DE MÍ Y DE MI POESÍA, por Miquel Martí y Pol
(Discurso pronunciado en la Universitad Autónoma de Barcelona, con motivo de la concesión del título de doctor honoris causa, el 14 de abril de 1999) (Extraido de la obra “¿Què es poesia”, de Miquel Martí i Pol, Editorial 62, Barcelona, 2000)
Mi abuela materna -la madrina para mis hermanos y para mí-, que era una mujer que no sabía leer ni escribir pero tenía un envidiable talento natural, hablaba un catalán limpísimo y siempre tenía una que decir; ante un acontecimiento inesperado y sorprendente a veces decía: lo que no pasa en un año, pasa en un instante. Pues bien, el dicho de la madrina me vino enseguida a la memoria cuando esta universidad me hizo saber que había decidido conferirme el título de doctor honoris causa, con la diferencia de cambiar el año de que hablaba la madrina por los setenta que cumplí el mes pasado, cosa que dejaba el dicho con un explícito: lo que no ha pasado en setenta año, pasa en un instante.
Confieso sin tapujos que mi presencia en esta tribuna me desconcierta un poco y me azora bastante. Para alguien como yo, que hasta ahora sólo podía exhibir un triste certificado de estudios primarios, acceder al diploma de doctor quiere decir experimentar una emoción profunda, casi traumática. Recibir este título es casi provocativo, pero cuando menos por respecto al alta institución que me lo concede lo acepto con gozo y con confianza, y quiero manifestar de una manera pública mi agradecimiento a la Universidad Autónoma de Barcelona y dar las gracias al profesor Jaume Aulet por su generosa disertación.
Como sé que la posibilidad de vivir este momento me la ha ha ofrecido la práctica de la poesía, he pensado que lo más prudente será que hable de este género literario que hace tantos años que me acompaña. Lo haré, sin embargo, con la intención de explicar un poco qué tipo de intimidad he mantenido a lo largo de bastante más de cincuenta años de escribir poesía, qué interrelación pienso que ha tenido con mi vida, cómo la he entendido y cómo la entiendo, etc.; tomando como punto de referencia varios momentos que yo, mirándolo desde aquí, considero que han tenido una importancia considerable en mi desarrollo tanto personal como poético. Esta exposición, que quiere tender a poner de manifiesto el tejido profundo y sutil que me ha hecho tal como soy, espero que confiera agilidad a mi discurso y, de paso, lo exima de cualquier tipo de pedantería. Esto por una parte; pero hay algo más: quiero aprovechar esta oportunidad única para convocar a personas amigas con las cuales he compartido experiencias, aficiones, sueños, vivencias, etc., a veces de una manera muy intensa, para sentirme aquí acompañado por ellos como me he sentido en otros momentos de mi vida y, al mismo tiempo, para rendirles el homenaje de mi recuerdo y de mi afecto en un momento tanto importando para mí.
En una entrevista por escrito que me hicieron ya hace unos cuantos años los chicos y chicas de una escuela, uno me preguntó: “¿Cuándo decidió hacerse poeta?” La pregunta, ingenua si ustedes quieren, me hizo pensar y todavía la recuerdo. ¿Había decidido yo, nunca, hacerme poeta? Se pueden decidir estas cosas? Y yendo más allá, ¿se puede uno hacer poeta? La respuesta a todas estas preguntas, al menos en mi caso, era y es negativa. Yo nunca he decidido hacerme poeta. En todo caso, lo soy por no sé qué extraño privilegio quien sabe si inmerecido. Con esto quiero decir -y lo digo con toda la humildad y también con toda dignidad- que en mi dedicación a la poesía conviven, no sé si a partes iguales, la inmanencia y la tenacidad. En mi opinión, la predisposición para la práctica de la poesía forma parte de la manera de ser de determinadas personas, y de ellas depende convertir esta predisposición en una actitud singular que las caracterice. Nunca me ha preocupado descubrir los orígenes de mi dedicación preferente a esta rama de la literatura, e incluso confieso que me sabría mal que algún genetista avispado me revelara las causas, cuando menos porque me sentiría desposeído de un misterio íntimo, el morbo del cual hace muchos años que me acompaña y a veces me conforta.
