días después él regresó, todo pimpante, todo alegre. Le trajo de regalo
una lata de ate de guayaba. Ella al comerlo se rompió un diente. Tuvo que ir al
dentista para que le pusiera uno postizo.
Y la vida transcurría. Las cuentas aumentaban. Alejandro exigente. María
Angélica afligida. Cuando cumplió sesenta y un años de edad él no se presentó.
Quedó sola frente al pastel de cumpleaños.
Entonces, entonces sucedió:
Alejandro le dijo:
—Necesito un millón de cruceiros.
—¿Un millón? —se sorprendió María Angélica.
—¡Sí! —respondió irritado—, ¡un billón de los antiguos!
—Pero… pero yo no tengo tanto dinero…
—Vende el departamento, o entonces vende tu Mercedes, despide al chófer.
—Incluso así no alcanzaría, mi amor, ¡ten piedad de mí!
El joven se enfureció:
—¡Ah, vieja desgraciada! ¡Puerca, vagabunda! ¡Sin un billón no me presto
más a tus bajezas!
Y en un arranque de odio, salió golpeando la puerta de la casa.
María Angélica se quedó de pie ahí. Le dolía todo el cuerpo.
Después lentamente se fue a sentar en el sofá de la sala. Parecía una herida
por la guerra. Pero no había Cruz Roja que la auxiliara. Estaba quieta, muda. Sin
una sola palabra que decir.
—Parece —pensó—, parece que va a llover.
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