Quizá nadie que tenga el castellano por lengua propia habrá dejado o dejará de decirse alguna vez que “cualquier tiempo pasado fue mejor”. No es que la monotonía de la historia y de la naturaleza humana haya inspirado la misma reflexión a innumerables individuos: es que a todos nos han enseñado a hacérnosla las palabras de un poeta. Porque son ésas, claro está, palabras de Jorge Manrique,
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte,
tan callando;
cuán presto se va el plazer,
cómo después, de acordado,
da dolor;
cómo, a nuestro parescer,
cualquier tiempo pasado
fue mejor.
Son, también, un adecuado ejemplo de las cualidades de la buena poesía y de las cualidades que logran convertir en clásico un poema.
“Cualquier tiempo pasado fue mejor.” Inténtese decirlo con otras palabras. Parecerá imposible. No hay modo de encontrar otras más ceñidas, satisfactorias y eficaces. Es justamente la piedra de toque de la poesía (no sólo de la poesía, pero sí sobre todo de la poesía): conseguir formulaciones cuyos términos no puedan alterarse ni reemplazarse y que por eso mismo se resistan al olvido. Poesía clásica es la que además haya el preciso ajuste de todos los elementos del lenguaje para expresar una verdad que el paso de los años no impide seguir reconociendo como reveladora. Para expresarla y para descubrirla. Pues no sentiríamos en ciertos momentos que “cualquier tiempo pasado fue mejor”, si Jorge Manrique no hubiera dado a la tradición española las palabras justas para percibirlo así. Pero tampoco necesitamos hacer nuestra la verdad del poeta: nos basta con apreciar que la mera forma en que está dicha es de suyo persuasiva, tiene fuerza de convicción. Si no para cambiar nuestras ideas, sí para no despegar del oído esos versos.
UN JUEGO DE ESPEJOS
En los diez siglos contemplados en la presente antología (y en buena medida en toda la historia de la literatura de Europa), un poema es esencialmente un objeto verbal forjado para permanecer en la memoria y por ello construido como una red de vínculos capaces de lograr que la evocación de uno solo de sus componentes arrastre a la evocación simultánea de todos los restantes. El procedimiento fundamental para cumplir ese designio estriba en disponer los factores del poema en series gobernadas por el principio de reiteración: los ingredientes del poema tienden a presentarse duplicados o multiplicados, repetidos por otros ingredientes paralelos. De tal manera, el poema imprime en el lenguaje un rasgo que normalmente le falta a éste y que, en cambio, caracteriza a la gran mayoría de los otros productos de la actividad humana: la simetría, la proporción y la correspondencia entre las partes y el todo.
Pensemos sólo, para empezar, en el elemento que hoy sentimos como más determinante de la poesía: el verso. Conviene recordar en qué consiste, para caer en la cuenta, si falta hiciere, de que nos las habemos con una figura obediente al principio de reiteración. El habla cotidiana y la prosa cotidiana se fragmentan, al pronunciarse, en los llamados grupos fónicos y grupos de intensidad, determinados primordialmente por el sentido y delimitados por dos pausas sucesivas en la articulación del discurso. Por ejemplo: “El corazón me revienta de placer. No sé de ti cómo te va. Yo, por mí, sospecho que estás contenta”. Cuando se leen del mismo modo que cualquier enunciado de la vida diaria, esas líneas se escinden en grupos fónicos y de intensidad dependientes del acento, la diversa altura de las sílabas, la necesidad de tomar aliento..., y en sustancia coincidentes con los principales núcleos de significado (que en nuestro caso vienen a ser también los marcados por la puntuación). Pero la disposición de esos mismos materiales en la Cena jocosa, de Baltasar del Alcázar, introduce un dato de distinto orden:
El corazón me revienta
de placer. No sé de ti
cómo te va. Yo, por mí,
sospecho que estás contenta.
Ahí, en efecto, disociadas de las pausas que señalan los núcleos semánticos en cuestión (salvo al final del tercer verso, en concordancia con una de ellas), aparecen otras pausas que ya no dependen de las circunstancias físicas de la emisión de la voz ni de las imposiciones del sentido, sino que están prefijadas por la tradición en que se inserta el poeta. Esas pausas no se dan ni pueden darse en la prosa ni en la conversación (como se comprobará leyendo el texto en que he transcrito sin ellas las palabras mismas de la Cena jocosa): son las pausas métricas definitorias del verso y de la poesía: Pues, antes que cualquier otra cosa, la poesía es, sencillamente, lenguaje en verso.
