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    “Abecé de la poesía” por Francisco Rico (Poesía de España, Círculo de Lectores, Barcelona, 1996)

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    Mensaje por Pedro Casas Serra Vie 16 Oct 2015, 07:05

    “Abecé de la poesía” por Francisco Rico (Poesía de España, Círculo de Lectores, Barcelona, 1996)


    Quizá nadie que tenga el castellano por lengua propia habrá dejado o dejará de decirse alguna vez que “cualquier tiempo pasado fue mejor”. No es que la monotonía de la historia y de la naturaleza humana haya inspirado la misma reflexión a innumerables individuos: es que a todos nos han enseñado a hacérnosla las palabras de un poeta. Porque son ésas, claro está, palabras de Jorge Manrique,

    contemplando
    cómo se pasa la vida,
    cómo se viene la muerte,
    tan callando;
    cuán presto se va el plazer,
    cómo después, de acordado,
    da dolor;
    cómo, a nuestro parescer,
    cualquier tiempo pasado
    fue mejor.

    Son, también, un adecuado ejemplo de las cualidades de la buena poesía y de las cualidades que logran convertir en clásico un poema.

    “Cualquier tiempo pasado fue mejor.” Inténtese decirlo con otras palabras. Parecerá imposible. No hay modo de encontrar otras más ceñidas, satisfactorias y eficaces. Es justamente la piedra de toque de la poesía (no sólo de la poesía, pero sí sobre todo de la poesía): conseguir formulaciones cuyos términos no puedan alterarse ni reemplazarse y que por eso mismo se resistan al olvido. Poesía clásica es la que además haya el preciso ajuste de todos los elementos del lenguaje para expresar una verdad que el paso de los años no impide seguir reconociendo como reveladora. Para expresarla y para descubrirla. Pues no sentiríamos en ciertos momentos que “cualquier tiempo pasado fue mejor”, si Jorge Manrique no hubiera dado a la tradición española las palabras justas para percibirlo así. Pero tampoco necesitamos hacer nuestra la verdad del poeta: nos basta con apreciar que la mera forma en que está dicha es de suyo persuasiva, tiene fuerza de convicción. Si no para cambiar nuestras ideas, sí para no despegar del oído esos versos.

    UN JUEGO DE ESPEJOS

    En los diez siglos contemplados en la presente antología (y en buena medida en toda la historia de la literatura de Europa), un poema es esencialmente un objeto verbal forjado para permanecer en la memoria y por ello construido como una red de vínculos capaces de lograr que la evocación de uno solo de sus componentes arrastre a la evocación simultánea de todos los restantes. El procedimiento fundamental para cumplir ese designio estriba en disponer los factores del poema en series gobernadas por el principio de reiteración: los ingredientes del poema tienden a presentarse duplicados o multiplicados, repetidos por otros ingredientes paralelos. De tal manera, el poema imprime en el lenguaje un rasgo que normalmente le falta a éste y que, en cambio, caracteriza a la gran mayoría de los otros productos de la actividad humana: la simetría, la proporción y la correspondencia entre las partes y el todo.

    Pensemos sólo, para empezar, en el elemento que hoy sentimos como más determinante de la poesía: el verso. Conviene recordar en qué consiste, para caer en la cuenta, si falta hiciere, de que nos las habemos con una figura obediente al principio de reiteración. El habla cotidiana y la prosa cotidiana se fragmentan, al pronunciarse, en los llamados grupos fónicos y grupos de intensidad, determinados primordialmente por el sentido y delimitados por dos pausas sucesivas en la articulación del discurso. Por ejemplo: “El corazón me revienta de placer. No sé de ti cómo te va. Yo, por mí, sospecho que estás contenta”. Cuando se leen del mismo modo que cualquier enunciado de la vida diaria, esas líneas se escinden en grupos fónicos y de intensidad dependientes del acento, la diversa altura de las sílabas, la necesidad de tomar aliento..., y en sustancia coincidentes con los principales núcleos de significado (que en nuestro caso vienen a ser también los marcados por la puntuación). Pero la disposición de esos mismos materiales en la Cena jocosa, de Baltasar del Alcázar, introduce un dato de distinto orden:

    El corazón me revienta
    de placer. No sé de ti
    cómo te va. Yo, por mí,
    sospecho que estás contenta.

    Ahí, en efecto, disociadas de las pausas que señalan los núcleos semánticos en cuestión (salvo al final del tercer verso, en concordancia con una de ellas), aparecen otras pausas que ya no dependen de las circunstancias físicas de la emisión de la voz ni de las imposiciones del sentido, sino que están prefijadas por la tradición en que se inserta el poeta. Esas pausas no se dan ni pueden darse en la prosa ni en la conversación (como se comprobará leyendo el texto en que he transcrito sin ellas las palabras mismas de la Cena jocosa): son las pausas métricas definitorias del verso y de la poesía: Pues, antes que cualquier otra cosa, la poesía es, sencillamente, lenguaje en verso.

    Ahora bien, al recortar en el lenguaje unas unidades iguales o equiparables, los versos estructuran el poema como un discurso presidido por la reiteración de un mismo diseño formal. La pauta de un verso repite la de los anteriores y propone la de los siguientes, en una invitación a enfilar el poema como serie, como conjunto cada uno de cuyos elementos constitutivos, aun si tiene una validez propia, remite forzosamente a todos los demás.

    Ésa es también la función de los otros factores característicos de la poesía clásica. Así, aparte identificarse por las pausas métricas, el verso con frecuencia se somete asimismo a determinados patrones acentuales, ya obligatorios, ya potestativos. (Obligatorio es, verbigracia, el esquema que sitúa dos sílabas tónicas separadas por dos átonas en cada medio verso del arte mayor:

    Tus cásos faláces, Fortúna, cantámos,
    estádos de géntes, que gíras e trócas...

    Potestativos, el que en el endecasílabo

    Hermósa Fílis, siémpre yó te séa

    realza todas las sílabas pares.) Pero el ritmo producido de tal manera, la reaparición periódica de unas figuras acentuales, no es, obviamente, sino un fenómeno de índole reiterativa: como el verso, refleja o predice la conformación de los contextos contiguos y, por ahí, los liga mutuamente.

    El poema suele mostrar una textura fonética tan peculiar como un hermoso rostro: los rasgos que lo dibujan no tienen por qué significar nada, pero lo hacen inconfundible. El recurso más común para alcanzar esa fisonomía fonética distintiva es de nuevo la repetición, ahora de ciertas secuencias de vocales, de consonantes, o de ambas. Como cuando don Luis de Góngora imagina una

    infame turba de nocturnas aves,

    o San Juan de la Cruz se conmueve con

    un no sé qué que quedan balbuciendo

    las criaturas.

