LA PERLA
Había un hombre llamado Nasuh, que se ocupaba en el baño del servicio de
las mujeres. Su cara era muy afeminada, lo que le permitía disimular su
virilidad. Era un maestro en el arte del disfraz. Desde hacía años actuaba así y
nadie había descubierto su secreto. Pero, a pesar de su cara y de su voz
aflautada, su deseo era ardiente. Cubría su cabeza con un velo, pero era un
joven ardoroso.
Se arrepentía a menudo de esta actividad, pero su deseo volvía a
imponerse. Un día fue a ver a un sabio para que éste le procurase el socorro de
sus plegarias. El sabio comprendió enseguida la situación y no dejó que se le
notara nada. Sus labios estaban como cosidos pero, en su corazón, los secretos
ya estaban desvelados. Pues los que conocen los secretos tienen la boca sellada.
Así, con una ligera sonrisa, dijo al joven:
"¡Que Dios te haga arrepentirte de lo que tú sabes!"
Esta plegaria atravesó los siete cielos y fue aceptada, pues las plegarias de
este sheij eran diferentes de las demás. Dios creó, pues, un pretexto para sacar a
Nasuh de la situación en la que se encontraba. Un día, cuando Nasuh llenaba un
barreño de agua, la hija del sultán extravió una perla. Era una de las joyas que
adornaban sus pendientes. Todas las mujeres presentes se precipitaron por todos
lados para encontrarla y cerraron las puertas. Por mucho que buscaron por todas
partes, la perla siguió sin aparecer. Para no omitir nada, se decidió registrar a las
personas presentes, mirar en su boca, sus orejas y en todos los orificios y
aberturas. Se ordenó a todos que se desnudaran para ser registrados.
Nasuh, retirado en un rincón, con el rostro pálido, estuvo a punto de
desvanecerse de miedo. Pensaba en la muerte y su cuerpo temblaba como una
hoja. Se decía:
"¡Oh, Dios mío! ¡He pecado mucho! He faltado a mis buenas resoluciones.
Y cuando me llegue el turno de ser registrado, ¿quién puede decir cuántas
torturas sufriré? Siento ya el olor a quemado de mis pulmones. ¡Ah! ¡No deseo a
nadie, ni siquiera a un infiel, que conozca un trance semejante! ¡Ojalá que mi
madre no me hubiese concebido! ¡O que un león me hubiese devorado! ¡Oh,
Dios mío! Me confío a tu misericordia. ¡Ten piedad de mí! Concédeme la gracia
pues cada poro de mi piel siente como una mordedura de serpiente. Si cubres mi
vergüenza, me arrepentiré de todos mis pecados. ¡Acepta una vez más mi
arrepentimiento y si no cumplo esta promesa, haz de mí lo que quieras!"
Mientras que mascullaba así. Nasuh oyó decir a alguien:
"Hemos registrado a todo el mundo. Pero ¿dónde está Nasuh? Que venga
para ser también registrada."
Al oír esto, Nasuh se derrumbó como un muro que se viene al suelo. Su
razón lo abandonó y permaneció en el suelo, inanimado. En este estado,
mientras estaba fuera de sí mismo, pudo alcanzar el secreto de la verdad.
Mientras que nada subsistía de su existencia, se concedió un favor a su alma.
Esta escapó de la razón para unirse a la verdad. Entonces fue cuando afluyó la
oleada de la misericordia.
De repente, alguien gritó:
"¡Aquí está la perla! ¡Acabo de encontrarla! ¡Tranquilizaos y alegraos
conmigo!"
Las mujeres aplaudieron diciendo:
"¡Todo solucionado!"
El alma de Nasuh volvió a la superficie y sus ojos vieron de nuevo la luz.
Todos le pedían perdón por haber dudado de su honradez.
"¡Te hemos calumniado, Nasuh! Pero, como eras tú la que estaba más cerca
de la hija del sultán, ¿no era normal que fueses la primera sospechosa?"
De hecho, las mujeres habrían querido empezar el registro por ella, pero,
por respeto a su intimidad con la hija del sultán, habían querido dejarle así la
ocasión de desembarazarse de la perla. Mientras que ellas pedían perdón, Nasuh
decía:
"No os excuséis. Soy culpable y mi culpabilidad supera la vuestra. Lo que
me sucede es un favor de Dios pero, en realidad, soy peor de lo que imagináis.
Todo lo que hayáis podido decir sobre mí no es ni la centésima parte de mis
pecados. Quien cree conocer mis faltas, no conoce sino una ínfima parte de ellas.
Dios, que cubre con un velo toda vergüenza, conocía bien mis pecados. Iblis, que
fue mi maestro durante algún tiempo, se había convertido en discípulo mío. Dios
conocía mis faltas, pero las ha ocultado para ahorrarme la vergüenza. Con su
misericordia, me ha abierto el camino del arrepentimiento. Aunque cada uno de
mis pelos se convirtiese en una lengua, eso no bastaría para expresar mi
gratitud."
Algún tiempo después, vino alguien de parte de la hija del sultán para
invitarlo a cumplir su servicio en el baño. No quería, le dijeron, ser servida sino
por ella. Nasuh respondió:
"¡Vete! Yo ya he salido de esa situación. ¡Di que Nasuh está enfermo!"
Y se decía:
"¡He muerto y resucitado! Este instante de temor que he vivido es
inolvidable. ¡Después de tal advertencia, sólo un asno perseveraría en el error!"
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