Ahora bien, al recortar en el lenguaje unas unidades iguales o equiparables, los versos estructuran el poema como un discurso presidido por la reiteración de un mismo diseño formal. La pauta de un verso repite la de los anteriores y propone la de los siguientes, en una invitación a enfilar el poema como serie, como conjunto cada uno de cuyos elementos constitutivos, aun si tiene una validez propia, remite forzosamente a todos los demás.
Ésa es también la función de los otros factores característicos de la poesía clásica. Así, aparte identificarse por las pausas métricas, el verso con frecuencia se somete asimismo a determinados patrones acentuales, ya obligatorios, ya potestativos. (Obligatorio es, verbigracia, el esquema que sitúa dos sílabas tónicas separadas por dos átonas en cada medio verso del arte mayor:
Tus cásos faláces, Fortúna, cantámos,
estádos de géntes, que gíras e trócas...
Potestativos, el que en el endecasílabo
Hermósa Fílis, siémpre yó te séa
realza todas las sílabas pares.) Pero el ritmo producido de tal manera, la reaparición periódica de unas figuras acentuales, no es, obviamente, sino un fenómeno de índole reiterativa: como el verso, refleja o predice la conformación de los contextos contiguos y, por ahí, los liga mutuamente.
El poema suele mostrar una textura fonética tan peculiar como un hermoso rostro: los rasgos que lo dibujan no tienen por qué significar nada, pero lo hacen inconfundible. El recurso más común para alcanzar esa fisonomía fonética distintiva es de nuevo la repetición, ahora de ciertas secuencias de vocales, de consonantes, o de ambas. Como cuando don Luis de Góngora imagina una
infame turba de nocturnas aves,
o San Juan de la Cruz se conmueve con
un no sé qué que quedan balbuciendo
las criaturas.
La rima, que supone identidad o semejanza en las terminaciones de dos o más versos próximos, es hermana de tales artificios fonéticos, pero desempeña un papel más regular y más rico en la integración del poema: exige tener presentes elementos que han quedado atrás y relacionarlos con otros que van saliendo al paso, de suerte que reaviva continuamente la percepción simultánea de los múltiples integrantes del conjunto. Las jarchas, las más antiguas canciones españolas que nos han llegado, ya saben, además, que la rima es especialmente eficaz para enlazar versos que se explican o apoyan entre sí:
Vayse meu corachón de mib:
ya Rab, ¿si me tornarád?
¡Tan mal meu doler li-l-habib!
Enfermo yed: ¿cuánd sanarád?
Donde el “corachón” del primer verso y el “habib” o “amado” del tercero son intercambiables, mientras que el “tornar” del segundo equivale al “sanar” del cuarto, en convergencia apuntada también por las rimas.
La jarcha recién copiada, con sus finos engarces de sonido y sentido, nos aconseja resaltar aquí, no sólo que los ingredientes formales a que hasta el momento me he referido y tantos otros como cabría enumerar tienen habitualmente un alcance significativo (o, en todo caso, sugestivo), sino igualmente que el principio de reiteración que en ellos hemos advertido afecta no menos a los ingredientes semánticos.
Ilustrémoslo únicamente con el más representativo: la metáfora. En el símil, una realidad se compara con otra (“cara fresca como manzana”; en la metáfora, una realidad se afirma idéntica a otra (isla de La Palma, “eres ciprés de triste rama”); pero en ambos tipos de imagen los términos en juego son dos, de manera que el uno repite al otro, iluminándose los dos recíprocamente, con un intercambio de datos y perspectivas. (El proceso es más oscuro, pero no sustancialmente distinto, en las figuraciones superrealistas de nuestro siglo: abajo les dedicaremos dos palabras, en relación con el verso libre.) Incluso cuando uno no se menciona expresamente, la dualidad sigue en pie y es preciso evocar el término latente. Si Cervantes llama “soles bellos”, sin más, a los ojos de la Gitanilla, la inteligibilidad de la imagen requiere que el lector traiga a la memoria el término eludido y lo coteje con el explícito, pasando del segundo al primero, superponiéndolos, como si aquél no hubiera sido evitado adrede. La metáfora, pues, baraja siempre no menos de dos elementos y obliga a proyectar el uno sobre el otro, en un proceso resueltamente análogo, en cuanto al sentido, a las idas y venidas de unos a otros a que nos empujan los componentes formales. En las coplas de Jorge Manrique que citaba al comienzo, la repetición verbal es particularmente ostensible: a los paralelismos canónicos a finales del siglo XV, es decir, a los esquemas fijos de verso, rima y estrofa, se suman los paralelismos facultativos de ritmo (así en el segundo y tercer verso: óooóooóo), textura (notemos sólo el alternarse de las consonantes er y or), construcción sintáctica (por ejemplo, en los versos primero y cuarto, por un lado, y, por otro, segundo y tercero), etc., etc. Pero repárese en que las imágenes también se fundan en el paralelismo, sólo que de nociones antes que sonido o formas, y también nos empujan a desplazarnos de un elemento a otro,. De ahí que sea legítimo definir la rima -pongamos- como una metáfora prosódica o bien observar que los mencionados versos de Manrique rebosan de ritmos gramaticales. El universo del poema está trabado por una profunda coherencia.
