.
EN UN PRINCIPIO ERA EL HAMBRE
En un principio fue el hambre. Y la necesidad de unirse, de mantenerse unidos para poder subsistir. De ahí que los pueblos tuvieran que construirse una historia común, un pasado por el que fortalecer su identidad. El poeta se encargó de ello. El poeta no era un oráculo; era un forjador de mitos. Entonados, estos mitos podían memorizarse y transmitirse. De este modo, unidos en una memoria colectiva, el pueblo podía subsistir. La poesía, entonces, en sus inicios, tenía una función política.
Pero fue reemplazada por las teodiceas. Los filósofos se convirtieron en consejeros de los gobernantes y reemplazaron a los cantores y, poco a poco, la poesía fue convirtiéndose en un juego elegante cultivado por los nobles en las tardes ociosas.
Podríamos pensar en el ars poetica como en una degeneración de la actividad poética. Podríamos hablar de una “estetización de la mnemotecnia”. En este proceso, el poeta tomó prestados de la filosofía (que también era cosa de palacio) ciertos hábitos. Por ejemplo, el autor empezó a utilizar la tercera persona del plural para hablar de sí mismo. Contagiado de la metafísica, el poeta se ejercitó en lo universal, ya no con el ejemplo, como correspondía a la poesía épica (a la que se refería Aristóteles), sino con el concepto. Ya no se hacía referencia a aquel personaje apasionado o a aquel otro cuya muerte..., sino que se cantaba al Amor y a la Muerte… Y así hemos llegado a este momento.
Sin embargo, ahora, después de que hayamos tomado conciencia de que la Historia no es ni tiene por qué ser la historia verdadera y de que las metafísicas no pasan de ser ejercicio de lenguaje; ahora, después del desencanto y de la hibridación de los géneros, puede que la poesía, algún tipo de poesía vuelva a sernos necesaria. Pero ¿qué tipo de poesía?, y ¿para qué?
Para volver a entrañarnos. Porque la metafísica no nos ha simplificado la vida ni nos la ha hecho más llevadera. Porque nuestra identidad de pueblo se ha desintegrado en pequeñas cápsulas (unifamiliares, individuales) y seguimos anhelando una unidad mayor. Y, sobre todo, porque ahora, para la conciencia posmoderna, es la existencia misma la que se ha vuelto extraña y probablemente echemos en falta un nuevo “entrañamiento”.
La poesía que la conciencia posmoderna necesita no parece que sea la épica de Homero ni la ingeniosa versificación palaciega de de épocas decadentes. pero tampoco es la poesía metafísica, aquella de la que Aristóteles dijera que es más filosófica que la Historia porque mientras esta atiende a hechos individuales, la poesía atiende a lo universal. Y si de mística tratamos, habrá que entenderla debidamente, al margen de teodiceas y teologías. El poeta que se desprende de los acontecimientos es un metafísico, y el poeta místico, al abandonar su mudez (myein significa enmudecer, y mystikós, enmudecido), es un metafísico que se ignora; desentrañado y proyectado fuera de sí, canta en el lenguaje de su credo. La poesía que necesitamos es aquella capaz de devolvernos la conciencia de una semejanza fundamental, aquella que nos permite el reconocimiento de nuestra común condición en la singularidad de cada acontecimiento. El poeta al que convocamos no habrá de evadirse de lo concreto. Muy al contrario, allá es donde hallará lo esencial: no lo universal, la idea vaciada de accidentes, sino la radical infinitud de cada cosa. El poeta que requerimos será aquel que tenga oído para captar el ritmo, la vibración de un ente, su sonoridad, su peculiar forma de vibrar y la capacidad de transmitirlo.