    La rima, que supone identidad o semejanza en las terminaciones de dos o más versos próximos, es hermana de tales artificios fonéticos, pero desempeña un papel más regular y más rico en la integración del poema: exige tener presentes elementos que han quedado atrás y relacionarlos con otros que van saliendo al paso, de suerte que reaviva continuamente la percepción simultánea de los múltiples integrantes del conjunto. Las jarchas, las más antiguas canciones españolas que nos han llegado, ya saben, además, que la rima es especialmente eficaz para enlazar versos que se explican o apoyan entre sí:

    Vayse meu corachón de mib:
    ya Rab, ¿si me tornarád?
    ¡Tan mal meu doler li-l-habib!
    Enfermo yed: ¿cuánd sanarád?

    Donde el “corachón” del primer verso y el “habib” o “amado” del tercero son intercambiables, mientras que el “tornar” del segundo equivale al “sanar” del cuarto, en convergencia apuntada también por las rimas.

    La jarcha recién copiada, con sus finos engarces de sonido y sentido, nos aconseja resaltar aquí, no sólo que los ingredientes formales a que hasta el momento me he referido y tantos otros como cabría enumerar tienen habitualmente un alcance significativo (o, en todo caso, sugestivo), sino igualmente que el principio de reiteración que en ellos hemos advertido afecta no menos a los ingredientes semánticos.

    Ilustrémoslo únicamente con el más representativo: la metáfora. En el símil, una realidad se compara con otra (“cara fresca como manzana”; en la metáfora, una realidad se afirma idéntica a otra (isla de La Palma, “eres ciprés de triste rama”); pero en ambos tipos de imagen los términos en juego son dos, de manera que el uno repite al otro, iluminándose los dos recíprocamente, con un intercambio de datos y perspectivas. (El proceso es más oscuro, pero no sustancialmente distinto, en las figuraciones superrealistas de nuestro siglo: abajo les dedicaremos dos palabras, en relación con el verso libre.) Incluso cuando uno no se menciona expresamente, la dualidad sigue en pie y es preciso evocar el término latente. Si Cervantes llama “soles bellos”, sin más, a los ojos de la Gitanilla, la inteligibilidad de la imagen requiere que el lector traiga a la memoria el término eludido y lo coteje con el explícito, pasando del segundo al primero, superponiéndolos, como si aquél no hubiera sido evitado adrede. La metáfora, pues, baraja siempre no menos de dos elementos y obliga a proyectar el uno sobre el otro, en un proceso resueltamente análogo, en cuanto al sentido, a las idas y venidas de unos a otros a que nos empujan los componentes formales. En las coplas de Jorge Manrique que citaba al comienzo, la repetición verbal es particularmente ostensible: a los paralelismos canónicos a finales del siglo XV, es decir, a los esquemas fijos de verso, rima y estrofa, se suman los paralelismos facultativos de ritmo (así en el segundo y tercer verso: óooóooóo), textura (notemos sólo el alternarse de las consonantes er y or), construcción sintáctica (por ejemplo, en los versos primero y cuarto, por un lado, y, por otro, segundo y tercero), etc., etc. Pero repárese en que las imágenes también se fundan en el paralelismo, sólo que de nociones antes que sonido o formas, y también nos empujan a desplazarnos de un elemento a otro,. De ahí que sea legítimo definir la rima -pongamos- como una metáfora prosódica o bien observar que los mencionados versos de Manrique rebosan de ritmos gramaticales. El universo del poema está trabado por una profunda coherencia.

    Según ello, el principio de reiteración que nutre las raíces de la poesía busca hacer del poema -decía arriba- una red de vínculos o -si se prefiere- un juego de espejos que se reflejan mutuamente: cada factor remite a otros semejantes y todos se asemejan entre sí, en tanto todos responden al mismo fundamento de la repetición y el paralelismo. La reiteración equivale a una insistencia: subraya el contenido y, antes aun, la forma. Porque, gracias a ella sobre todo, la forma se vuelve perceptible, notoria. Es posible y usual recordar muy circunstanciadamente una conversación, pero no las palabras precisas en que se produjo. El lenguaje cotidiano se emplea y, cumplida su función, se deshecha. La poesía, en cambio, llama la atención sobre la forma, fuerza a cobrar conciencia de ella, a experimentarla en tanto tal forma. En el habla corriente, no vemos el lenguaje que nos asoma a la realidad; en el poema, vemos al par el lenguaje y la realidad. A diferencia de la lengua familiar y en un grado superior a cualquier otra modalidad literaria, el poema tiende a perdurar en la memoria: no se agota en la enunciación o en la lectura, sino que puja por ser recordado exactamente en la misma formulación con que ha nacido. (No hay medio de saber hasta qué punto ese prurito de perdurabilidad y los procedimientos que se ponen a su servicio son herencia, cuando menos, de una época en que sólo la memoria podía asegurar la pervivencia de una creación lingüística. Pero tampoco hay duda de que tales procedimientos han ido perdiendo vigor según la poesía dejaba de ser predominantemente oral y se encerraba en el mundo de la escritura y el libro. Luego habrá que volver sobre la cuestión.)

    El principio de reiteración implica también que el desarrollo del poema obedece a una cierta motivación interna. La prosa y la lengua común progresan normalmente ateniéndose sólo a impulsos externos o al libre fluir del pensamiento. El poema quiere acotar un espacio en que se sienta la necesidad de unas palabras, nociones, texturas: ésas, y no otras (o si acaso, tanto da, esas otras que contrastan con las que se sentían como necesarias). La reiteración consigue que dentro del discurso mismo se nos indique anticipadamente el camino que falta por recorrer, de suerte que éste se nos aparezca como insoslayable (o si acaso, otra vez, que nos sorprenda desembocar en uno que no es el previsto), como si se tratara del único posible. La motivación interna que de tal modo se establece refuerza la singularidad del poema, la impresión de hallarnos ante un objeto en efecto único, distinto, frente a todos los otros poemas y frente al lenguaje de todos los días.

    La reiteración conduce, pues, a asegurar la memorabilidad, la fluidez, la coherencia y la identidad del poema. Pero ¿posee en sí misma una dimensión estética? Por lo menos cabe afirmar que quizá ningún otro fenómeno se descubre con mayor frecuencia al fondo de tan variadas manifestaciones artísticas. Porque decir reiteración es decir paralelismo, correspondencia, simetría. Los productos de la naturaleza se nos muestran a cada paso provistos de simetría bilateral (de hecho, menos perfecta de lo que captan los ojos), y nos basta levantar la vista para percibir incontables productos humanos dotados de una versión aún más regular de tal simetría: como el libro que el lector tiene ahora en las manos. Los niños se divierten con las figuras que aparecen al doblar y apretar el papel en que han echado unas gotas de tinta; los mayores se pasman ante El Escorial. Pero la fuente del placer que provocan esos borrones minúsculos y esas arquitecturas gigantescas es la misma en un aspecto esencial: unos y otras se sujetan a las leyes de la simetría. De la música a la pintura, es verdad, las artes han tenido siempre en la simetría (o, llegado el caso, en la ruptura consciente de la simetría) uno de sus más constantes fundamentos. La poesía no parece que haya escapado a la regla; y al someterse a ella, se la ha impuesto también a uno de los pocos reductos que normalmente se le resisten: el lenguaje.


