Aires de Libertad

¿Quieres reaccionar a este mensaje? Regístrate en el foro con unos pocos clics o inicia sesión para continuar.

https://www.airesdelibertad.com

Leer, responder, comentar, asegura la integridad del espacio que compartes, gracias por elegirnos y participar

Estadísticas

Nuestros miembros han publicado un total de 1065571 mensajes en 48383 argumentos.

Tenemos 1587 miembros registrados

El último usuario registrado es José Valverde Yuste

¿Quién está en línea?

En total hay 77 usuarios en línea: 2 Registrados, 0 Ocultos y 75 Invitados :: 2 Motores de búsqueda

Lluvia Abril, Ramón Carballal


El record de usuarios en línea fue de 1156 durante el Mar 05 Dic 2023, 16:39

Últimos temas

» Yalal ad-Din Muhammad Rumi (1207-1273)
VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 8 EmptyHoy a las 08:34 por Maria Lua

» Rabindranath Tagore (1861-1941)
VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 8 EmptyHoy a las 08:29 por Maria Lua

» MAIAKOVSKY Y OTROS POETAS RUSOS Y SOVIÉTICOS, 3
VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 8 EmptyHoy a las 08:27 por Pascual Lopez Sanchez

»  FERNANDO PESSOA II (13/ 06/1888- 30/11/1935) )
VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 8 EmptyHoy a las 08:19 por Maria Lua

» EDUARDO GALEANO (1940-2015)
VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 8 EmptyHoy a las 08:16 por Maria Lua

» Luís Vaz de Camões (c.1524-1580)
VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 8 EmptyHoy a las 08:11 por Maria Lua

» FRANCESCO PETRARCA (1304-1374)
VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 8 EmptyHoy a las 08:10 por Maria Lua

» VICTOR HUGO (1802-1885)
VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 8 EmptyHoy a las 08:08 por Maria Lua

» JULIO VERNE (1828-1905)
VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 8 EmptyHoy a las 07:50 por Maria Lua

»  DOSTOYEVSKI
VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 8 EmptyHoy a las 07:45 por Maria Lua

Noviembre 2024

LunMarMiérJueVieSábDom
    123
45678910
11121314151617
18192021222324
252627282930 

Calendario Calendario

Conectarse

Recuperar mi contraseña

Galería


VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 8 Empty

    VICTOR HUGO (1802-1885)

    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 76809
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 8 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Hoy a las 07:58

    ***

    —¡Ah! —dijo Fauchelevent—. Llaman a las madres vocales. Van al capítulo. Siempre celebran
    capítulo cuando muere alguien. Ha muerto al amanecer: es la hora a que se suele morir. Pero ¿no podríais
    salir por donde habéis entrado?
    Jean Valjean se puso pálido. Sólo la idea de volver a aquella temible calle le hacía temblar. Salid de
    una selva de tigres, y estando ya fuera, pensad en el efecto que os hará el consejo de un amigo que os
    invitara a entrar otra vez en ella. Jean Valjean se imaginaba a toda la policía registrando el barrio, a los
    agentes en observación, centinelas en todas partes, horribles garras extendidas hacia su cuello, y al
    mismo Javert en el extremo de la encrucijada.
    —¡Imposible! —dijo—. Fauchelevent, suponed que he caído del cielo.
    —Sí, yo lo creo, lo creo —respondió Fauchelevent—. No tenéis necesidad de decírmelo. Dios os
    habrá cogido de la mano, para miraros de cerca, y luego os habrá soltado. Sólo que sin duda quería
    llevaros a un convento de hombres y se ha equivocado. Vamos, otro toque. Éste es para decir al portero
    que vaya a avisar a la municipalidad, para que vaya a avisar al médico de los muertos, para que venga a
    ver el cadáver. Todo esto es una ceremonia necesaria; pero a estas damas no les gustan mucho tales
    visitas. Un médico no cree en nada. Viene, levanta el velo y a veces otra cosa. ¡Qué prisa han tenido esta
    vez para avisar al médico! ¿Qué será esto? Vuestra niña sigue durmiendo. ¿Cómo se llama?
    —Cossette.
    —¿Es vuestra nieta?
    —Sí.
    —A ella le resultará fácil salir de aquí. Mi puerta de servicio da al patio. Llamo: el portero abre; yo
    llevo mi cesta al hombro; la niña va dentro, y salgo. Fauchelevent sale con su cesto, lo cual es muy
    sencillo. Diréis a la niña que se esté quieta debajo de la tapa. Después la dejo durante el tiempo que sea
    preciso en casa de una vieja amiga frutera, sorda, que vive en la calle Chemin-Vert, donde tiene una
    camita. Gritaré a su oído que es una sobrina mía, que la tenga allí hasta mañana, y después la niña entrará
    con vos; porque yo os facilitaré la entrada. Será preciso. Pero ¿cómo saldréis?
    Jean Valjean movió la cabeza.
    —Que nadie me vea; todo consiste en esto, Fauchelevent. Encontradme un medio de hacerme salir
    como Cosette, dentro de un cesto.
    Fauchelevent se rascó la punta de la oreja con el dedo medio de la mano izquierda, señal evidente de
    un grave apuro.
    Se oyó un tercer toque.
    —El médico de los muertos ya se va —dijo Fauchelevent—. Ha mirado y ha dicho: está muerta. Así
    que el muerto ha visado el pasaporte para el paraíso, la administración de pompas fúnebres envía un
    ataúd. Si el muerto es una madre, la amortajan las madres. Si es una hermana, lo amortajan las hermanas,
    y después yo clavo la caja.
    Esto forma parte de mis obligaciones de jardinero. Un jardinero es un poco sepulturero. Se deposita
    el cadáver en una sala baja de la iglesia que da a la calle, y donde no puede entrar ningún hombre más
    que el médico de los muertos; porque no cuento como hombres a los sepultureros ni a mí. En esa sala es
    donde clavo la caja. Los sepultureros vienen por ella, y ¡arrea, cochero! Traen una caja vacía, y aquí se
    llena. Ya veis lo que es un entierro. De profanáis.
    Un rayo de sol horizontal iluminaba el rostro de Cosette dormida, que abría vagamente la boca, y
    parecía un ángel bebiendo la luz. Jean Valjean la contempló. Ya no escuchaba a Fauchelevent.
    El no ser escuchado no es una razón para callarse. El buen jardinero continuó pacíficamente su
    charla.
    —Hacen el hoyo en el cementerio Vaugirard, que según dicen va a ser suprimido. Es un cementerio
    muy antiguo, que está fuera de los reglamentos y va a tomar el retiro, y es una lástima, porque es muy
    cómodo. Tengo allí un amigo, el tío Mestienne, el enterrador. Las monjas de este convento tienen el
    privilegio de ser enterradas al caer la noche. Hay un decreto de la Prefectura expresamente para ellas.
    ¡Pero qué acontecimientos han sucedido desde ayer! Ha muerto la madre Crucifixión. El señor Madeleine
    ha…
    —Está enterrado —dijo Jean Valjean, sonriendo tristemente.
    Fauchelevent dio un salto al oír esta palabra.
    —¡Diablo!, realmente, si os quedáis aquí es como si os enterrasen.
    Oyóse en esto un nuevo toque. Fauchelevent cogió precipitadamente del clavo la rodillera con el
    cencerro y se la puso en la pierna.
    —Esta vez es para mí. Me llama la madre priora. Bueno, me he pinchado con la punta de la hebilla.
    Señor Madeleine, no os mováis y esperadme. Hay alguna novedad. Si tenéis hambre, allí encontraréis
    vino, pan y queso.
    Y salió de la choza diciendo:
    —¡Ya voy, ya voy!
    Jean Valjean le vio atravesar el jardín tan de prisa como su pierna torcida le permitía, mirando de
    paso sus melones.
    Unos minutos después, Fauchelevent, cuyo cencerro ponía en fuga a las religiosas, llamaba
    suavemente a una puerta; una dulce voz respondió: «Por siempre, por siempre», es decir: entrad.
    Esta puerta era la del locutorio reservado al jardinero para las necesidades del servicio. Estaba
    contiguo a la sala del capítulo. La priora, sentada sobre la única silla del locutorio, esperaba a
    Fauchelevent