Con este sentimiento, pues, pero no tan definido cono ahora, y sin ningún antecedente familiar que lo avalara, escribí mis primeros versos a los trece o catorce años, es decir, en 1942 o 1943. Escribía en lengua castellana, la lengua hegemónica después que tres años antes se hubiera acabado la guerra civil, omnipresente y todopoderosa en los libros, en los medios de comunicación, en el cine, en el teatro, en los actos oficiales, en la escuela, etc., y que yo, ingenuamente, consideré durante dos o tres años mi lengua de expresión cultural, a pesar de que nunca fuera la lengua vehicular ni en mi entorno familiar ni en mi pueblo. En esta misma época, exactamente el mes de mayo de 1943, tres meses después de haber cumplido los catorce años, empecé a trabajar en las oficinas de la empresa Tecla Sala e hijos, la misma en la cual ya hacía años que trabajaba mi madre. El ingreso en la fábrica no favoreció para nada el cambio de lengua, que hice un par de años más tarde, dado que toda la documentación, cartas incluidas, se redactaba en la lengua oficial, pero sí que me sirvió para comprender, con tiempo y paciencia, quién era y de dónde vendía, a qué clase social pertenecía y cuál era de verdad mi gente. Ahora, cincuenta y seis años más tarde, no solamente no he abdicado de aquella pertenencia, sino que la proclamo e incluso me enorgullezco.
Un factor determinante en mi cambio de lengua, además del entorno personal y social, fueron mis amigos. El mío es un pueblo pequeño, y cincuenta y cuatro o cincuenta y cinco años atrás estaba pésimamente comunicado. La relación con mis amigos, sin embargo, era muy intensa y yo tuve la suerte de encontrar, en la escuela primero y en actividades diversas después, gente que compartía mis aficiones. De aquella época me viene la amistad con Emili Teixidor. Con él y con tres o cuatro muchachos más nos reuníamos cada domingo en casa de un poeta mucho más mayor que nosotros, Josep Clarà. Fue este hombre quien me dejó los primeros libros en catalán, quién me regaló, desprendiéndose él, una gramática catalana de Rosa Obradors, y quien propició mis primeros contactos con Miquel Arimany, que, al tener parientes en Roda, venía de vez en cuando. Las lecturas, el estudio y las amables controversias dominicales, continuadas más tarde en casa con Emili y Miquel Obiols, canalizaron mi dedicación a la literatura en general y a la poesía en particular y me hicieron descubrir ya irrenunciablemente mi propia lengua que siempre había oido hablar, que siempre había hablado, pero que la represión franquista por un lado y por otro la ignorancia, el temor o la estupidez me habían hecho dejar un poco de lado.
Me he detenido expresamente en estos aspectos de mi biografía porque los considero fundamentales para poner de manifiesto aquel tejido profundo y sutil de que hablaba poco antes. El cambio de lengua, al menos en mi caso, era un paso estrictamente imprescindible para configurarme no sólo como poeta sino como persona. Mi absurda y ridícula diglosia habría sido un estorbo en mí mismo con el cual habría topado siempre.