    (continuará)


    .

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    “Abecé de la poesía” por Francisco Rico (Poesía de España, Círculo de Lectores, Barcelona, 1996) Empty Re: “Abecé de la poesía” por Francisco Rico (Poesía de España, Círculo de Lectores, Barcelona, 1996)

    Mensaje por Pedro Casas Serra Sáb 17 Oct 2015, 12:30

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    “Abecé de la poesía” por Francisco Rico (Poesía de España, Círculo de Lectores, Barcelona, 1996) (continuación):


    LA PLENITUD DEL LENGUAJE

    Al final de su libro sobre La tranquilidad del ánimo, Séneca el filósofo concuerda tres citas y añade un comentario que tal vez sirvan para disculpar muchas de las menudencias que he deslizado en las páginas anteriores. Séneca recuerda allí medio verso de Homero: “A veces también es agradable volverse loco”; y fatalmente, lo casa con una sentencia de Platón: “En vano llama a las puertas de la poesía quien está en sus cabales”. Para acabar de estropearlo, pide el auxilio de Aristóteles: “Jamás ha existido un gran genio sin ribetes de locura”; y por su cuenta y riesgo, glosa al fin: “Sólo la mente fuera de sí puede decir algo grande y superior”.

    Los juicios de autoridades de tanta nota no quedan sepultados en los libros: siempre pervive una pizca de ellos y a lo largo de dos mil años, diluida en unas o en otras aguas, acaba por envenenar a gentes de buena fe. Porque si las autoridades de marras estaban en lo cierto, también tienen razón los aficionados a otros géneros literarios que, sin embargo, confiesan poco o ningún gusto por la poesía: si la poesía es cosa de locos, mejor mantenerla apartada.

    El error viene de antiguo y en parte se explica por la vecindad de poesía y religión en todas las sociedades primitivas. La vieja idea de la poesía como embriaguez divina, la confusión del proceso creativo con la experiencia sobrenatural, la tendencia de los poetas a hablar de su labor en los términos más altamente ponderativos -hacen inteligible que el poema arrastre todavía para algunos un tufillo a galimatías delirante. Cuando la poesía, entre otras funciones de menor calidad, forma parte del culto, no es de extrañar que las fronteras entre una y otro resulten a menudo borrosas.

    A esa misma hoguera vino a echar leña el romanticismo. El romanticismo tuvo muy claros los dogmas neoclásicos que aspiraba a arrumbar, pero apenas entrevió lo que pretendía construir sobre las ruinas: y de la necesidad hizo virtud, y luz de la incertidumbre. Las nociones e imágenes románticas eran siempre negativas. “En vez de la posesión -confesaba A.W. Schlegel-, se canta ahora el anhelo insatisfecho”, la Sehnsucht. La exaltación del individuo como medida de todas las cosas, la insistencia en la singularidad, la entrega a la imaginación, el imperio de la lírica, eran modos de entronizar la ausencia de teoría y maneras de hurtar el cuerpo ante la posible demanda de otras explicaciones. Pero gran parte de cuanto ha venido después, del realismo al superrealismo, del Parnaso al compromiso, no pasa de tomar pedazos de las intuiciones románticas e idearles una preceptiva. En las vanguardias del siglo pasado -el recién pasado siglo veinte-, el poeta lució en particular la marca romántica del maldito extremando la “pureza” de la obra lanzada contra una sociedad en teoría hostil, la comprensible indiferencia de cuya respuesta lo empujaba a fijarse metas cada día más radicales, a avanzar por el callejón sin salida de la novedad a cualquier precio o a encerrarse aún más en los laberintos de su propio ombligo.

    Con etapas como ésas en su trayectoria, de Platón para acá, se entiende que la poesía siga sonándoles a muchos a fenómeno esotérico e impenetrable. Pedir razón, sabiendo que no va a dárnosla, a un talante que precisamente se rebela contra la razón es llevar el agua a su molino. Sucede, con todo, que tampoco un defensor de la razón dialéctica, Jean-Paul Sartre, duda en lanzar asertos como los siguientes: “El poeta está fuera del lenguaje, ve las palabras del revés, como si no compartiera la condición humana y, viniendo hacia los hombres, tropezará primero con la palabra como con una barrera”. Etcétera.

    Pero el poeta sí comparte la condición humana, y el poema sí está dentro del lenguaje, incluso cuando lo desborda. Un crítico inglés de nuestros días ha escrito que “las razones de que un verso proporcione determinado placer son como las razones de cualquier otra cosa: uno puede discurrir sobre ellas”, aunque no siempre llegue a alcanzar conclusiones incontrovertibles. Lo óptimo es gustar de la poesía, pero, como cuando uno aprende a nadar, lo más importante es perderle el miedo.

    Por eso me ha parecido conveniente traer a las páginas anteriores algunas consideraciones que creo útiles para desmentir los dos prejuicios más ordinarios acerca de la poesía: la impresión de que se trata de un fenómeno poco menos que esotérico o, por otro lado, de un vano sometimiento a convenciones sin sentido. Pero, según veíamos, en las raíces de la poesía lo que hay son unos principios formales bien concretos y nada misteriosos, con una función y hasta con una lógica perfectamente comprensibles (amén de coincidentes, en aspectos sustanciales, con otras artes que no suscitan ningún tipo de recelos).

    Por supuesto, de la comprensión de tañes principios no se sigue necesariamente una rendición incondicional a los posibles encantos de la poesía en general o de tal o cual poema en particular. “Proponerse como meta -ha comentado T.S. Eliot- la capacidad de disfrutar de toda buena poesía en el orden objetivo de méritos más adecuado, es perseguir un fantasma, persecución que dejaremos a aquellos cuya ambición es la “cultura” y para quienes el arte es un artículo de lujo, y apreciarlo, una proeza. El desarrollo del gusto genuino, fundado en sentimientos genuinos, está inextricablemente ligado al desarrollo de la personalidad y el carácter. Un gusto genuino es siempre un gusto imperfecto; pero, de hecho, todos somos imperfectos; el hombre cuyo gusto en poesía no ostenta el sello de su particular personalidad -esto es, cuando se dan afinidades y diferencias entre lo que le gusta a él y lo que nos gusta a nosotros, así como diferencias en nuestro gusto por las mismas cosas- será un interlocutor muy poco interesante para una conversación sobre poesía”.

