Se le rompió el tractor: alguna vez tenía que pasar. Fracasó la cosecha: el tiempo no ayudó.
Pero cuando la desgracia atacó a la vaca, y el ternero nació muerto, Antonio lo tuvo claro:
los vecinos le habían echado el mal de ojo.
Mal de ojo simple, no podía ser. Demasiada eficiencia. Antonio llegó a la conclusión de que
sus enemigos emitían el maleficio desde un aparato electrónico, que parecía televisor pero no era.
Buscó el ojo tecnológico en todo el pueblo de Ambia, estudiando las antenas casa por casa. No lo
encontró.
No tuvo más remedio que mudarse a una casa metida en el monte, donde no había
electricidad.
Rodeó su fortaleza con hojas de acebo, dientes de ajo, botellas rellenas de pan y un gran
collar de sal todo alrededor; y la tapizó, por dentro, con cruces de todos los tamaños y fotos de los
más famosos jugadores de fútbol de Galicia.
Y en la puerta clavó el cuchillo de cortar envidias.
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