Instalado definitivamente en mi lengua, escribí mucho y leí tanto como mis posibilidades económicas y mi tiempo me permitían. Siempre he considerado que aquellos primeros años de práctica casi apasionada de la poesía tuvieron una influencia decisiva en la consolidación de mi vocación o, si se quiere, de mi hacerme poeta. Fueron unos años muy intensos a todos los niveles, tanto en la voluntad de aprender y de expresarme, como en la investigación o en la imaginación. A dieciséis, diecisiete, dieciocho años, todo se hace con entusiasmo y me atrevería a decir que lo que yo hacía todavía exigía una entrega más absoluta atendidas las circunstancias en que había que hacerlo. No osaría afirmar, sin embargo, que entonces me diera cuenta de la significación de aquellas actitudes que la madrina, afectuosamente, calificaba de alocadas. El paso de los años me ha proporcionado la perspectiva suficiente para evaluar aquella época con todo lo que considero que tuvo de positivo y, ¿por qué no?, también de negativo. El estudio, por ejemplo, era un componente imprescindible si quería mirar de adquirir una seguridad expresiva de la cual me sentía carente. Mi aprendizaje de la lengua lo compaginé, pues, con el trabajo en la fábrica, porque en la escuela me habían escamoteado una serie de conocimientos básicos que me hacían falta no tan sólo para expresarme, sino para ensayar de comprender y de comprenderme. Mallarmé decía que la poesía no se hace con ideas, sino con palabras, y lo que yo intentaba entonces era recuperar las palabras para poder escribir poesía, y, quizás contradiciendo un poco al gran poeta francés, expresar unas ideas. Nunca he entendido la poesía como un refugio o como un juego. Para mí siempre ha sido uno combate cuerpo a cuerpo conmigo mismo, una apuesta a todo o nada, un riesgo absoluto, y posiblemente por esto cuando más satisfecho me ha dejado lo que he escrito ha sido cuando me he sentido implicado en cuerpo y alma, es decir, cuando, como escribí ya hace un montón de años, en cada palabra me jugaba la existencia. Ésta, evidentemente, es una manera como otra de entender la práctica de la poesía, pero yo confieso con la mayor honestidad que siempre he seguido el camino de lo que podríamos llamar compromiso casi existencial entre vida y obra, cuando menos porque nunca he tenido ni capacidad, ni dominio, ni oficio, ni -digámoslo todo- ganas de disociarlas.
No querría de ninguna manera que tras todo lo que llevo dicho alguien pudiera pensar que estoy buscando que se me compadezca. Bien al contrario: me limito a exponer unos hechos en la línea del planteamiento inicial de mi discurso. De hecho, aquellos años fueron particularmente alentadores y bastante gratificantes, y ahora constato que ni siquiera los afectó profundamente una gravísima tuberculosis pulmonar que intempestivamente me visitó cuando tenía diecinueve años. Esta enfermedad era bastante corriente entonces entre la gente joven, marcada por las penurias de la guerra y de la posguerra, y yo no me escapé. El tratamiento, largo y penoso, me obligó a pasar un año prácticamente inmovilizado en la cama, a tardar un par más para poder hacer vida digamos normal y cinco o seis para poder considerarme curado. Si lo digo, sin embargo, es para remarcar que el año de inmovilidad total, sobre todo, y también los dos años de inmovilidad relativa me permitieron leer intensamente y escribir con un sorprendente entusiasmo, una vez superada la depresión física y psicológica de los primeros meses. Por otro lado, fue precisamente en aquella época cuando se me agudizó hasta extremos casi escandalosos la tendencia a la fabulación, a apoyarme en el imaginario y a usarlo como componente esencial de mi manera de ser. También es posible que ayudaran, según me dijo años después un experto, las características de mi signo zodiacal (Piscis, para servirles). Con todo, yo siempre he acogido con satisfacción esta característica de mi talante y siempre la he tenido como un componente casi diría sustancial de mi poesía. Fabular, imaginar, en cierta manera es prever. La poesía, en mi opinión, no predice el futuro, pero a menudo lo anuncia, no por la capacidad profética del poeta, sino por su compromiso íntimo con el absoluto de si mismo. La poesía, la buena poesía, mantiene una sorprendente vigencia a pesar del paso de los años, y a mí siempre me ha parecido que esta extraña vitalidad le venía por un lado del imaginario y, por otro, de la tensión extrema a que somete las palabras, una tensión que no se da en ninguno otro género literario y que yo creo que muy a menudo se escapa del control inmediato del poeta, a pesar de que nunca lo niega ni lo descalifica si el poeta es honesto y exigente. La poesía, de hecho, es inexplicable. Entenderla o no entenderla, mejor dicho, aceptarla o no aceptarla es una cuestión de sensibilidad y de confianza, fruto, al fin y al cabo, de la educación y sobre todo de la práctica voluntariosa de la lectura.