    La poesía no tiene “temas” propios, como no los tiene el lenguaje; versa, sencillamente, sobre cuanto puede pensarse, sentirse o decirse. Es verdad que determinados asuntos han recibido en poesía trato de favor y comúnmente se tildan de “poéticos”, pero, a hablar con una mínima exactitud, no porque conlleven ninguna propiedad que sea “poética” de suyo, sino porque a partir de un cierto momento han sido objeto de recreaciones literariamente tan afortunadas, que han quedado como paradigmáticas, como más reales que la realidad, como dignas de ser copiadas por la vida, y han estimulado a muchos a emularlas. La abrumadora mayoría de los poemas de amor frente a los poemas de otros humores, el desmesurado papel que el amor ocupa en la lírica frente al harto más modesto que le corresponde en la experiencia cotidiana, no postula ninguna reciprocidad inevitable entre ciertos afectos y la voluntad de describir con rima y medida, sino que refleja la inmensa estima de que fueron objeto los aciertos artísticos (y el arquetipo humano) de los trovadores provenzales y de Francisco Petrarca.

    Ni en poesía ni en otra arte puede pretenderse la unanimidad de criterios y opiniones. Pero, cuando menos, una primera aproximación a la poesía, si se plantea con una perspectiva formal, quizá tenga la virtud de disipar suspicacias inveteradas y revelar indiscutibles rasgos comunes en textos de temas muy distintos, y ellos sí tan discutibles como cualquier otro enunciado del lenguaje. Un buen poema es como una buena casa: con alguna instrucción previa, todos podemos comprobar si los materiales son de calidad, si están acertadamente utilizados, si la distribución es cómoda; pero otra cosa es que nos guste la idea de vivir allí.

    No hay duda, en especial, de que la buena poesía realza, potencia multitud de elementos que en la prosa y en el lenguaje diario aparecen sólo accidentalmente, sin papel significativo ni expresivo. El gran poeta logra hacer pertinentes todos los factores que maneja, dotándolos de la plenitud de fuerza  y sentido de que en otros casos carecen. Decía arriba que uno de los cometidos esenciales de la reiteración poética es llamar la atención sobre la forma, para hacerla perceptible en tanto tal y conseguir así que el poema muestre, no ya la realidad, sino a la vez el lenguaje que nos remite a ella. Por ahí, es lícito afirmar que la buena poesía ofrece el ejemplo supremo de la definición que Ezra Pound aplicó a toda la literatura de primer orden: “es, pura y simplemente, el lenguaje cargado de sentido en el máximo grado posible”. Vale la pena ilustrarlo brevemente, sin salir de dos o tres de los puntos mencionados en el capítulo anterior.

    En castellano, las palabras y los grupos de intensidad arriba aludidos (verbigracia: en el jardín), además del acento principal, marcado (llegó) o no (llégo) gráficamente, pueden llevar uno o varios acentos secundarios, en relación con el lugar que ocupan en el conjunto. En las series de una cierta extensión, en efecto, se advierte “un movimiento alternativo de aumento y disminución, en virtud del cual las sílabas débiles se distinguen entre sí, destacándose u oscureciéndose sucesivamente” (T. Navarro Tomás), según su posición respecto al acento principal. En una voz como repetir, la sílaba inicial recibe un acento secundario, en contraste con la final tónica y con la intermedia, ésta de intensidad mínima: rèpetir. Cosa similar ocurre en rápidò, àbadésa, pòr la mañána, etc. Este acento secundario se produce mecánicamente y no acarrea distinciones de significado. Así, la charla de un extranjero que no lo observe puede acabar sonándonos chocante (aunque quizá no sepamos precisar por qué), pero no nos provocará ninguna dificultad de comprensión.

    Pues bien, en poesía es común que ese acento secundario se convierta, de mero accidente físico, en importante apoyo para la expresividad del verso. Veamos el escorzo de Toledo en la Égloga tercera de Garcilaso:

    Estaba puesta en la sublime cumbre
    del monte, y desde allí por él sembrada,
    aquella ilustre y clara pesadumbre,
    de antiguos edificios adornada.

    Dámaso Alonso ha insistido en que los dos últimos versos dan “la sensación de seguridad, de bien repartido peso (majestad de siglos), de armónica distribución de masas”. Es evidente que así sucede y que el efecto depende en buena medida de la distribución acentual perfectamente regular: todos los acentos recaen en las sílabas pares. (Claro está que el ritmo está gobernado por el sentido. El mismo esquema acentual, en la Égloga primera del mismo Garcilaso, subyace a un verso como “Estoy muriendo y aun la vida temo”, enteramente extraño a cualquier “sensación de seguridad”. Con razón ha acotado sir Ifor A. Richards que “el ritmo que admiramos, que nos parece que  percibimos en los sonidos, y al que parece que reaccionamos, es sólo algo que atribuimos a los sonidos y que de hecho es un ritmo de la actividad mental, con la que aprehendemos no sólo el sonido de las palabras, sino también su sentido y sentimiento. La aureola misteriosa que parece surgir del sonido o de determinados versos es una proyección del pensamiento y de la emoción que evocan, y la especial satisfacción que parecen producir al oído es un reflejo del ajuste de nuestros sentimientos logrado momentáneamente”.) La adecuada conjunción de patrón semántico y apoyatura rítmica, pues, suscita la impresión de “majestad, serenidad, reposo” elogiada por Dámaso Alonso. Pero nótese bien que el ritmo en cuestión existe porque el acento secundario en la primera sílaba de pesadumbre cobra relieve equivalente al de un acento principal, promovido, además, por la reiteración de la misma pauta rítmica en las sílabas precedentes. Vale decir: el acento secundario, un elemento que en el lenguaje cotidiano no es sino producto automático de la pronunciación, en los versos de Garcilaso deja de ser inerte, adquiere un valor que a su vez enriquece el hecho lingüístico.

    Busquemos de nuevo en las imágenes un ejemplo relativo a la semántica del poema. Una de las funciones de la metáfora es conseguir que las unidades significativas que engarza parezcan animadas de una motivación interna. Las palabras de la lengua habitual son básicamente arbitrarias: nos vienen dadas por una convención que nosotros no hemos instaurado; y si hay razones (y las hay) para que “la tarde” se llame tarde (de tardar), y no de otro modo, habitualmente no nos percatamos de ellas, ni, como sea, les concedemos importancia alguna cuando se trata de emplear esa voz. (No así, en cambio, Lope de Vega, en una pieza de la extraordinaria densidad poética de El Caballero de Olmedo, donde la alcahueta y las muchachas a quienes, en ausencia de su padre, pretende engatusar mantenien el siguiente diálogo:

    -Vuestro padre, Dios le guarde,
    ¿está en casa? -Fue esta tarde
    al campo. -Tarde vendrá...)

    Pero Aristóteles explica que el poeta “llamará a la tarde “vejez del día”... y a la vejez, “tarde de la vida”, porque “la vejez es a la vida como la tarde al día”. Efectivamente, cuando con la frase “la vejez del día” se designa a “la tarde”, el lenguaje da cuenta de sí mismo, exhibe dentro de sí las razones para ser como es, se motiva.

    No sólo eso. Quien se enfrenta con una imagen ha de realizar un cierto esfuerzo de adecuación mental, salvar un vacío entre las distintas nociones relacionadas. En los grandes poemas, ese esfuerzo se ve recompensado con el hallazgo de nuevas facetas de las ideas cuya vinculación se propone: facetas que no tienen por qué depender tanto de las ideas en sí cuanto de la perspectiva desde la cual son cotejadas, facetas que son más bien las tales ideas y unos determinados aspectos de su conexión con la totalidad de la experiencia humana. La metáfora, pues, es elemento integrador, que amplía el ámbito del poema, que, sin salir de sí, ensancha necesariamente sus horizontes.