Este nuevo entrañamiento es algo en realidad muy antiguo. Es la sympatheia de los grigos y la cumpassio de los latinos, y es también karunâ , la capacidad, de la que habla Valmiki en su Ramayana, de experimentar la pena de otro ser. Cabe volver a mencionar la anécdota que este poeta relata al inicio de la epopeya (I, 2, 18), acerca del origen del verso sánscrito. Mientras estaba paseando por la orilla del río, vio a una pareja de garzas apareándose en la rama de un árbol. De repente, el macho cayó traspasado por la flecha de un cazador y la hembra emitió un grito terrible. Este repercutió de tal manera en su corazón que experimentó la misma desolación que le había arrancado al ave aquel grito terrible. Esta compasión, este compadecimiento, estalló entonces en sus labios en forma de poema, por lo que, a esta palabra nacida de la pena (soka), la llamó verso (sloka).
El grito se resolvió en palabra. Halló la manera de traducirse. Así como la cuerda de una guitarra que, sin que nadie la toque, vibra al uni-sono; en el mismo tono que las cuerdas de otra guitarra al ser tañida, así la voz del ave, por resonancia alcanzó al poeta que a su manera, musicalmente, la expresó en la misma tonalidad "páthica". Vocalizó la emoción. La moduló: propagó la vibración.
Algunas teorías indias entienden que el universo se creó por resonancia. La gran exhalación del comienzo se prolongó en las consonantes. La energía neutra del comienzo se significó: modulándose en los signos (en las letras, en su sonoridad) se diversificó.
En el principio (arjé) era el verbo (logos)… (Verbum es el término latino que se empleó para traducir la palabra griega logos cuando éste se identificó con el principio creador del cristianismo.) El verbo es lo que puede ser conjugado. Antes de las diferencias, el logos-verbo es posibilidad de ser. Condensación del sonido, inaudible antes de su expansión.
En un principio fue el verbo, y el verbo se conjugó, y se propagó. Los siglos de los siglos fueron la propagación del primer sonido. El primer sonido fue un acto: el de respirar. Un respirar sin nadie que respirara. Un acto sin sujeto. Un aliento sonoro.
Y el verbo se hizo carne: materia. Se hizo audible. Se “materializó”. El mundo: sonoridad vibrante. La materia: densidad del sonido: velocidad vibratoria.
En un principio fue el verbo y el verbo poetizó: la matriz del mundo es el hueco donde impacta el primer sonido y se gesta el primer poema: la primera construcción (poíesis), la primera articulación.
Sí… puede que esto sea muy bonito. Pero no nos sirve. Ya no nos sirve porque siendo metafísica y porque ahora las palabras son multitud. Los ecos están distorsionados. Los sonidos, como las emociones, se degradan imitándose unos a otros. El kitsch reina por doquier de tal modo que ya nos es difícil saber, de lo que sentimos y pensamos, qué es genuino o impostado, qué hemos aprendido y repetido, qué es emoción y qué lenguaje. Tal vez sea preciso callar. No añadir más palabras a las ya expandidas.
O, tal vez, urdir otro inicio. Digamos, por ejemplo:
"En el principio era el Hambre. Y el Hambre creó a los seres para poder saciarse. Y el Hambre era la muerte para los seres. Inventaron remedios, buscaron curarse, pero el Hambre dijo "odiaos y luchad unos contra otros", para poder saciarse. Y el Hambre introdujo el hambre en los seres, y los seres se mataban entre sí por causa del hambre. Y el hambre era la muerte para los seres".
No parece que quepa, hoy en día, otra poesía que la que diga el hambre. Y el terror. La desolación y la extrañeza. Que lo diga para que nos reconozcamos en ello. En comunidad. Con las cosas. En las cosas. Cosas también nosotros. La identidad colgándonos del hombro como una chaqueta raída.
Luego, como un personaje de Beckett, atender al balbuceo, como mucho.
Sobre todo, atender al silencio, ese silencio: la callada inocencia recobrada, antes del logos, el no saber cargado de compasión por los seres que viven con su hambre.
CHANTAL MAILLARD, Lo que el pájaro bebe en la fuente y no es el agua . Poesía reunida 2004-2020, Galaxia-Gutemberg, 2022.