    II



    FAUCHELEVENT EN PRESENCIA DE LA DIFICULTAD



    El aire agitado y grave en las ocasiones criticas es muy propio de ciertos caracteres y de ciertas
    profesiones, y especialmente de curas y frailes. En el momento en que Fauchelevent entró, esta doble
    forma de la preocupación estaba impresa en la fisonomía de la priora, que era la encantadora e ilustrada
    señorita de Blemeur, madre Inocente, generalmente alegre.
    El jardinero hizo un saludo tímido, y quedóse en el umbral de la celda. La priora, que desgranaba su
    rosario, levantó los ojos y dijo:
    —¡Ah! Sois vos, Fauvent.
    Tal era la abreviación adoptada en el convento.
    Fauchelevent repitió su saludo.
    —Fauvent, os he llamado.
    —Aquí estoy, reverenda madre.
    —Tengo que hablaros.
    —Y yo, por mi parte —dijo Fauchelevent con una audacia que le asustaba interiormente—, tengo
    también que decir alguna cosa a la muy reverenda madre.
    La priora le contempló.
    —¡Ah!, debéis comunicarme algo.
    —Un ruego.
    —Bien, hablad.
    El buen Fauchelevent, ex curial, pertenecía a la categoría de los campesinos que tienen mucho
    aplomo. Una cierta ignorancia hábil es una fuerza; no se desconfía de ella, y engaña. En los dos anos que
    llevaba en el convento, Fauchelevent se había granjeado el afecto de la comunidad. Siempre solitario, y
    siempre dedicado a su jardín, no le quedaba más que ser curioso. A la distancia que estaba de todas
    aquellas mujeres que iban y venían cubiertas con el velo, no veía delante de sí más que una agitación de
    sombras. A fuerza de atención y de penetración, había conseguido suponer carne en todos aquellos
    fantasmas, y aquellas muertas vivían para él. Era como un sordo cuya vista se aguza, y como un ciego
    cuyo oído se aguza. Se había dedicado a comprender el significado de algunos toques, y lo había
    conseguido; de modo que aquel claustro enigmático y taciturno no tenía nada oculto para él; aquella
    esfinge le decía al oído todos sus secretos. Fauchelevent, sabiéndolo todo, lo ocultaba todo. Éste era su
    arte. Todo el convento le creía estúpido. Gran mérito en religión. Las madres vocales hacían caso de
    Fauchelevent. Era un curioso mudo. Inspiraba confianza. Además, era regular, y no salía más que por las
    necesidades demostradas de la huerta y el jardín. Esta discreción de salidas se le tenía muy en cuenta. No
    por esto había dejado de hacer hablar a dos hombres; en el convento al portero, por quien sabia las
    particularidades del locutorio; y en el cementerio al enterrador, por quien sabía las particularidades de la
    sepultura; de modo que tenia, respecto de las religiosas, una doble luz, una sobre la vida y otra sobre la
    muerte. Pero no abusaba de nada. La congregación le quería. Viejo y cojo, casi ciego, probablemente un
    poco sordo, ¡qué cualidades! Difícilmente hubieran podido reemplazarle.
    El buen hombre, con la seguridad del que se sabe apreciado, empezó ante la reverenda priora una
    arenga de campesino, bastante difusa y muy profunda. Habló largamente de su edad, de sus enfermedades,
    del peso de los años, contándolos dobles, de las exigencias crecientes del trabajo, de la extensión del
    jardín, de las noches que pasaba, como la última por ejemplo, en la que había tenido que cubrir con
    esteras los melones, para evitar el efecto de la luna, y llegó a lo que le interesaba: que tenía un hermano
    (la priora hizo un movimiento); un hermano no joven (segundo movimiento de la priora, pero esta vez
    movimiento de tranquilidad); que si se lo permitían podría ir a vivir con él y ayudarle; que era un
    excelente jardinero; que la comunidad podría aprovecharse de sus buenos servicios, mas útiles que los
    suyos; que de otra manera, si no se admitía a su hermano, él que era el mayor, y se sentía cascado e inútil
    para el trabajo, se vería obligado a irse; y que su hermano tenía una niña que llevaría consigo, y que
    educaría en Dios, en la casa, y podría, ¿quién sabe?, ser religiosa un día.
    Cuando hubo acabado de hablar, la priora interrumpió el paso de las cuentas del rosario entre sus
    dedos, y le dijo:
    ¿Podríais procuraros, de aquí a la noche, una fuerte barra de hierro?
    —¿Para qué?
    —Para que sirva de palanca.
    —Sí, reverenda madre —respondió Fauchelevent.
    La priora, sin añadir una palabra, se levantó y entró en la habitación vecina, que era la sala del
    capítulo, y donde las madres vocales estaban probablemente reunidas. Fauchelevent se quedó solo.





    cont.
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 76809
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 8 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Hoy a las 08:00