    En las Soledades, por ejemplo, Góngora evoca a unos cazadores con halcones en los puños:

    Quejándose venían sobre el guante
    los raudos torbellinos de Noruega.

    Los halcones más estimados procedían de Escandinavia, tierra de las tormentas y los fríos: tierra, según ello, donde los torbellinos, los remolinos de viento enfurecido, habían de ser del todo inclementes, como las aves de presa, y, como ellas batiendo el ala, levantar una tempestad al caer sobre la pieza... No hace falta continuar la paráfrasis para advertir hasta qué punto sería empobrecedor creer que Góngora sustituye una palabra, halcones, por una expresión que la reproduce lisa y llanamente: “los raudos torbellinos de Noruega” dice y significa incomparablemente más que halcones: nos los presenta en su región de origen y presenta esa región, nos pinta cómo vuelan y hacen presa, etc., etc. “Los raudos torbellinos de Noruega”, entonces, nos asoma a un panorama que con halcones no hubiéramos atisbado: el lenguaje, ahí, se nos ofrece motivado, no arbitrario, y excepcionalmente preñado de significaciones.

    Contentémonos con haber echado un vistazo al ritmo y a la metáfora, para certificarnos de que la buena poesía eleva todos los ingredientes del lenguaje, de una o de otra especie, a un grado de pertinencia y de sentido que no poseen en otro contextos. Podemos incluso ir más allá que Ezra Pound: la poesía no es sólo “el lenguaje cargado de sentido en el máximo grado posible”, sino, digámoslo así, el máximo lenguaje posible.


    (continuará)


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    “Abecé de la poesía” por Francisco Rico (Poesía de España, Círculo de Lectores, Barcelona, 1996) Empty Re: “Abecé de la poesía” por Francisco Rico (Poesía de España, Círculo de Lectores, Barcelona, 1996)

    Mensaje por Pedro Casas Serra Dom 18 Oct 2015, 13:49

    .


    “Abecé de la poesía” por Francisco Rico (Poesía de España, Círculo de Lectores, Barcelona, 1996) (continuación):


    LA NOSTALGIA DE LA CANCIÓN

    Un buen número de diferencias separa los textos impresos en las primeras y en las últimas páginas del presente volumen, pero unos denominadores comunes nos permiten también agruparlos y valorarlos. Las disparidades son históricas, arqueológicas; las concordancias responden principalmente a una perspectiva moderna.

    La poesía es una institución cultural que cada edad ha construido a su manera, y los criterios de unos tiempos no siempre valen para los otros. El endecasílabo es hoy uno de los metros cuya serena armonía más fácilmente prende en unos oídos españoles. En los días de Carlos V, en cambio, eran muchos quienes, acostumbrados a las ágiles cadencias de los romances o del Cancionero general, hechos al fragoroso arte mayor de Juan de Mena, objetaban a Boscán y Garcilaso “que este verso no sabían si era verso o era prosa...” Si nosotros sí lo sabemos, es a costa de no concordar enteramente con ninguno de los dos bandos, sino buscar entre ambos un compromiso que lo sea asimismo con los poemas de nuestros contemporáneos. Pues ellos son al cabo quienes deciden cualquier pleito sobre la sustancia y el mérito de las fuentes poéticas.

    A través de incontables metamorfosis, sin embargo, la poesía se ha mantenido curiosamente fiel a sus orígenes. Los gustos cambiantes, las divergencias de escuela, los horizontes nuevos, no empañan la transparente continuidad de la tradición literaria, ni nos impiden reconocer, bajo las más variopintas realizaciones, los viejos arquetipos del lenguaje poético. Es instructivo comprobar cuán a menudo los mismos fines se persiguen y se alcanzan por caminos de apariencia llamativamente diversa.

    Así, la inmensa mayoría de los poemas modernos están destinados a la lectura solitaria y silenciosa, e idéntica estrella luce hoy fatalmente para las obras de otras épocas. Por el contrario, gran parte de la poesía medieval, como una porción no chica de la posterior, hasta el Seiscientos, nació para ser cantada, en público, y aun coralmente; y no solo la música desempeñaba en ella un papel tanto o más decisivo que la letra, sino que en muchos casos se acompañaba, además, del baile o se prestaba a una representación a un paso de la teatral. (En rigor, los herederos de Martín Codax o Juan Ruiz son menos Celso Emilio Ferreiro o Pedro Salinas que Amancio Prada, Joaquín Sabina o Carlos Cano, a quienes nosotros, por mucho que los estimemos, inevitablemente situamos en otra esfera: vecina sin duda, pero también aparte.) No obstante, la canción y el poema leído comparten rasgos básicos y coinciden en objetivos esenciales.

    Es el caso que cuando la escritura primero y después la imprenta llegaron al ámbito de las lenguas vulgares, poniéndose al servicio de géneros que hasta entonces habían tenido una existencia exclusivamente oral, la poesía cambió de formas y contenidos, de modales y de modos de vida, pero no perdió el norte que antes la guiaba. Fijada y conservada por el códice, por el libro, incluso la lírica podía ser ahora menos sintéticamente impresionista y más discursiva, razonadora. Al codearse con el latín en el mismo vehículo de difusión, se dejó penetrar más fácilmente por la alta cultura y se prestó a exhibir con mayor largueza la erudición del autor. (A la par, los progresos del alfabetismo y el empleo del papel hacían posible la aparición de nuevas modalidades que diseminaban entre el común de los mortales los saberes y los intereses de la intelligentsia.) La cansó trovadoresca se había propagado fundamentalmente por composiciones sueltas, autónomas, con frecuencia reunidas en series solo en el acto de la ejecución, de acuerdo con las preferencias del intérprete o del público que le escuchaba (como en el recital de cualquier cantante); pero cuando la variada producción de un poeta tenía que llevarse al manuscrito, al punto se planteaba la cuestión, incluso puramente material, de cómo ordenarla eficaz y significativamente, y así surgió una especie olvidada desde la Antigüedad clásica: el libro de poemas, el canzoniere. (Tampoco faltaron quienes como el Arcipreste de Hita prefirieran engastar las piezas cantables en una vasta narración, cuyo recitado se animaba con los insertos melódicos, como en una zarzuela o en una comedia musical.)