Todavía estaba en pleno tratamiento de la tuberculosis cuando en diciembre de 1953 me concedieron el premio Osa Menor de poesía, el que ahora se denomina premio Carles Riba. Yo tenía veinticuatro años y aquello significaba que, además de cobrar las cinco mil pesetas del premio, se publicaría mi primer libro. Me presenté al concurso con la aquiescencia de Miquel Arimany y fue él quien me telefoneó a la fábrica para hacerme saber que había resultado ganador. El libro premiado -Paraules al vent- se publicó a mediados de 1954. Antes, sin embargo, había establecido dos contactos importantes a raíz de dos lecturas que hice: una en Barcelona, y otra en Vic, las dos durante los primeros meses del año. En Barcelona conocí a Josep M. Castellet, que fue quién me presentó; en Vic me puse por primera vez en contacto con los componentes del Grupo de Vic -Pozos, Serrallonga, Torrents, Junyent, Cotrina, etc. Más tarde, como consecuencia de mi participación en el Certamen Poético de Cantonigròs, conocí a Jordi Sarsanedas. Estos conocimientos, hechos casi simultáneamente los dos primeros, y pocos meses después el otro, tuvieron para mí una significación muy especial. Primeramente, generaron una profunda amistad, que en muchos casos todavía dura. Esto sólo quizás ya justificaría que ahora lo hubiera mencionado. Pero, hubo más. Gracias a Josep M. Castellet pude leer poesía y sobre todo novela europea y norteamericana, a la cual desde mi pueblo, cuarenta y cinco años atrás, no habría tenido acceso. Pacientemente y con una exquisita regularidad, Castellet me enviaba paquetes de libros que yo le volvía puntualmente. La posibilidad de leer autores importantes inasequibles a mi limitadísima autonomía económica, redondeaba, quizás sin proponérselo, una maestría que todavía agradezco. Con Jordi Sarsanedas compartí vivencias muy íntimas, largas y provechosas discusiones, intercambio de libros y actividades de índole muy diversa, que sin ningún tipo de duda me ayudaron a comprender cosas y, además, a comprenderme a mí mismo. Pero seguramente el impacto más profundo e intenso sobre mi actividad poética vino del Grupo de Vic y sobre todo de Antoni Pozos, con quién mantuve una gran amistad hasta el momento de su muerte. Envidiablemente formado en humanidades, gran conocedor de la poesía de todos los tiempos, tanto de aquí como de afuera, exigente y riguroso en el uso de la lengua, fue para mí una fuente inagotable de descubrimientos y una piedra de toque que desde el primer momento me obligó a mantener una voluntad constante de superación. Antoni Pozos se convirtió, de hecho, en mi mentor, y yo no empecé a sentirme algo más seguro hasta que él, un día que paseábamos junto al santuario de la Gleva, me dijo, con el desembarazo que lo caracterizaba, que ya podía andar solo. Esto debía de ser a finales de los años cincuenta, una época en qué dos peripatéticos como él y yo todavía podían pasear por una carretera llamada general, aprovechando la sombra de los plátanos y sin ningún temor de ser atropellados por un automóvil.