    ***
    III




    LA MADRE INOCENTE




    Transcurrió alrededor de un cuarto de hora. La priora regresó y volvió a sentarse en la silla.
    Los dos interlocutores parecían preocupados. Vamos a trascribir del mejor modo posible el diálogo
    que se entabló:
    —Fauvent.
    —Reverenda madre.
    —¿Conocéis bien la capilla?
    —Tengo en ella un pequeño nicho, para oír misa y asistir a los oficios.
    —¿Habéis entrado en el coro alguna vez?
    —Dos o tres veces.
    —Se trata de levantar una piedra.
    —¿Pesada?
    —La losa del suelo que está junto al altar.
    —¿La piedra que cierra la bóveda?
    —Sí.
    —Es una obra para lo cual serían necesarios dos hombres.
    —La madre Ascensión, que es fuerte como un hombre, os ayudará.
    —Una mujer nunca es un hombre.
    —No tenemos más que una mujer para ayudaros. Cada uno hace lo que puede. Porque Mobillon trae
    cuatrocientas diecisiete epístolas de san Bernardo y Merlonius Horstius no trae más que trescientas
    sesenta y siete, yo no desprecio a Merlonius Horstius.
    —Ni yo tampoco.
    —El mérito consiste en trabajar según las fuerzas. El claustro no es un taller.
    —Y una mujer no es un hombre. ¡Mi hermano sí que es fuerte!
    —Además, tendréis una palanca.
    —Es la única llave que abre tales puertas.
    —La piedra tiene un anillo.
    —Pasaré por él la palanca.
    —La piedra está colocada de modo que puede girar.
    —Está bien, reverenda madre. Abriré la fosa.
    —Las cuatro madres cantoras os ayudarán.
    —¿Y cuando la fosa esté abierta?
    —Será preciso volverla a cerrar.
    —¿Nada más?
    —Sí.
    —Dadme vuestras órdenes, reverenda madre.
    —Fauvent, tenemos confianza en vos.
    —Estoy aquí para obedecer.
    —Y para callar.
    —Sí, reverenda madre.
    —Cuando la fosa esté abierta…
    —La cerraré.
    —Pero antes…
    —¿Qué, reverenda madre?
    —Será preciso bajar algo. —Hubo un silencio. La priora, después de hacer un movimiento con el
    labio inferior que parecía indicar la duda, dijo—: Fauvent.
    —¿Reverenda madre?
    —¿Sabéis que esta mañana ha muerto una madre?
    —No.
    —¿No habéis oído la campana?
    —No se oye nada desde el fondo del jardín.
    —¿De verdad?
    —Apenas distingo yo mi toque.
    —Ha muerto al amanecer.
    —Además, esta mañana el viento era contrario.
    —Ha sido la madre Crucifixión, una bendita.
    La priora se calló. Movió un instante los labios como si orara, y luego continuó:
    —Hace tres años que sólo por haber visto rezar a la madre Crucifixión, una jansenista, la señora de
    Béthume, se hizo ortodoxa.
    —¡Ah! Sí, ahora oigo el clamor, reverenda madre.
    —Las madres la han llevado al depósito de los muertos que da a la iglesia.
    —Ya lo sé.
    —Ningún hombre más que vos puede y debe entrar en el depósito. Vigilad bien. ¡Sería bueno ver
    entrar a un hombre en el depósito de los muertos!
    —¡Con más frecuencia!
    —¿Eh?
    —¡Con más frecuencia!
    —¿Qué decís?
    —¡Digo que con más frecuencia!
    —¿Con más frecuencia que qué?
    —Reverenda madre, no digo con más frecuencia que, sino con más frecuencia.
    —No os comprendo. ¿Por qué decís con más frecuencia?
    —Para decir lo que vos, reverenda madre.
    —Pero yo no he dicho con más frecuencia.
    —No lo habéis dicho, pero lo he dicho yo para decir lo que vos.
    En ese momento dieron las nueve.
    —A las nueve de la mañana, y a toda hora, alabado y adorado sea el Santísimo Sacramento del altar
    —dijo la priora.
    —Amén —dijo Fauchelevent.
    La hora sonó muy oportunamente. Cortó el «con más frecuencia». Es muy probable que sin esta
    interrupción, la priora y Fauchelevent no hubiesen desenredado nunca esa madeja.
    Fauchelevent se enjugó la frente.
    La priora murmuró de nuevo, como si rezara, y después dijo, alzando la voz:
    —La madre Crucifixión en vida hacía muchas conversiones; después de muerta hará milagros.
    —Los hará! —respondió Fauchelevent haciéndose firme en el terreno, y esforzándose en no volver a
    tropezar.
    —Fauvent, la comunidad ha sido bendecida con la madre Crucifixión. Sin duda no es dado a todo el
    mundo morir como el cardenal Bérulle, celebrando la santa misa, y exhalar el alma hacia Dios
    pronunciando estas palabras: «Hanc igitur oblationem»
    [269]
    . Pero sin esperar tanta felicidad, la madre
    Crucifixión ha tenido una buena muerte. Ha conservado el conocimiento hasta el último instante. Nos
    hablaba a nosotras, y luego hablaba a los ángeles; nos ha dado sus últimas órdenes. Si tuvierais más fe, y
    hubierais podido entrar en su celda, os habría curado vuestra pierna con sólo tocarla. No hacía más que
    sonreír: sabía que iba a resucitar en Dios. Su muerte ha sido una gloria.
    Fauchelevent creyó que concluía una oración, y dijo:
    —Amén.
    —Fauvent, es preciso hacer la voluntad de los muertos.
    La priora pasó algunas cuentas de su rosario. Fauchelevent callaba.
    Ella prosiguió:
    —He consultado sobre esta cuestión con muchos eclesiásticos que trabajan en Nuestro Señor, que se
    ocupan en el ejercicio de la vida clerical, y que recogen admirables frutos.
    —Reverenda madre, desde aquí se oye mejor el clamor que desde el jardín.
    —Además, es más que una muerta, es una santa.
    —Como vos, reverenda madre.
    —Dormía en su ataúd desde hacía veinte años, por permiso expreso de nuestro santo padre Pío VII
    —El que coronó al em… a Bonaparte.
    En un hombre astuto como Fauchelevent, este recuerdo era inoportuno. Felizmente, la priora,
    entregada a sus pensamientos, no le oyó. Continuó:
    —Fauvent.
    —¿Reverenda madre?
    —San Diodoro, arzobispo de Capadocia, quiso que sobre su sepultura se escribiera esta única
    palabra: Acarus
    [270]
    , que significa lombriz; y así se hizo. ¿No es verdad?
    —Sí, reverenda madre.
    —El bienaventurado Mezzocane, obispo de Aquila, quiso ser inhumado bajo la horca; así se hizo.
    —Es verdad.
    —San Terencio, obispo de Porto, en la desembocadura del Tíber, pidió que se le grabase en el
    sepulcro el signo que se ponía sobre la sepultura de los parricidas, con el deseo de que los transeúntes
    escupiesen sobre su tumba. Y así se hizo. Es necesario obedecer a los muertos.
    —Así sea.
    —El cuerpo de Bernard Guidonis, nacido en Francia, cerca de Roche-Abeille, fue trasladado a la
    iglesia de los dominicos de Limoges, según había dejado dispuesto y a pesar de la oposición del rey de
    Castilla, porque Bernard Guidonis había sido obispo de Tuy en España. ¿Puede decirse lo contrario?
    —No, reverenda madre.
    —El hecho está atestiguado por Plantavit de la Fosse.
    Volvieron a desgranarse algunas cuentas del rosario silenciosamente. La priora continuó:
    —Fauvent, la madre Crucifixión será sepultada en el ataúd en el que ha dormido durante veinte años.
    —Es justo.
    —Es una continuación del sueño.
    —¿La encerraré en ese ataúd?
    —Sí.
    —¿Y dejaremos a un lado la caja de las pompas fúnebres?
    —Precisamente.
    —Estoy a las órdenes de la muy reverenda comunidad.
    —Las cuatro madres cantoras os ayudarán.
    —¿A clavar el ataúd? No las necesito.
    —No. A bajarla.
    —¿Adónde?
    —A la cripta.
    —¿Qué cripta?
    —Debajo del altar.
    Fauchelevent se sobresaltó.
    —¡La cripta, debajo del altar!
    —Debajo del altar.
    —Pero…
    —Tendréis una barra de hierro.
    —Sí, pero…
    —Levantaréis la piedra con la barra, por medio del anillo.
    —Pero…
    —Es preciso obedecer a los muertos. El deseo supremo de la madre Crucifixión era ser enterrada en
    la cripta, debajo del altar de la capilla, no ir a tierra profana; morar muerta en el mismo sitio en que
    había rezado en vida. Así nos lo ha pedido, es decir, nos lo ha mandado.
    —Pero está prohibido.
    —Prohibido por los hombres, ordenado por Dios.
    —¿Y si se llega a saber?
    —Tenemos confianza en vos.
    —¡Oh!, yo soy una piedra de esta pared.
    —El capítulo se ha reunido. Las madres vocales, que acabo de consultar, y que están aún
    deliberando, han decidido que la madre Crucifixión, conforme a sus deseos, sea enterrada en su ataúd y
    debajo del altar. ¡Figuraos, Fauvent, si se llegasen a hacer milagros aquí! ¡Qué gloria en Dios para la
    comunidad! Los milagros salen de las tumbas.






    cont.
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 76809
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 8 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Hoy a las 08:01