Según ello, el principio de reiteración que nutre las raíces de la poesía busca hacer del poema -decía arriba- una red de vínculos o -si se prefiere- un juego de espejos que se reflejan mutuamente: cada factor remite a otros semejantes y todos se asemejan entre sí, en tanto todos responden al mismo fundamento de la repetición y el paralelismo. La reiteración equivale a una insistencia: subraya el contenido y, antes aun, la forma. Porque, gracias a ella sobre todo, la forma se vuelve perceptible, notoria. Es posible y usual recordar muy circunstanciadamente una conversación, pero no las palabras precisas en que se produjo. El lenguaje cotidiano se emplea y, cumplida su función, se deshecha. La poesía, en cambio, llama la atención sobre la forma, fuerza a cobrar conciencia de ella, a experimentarla en tanto tal forma. En el habla corriente, no vemos el lenguaje que nos asoma a la realidad; en el poema, vemos al par el lenguaje y la realidad. A diferencia de la lengua familiar y en un grado superior a cualquier otra modalidad literaria, el poema tiende a perdurar en la memoria: no se agota en la enunciación o en la lectura, sino que puja por ser recordado exactamente en la misma formulación con que ha nacido. (No hay medio de saber hasta qué punto ese prurito de perdurabilidad y los procedimientos que se ponen a su servicio son herencia, cuando menos, de una época en que sólo la memoria podía asegurar la pervivencia de una creación lingüística. Pero tampoco hay duda de que tales procedimientos han ido perdiendo vigor según la poesía dejaba de ser predominantemente oral y se encerraba en el mundo de la escritura y el libro. Luego habrá que volver sobre la cuestión.)
El principio de reiteración implica también que el desarrollo del poema obedece a una cierta motivación interna. La prosa y la lengua común progresan normalmente ateniéndose sólo a impulsos externos o al libre fluir del pensamiento. El poema quiere acotar un espacio en que se sienta la necesidad de unas palabras, nociones, texturas: ésas, y no otras (o si acaso, tanto da, esas otras que contrastan con las que se sentían como necesarias). La reiteración consigue que dentro del discurso mismo se nos indique anticipadamente el camino que falta por recorrer, de suerte que éste se nos aparezca como insoslayable (o si acaso, otra vez, que nos sorprenda desembocar en uno que no es el previsto), como si se tratara del único posible. La motivación interna que de tal modo se establece refuerza la singularidad del poema, la impresión de hallarnos ante un objeto en efecto único, distinto, frente a todos los otros poemas y frente al lenguaje de todos los días.
La reiteración conduce, pues, a asegurar la memorabilidad, la fluidez, la coherencia y la identidad del poema. Pero ¿posee en sí misma una dimensión estética? Por lo menos cabe afirmar que quizá ningún otro fenómeno se descubre con mayor frecuencia al fondo de tan variadas manifestaciones artísticas. Porque decir reiteración es decir paralelismo, correspondencia, simetría. Los productos de la naturaleza se nos muestran a cada paso provistos de simetría bilateral (de hecho, menos perfecta de lo que captan los ojos), y nos basta levantar la vista para percibir incontables productos humanos dotados de una versión aún más regular de tal simetría: como el libro que el lector tiene ahora en las manos. Los niños se divierten con las figuras que aparecen al doblar y apretar el papel en que han echado unas gotas de tinta; los mayores se pasman ante El Escorial. Pero la fuente del placer que provocan esos borrones minúsculos y esas arquitecturas gigantescas es la misma en un aspecto esencial: unos y otras se sujetan a las leyes de la simetría. De la música a la pintura, es verdad, las artes han tenido siempre en la simetría (o, llegado el caso, en la ruptura consciente de la simetría) uno de sus más constantes fundamentos. La poesía no parece que haya escapado a la regla; y al someterse a ella, se la ha impuesto también a uno de los pocos reductos que normalmente se le resisten: el lenguaje.
(continuará)
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