Recuerdo la década de los sesenta como un tiempo de una actividad casi frenética en ámbitos muy diversos, siempre con el trasfondo implícito de la lucha contra la dictadura. Hablo de mí, claro está y lo remarco para evitar confusiones. Con las limitaciones que me imponía el hecho de vivir en un pueblo, en aquella época hice de todo, desde traducir hasta cantar en público, pasando por dirigir sesiones de cineforum, pronunciar conferencias, impartir cursillos, enseñar catalán, colaborar en revistas, etc., además de trabajar ocho horas cada día en la fábrica y escribir poemas. En el terreno de mi poesía se había producido un cambio importante. A mediados de los años cincuenta había empezado a escribir sobre temas más inmediatos y explícitos, y lo hacía con un lenguaje y sirviéndome de unas formas mucho más asequibles y comprometidas, en la línea de lo que más tarde se llamó realismo social. No seguía ninguna moda ni obedecía a ningún dictado. Escribía, como siempre, sobre lo que sentía y lo que vivía, sin dogmatismo ni prepotencia, ensayando convertir en expresión poética la experiencia íntima del día a día, con la máxima dignidad, con la máxima sencillez. No renuncié nunca a los recursos de las imágenes, de las metáforas, ni olvidé la sonoridad y el ritmo, componentes esenciales, en mi opinión, del poema. Tenía siempre presente la afirmación de Ezra Pound: “La poesía se aleja de la poesía cuando se aleja de la música”, pero, en mi caso al menos, la ética comprometía y arrastraba la estética, semejantemente a como lo había hecho en épocas anteriores y como lo hace todavía hoy, a pesar de que las formulaciones, los resultados, es decir, los poemas, pudieran tener, antes y ahora, un tono diferente al de los de la época de que hablo. La evolución de cualquier persona se manifiesta, entre otras cosas, en su lenguaje, tanto en cuanto al contenido como en cuanto al continente. Matices a veces muy sutiles señalan inflexiones bastante significativas que no son sino referentes del propio desarrollo. Cambiar no quiere decir destruirse, al menos en cuanto a la psicología, al talante, y por eso la mejor manera de madurar en este terreno -la única diría yo- es incorporar constantemente la vida vivida a esto que solemos decir experiencia o conocimiento, sin olvidar nunca, sin embargo, que, como decía Confucio, “el verdadero conocimiento consiste en conocer la extensión de la propia ignorancia”.
Pero, volviendo a mi poesía, quiero añadir más consideraciones. De hecho, el cambio que tuvo lugar en mi expresión poética a mediado de los años cincuenta era la primera modificación importante -casi diría sustancial- que me afectaba desde que había cambiado de lengua. No se trataba, aun así, de un cambio suscitado por un tipo de generación espontánea, sino de la relativa culminación de un largo proceso de desavenencias conmigo mismo, de crisis íntimas, de dudas y de vacilaciones. Hace un rato hablaba de como el trabajo de la fábrica me había servido para adquirir conciencia de clase, una expresión bastante desprestigiada pero que a mí no me hace ninguna vergüenza utilizar, puesto que saber quién era, de donde venía y sobre todo donde podía ir, me ayudó a tocar de pies al suelo. Coincidiendo con este descubrimiento, se me plantearon problemas aún más íntimos, de índole religiosa, que me obligaron a tomar decisiones radicales para no sentirme digamos descolocado de mí mismo. Todo esto pasaba durante mi primera juventud, simultáneamente al proceso tuberculoso del que he hablado antes, y todo junto propició un cambio de actitudes y de lenguaje que afectó decisivamente a mi poesía. Por eso decía que no seguía ninguna moda ni obedecía ningún dictado. La coincidencia de estos hechos y del cambio de registro expresivo que generaron en mí, con movimientos y tendencias que afectaron la expresión poética en todo Europa, fue, quizás, una pura simultaneidad, o tal vez la manifestación de aquello que alguien ha denominado el inconsciente universal, que hace que, sorprendentemente, dos personas situadas en las antípodas reaccionen de manera prácticamente igual ante fenómenos muy parecidos. Hablo, claro, de experiencias anteriores a la avalancha actual de informaciones y de noticias que no sé si decir que nos acompañan o que nos entorpecen. No pretendo haber descubierto nada, evidentemente, sólo he mirado de situar digamos históricamente un cambio que yo considero muy importante en mi evolución como poeta. He de añadir también que, cuantitativamente, mi producción poética durante la década de los sesenta no fue muy abundante, pero todavía la releo sin que me suban demasiado los colores a la cara.