    ***

    —Pero, reverenda madre, si el agente de la comisión de salubridad…
    —San Benedicto II, en materia de sepulturas, se opuso a Constantino Pongonatos.
    —Sin embargo, el comisario de policía…
    —Chonodemaire, uno de los siete reyes alemanes que entraron en las Galias bajo el imperio de
    Constancio, reconoce expresamente el derecho de los religiosos a ser inhumados en religión, es decir,
    debajo del altar.
    —Pero el inspector de la prefectura…
    —El mundo no es nada ante la cruz. Martín, undécimo general de los cartujos, dio esta divisa a su
    orden: Stat crux dum volvitur orbit
    [271]
    .
    —Amén —dijo Fauchelevent, imperturbable en su costumbre de esquivar la cuestión siempre que oía
    hablar en latín.
    El que ha estado sin hablar mucho tiempo necesita un auditorio cualquiera. Cuando el retórico
    Gymnastoras salió de la cárcel, llevando en el cuerpo millares de dilemas y silogismos trasnochados, se
    paró ante el primer árbol que encontró, arengándole, y haciendo grandes esfuerzos para convencerle. La
    priora, sujeta siempre al tributo del silencio, tenía demasiado lleno el cuerpo, y se levantó y exclamó con
    una locuacidad propia de una compuerta que se abre:
    —A mi derecha tengo a Benito, y a mi izquierda a Bernardo. ¿Quién es Bernardo? El primer abad de
    Claraval. Fontaines en Bor-goña es un país bendito por haberle visto nacer. Su padre se llamaba Técelin,
    y su madre Aléthe. Principió en el Cister para llegar a Claraval; fue ordenado abad por el obispo de
    Chálons-sur-Saóne, Guillaume de Champeaux, tuvo setecientos novicios, y fundó ciento sesenta
    monasterios; hundió a Abelardo en el Concilio de Sens en 1140, lo mismo que a Pedro de Bruys y
    Enrique su discípulo, y a otra secta de extraviados que se llamaban los apostólicos; confundió a Arnaldo
    de Brescia; hizo sucumbir al monje Raúl, matador de judíos; dominó en 1148 el Concilio de Reims; hizo
    condenar a Gil-bert de la Porée, obispo de Poitiers; a Éon de TÉtoile; arregló las diferencias de los
    príncipes; iluminó al rey Luis el Joven: aconsejó al papa Eugenio III; reguló el Temple; predicó la
    cruzada; hizo doscientos cincuenta milagros en vida, y treinta y nueve en un solo día. ¿Quién es Benito?
    El patriarca de Monte Cassino; el segundo fundador de la santidad claustrad el Basilio del Occidente. De
    su orden, han salido cuarenta papas, doscientos cardenales, cincuenta patriarcas, mil seiscientos
    arzobispos, cuatro mil seiscientos obispos, cuatro emperadores, doce emperatrices, cuarenta y seis reyes,
    cuarenta y una reinas, tres mil seiscientos santos canonizados, y subsiste aún después de mil cuatrocientos
    años.
    »¡De un lado san Bernardo; del otro el agente de la salubridad! ¡De un lado san Benito; del otro el
    inspector de las calles! El Estado, la policía urbana, las pompas fúnebres, los reglamentos, las
    administraciones, ¿qué tenemos que ver con eso? Cualquiera se indignaría al ver cómo se nos trata. Ni
    siquiera tenemos el derecho de dar nuestras cenizas a Jesucristo. Vuestra salubridad es una invención
    revolucionaria. Dios subordinado al comisario de policía; tal es este siglo. ¡Silencio, Fauvent!
    Fauchelevent, bajo esta ducha, no estaba muy a gusto. La priora continuó:
    —El derecho del monasterio a la sepultura no es dudoso para nadie. No pueden negarlo más que los
    fanáticos y los extraviados.
    »Vivimos en unos tiempos de horrible confusión. Ignoramos lo que es preciso saber, y sabemos lo que
    es preciso ignorar. Dominan la ignorancia y la impiedad. Y en esta época las gentes no distinguen entre el
    grandísimo san Bernardo y el Bernardo llamado de las pobres católicas, infeliz eclesiástico que vivía en
    el siglo XIII. Otros blasfeman hasta el punto de comparar el cadalso de Luis XVI con la cruz de Jesucristo.
    Luis XVI no era más que un rey. Tengamos cuidado con Dios. No hay ya nada justo ni injusto. Se sabe el
    nombre de Voltaire, y no se sabe el de César de Bus. No obstante, Cesar de Bus es un bienaventurado, y
    Voltaire es un desgraciado. El último arzobispo, el cardenal de Périgord, ni siquiera sabia que Charles de
    Gondren sucedió a Bérulle, y François de Bourgoin a Gon-dren, y Jean François Senault a Bourgoin, y el
    padre de santa Marta a Jean François Senault. Se sabe el nombre del padre Coton, no porque fue uno de
    los tres que contribuyeron a la fundación del Oratorio, sino porque fue motivo de juramentos para el rey
    hugonote Enrique IV. La causa de que san Francisco de Sales pareciese amable a la gente del siglo es que
    sabía hacer juegos de manos. Además se ataca a la religión, y ¿por qué? Porque ha habido malos
    sacerdotes; porque Sagittaire, obispo de Gap, era hermano de Salone obispo de Embrun, y ambos
    siguieron a Mommol. ¿Y qué importa esto? ¿Acaso impide que Martin de Tours fuese un santo y diese la
    mitad de su capa a un pobre? Se persigue a los santos; se cierran los ojos a la verdad; se hace de las
    tinieblas una costumbre. Los animales mas feroces son los que no ven. Nadie piensa en el infierno para
    nada bueno. ¡Oh, pícaro pueblo! Por el rey significa hoy por la Revolución. No se sabe lo que se debe ni
    a los vivos ni a los muertos. Esta prohibido morir santamente. El sepulcro es un asunto civil. Esto causa
    horror. San León X escribió dos cartas: una a Pierre Notaire, otra al rey de los visigodos, para combatir
    y rechazar, en las cuestiones que tocan a los muertos, la autoridad del exarca y la supremacía del
    emperador. Gautier, obispo de Chálons, se opuso en la cuestión a Othon, duque de Borgoña. La antigua
    magistratura estaba conforme con esto. En otro tiempo, teníamos voz en el capitulo, aun en las cosas del
    siglo. El abad del Cister, general de la orden, era consejero nato del parlamento de Borgoña. Hacíamos
    de nuestros muertos lo que queríamos. ¿Es que el cuerpo del mismo san Benito no está en Francia, en la
    abadía de Fleury, llamada de san Benito del Loire, aunque murió en Italia, en Monte Cassino, el sabado
    21 de marzo del año 543?
    [272] Todo esto es incontestable. Aborrezco a los herejes, pero odiaría más aún
    a quien sostuviese lo contrario. Basta con leer a Arnoul Wion, Gabriel Bucelin, Tritemio, Maurolico y a
    Luc d’Achey.
    La priora respiró, y luego se volvió hacia Fauchelevent.
    —Fauvent, ¿está dicho?
    —Dicho está, reverenda madre.
    —¿Puedo contar con vos?
    —Obedeceré.
    —Está bien.
    —Estoy enteramente consagrado al convento.
    —Pues bien, cerraréis el ataúd. Las hermanas lo llevarán a la capilla. Se dirá el oficio de los
    muertos. Luego volverán al claustro. Entre las once y medianoche, vendréis con vuestra barra de hierro.
    Todo sucederá en el mayor secreto. En la capilla sólo estarán las cuatro madres cantoras, la madre
    Ascensión y vos.
    —Y la hermana que está en el poste.
    —No se volverá.
    —Pero oirá.
    —No escuchará. Además, lo que sabe el claustro, lo ignora el mundo.
    Hubo una nueva pausa. La priora prosiguió:
    —Os quitaréis la campanilla. No es necesario que la monja que esté sepa que estáis allí.
    —¿Reverenda madre?
    —¿Qué, Fauvent?
    —¿Ha hecho ya su visita el médico de los muertos?
    —La hará hoy a las cuatro. Se ha dado el toque que manda llamarlo. ¿Pero no oís ningún toque?
    —No presto atención más que al mío.
    —Bien hecho, Fauvent.
    —Reverenda madre, será precisa una palanca de al menos seis pies.
    —¿De dónde la sacaréis?
    —Donde hay rejas no faltan barras de hierro. Tengo un montón de hierros en un rincón del jardín.
    —Tres cuartos de hora antes de medianoche; no lo olvidéis.
    —¿Reverenda madre?
    —¿Qué?
    —Si alguna vez tuvieseis que hacer cosas como ésta, mi hermano es muy fuerte. ¡Es un atleta!
    —Lo haréis lo más pronto posible.
    —Yo no puedo ir muy de prisa. Estoy delicado; por esto me vendría bien una ayuda. Cojeo.
    —El ser cojo no es una desgracia; tal vez sea una bendición. El emperador Enrique II, que combatió
    al antipapa Gregorio, y restableció a Benedicto VIII, tiene dos sobrenombres: El Santo y El Cojo.
    —Es muy bueno esto de tener dos sobretodos —murmuró Fauchelevent, que en realidad, tenía el oído
    un poco duro.
    —Fauvent, estoy pensando en que debemos tomarnos una hora entera; y no será demasiado. Estaréis
    al lado del altar mayor con la barra de hierro a las once. El oficio empezará a medianoche. Es preciso
    que todo haya terminado un cuarto de hora antes.
    —Todo lo haré para probar mi celo a la comunidad. Está dicho. Clavaré el ataúd. A las once en punto
    estaré en la capilla. Las madres cantoras estarán ya allí, así como la madre Ascensión. Dos hombres
    valdrían mucho más. Pero, en fin, no importa; llevaré mi palanca. Abriremos la cripta, bajaremos el
    féretro, y volveremos a cerrar la cripta. Después de ello, no quedará rastro alguno. El Gobierno ni lo
    sospechará. Reverenda madre, ¿todo está arreglado así?
    —No.
    —¿Qué falta, pues?
    —Falta la caja vacía.
    Esto produjo una pausa. Fauchelevent meditaba; la priora meditaba.
    —Fauvent, ¿qué haremos del ataúd?
    —Lo enterraremos.
    —¿Vacío?
    Otro silencio. Fauchelevent hizo con la mano izquierda esa especie de movimiento que parece dar
    por terminada una cuestión enfadosa.
    —Reverenda madre, yo soy el que ha de clavar la caja en el depósito de la iglesia; nadie puede
    entrar allí más que yo, y cubriré el ataúd con el paño mortuorio.
    —Sí, pero los mozos, al llevarlo al carro y bajarlo a la fosa, comprenderán en seguida que no tiene
    nada dentro.
    —¡Ah! ¡día…! —exclamó Fauchelevent.
    La priora se santiguó y miró fijamente al jardinero.
    Se apresuró a improvisar una salida, para hacer olvidar el juramento.
    —Reverenda madre, echaré tierra en la caja, y hará el mismo efecto que si dentro llevara un cuerpo.
    —Tenéis razón. La tierra y el hombre son una misma cosa. ¿De modo que arreglaréis el ataúd vacío?
    —Lo haré.
    El rostro de la priora, hasta entonces turbado y sombrío, se sereno. Hizo al jardinero la señal del
    superior que despide al inferior, y Fauchelevent se dirigió hacia la puerta. Cuando iba a salir, la priora
    elevó dulcemente la voz.
    —Fauvent, estoy contenta de vos; mañana, después del entierro, traedme a vuestro hermano, y decidle
    que traiga a la niña.







    cont.
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 76809
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 8 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Hoy a las 08:02