    Uno de los aspectos mayores de la gigantesca revolución desatada por la escritura atañó a componentes formales que hasta el momento habían decidido la identidad misma de la poesía. Los extremos oscilaron y oscilan entre subrayar ciertos factores para compensar el descuido (o la carencia) de otros o bien sustituirlos resueltamente por convenciones no verbales. La ausencia ocasional o el abandono definitivo de la música, por ejemplo, se contrapesó a veces por una melodía articulada por alardes de ritmo o insistencias fonéticas (en el interior de los versos o en la rima que los encadena). Otras veces, en cambio, el relieve auditivo se remplazó lisa y llanamente por el visual, por procedimientos gráficos o tipográficos. Entre ambos extremos, se han dado, por supuesto, todas las formas intermedias de atenuar los elementos propios de la oralidad en la misma medida en que se acusan los inherentes al texto escrito. Con todo y con ello, con tantas y tan vistosas transformaciones, la poesía no parece haber renunciado nunca al designio que nutrió sus raíces: elaborar objetos lingüísticos extraordinariamente memorables, singulares, motivados, con una distintiva correspondencia entre las partes y el todo. En ese intento, el poema para la lectura no puede sino sentir la nostalgia de la canción.

    Pocos fenómenos lo confirman mejor que el verso libre. Es preciso dedicarle aquí unas palabras, por someras que sean, porque va unido a abundantes novedades de contenido (y probablemente de mayor peso) y porque no hay novedades, del simbolismo para acá, que haya escandalizado más gravemente a los lectores menos duchos. El verso libre, según pretende la Real Academia Española, es el verso “que no está sujeto a rima ni a metro fijo y predeterminado”. Los pioneros del verso libre aspiraban a descartar toda norma externa, dejando que el poema se hiciera de dentro hacia afuera, ajeno a cualquier constricción que no naciera de la actividad espiritual del autor. Ningún otro hábito de la literatura moderna ha provocado tanta repulsa entre los timoratos ni encendido tantas indignaciones entre los ignorantes. No hay para tanto.

    Para empezar, el verso libre cede a la tentación de la rima con extraordinaria frecuencia. En Poeta en Nueva York el vanguardismo español no sólo tiene un logro artístico supremo, sino también un momento supremo de libertad formal. Pero basta abrir el libro, casi al azar, para advertir que en esa silva a primera vista salvaje la asonancia puede trenzar el discurso en auténticas estrofas:

    No duerme nadie por el mundo. Nadie, nadie.
    No duerme nadie.
    Hay un muerto en el cementerio más lejano
    que se queja de tres años
    porque tiene un paisaje seco en la rodilla
    y el niño que enterraron esta mañana llora tanto
    que hubo necesidad de llamar a los perros para que callase.

    Es, se observará, una suave asonancia, una discretísima coloración vocálica, como la rima acostumbra a serlo, cuando se da, en la poesía de las vanguardias. No puede ocultársenos una de las razones de que así ocurra. Frente a las comparaciones y las metáforas de la literatura anterior, más o menos complejas, más o menos difíciles, pero siempre con una terrible correspondencia entre el plano real y el plano figurado -recordemos “los raudos torbellinos de Noruega”-, el superrealismo y otras corrientes afines entronizan un género de imágenes que no se dejan “traducir” puntualmente a un orden de cosas concretas: más bien pretenden comunicar intuiciones borrosas, estados de ánimo sin otro correlato que una visión fantástica, personales equivalencias de sensaciones o sentimientos... Pero una rima estricta es de hecho incompatible con tal soltura imaginativa, porque el lector inmediatamente tendría la impresión de que ésta era artificial y venía forzada por aquella. (En el poema recién citado, escribe también Lorca:

    Un día
    los caballos vivirán en las tabernas
    y las hormigas furiosas
    atacarán los cielos amarillos que se refugian en los ojos de las vacas.

    Otro día
    veremos la resurrección de las mariposas disecadas
    y aun andando por un paisaje de esponjas grises y barcos mudos
    veremos brillar nuestro anillo y manar rosas de nuestra lengua.

    Si el propio Federico hubiera amoldado ese mismo contenido al patrón de una estrofa convencional, poniendo en rima las palabras que yo he impreso en cursiva, inmediatamente saltaríamos: “¡Ripio, ripio!”.) Detrás de la imaginería desbordada de las vanguardias están obviamente todas las falanges que desde el romanticismo han competido en el asalto a la razón, pero tampoco falta la lógica interna propia de la poesía: la aminoración de las figuras fónicas ajenas a la métrica empuja a la multiplicación de las semánticas, la relajación de la disciplina formal (recuérdese lo dicho arriba sobre el papel integrador de la rima) lleva a ensayar otras maneras igualmente rebeldes en la asociación de los contenidos.

    Aun así, la rima o el mismo impulso que está en el origen de la rima se hace presente a cada paso en el verso libre: concordancias y armonías, duplicaciones de sílabas y, naturalmente, toda la infinita gama de las aliteraciones fuerzan a relacionar y vinculan prietamente entre sí los varios elementos que fluyen -pero no se pierden- en el lenguaje poético. Leamos sencillamente unas líneas de Vicente Aleixandre:

    El busto erguido, la terrible columna,
    el cuello febricente, la convocación de los robles,
    las manos que son piedra, luna de piedra sorda,
    y el vientre que es el sol, el único extinto sol.
    ¡Hierba seas! Hierba seca, apretada a raíces...

    “Se trata -comenta Carlos Bousoño- de un pasaje imprecatorio, de tono colérico. Todo él se halla duramente cosido por sonidos fuertes, redoblantes: erres por todos lados: terrible, febricente, robles, piedra, vientre, apretadas, raíces”, con insistencias fonéticas que articulan el verso libre con tanta pertinencia como en la poesía más tradicional.

    Los oídos, por otro lado, no han de dejarse engañar por los ojos. Tras la apariencia caprichosa de incontables poemas a menudo es obligado descubrir la música de los metros tradicionales. Una elegía de Luis Cernuda comienza a discurrir entre heptasílabos (solos o de dos en dos, en alejandrinos) remansados en algún endecasílabo, como no habrían dudado en recomendar Garcilaso o fray Luis de León:

    Donde habite el olvido,
    en los vastos jardines sin aurora;
    donde yo solo sea
    memoria de una piedra sepultad entre ortigas,
    sobre la cual el viento escapa a sus insomnios...

    Luego, la exasperación se desborda amagando la pauta heptasílaba y quebrándola en seguida:

    sometiendo
    a otra vida su vida,
    sin más horizonte que otros ojos frente a frente.

    Para volver al cabo a la resignación del heptasílabo:

    Donde penas y dichas no sean más que nombres...
    Allá, allá lejos,
    donde habite el olvido.

    Los versos supuestamente libres resultan ser más bien una serie de variaciones sobre versos de siempre.

    En infinidad de ocasiones, la misma función servida por los metros convencionales la instaura el verso libre con reiteraciones, paralelismos, recurrencias, que producen una especie de inercia de la dicción y engendran pautas de regularidad dentro de la irregularidad. Tal en otro de los monumentos del versolibrismo castellano, Hijos de la ira, de Dámaso Alonso:

    Y ha viajado noches y días,
    sí, muchos días,
    y muchas noches.
    Siempre parando en estaciones diferentes,
    siempre con un ansia turbia de bajar ella también,
    …................................................de quedarse ella también,
    ay,
    para siempre partir de nuevo con el alma desgarrada,
    para siempre dormitar de nuevo en trayectos inacabables.