Leer poemas de Chantal Maillard: https://www.airesdelibertad.com/t42753-chantal-maillard-1951#1005806
EN UN PRINCIPIO ERA EL HAMBRE
En un principio fue el hambre. Y la necesidad de unirse, de mantenerse unidos para poder subsistir. De ahí que los pueblos tuvieran que construirse una historia común, un pasado por el que fortalecer su identidad. El poeta se encargó de ello. El poeta no era un oráculo; era un forjador de mitos. Entonados, estos mitos podían memorizarse y transmitirse. De este modo, unidos en una memoria colectiva, el pueblo podía subsistir. La poesía, entonces, en sus inicios, tenía una función política.
Pero fue reemplazada por las teodiceas. Los filósofos se convirtieron en consejeros de los gobernantes y reemplazaron a los cantores y, poco a poco, la poesía fue convirtiéndose en un juego elegante cultivado por los nobles en las tardes ociosas.
Podríamos pensar en el ars poetica como en una degeneración de la actividad poética. Podríamos hablar de una “estetización de la mnemotecnia”. En este proceso, el poeta tomó prestados de la filosofía (que también era cosa de palacio) ciertos hábitos. Por ejemplo, el autor empezó a utilizar la tercera persona del plural para hablar de sí mismo. Contagiado de la metafísica, el poeta se ejercitó en lo universal, ya no con el ejemplo, como correspondía a la poesía épica (a la que se refería Aristóteles), sino con el concepto. Ya no se hacía referencia a aquel personaje apasionado o a aquel otro cuya muerte..., sino que se cantaba al Amor y a la Muerte… Y así hemos llegado a este momento.
Sin embargo, ahora, después de que hayamos tomado conciencia de que la Historia no es ni tiene por qué ser la historia verdadera y de que las metafísicas no pasan de ser ejercicio de lenguaje; ahora, después del desencanto y de la hibridación de los géneros, puede que la poesía, algún tipo de poesía vuelva a sernos necesaria. Pero ¿qué tipo de poesía?, y ¿para qué?
Para volver a entrañarnos. Porque la metafísica no nos ha simplificado la vida ni nos la ha hecho más llevadera. Porque nuestra identidad de pueblo se ha desintegrado en pequeñas cápsulas (unifamiliares, individuales) y seguimos anhelando una unidad mayor. Y, sobre todo, porque ahora, para la conciencia posmoderna, es la existencia misma la que se ha vuelto extraña y probablemente echemos en falta un nuevo “entrañamiento”.
La poesía que la conciencia posmoderna necesita no parece que sea la épica de Homero ni la ingeniosa versificación palaciega de de épocas decadentes. pero tampoco es la poesía metafísica, aquella de la que Aristóteles dijera que es más filosófica que la Historia porque mientras esta atiende a hechos individuales, la poesía atiende a lo universal. Y si de mística tratamos, habrá que entenderla debidamente, al margen de teodiceas y teologías. El poeta que se desprende de los acontecimientos es un metafísico, y el poeta místico, al abandonar su mudez (myein significa enmudecer, y mystikós, enmudecido), es un metafísico que se ignora; desentrañado y proyectado fuera de sí, canta en el lenguaje de su credo. La poesía que necesitamos es aquella capaz de devolvernos la conciencia de una semejanza fundamental, aquella que nos permite el reconocimiento de nuestra común condición en la singularidad de cada acontecimiento. El poeta al que convocamos no habrá de evadirse de lo concreto. Muy al contrario, allá es donde hallará lo esencial: no lo universal, la idea vaciada de accidentes, sino la radical infinitud de cada cosa. El poeta que requerimos será aquel que tenga oído para captar el ritmo, la vibración de un ente, su sonoridad, su peculiar forma de vibrar y la capacidad de transmitirlo.