    ***
    IV
    DONDE PARECE QUE JEAN VALJEAN HA LEÍDO A AGUSTÍN CASTILLEJO[273]
    Los pasos de un cojo son como las miradas de un tuerto, no llegan pronto al punto a que se dirigen.
    Además, Fauchelevent estaba perplejo. Empleó cerca de un cuarto de hora en regresar a la barraca del
    jardín. Cosette se había despertado. Jean Valjean la había sentado cerca del fuego. En el momento en que
    Fauchelevent entró, Jean Valjean le mostraba la cesta del jardinero que pendía de la pared, y le decía:
    —Escúchame bien, mi pequeña Cosette. Es preciso que salgamos de esta casa, pero volveremos y
    estaremos muy bien aquí. Este buen hombre te llevará sobre su espalda, ahí dentro. Tú me esperarás en
    casa de una señora. Iré a buscarte allí. ¡Sobre todo, si no quieres que la Thénardier te atrape, obedece y
    no repliques nada!
    Cosette hizo un grave movimiento de cabeza.
    Cuando Fauchelevent empujó la puerta, Jean Valjean se volvió.
    —¿Y qué?
    —Todo está arreglado, y nada lo está —dijo Fauchelevent—. Tengo ya permiso para haceros entrar;
    pero antes de esto es preciso haceros salir. Ahí está el atasco de la carreta. En cuanto a la niña, es fácil.
    —¿La llevaréis?
    —¿Se callará?
    —Respondo de ello.
    —Pero ¿y vos, Madeleine? —Y tras un silencio lleno de ansiedad, Fauchelevent exclamó—: ¡Salid
    por donde habéis entrado!
    Jean Valjean, como la primera vez, se limitó a responder:
    —Imposible.
    Fauchelevent, hablando más bien consigo mismo que con Jean Valjean, murmuró:
    —Hay otra cosa que me atormenta. He dicho que pondría tierra dentro de la caja; y ahora pienso que
    llevando tierra en vez de un cuerpo se moverá, se correrá; los hombres se darán cuenta. Y ya
    comprenderéis, señor Madeleine, que los agentes del Gobierno lo sabrán.
    Jean Valjean le miró atentamente, creyendo que deliraba.
    Fauchelevent, continuó:
    —¿Cómo diantres vais a salir? ¡Y es preciso que todo quede hecho mañana! Porque mañana os he de
    presentar. La priora os espera.
    Entonces explicó a Jean Valjean que era una recompensa por un servicio que él, Fauchelevent, hacía a
    la comunidad. Que en sus atribuciones entraba algo de sepulturero; que clavaba el ataúd y ayudaba al
    enterrador del cementerio; que la religiosa que había muerto al amanecer había solicitado ser enterrada
    en el féretro que le servía de lecho, y sepultada en la cripta debajo del altar de la capilla. Que esto estaba
    prohibido por los reglamentos de la policía, pero que era una de aquellas personas a quienes nada puede
    negarse. Que la priora y las madres vocales creían que debían cumplir los deseos de la difunta. Que tanto
    peor para el Gobierno. Que clavaría el ataúd en la celda, levantaría la losa de la capilla y bajaría el
    cuerpo a la cripta. Y que para agradecérselo, la priora admitía en su casa a su hermano en calidad de
    jardinero, y a su sobrina como pensionista. Que su hermano era el señor Madeleine, y que su sobrina era
    Cosette. Que la priora le había dicho que llevase a su hermano al día siguiente por la tarde, después del
    falso entierro en el cementerio. Pero no podía traer de fuera al señor Madeleine si el señor Madeleine no
    estaba antes fuera. Aquí estaba la primera dificultad.
    Y luego quedaba aún otra: el ataúd vacío.
    —¿Qué es eso del ataúd vacío? —preguntó Jean Valjean.
    Fauchelevent respondió:
    —El ataúd de la administración.
    —¿Qué ataúd? ¿Y qué administración?
    —Una religiosa muere. El médico de la municipalidad viene y dice: hay una religiosa muerta. El
    Gobierno envía un ataúd. Al día siguiente envía un carro fúnebre, y los sepultureros cogen el ataúd y lo
    llevan al cementerio. Vendrán los sepultureros, levantarán la caja y no habrá nada dentro.
    —Pues meted cualquier cosa.
    —¿Un muerto? No lo tengo.
    —No.
    —¿Pues qué?
    —Un vivo.
    —¿Qué vivo?
    —Yo —dijo Jean Valjean.
    Fauchelevent, que estaba sentado, se levantó como si hubiese estallado un petardo debajo de su silla.
    —¡Vos!
    —¿Por qué no?
    Jean Valjean se sonrió con una sonrisa que parecía un relámpago en un cielo de invierno.
    —Fauchelevent, habéis dicho: la madre Crucifixión ha muerto, y yo he añadido: el señor Madeleine
    está enterrado. Pues eso es.
    —¡Ah, os reís! No habláis seriamente.
    —Muy seriamente. ¿Es preciso salir de aquí?
    —Sin duda alguna.
    —Os he dicho que busquéis también para mí una cesta.
    —¿Y qué?
    —La cesta será de abeto, y la tapa será un paño negro.
    —Un paño blanco; a las religiosas se las entierra de blanco.
    —Bien, un paño blanco.
    —No sois un hombre como los demás, Madeleine.
    Fauchelevent, ante esta ocurrencia, que era uno de los salvajes y temerarios proyectos del presidio,
    surgiendo de las cosas pacíficas que le rodeaban, y mezclándose con lo que él llamaba «la monotonía de
    la vida del convento», sentía un estupor comparable al de un transeúnte que viera una gaviota metiendo el
    pico para pescar en el arroyo de la calle Saint-Denis.
    Jean Valjean prosiguió:
    —Se trata de salir de aquí sin ser visto. Es un medio. Pero antes, informadme. ¿Cómo se hace todo?
    ¿Dónde está ése ataúd?
    —¿El que está vacío?
    —Sí.
    —Abajo, en lo que se llama la sala de las muertas. Está sobre dos caballetes, y debajo del paño
    mortuorio.
    —¿Qué longitud tiene la caja?
    —Seis pies.
    —¿Y qué es la sala de las muertas?
    —Es una sala de la planta baja que tiene una ventana con reja que da al jardín, y que se cierra por
    dentro con un postigo, y dos puertas, una de ellas da al convento, la otra a la iglesia.
    —¿Qué iglesia?
    —La iglesia de la calle, la iglesia de todo el mundo.
    —¿Tenéis llaves de esas dos puertas?
    —No. Tengo la llave de la puerta que comunica con el convento; el portero tiene la de la puerta que
    comunica con la iglesia.
    —¿Y cuándo abre esa puerta el portero?
    —Unicamente para dejar entrar a los sepultureros que vienen a buscar el ataúd. Una vez que ha
    salido, la puerta vuelve a cerrarse.
    —¿Quién clava el ataúd?
    —Yo.
    —¿Quién pone el paño encima?
    —Yo.
    —¿Estáis solo?
    —Ningún otro hombre, excepto el médico de la policía, puede entrar en la sala de las muertas. Así
    está escrito en la pared.
    —¿Podríais esta noche, cuando todos duermen en el convento, ocultarme en esa sala?
    —No. Pero puedo ocultaros en un cuartito oscuro que da a la sala de las muertas, donde yo tengo mis
    herramientas de enterrar, y cuya llave tengo.
    —¿A qué hora vendrá el carro fúnebre a buscar el ataúd, mañana?
    —Hacia las tres de la tarde. El entierro se efectúa en el cementerio Vaugirard, un poco antes de la
    noche. No está cerca.
    —Estaré escondido en vuestro cuartito de herramientas toda la noche, y toda la mañana. ¿Y comer?
    Tendré hambre.
    —Os traeré algo.
    —Podéis ir a encerrarme en el ataúd a las dos.
    Fauchelevent retrocedió chascando los dedos.
    —¡Eso es imposible!
    —¡Bah! Coger un martillo y clavar unos clavos en una tabla.
    Lo que parecía extraordinariamente inaudito a Fauchelevent era muy sencillo para Jean Valjean, que
    había atravesado peores escollos. El que ha estado en presidio sabe el arte de encogerse según el
    diámetro que permite la evasión. El prisionero está sujeto a la fuga como el enfermo a la crisis que le
    salva o le pierde. Una evasión es una curación. ¿Y qué es lo que no se hace para curarse? Hacerse
    encerrar y llevar en un cajón como un fardo, vivir en una caja, encontrar aire donde no lo hay, economizar
    la respiración horas enteras, saber asfixiarse sin morir; todo esto era uno de los sombríos talentos de
    Jean Valjean.
    Por lo demás, un ataúd con un hombre vivo es una estratagema de presidiario, y también un
    expediente de emperador. Si hay que dar crédito al monje Agustín Castillejo, éste fue el medio de que se
    valió Carlos V para ver por última vez a la Plombes después de su abdicación, para hacerla entrar y salir
    del monasterio de Yuste.
    Fauchelevent, un poco tranquilizado, preguntó:
    —¿Cómo os las arreglaréis para respirar?
    —Ya respiraré.
    —¡En aquella caja! Sólo con pensar en ello, me ahogo.
    —Buscaréis un pequeño barreno, haréis algunos agujeritos alrededor de la boca y clavaréis sin
    apretar la tabla de encima.
    —¡Bien! ¿Y si se os ocurre toser o estornudar?
    —El que se evade no tose ni estornuda. —Y añadió—: Fauchelevent, es preciso decidirse: o ser
    descubierto aquí, o salir en el carro fúnebre.
    Todo el mundo ha observado la afición de los gatos a detenerse al pasar por entre las hojas de una
    puerta entreabierta. ¿Quién no ha dicho a un gato: «¡Pero entra, animal!»? Hay hombres que cuando tienen
    un dilema abierto ante sí tienen también inclinación a permanecer indecisos entre dos resoluciones,
    temiendo que los aplaste el destino si cierran bruscamente la aventura. Los más prudentes, por más gatos
    que sean, y precisamente porque son gatos, corren alguna vez más peligro que los audaces. Fauchelevent
    era de esta naturaleza indecisa. Sin embargo, la serenidad de Jean Valjean le dominó a pesar suyo, y
    murmuró:
    —La verdad es que no hay otro medio.
    Jean Valjean continuó:
    —Lo único que me inquieta es lo que sucederá en el cementerio.
    —Pues eso es justamente lo que a mí no me preocupa —afirmó Fauchelevent—. Si tenéis la
    seguridad de poder salir de la caja, yo tengo la seguridad de poder sacaros de la fosa. El enterrador es un
    borracho amigo mío, Mestienne. Un viejo de cepa vieja. El enterrador mete a los muertos en la fosa, y yo
    meto al enterrador en mi bolsillo. Voy a deciros lo que sucederá. Llegamos un poco antes de la noche:
    tres cuartos de hora antes de que cierren la verja del cementerio. El carro llega hasta la sepultura, y yo le
    sigo porque es mi obligación. En mi bolsillo llevaré un martillo, unas tijeras y unas tenazas. Se detiene el
    carro, los sepultureros atan una cuerda al ataúd y os bajan a la sepultura. El cura reza las oraciones, hace
    la señal de la cruz, echa agua bendita y se va. Me quedo yo solo con Mestienne, que como os he dicho es
    mi amigo. Entonces suceden dos cosas, o está borracho o no está borracho. Si no lo está le digo: «Ven a
    echar un trago mientras está aún abierto el Buen Membrillo». Me lo llevo, y lo emborracho; no es difícil
    emborrachar a Mestienne, porque siempre tiene principios de borrachera; le dejo debajo de la mesa, le
    cojo su cédula para volver a entrar en el cementerio y me vuelvo solo. Entonces, ya no tenéis que ver más
    que conmigo. Si está borracho, le digo: «Anda, yo haré tu trabajo». Se va, y yo os saco del agujero.
    Jean Valjean le tendió la mano, y Fauchelevent se precipitó hacia ella con tierna efusión.
    —Está convenido, Fauchelevent. Todo saldrá bien.
    «Con tal de que nada salga mal —pensó Fauchelevent—. ¡Qué horrible sería!»