La mayor parte de las actividades de que he hablado últimamente sufrieron un frenazo casi traumático a principios de los años setenta, cuando recibí otra visita intempestiva: la de la esclerosis múltiple que me acompañará hasta que me muera. Hace muchos años, un amigo mío quiromántico me anunció que padecería dos graves enfermedades, pero que llegaría a ser muy viejo. De momento sus pronósticos se están cumpliendo: la esclerosis es mi segunda gran enfermedad, cosa que me da una cierta seguridad de cara al futuro, y el mes pasado hice setenta años, una edad provecta, para decirlo eufemísticamente. Pero, dejando de lado las anécdotas, vale la pena de remarcar que la parada forzosa de mi actividad digamos exterior no afectó seriamente mi dedicación a la poesía. Pasado un tiempo de lógico desconcierto, volví a escribir con un -para mí al menos- sorprendente entusiasmo. Sobre este hecho se han formulado muchas hipótesis. La función terapéutica de la poesía encuentra fácilmente adeptos, pero a mí me parece que es casi imposible establecer de manera fiable una relación de causa/efecto, cuando menos por la singularidad de cada caso y también porque, como dice José Hierro, “la poesía se escribe cuando ella quiere, no cuando tú quieres”. Sin menospreciar la importancia que tuvieron mis aficiones en el larguísimo proceso de aceptación de la enfermedad, un proceso, por otro lado, nunca culminado, sin despreciar, repito, la relación que algunos han establecido entre una y otra cosa, ponderando amablemente mi capacidad de superación, la encuentro muy cariñosa pero romántica. Yo ya hace muchos años que he renunciado a averiguar la motivación profunda que empuja a escribir y por eso decía que acogí con sorpresa mi entusiasmo, una sorpresa que espero que no me abandone.
Además de esta especulación, hay una pregunta que me ha perseguido bastante estos últimos años. ¿Habrías escrito cómo escribes si no hubieras estado enfermo?, me han preguntado a menudo. Mi respuesta ha sido siempre que no lo sé, pero que supongo que del todo no. Me explicaré. En términos generales, yo veo mi poesía de estos últimos años -de los setenta a hoy- muy ligada a la problemática de la que había escrito inmediatamente antes, es decir, un poco antes de los sesenta y durante esta década, persisten los temas casi inevitables desde que la poesía es poesía, aliñados con una carga de significación política, de exigencia íntima y de predisposición al análisis hasta extremos quizás angustiosos. De hecho, mi poesía, buena o loca como decía la madrina, siempre ha estado dominada por estas constantes, siempre ha reflejado un talante inquisidor que se afana en comprender y en explicarse, y nunca ha rehuido los por qué que dicen que son el origen de la filosofía y el símbolo de la ingenuidad. El componente digamos mediático que aporta mi peculiar situación es, me parece, un complemento bastante circunstancial. El yo tiquismiquis que hay en mí, siempre ha dominado los otros “yos” que conviven con él, y mejor que haya sido así, porque si no me temo que no me habría dedicado a la poesía y, en consecuencia, ahora difícilmente contaría con la atención de todos ustedes. Desde lo respetable de mi avanzada edad, reivindico el poeta que soy, tan limitado como se quiera, porque sólo desde esta perspectiva puedo asumir y ensayar comprender al hombre que hace setenta años que convive con él, que lo sostiene, lo critica y lo soporta en una extraña simbiosis de entusiasmo y de fatalidad, de amor y de odio.
Tal como he hecho en otros tramos de este discurso, ahora quiero evocar el recuerdo de dos personas, dos grandes poetas en este caso, con los cuales mantuve una relación bastante intensa en la época a que se refieren mis últimos comentarios. Hablo de Joan Oliver (Pere Quart) y de Joan Vinyoli. Personalmente o por carta, estuve en contacto con los dos a lo largo sobre todo de los años setenta y de los dos recibí discretas lecciones de autenticidad, de rigor y de exigencia en ámbitos muy diversos. A Pere Quart lo conocí en el sesenta y uno, pero no fue hasta bastante más tarde que empezamos a tratarnos de una manera habitual. Recuerdo con cariñosa simpatía las visitas que me hizo cuando yo ya estaba enfermo de esclerosis. Oliver, entonces, ya era bastante sordo, y como que yo sólo tenía un hilillo de voz a penas audible, la conversación quedaba reducida a un monólogo suyo, con algunas acotaciones mías hechas con la ayuda de mi mujer o de la suya. Pese a todo, oír monologar a Oliver durante un par de horas era un placer incomparable. Lúcido, irónico, agresivo y hombre de bien, hablaba de todo y de todo el mundo con un envidiable conocimiento y una no menos envidiable agilidad. Recuerdo sus conversaciones y conservo sus cartas como un tesoro muy íntimo.