Este nuevo entrañamiento es algo en realidad muy antiguo. Es la sympatheia de los grigos y la cumpassio de los latinos, y es también karunâ , la capacidad, de la que habla Valmiki en su Ramayana, de experimentar la pena de otro ser. Cabe volver a mencionar la anécdota que este poeta relata al inicio de la epopeya (I, 2, 18), acerca del origen del verso sánscrito. Mientras estaba paseando por la orilla del río, vio a una pareja de garzas apareándose en la rama de un árbol. De repente, el macho cayó traspasado por la flecha de un cazador y la hembra emitió un grito terrible. Este repercutió de tal manera en su corazón que experimentó la misma desolación que le había arrancado al ave aquel grito terrible. Esta compasión, este compadecimiento, estalló entonces en sus labios en forma de poema, por lo que, a esta palabra nacida de la pena (soka), la llamó verso (sloka).
El grito se resolvió en palabra. Halló la manera de traducirse. Así como la cuerda de una guitarra que, sin que nadie la toque, vibra al uni-sono; en el mismo tono que las cuerdas de otra guitarra al ser tañida, así la voz del ave, por resonancia alcanzó al poeta que a su manera, musicalmente, la expresó en la misma tonalidad "páthica". Vocalizó la emoción. La moduló: propagó la vibración.
Algunas teorías indias entienden que el universo se creó por resonancia. La gran exhalación del comienzo se prolongó en las consonantes. La energía neutra del comienzo se significó: modulándose en los signos (en las letras, en su sonoridad) se diversificó.
En el principio (arjé) era el verbo (logos)… (Verbum es el término latino que se empleó para traducir la palabra griega logos cuando éste se identificó con el principio creador del cristianismo.) El verbo es lo que puede ser conjugado. Antes de las diferencias, el logos-verbo es posibilidad de ser. Condensación del sonido, inaudible antes de su expansión.
En un principio fue el verbo, y el verbo se conjugó, y se propagó. Los siglos de los siglos fueron la propagación del primer sonido. El primer sonido fue un acto: el de respirar. Un respirar sin nadie que respirara. Un acto sin sujeto. Un aliento sonoro.
Y el verbo se hizo carne: materia. Se hizo audible. Se “materializó”. El mundo: sonoridad vibrante. La materia: densidad del sonido: velocidad vibratoria.
En un principio fue el verbo y el verbo poetizó: la matriz del mundo es el hueco donde impacta el primer sonido y se gesta el primer poema: la primera construcción (poíesis), la primera articulación.
Sí… puede que esto sea muy bonito. Pero no nos sirve. Ya no nos sirve porque siendo metafísica y porque ahora las palabras son multitud. Los ecos están distorsionados. Los sonidos, como las emociones, se degradan imitándose unos a otros. El kitsch reina por doquier de tal modo que ya nos es difícil saber, de lo que sentimos y pensamos, qué es genuino o impostado, qué hemos aprendido y repetido, qué es emoción y qué lenguaje. Tal vez sea preciso callar. No añadir más palabras a las ya expandidas.
O, tal vez, urdir otro inicio. Digamos, por ejemplo:
"En el principio era el Hambre. Y el Hambre creó a los seres para poder saciarse. Y el Hambre era la muerte para los seres. Inventaron remedios, buscaron curarse, pero el Hambre dijo "odiaos y luchad unos contra otros", para poder saciarse. Y el Hambre introdujo el hambre en los seres, y los seres se mataban entre sí por causa del hambre. Y el hambre era la muerte para los seres".
No parece que quepa, hoy en día, otra poesía que la que diga el hambre. Y el terror. La desolación y la extrañeza. Que lo diga para que nos reconozcamos en ello. En comunidad. Con las cosas. En las cosas. Cosas también nosotros. La identidad colgándonos del hombro como una chaqueta raída.
Luego, como un personaje de Beckett, atender al balbuceo, como mucho.
Sobre todo, atender al silencio, ese silencio: la callada inocencia recobrada, antes del logos, el no saber cargado de compasión por los seres que viven con su hambre.
CHANTAL MAILLARD, Lo que el pájaro bebe en la fuente y no es el agua . Poesía reunida 2004-2020, Galaxia-Gutemberg, 2022.
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