    cont.
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 76809
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 8 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Hoy a las 08:03

    ***
    V
    NO BASTA CON SER BORRACHO PARA SER INMORTAL
    Al día siguiente, cuando declinaba el sol, los pocos paseantes del bulevar del Maine se quitaban el
    sombrero al paso de un coche fúnebre antiguo, adornado con calaveras, tibias y lágrimas. En el coche
    fúnebre había un ataúd cubierto de un manto blanco en el que brillaba una gran cruz negra, semejante a un
    esqueleto con los brazos colgando. Un coche enlutado en el que iba un cura con sobrepelliz y un
    monaguillo con sotana roja seguía al coche fúnebre, a cuyos lados marchaban dos sepultureros en traje
    gris con adornos negros. Detrás iba un viejo con traje de pueblo y cojeando. El entierro se dirigía al
    cementerio de Vaugirard.
    Del bolsillo del hombre se veía salir el mango de un martillo, un escoplo y las puntas de unas tenazas.
    El cementerio Vaugirard era una excepción entre los demás cementerios de París. Tenía, por decirlo
    así, sus costumbres particulares, lo mismo que tenía su puerta cochera, y puerta pequeña, llamadas en el
    barrio, por los viejos siempre apegados a las palabras viejas, la puerta noble y la puerta plebeya.
    Las bernardinas-benedictinas de Petit-Picpus habían conseguido, según hemos dicho, ser enterradas
    en un rincón aparte, y al atardecer, en un terreno que había pertenecido antiguamente a su comunidad. Los
    sepultureros tenían una disciplina también particular para hacer sus servicios en el cementerio, por la
    tarde en verano y de noche en el invierno. Los cementerios de París se cerraban en aquella época al
    ponerse el sol; y siendo ésta una medida de orden municipal, el cementerio Vaugirard estaba sometida a
    ella lo mismo que otro cualquiera. La puerta noble y la puerta plebeya eran dos verjas contiguas, situadas
    al lado de un pabellón construido por el arquitecto Perronet, donde vivía el guarda del cementerio. Estas
    verjas giraban inexorablemente sobre sus goznes en el momento en que el sol desaparecía tras la cúpula
    de los Inválidos. Si se había quedado dentro un sepulturero, no tenía más que un medio para salir, y era
    entregar su cédula de enterrador, expedida por el administrador de pompas fúnebres. En un postigo de la
    casa del guarda había una especie de buzón como los de las estafetas; el sepulturero echaba en él su
    cédula; el guarda la oía caer, tiraba de una cuerda y abría la puerta plebeya. Si el sepulturero no tenía
    cédula, decía su nombre y el guarda, que solía hallarse acostado o dormido, se levantaba, examinaba al
    sepulturero, le abría la puerta con su llave y el sepulturero salía, pero pagaba quince francos de multa.
    Este cementerio, que con sus privilegios rompía la uniformidad administrativa, fue suprimido poco
    después de 1830. El cementerio de Montparnasse, llamado cementerio del Este, le sucedió, y heredó la
    famosa taberna medianera que tenía una muestra con un membrillo pintado, y formaba ángulo por un lado
    con las mesas de los bebedores, y por otro con las tumbas, ostentando esta inscripción: «Al Buen
    Membrillo».
    El cementerio Vaugirard era lo que podía llamarse un cementerio gastado. Había caído en desuso. Lo
    invadía la hierba y lo abandonaban las flores; las personas de la clase media se guardaban muy bien de
    ser enterradas en Vaugirard: olía a pobre. El cementerio Pére-Lachaise ¡ya era otra cosa! Ser enterrado
    en el cementerio Pére-Lachaise era como tener muebles de caoba. En esto se conocía la elegancia. El
    cementerio de Vaugirard era un recinto venerable, plantado como los antiguos jardines franceses. Había
    avenidas rectas, bojes, tuyas, acebos, sepulcros a la sombra de algunos tejos, y la hierba muy alta. La
    noche era trágica en aquel lugar, que tenía muchos aspectos lúgubres.
    Aún no se había puesto el sol cuando el coche fúnebre con el paño blanco y con la cruz negra entró en
    la avenida del cementerio Vaugirard. El hombre cojo que le seguía no era otro que Fauchelevent.
    El entierro de la madre Crucifixión en la cripta, la salida de Cossette y la introducción de Jean
    Valjean en la sala de las muertas se habían llevado a cabo sin contratiempos.
    El entierro de la madre Crucifixión en la cripta bajo el altar del convento es para nosotros una cosa
    muy venial. Es una de esas faltas que se parecen mucho a un deber. Las religiosas lo habían cumplido, no
    solamente sin turbación, sino con el aplauso de su conciencia. En el claustro, lo que se llama «el
    gobierno» no es más que una intrusión de la autoridad; intrusión siempre discutible.
    Lo primero es la regla; en cuanto al código, ya se verá. ¡Hombres, haced cuantas leyes queráis, pero
    guardáoslas para vosotros! El tributo que se paga al César no es más que el resto de lo que se paga a
    Dios. Un príncipe no es nada ante un principio.
    Fauchelevent iba cojeando muy contento detrás del carro. Sus dos misterios, sus dos complots
    gemelos, uno con las religiosas y el otro con el señor Madeleine, uno en pro del convento y otro en
    contra, habían sido igualmente felices. La serenidad de Jean Valjean era poderosa tranquilidad que se
    comunicaba a los demás. Fauchelevent no dudaba del triunfo, porque lo que quedaba por hacer no era ya
    nada. En dos años había emborrachado diez veces al sepulturero, al bueno de Mestienne, que era un
    pobre hombre. Hacia de él lo que quería. Le adornaba la cabeza a su gusto; y la cabeza de Mestienne se
    ajustaba al gorro de Fauchelevent. Su confianza era, pues, completa.
    Cuando el convoy fúnebre entraba en la avenida que conducía directamente al cementerio,
    Fauchelevent, lleno de satisfacción, contempló el coche fúnebre y dijo a media voz, frotando sus gruesas
    manos:
    —¡Vaya una farsa!
    Paróse el carro; había llegado a la verja. Era preciso exhibir la licencia de entierro. El hombre de las
    pompas fúnebres se adelantó a hablar con el portero del cementerio. Durante este coloquio, que produjo
    una pausa de dos o tres minutos, alguien, un desconocido, fue a colocarse detrás del carro, al lado de