    Como ocurre en el par inicial, “noche y día”, los demás componentes tienden ahí a desdoblarse en otros, a proyectarse sobre los sintagmas que vienen a continuación, predeterminándolos, encauzándolos.

    Pongámonos sin embargo en el caso extremo de que la definición académica se cumpla a rajatabla: ni indicios de rima, ni metros reconocibles, ni asomos de cadencias o repeticiones. Pues aún así el poeta no puede sino respetar las pausas que identifican el verso y sin las cuales no existe hoy la poesía. Puede, eso sí, recrearlas, repensarlas, de modo que no vengan impuestas por un molde previo, sino que marquen unidades de emoción

    (...de cielo con su tiempo indivisible y circular que comienza en mañana...),

    de sentido

    (La vida es un único verso interminable.),

    vacilaciones de la voz o cambios de rumbo

    (...algunos años antes
    de conoceros y
    recién llegado a la ciudad...),

    bloques de ideas o de intuiciones.

    Pero si los segmentos así deslindados son tan expresivos es porque acatan la convención para nosotros constitutiva de la poesía, sometiéndose al diseño de una modalidad lingüística organizada de acuerdo con un factor peculiar y extraño a todas las demás: los silencios de esas pausas, imposibles en prosa, que le delimitan al poema un territorio únicamente suyo, en el ámbito de un género de lenguaje con entidad propia.

    En definitiva, hasta el verso más irreductible a cualquier norma “imita” los recursos de la canción y aspira a ser un decir tan esencial, tan único, tan necesario como ella. Para conseguirlo, en cualquier caso, no le queda más remedio que alinearse con ella, inscribirse en el mismo espacio que la canción. Porque, a decir verdad, los logros de un poema no son nunca únicamente suyos, propios: la institución histórica de la poesía aporta siempre una contribución fundamental. Decíamos antes, en efecto, que el poema está forjado para permanecer en la memoria y, a diferencia de la mayoría de los demás productos lingüísticos, no se agota en la enunciación o la lectura, sino que puja por ser recordado exactamente en la misma formulación con que ha nacido. La prueba de fuego de que el poema ha sabido movilizar con tino todos los factores de forma y contenido es justamente que consiga tal pervivencia. Pero, si la logra, es inevitable que se convierta en modelo, es decir, que invite a la imitación de sus aciertos y sirva de punto de referencia para apreciar los de otros poemas. Así, si el buen poema perdura individualmente y fecunda el cauce entero de la poesía, ésta, a su vez, revierte sobre todos los poemas individuales y los propone como potencialmente capaces de competir con los grandes dechados.

    En otras palabras: cuando identifica un texto como perteneciente al linaje de la poesía, el lector no sólo cuenta con hallar en él ciertas convenciones y procedimientos singulares, sino que además tiene la esperanza de descubrirle las cualidades a que los grandes poemas le han acostumbrado. Esa esperanza le invita a aguzar la atención, a percibir matices y valores que se le escaparían en otros géneros de discurso. Y, por ahí, la tradición poética refluye sobre cada poema y le ayuda a dar de sí todas sus posibilidades. El poema se lee siempre a la luz de una poesía clásica.


    (continuará)


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    “Abecé de la poesía” por Francisco Rico (Poesía de España, Círculo de Lectores, Barcelona, 1996) Empty Re: “Abecé de la poesía” por Francisco Rico (Poesía de España, Círculo de Lectores, Barcelona, 1996)

    Mensaje por Pedro Casas Serra Lun 19 Oct 2015, 12:47

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    “Abecé de la poesía” por Francisco Rico (Poesía de España, Círculo de Lectores, Barcelona, 1996) (continuación):


    LAS VOCES Y LOS ECOS

    Cada edad, sin embargo, elige o inventa a sus clásicos. Pocas músicas nos suenan hoy más frescas que los acordes del romancero y de la lírica popular que brota de los manantiales de la Edad Media. Pero el marqués de Santillana y los sesudos varones que lo tenían por árbitro de elegancias eran sordos a los halagos de los “romances e cantares”, “sin ningún orden, regla ni cuento”, “de que las gentes de baja e servil condición se alegran”. En los alrededores de 1600, los “romances e cantares” denostados por don Íñigo volvían a hacerse oír en boca de quienes entonces eran los supremos maestros: Lope de Vega y Luis de Góngora. Un siglo y medio después, los nuevos pontífices del gusto abominaban casi por igual de los “romances e cantares” que de Santillana, Lope y Góngora... Salvo al bueno del marqués, a todos les ha ido llegando luego el momento de la reivindicación, de la presencia vivificadora en la poesía posterior.

    La historia de la poesía es un novelón lleno de amores y odios como ésos. Contados autores han gozado de una alta estimación regularmente mantenida: El Jorge Manrique de las Coplas, el Fernández de Andrada de la Epístola moral a Fabio, Garcilaso en bloque, apenas más. Nunca ha faltado aprecio a San Juan de la Cruz o a fray Luis de León, pongamos, pero hoy nos sorprende que a menudo fuera tan modesto, y se nos hace duro aceptar que la poesía pudo ser considerada la parte menos interesante de la obra de Quevedo. Comprendemos mejor que Góngora provocara tantas iras cuantos fervores había despertado: en verdad, la ley del péndulo es la única constante en la historia de las artes.

    En poesía, con todo, la energía se crea, pero no se destruye. Las cantigas de amigo gallegas pasaron por el purgatorio en los siglos XIV y XV, pero acabaron entrando en el paraíso, digamos, de Gil Vicente, la canción tradicional más gustada en el Renacimiento o Rafael Alberti. No parece que jamás, en cambio, haya tenido un revival la cantiga de amor que los mismos poetas cultivaban con parejo entusiasmo. Sin embargo, la impresión es engañosa. Porque las cantigas de amor sobreviven a muchos propósitos en la lírica cortesana de los cancioneros cuatrocentistas; y esa lírica del otoño de la Edad media, con sus conceptuosidades y su incansable jugar del vocablo, perdura hasta inspirar, no ya emulaciones ocasionales, sino vetas distintivas de la mejor poesía del Barroco español, en Lope, en Quevedo, en Góngora, en Villamediana.

    Cosa en parte semejante ocurrió en Ausiàs March, quizá superior a todos los poetas de las cantigas de amor y de los cancioneros castellanos, pero en absoluto extraño a las preocupaciones de éstos. March, que en el siglo XV no había tenido excesiva fortuna entre los autores en su lengua, se convirtió en el siguiente en uno de los maestros cuya lección fue decisiva para Garcilaso, Boscán, Mendoza, Cetina, y tantos más, hasta el propio Quevedo. O bien, en otro orden de cosas, cuando el preceptista Cascales sentenciaba que “los (versos) de arte mayor murieron con nuestro buen Juan de Mena y sus camaradas”, el cordobés seguía estando presente nada menos que en la Numancia de Cervantes y presidía los experimentos estilísticos de su coterráneo don Luis de Góngora.