A Joan Vinyoli también lo había conocido a finales de los cincuenta o principios de los sesenta, pero no nos relacionamos hasta muy entrada la década de los setenta. Me sorprendió enseguida su apasionamiento y me sedujo el rigor con que lo vivía. Su poesía, exigente, lúcida, estricta, revela una entrega absoluta a una sola tarea, y un amor casi exagerado por aquello que Carles Riba llamaba la transustanciación de la materia en forma lírica sin residuos. Cuando venía a casa, leía mis poemas inéditos en voz alta tan majestuosamente que les llegaba a conferir una dignidad muy superior a la que en realidad tenían. Injustamente menospreciado, en mi opinión, quiero aprovechar esta oportunidad para reivindicar su obra como una de las más importantes y más ejemplares de todos los tiempos en nuestra lengua y en otras muchas lenguas.
Con esta doble evocación he llegado prácticamente al final de mi discurso. De acuerdo con el esquema que les he expuesto al principio, he hablado de mí y de mi poesía con una gran sinceridad y también con un gran respeto hacia ustedes. No querría de ninguna manera haber invadido el terreno de los pocos o muchos estudiosos que pueda tener mi obra; al contrario, espero y deseo que mi exposición les proporcione material al menos inédito para continuarla, y a ellos y a ustedes les quiero decir que subscribo plenamente la frase que escribió Gabriel Ferrater y que dice: “Entiendo la poesía como la descripción de la vida moral de un hombre ordinario.” De poesía y también de la que ha escrito este hombre ordinario que soy yo, les he hablado en esta disertación que me ha servido para agradecer la generosa distinción que me ha concedido esta universidad. Al conjunto de hechos de los que les he hablado, habré de añadir a partir de ahora con una relevancia excepcional el doctorado honoris causa que se me ha otorgado. Déjenme acabar, pues, agradeciendo una vez más a la Universitad Autónoma de Barcelona su gentileza, al profesor Jaume Aulet sus palabras y a todos ustedes la atención con que han seguido este discurso que ha leído mi hija en nombre mío.
14 de abril de 1999
MIQUEL MARTÍ I POL
(Traducción de Pedro Casas Serra)
Miquel Martí i Pol
Poeta y ensayista catalán nacido en Roda de Ter en 1929.
Desde los diecinueve años, -aquejado por una tuberculosis que lo obligó a recluirse en cama durante un año-, se convirtió en lector infatigable, iniciando una brillante carrera poética que lo consagró como el más leído poeta catalán.
Su primera publicación, "Palabras al viento" en 1954, fue seguida, entre otras, por "Quince poemas" en 1966, "El pueblo" en 1971, "La fábrica" en 1972, "La piel del violín" y "Amada Marta" en 1979, "Las claras palabras" en 1980 y "Un invierno plácido" en 1994.
Fue galardonado con el Premio de la Crítica, el Premio Ciutat de Barcelona (en Poesía y Traducción), el Premio de Honor de las Letras Catalanas en 1991, la Medalla de Oro al Mérito en Bellas Artes 1992, la Cruz de Sant Jordi, el Premio Nacional de Literatura 1998 y la Medalla de Oro de la Generalitat de Catalunya en 1999. Fue miembro de la Associació d'Escriptors en Llengua Catalana.
Falleció en noviembre de 2003 víctima de una esclerosis múltiple que sufría desde 1970
Encontraréis poemas suyos en este tema del foro de Grandes Escritores:
https://www.airesdelibertad.com/t3756-miquel-marti-i-pol-poeta-y-ensayista-catalan?highlight=Miquel+Mart%C3%AD+i+Pol
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