    Fauchelevent. Era una especie de obrero; llevaba una blusa con grandes bolsillos y un azadón bajo el
    brazo.
    Fauchelevent fijó en él la vista.
    —¿Quién sois?
    El hombre respondió:
    —¡El enterrador!
    Fauchelevent hizo el mismo gesto que si una bala de cañón le hubiera dado en el pecho.
    —¡El enterrador!
    —Sí.
    —¡Vos!
    —Yo.
    —El enterrador es Mestienne.
    —Era.
    —¿Cómo era?
    —Ha muerto.
    Fauchelevent lo había previsto todo excepto que pudiese morir un enterrador. Pero los enterradores
    también mueren; a fuerza de cavar fosas para otros, cavan la suya.
    Fauchelevent se quedó estupefacto. Apenas tuvo fuerzas para tartamudear:
    —¡Pero esto no es posible!
    —Lo es.
    —Pero —dijo débilmente— el enterrador es Mestienne.
    —Después de Napoleón, Luis XVIII. Después de Mestienne, Gribier; compañero, yo me llamo
    Gribier.
    Fauchelevent, muy pálido, contempló a Gribier.
    Era un hombre alto, delgado, lívido, perfectamente fúnebre. Tenía el aire de un médico desacreditado,
    convertido en enterrador.
    Fauchelevent se echó a reír.
    —¡Ah! ¡Qué cosas tan graciosas suceden! Mestienne ha muerto. ¡El tío Mestienne ha muerto, pero el
    pequeño Lenoir vive! ¿Sabéis quién es el pequeño Lenoir? ¡Es el vaso de tinto sobre el mostrador! ¡El
    vaso de Suresne, caramba! Del verdadero Suresne de París. ¡Vaya, conque el pobre Mestienne ha muerto!
    ¡Lo siento! Era un buen sujeto. ¿No es verdad, camarada? Iremos juntos a echar un trago en seguida.
    El hombre respondió:
    —Yo he estudiado cuatro años. No bebo nunca.
    El carro fúnebre había vuelto a ponerse en marcha, y rodaba por la gran avenida del cementerio.
    Fauchelevent había acortado el paso; cojeaba más bien por ansiedad que por necesidad.
    El enterrador andaba delante de él.
    Fauchelevent examinó de nuevo al inesperado Gribier.
    Era uno de esos hombres que siendo jóvenes parecen viejos, y que son muy fuertes, a pesar de su
    delgadez.
    —¡Camarada! —gritó Fauchelevent.
    El hombre se volvió.
    —Yo soy el sepulturero del convento.
    —Mi colega —dijo el hombre.
    Fauchelevent, iletrado pero muy perspicaz, comprendió que tenía que habérselas con un hombre
    temible, con un hombre hábil en la conversación.
    Gruñó:
    —Así que Mestienne ha muerto.
    —Completamente. El buen Dios consultó su cuaderno de vencimientos y vio que le había llegado el
    turno a Mestienne. Mestienne ha muerto.
    Fauchelevent respondió maquinalmente:
    —El buen Dios…
    —El buen Dios —dijo el hombre con autoridad—. Para los filósofos, el Padre Eterno; para los
    jacobinos, el Ser Supremo.
    —¿Seremos amigos? —balbució Fauchelevent.
    —Ya lo somos. Vos sois campesino, y yo parisiense.
    —Dos no son amigos hasta que no beben juntos. El que vacía su vaso, vacía su corazón. Vais a venir
    a beber conmigo. A esto nadie se niega.
    —Primero es la obligación.
    Fauchelevent pensó: «Estoy perdido».
    Sólo faltaban algunos pasos para llegar a la calle que conducía al rincón de las monjas.
    El sepulturero dijo:
    —Campesino, tengo siete bocas que alimentar. Como es preciso que ellas coman, yo no puedo beber.
    —Y añadió, con la satisfacción del que inventa una máxima—: Su hambre es enemiga de mi sed.
    El coche dio la vuelta a un grupo de cipreses y dejó la avenida ancha; atravesó otra más estrecha,
    entró en el terreno inculto y después en la maleza. Esto indicaba la inmediata proximidad de la sepultura.
    Fauchelevent acortaba su paso, pero no podía retener al carro. Felizmente, la tierra removida y mojada
    por las lluvias de invierno se pegaba a las ruedas y retardaba la marcha.
    Se acercó al enterrador.
    —Hay muy buen vino de Argenteuil —murmuró Fauchelevent.
    —Campesino —dijo el hombre—, yo no debería ser enterrador. Mi padre era portero en el Prytanée.
    Me destinaba a la literatura. Pero tuvimos desgracias: mi padre tuvo algunas pérdidas en la Bolsa. He
    debido renunciar a ser autor. Sin embargo, soy todavía escribiente público.
    —¿Luego no sois enterrador? —inquirió Fauchelevent, agarrándose a esta rama demasiado débil.
    —Lo uno no impide lo otro. Acumulo las dos profesiones.
    Fauchelevent no comprendió estas últimas palabras.
    —Vamos a beber —dijo.
    Aquí es preciso hacer una observación. Fauchelevent, por más inquieto que estuviese, invitaba a
    beber; pero no se había fijado en un punto: ¿quién había de pagar? Ordinariamente, era Fauchelevent el
    que invitaba y Mestienne el que pagaba. Una invitación a beber era el resultado evidente de la nueva
    situación creada por el nuevo enterrador, era preciso hacer esta invitación, pero el viejo jardinero dejaba
    en la sombra, no sin intención, el proverbial cuarto de hora de Rabelais. Fauchelevent, a pesar de su
    emoción, no pensaba pagar.
    El enterrador prosiguió, con una sonrisa de superioridad:
    —Es preciso comer. He aceptado el cargo de sucesor de Mestienne. Cuando uno ha concluido casi
    sus estudios, es filósofo. He agregado al trabajo de la mano el del brazo, y tengo un puesto de
    memorialista en el mercado de la calle de Sévres. ¿Sabéis dónde? En el mercado de los Paraguas. Todas
    las cocineras de la Cruz Roja se dirigen a mí. Yo les escribo sus declaraciones a sus novios. Por la
    mañana escribo cartas amorosas, y por la tarde, abro sepulturas. Tal es la vida, campesino.
    El coche avanzaba. Fauchelevent, en el colmo de la inquietud, miraba a todos lados. Gruesas gotas de
    sudor le caían de la frente.
    —Pero —continuó el enterrador— no se puede servir a dos señores. Es preciso que escoja entre la
    pluma y el azadón. El azadón me destroza las manos.
    El coche fúnebre se detuvo.
    El monaguillo bajó del coche del acompañamiento, y detrás de él el sacerdote.
    Una de las ruedas delanteras subía un poco sobre un montón de tierra; un poco más allá, se veía una
    fosa abierta.
    —¡Vaya una broma! —dijo Fauchelevent, consternado.












    cont.
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 76809
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 8 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Hoy a las 08:06