    La recuperación o la revalorización de un poeta responde habitualmente a una actitud que Jaime Gil de Biedma ha resumido en una lacónica divisa: “Aliarse con los abuelos, contra los padres”. Porque -explica- “la necesidad de innovar auténticamente obliga al escritor a no innovar demasiado y a ligarse a los modelos y a los escritores con respecto a los cuales pretende innovar: en tanto que se opone a ellos, depende de ellos. Por eso, remontarse en el pasado -más allá de la tradición inmediata- es quizá el medio más sutil y eficaz para innovar”. Fernando de Herrera publicó en 1580 una edición comentada de Garcilaso que era no sólo un tributo al toledano, sino además un arma arrojadiza contra el círculo literario de fray Luis de León y Francisco de la Torre. Pero, si en 1619 un admirador atrevido imprimía las obras de Herrera con retoques destinados a aproximarlas al culteranismo entonces triunfante, Quevedo, en 1631, desempolvaba las de fray Luis y Francisco de la Torre para oponerlas a los gongorinos.

    Cada cota que alcanza la poesía nueva, pues, ahonda además en la vieja y enseña a descubrirle dimensiones tal vez no sospechadas. De ese modo, lo presente opera también sobre lo pasado, ejerce influencia en lo pasado. La generación española de 1927 halló en Góngora la bandera clásica que permitía formar asimismo en las filas de la vanguardia. Con Góngora, retornó Soto de Rojas, cuyo “preciosismo granadino” fascinaba a García Lorca; retornó el “Bocángel raro” de Gerardo Diego, retornó el conde de Villamediana, evocado con pasión por Pablo Neruda, aclamado por Luis Rosales y José María Valverde. Pero Góngora, Soto de Rojas, Bocángel, Villamediana, de hecho, no prestaron su estética a los jóvenes de 1927: fueron éstos quienes se la infundieron a aquéllos; quienes, sin necesidad de traicionarlos, hicieron reales, tangibles, calidades y logros de aquéllos que hasta entonces sólo existían como virtualidad.

    Porque la tradición da vida a la obra nueva hasta por la vía del error. García Lorca leyó mal el verso 235 del Cantar del Cid: “apriessa cantan los gallos e quieren quebrar albores”. Pensó que el sujeto de quieren era gallos, no albores (nos hallamos ante una perífrasis equivalente al cliché “comienza a despuntar el alba”). No se equivocó, sin embargo, en la imitación:

    Las piquetas de los gallos
    cavan buscando la aurora.

    Y nosotros no sólo no sabemos repetir ese verso 235 sin acordarnos de Lorca, sino que, al hacerlo, nos descubrimos con una percepción más intensa del Cantar, obligados a explorarlo con ojos más abiertos. Por ahí pronto nos encontramos con tonos y maneras inequívocamente “lorquianos” en la poesía medieval. Por ejemplo, en las endechas a Guillén Peraza:

    No eres palma, eres retama,
    eres ciprés de triste rama...

    Y aprendemos a revisar la literatura de antaño según patrones introducidos por Federico. Sin anacronismos, pero con perspectivas y horizontes más anchos, dispuestos a no desperdiciar ninguna posibilidad de lecturas, oyendo al par las voces y los ecos.

    Francisco Rico

    (Fin de “Abecé de la poesía” por Francisco Rico (Poesía de España, Círculo de Lectores, Barcelona, 1996)


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    Mensaje por Pascual Lopez Sanchez Jue 22 Oct 2015, 00:53

    Preciso una lectura pausada... me gusta lo que he leído y aplaudo un excelente trabajo.

    Abrazos. ( Volveré)


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    Mensaje por Pedro Casas Serra Jue 22 Oct 2015, 11:04

    Gracias, Pascual, por tu interés. Escritos como éste, del catedrático Francisco Rico, nos ayudan a situarnos en el lugar que ocupamos dentro de una poesía con siglos de historia en la que todos los cambios tienen su explicación .

    Un abrazo.
    Pedro

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    Mensaje por cecilia gargantini Jue 22 Oct 2015, 11:49

    Lo estoy leyendo de a poco, querido Pedro!!!!!!!!!!!!!!!!
    Muy muy interesante!!!!!!!!!!!!!!!
    Gracias por esta entrega. Besitossssssssss siempre
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    Mensaje por Pedro Casas Serra Vie 23 Oct 2015, 05:15

    Gracias a ti por tu interés, Cecilia. Una de las cosas que más me ha llamado la atención en este artículo, es descubrir que el verso libre, igual que el clásico, se fundamente en la reiteración -la repetición-, si el libre de sentidos el clásico de sonidos, y es que toda la poesís busca con la repetición fijarse en la memoria de quien la lee.

    Un abrazo.
    Pedro

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    Mensaje por enrique garcia Sáb 24 Oct 2015, 03:09

    !JOER, PEDRO!
    NO HAY PALABRAS PARA AGRADECERTE TU SABER
    Y REGALOS A ESTE FORO
    GRACIAS MAESTRO
    UN ABRAZO
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    Mensaje por Pedro Casas Serra Sáb 24 Oct 2015, 05:40

    Gracias por tu interés, Enrique. No es saber mío sino de Francisco Rico, que yo me he limitado a traer al foro. Mi arte sólo consiste en hurgar hasta encontrar aquellos escritos que creo pueden ser iluminadores para todos.

    Un abrazo.
    Pedro

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    Mensaje por Lluvia Abril Dom 25 Oct 2015, 02:31

    Hoy, con más tiempo, he comenzado a leer.
    Interesante y aleccionador escrito, y en el que me detendré especialmente en " el verso libre", por ser lo que más practico.
    Te doy las gracias, por dejar siempre aprendizaje en esta casa nuestra, tan de todos, querido Pedro.
    Un beso.


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    Mensaje por Pedro Casas Serra Dom 25 Oct 2015, 13:53

    Gracias a ti por tu interés, Lluvia. Podrás comprobar que el verso libre comparte con el clásico casi todos los recursos poéticos, aunque el verso libre hace incapié en los recursos semánticos que utiliza en fórmulas repetitivas, que vienen a ser como las repeticiones de rimas y metros del clásico, porque en ambos casos persiguen la retención del poema por el lector. Esto hace que el verso libre se parezca al verso clásico mucho más de lo que a primera vista podría parecer.

    Un abrazo.
    Pedro

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    Mensaje por Ana María Di Bert Lun 02 Nov 2015, 11:34

    Hoy comencé a leer y es muy bueno esto que nos dejas Pedro.
    Pero se debe saborear lentamente para sacarle todo el provecho que amerita,
    Volveré tantas veces como sea necesario.
    Gracias
    Ana
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    Mensaje por Pedro Casas Serra Mar 03 Nov 2015, 13:05

    Gracias por tu interés, Ana.

    Un abrazo.
    Pedro


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