    ***

    VI



    ENTRE CUATRO TABLAS



    Ya sabemos que en el ataúd estaba Jean Valjean.
    Jean Valjean se había arreglado para vivir allí dentro, y apenas respiraba.
    Es ciertamente extraño considerar hasta qué punto nos da la seguridad de todo la seguridad de la
    conciencia. Toda la combinación ideada por Jean Valjean marchaba perfectamente desde la víspera. Jean
    Valjean contaba, como Fauchelevent, con Mestienne. No tenía duda alguna acerca del final de la aventura.
    Imposible hallar situación más crítica y tranquilidad más completa.
    Las cuatro tablas del ataúd desprendían una especie de paz terrible. Parecía que la tranquilidad de
    Jean Valjean tenía algo de la tranquilidad de la muerte.
    Desde el fondo del ataúd había seguido y seguía todas las fases del terrible drama que estaba
    representando con la muerte.
    Poco después de que Fauchelevent terminara de clavar la tapa del ataúd, Jean Valjean percibió que le
    llevaban. Después advirtió también, por la suavidad del movimiento, que pasaba del empedrado a la
    arena, es decir, que salía de las calles y entraba en el camino; al oír un ruido sordo, adivinó que
    atravesaba el puente de Austerlitz; en la primera parada, supo que entraba en el cementerio; en la
    segunda, se dijo que ahí estaba el hoyo.
    Sintió que cogían bruscamente la caja y oyó un áspero rozamiento en las tablas; se dio cuenta de que
    era una cuerda que anudaban alrededor del féretro, para bajarlo a la fosa. Después sintió una especie de
    vértigo.
    Probablemente los sepultureros y el enterrador habían dejado bascular el ataúd y habían bajado la
    cabeza antes que los pies. Pronto se recobró y notó que estaba en posición horizontal e inmóvil. Acababa
    de tocar el fondo.
    Sintió una especie de frío.
    Oyóse sobre su cabeza una voz glacial y solemne que pronunciaba lentamente unas palabras en latín
    que no comprendió.
    —Qui dormiunt in terrae pulvere, evigilabunt; allii in vitam aeternam, et allii in opprobium, ut
    videant semper
    [274]
    .
    Una voz de niño dijo:
    —De profundis.
    La voz gravé continuó:
    —Requiem aeternam dona ei, Domine
    [275]
    .
    La voz del niño respondió:
    —Et lux perpetua luceat ei
    [276]
    .
    Oyó sobre la tabla que le cubría algo como el roce suave de algunas gotas de lluvia. Probablemente
    era el agua bendita.
    Pensó: «Ya va a acabar esto. Un poco más de paciencia. Ahora se irá el cura. Fauchelevent se llevará
    a Mestienne a beber. Me dejarán solo. Luego regresará Fauchelevent, y saldré. Será cosa de una hora».
    La voz grave dijo:
    —Requiescat in pace
    [277]
    .
    Y la voz del niño dijo:
    —Amen.
    Jean Valjean, con el oído atento, oyó un ruido como de pasos que se alejaban.
    «Ya se van —pensó—. Estoy solo».
    De repente, oyó sobre su cabeza un ruido que le pareció como un trueno.
    Era una paletada de tierra que caía sobre el ataúd. Cayó una segunda paletada de tierra.
    Uno de los agujeros por donde respiraba quedó obstruido. Cayó una tercera paletada de tierra.
    Luego una cuarta.
    Hay cosas más fuertes que el hombre más fuerte. Jean Valjean perdió el conocimiento.




    VII



    DONDE SE VERÁ EL ORIGEN DE LA FRASE: «NO PIERDAS LA CÉDULA»



    Veamos qué era lo que pasaba encima del ataúd en que yacía Jean Valjean.
    Cuando el carro fúnebre se alejó, cuando el sacerdote y el monaguillo hubieron subido al coche y
    partieron, Fauchelevent, que no quitaba los ojos del enterrador, le vio inclinarse y empuñar la pala que
    estaba clavada verticalmente en el montón de tierra.
    Entonces tomó una resolución suprema.
    Se colocó entre la fosa y el enterrador, cruzó los brazos y dijo:
    —¡Yo pago!
    El enterrador le miró asombrado y respondió:
    —¿El qué, campesino?
    Fauchelevent repitió:
    —¡Yo pago!
    —¿El qué?
    —El vino.
    —¿Qué vino?
    —El de Argénteuil.
    —¿Dónde está ese Argén teuil?
    —En el Buen Membrillo.
    —¡Vete al diablo! —dijo el enterrador.
    Y arrojó una paletada de tierra sobre el ataúd, que resonó con ruido sordo. Fauchelevent se sintió
    tambalear y a punto de caer en el hoyo, y gritó con una voz en la que empezaba a manifestarse la opresión
    de la agonía:
    —¡Camarada, antes de que cierren el Buen Membrillo!
    El enterrador cogió una nueva paletada de tierra. Fauchelevent continuó:
    —¡Yo pago!
    Y cogió por el brazo al enterrador.
    —Escúchame, camarada. Soy el enterrador del convento. Vengo para ayudaros. Empecemos por
    beber un trago. La tarea podemos dejarla para más tarde.
    Y mientras hablaba, y se agarraba a esta insistencia desesperada, hacía esta lúgubre reflexión: «Y
    cuando haya bebido, ¿se emborrachará?»
    —Campesino —dijo el enterrador—, si lo queréis absolutamente, consiento en ello. Beberemos.
    Pero después del trabajo; antes, de ninguna manera.
    Y levantó la pala. Fauchelevent le detuvo.
    —¡Argenteuil!
    —¡Ah! —dijo el enterrador—. Sois campanero. Din don, din don; no sabéis más que decir esto.
    Andad, id a tocar.
    Y arrojó a la fosa la segunda paletada.
    Fauchelevent llegó al extremo en que un hombre ya no sabe lo que dice.
    —¡Vamos a beber! —gritó—. ¡Yo soy el que paga!
    —Cuando hayamos enterrado a la joven —dijo el enterrador.
    Y echó la tercera paletada.
    Después clavó la pala en la tierra y añadió:
    —Mirad; va a hacer frío esta noche, y la muerta nos lo recordaría si la dejáramos sin tapar.
    En ese momento se encorvó para dar una palada y el bolsillo de su blusa se abrió.
    La mirada extraviada de Fauchelevent cayó maquinalmente sobre ese bolsillo y se detuvo.
    El sol aún no se había escondido en el horizonte; había aún la suficiente luz como para poder
    distinguir una cosa blanca en el fondo de aquel bolsillo abierto.
    La pupila de Fauchelevent despidió todo el fuego que pueden despedir unos ojos llameantes.
    Acababa de ocurrírsele una idea.
    Sin que el enterrador, ocupado sólo en su trabajo, lo notara, le metió la mano en el bolsillo por detrás
    y sacó la cosa blanca que contenía.
    El enterrador arrojó a la fosa la cuarta paletada.
    En el momento en que se volvía para tomar la quinta, Fauchelevent le contempló tranquilamente y
    dijo:
    —¿A propósito, novato, tenéis vuestra cédula?
    El enterrador se detuvo.
    —¿Qué cédula?
    —El sol se va a poner.
    —¿Está bien, qué importa? Es bueno que se ponga su gorro de dormir.
    —La verja del cementerio se cerrará.
    —¿Y qué?
    —¿Tenéis la cédula?
    —¡Ah, la cédula! —dijo el enterrador.
    Y buscó en su bolsillo.
    Después de registrar un bolsillo, registró el otro; después pasó a los del chaleco, miró el primero y
    luego el segundo.
    —No —dijo—, no tengo la cédula. La habré olvidado.
    —Quince francos de multa —dijo Fauchelevent.
    El enterrador se puso verde; el verde es la palidez de las fisonomías lívidas.
    —¡Ay, Jesús Dios mío! —exclamó—. ¡Quince francos de multa!
    —Tres napoleones —dijo Fauchelevent.
    El enterrador dejó caer la pala.
    Llególe el turno a Fauchelevent.
    ¡Ah! —dijo—. No hay que desesperarse. No se trata de suicidarse, sino de cubrir esta fosa. Quince
    francos son quince francos, y aun podéis evitar pagarlos. Yo soy viejo en el oficio, y vos sois nuevo;
    conozco donde las dan y dónde las toman. Voy a daros un consejo de amigo. Hay sobre todo una cosa
    evidente: el sol se pone, roza ya la cúpula, y el cementerio va a cerrarse dentro de cinco minutos.
    —Es verdad —repuso el enterrador.
    En cinco minutos, no tenéis tiempo de cubrir la fosa, que es profunda como un demonio, y llegar a
    tiempo antes de que cierren la verja.
    —Es verdad.
    —En este caso, pagaréis quince francos de multa.
    —¡Quince francos!
    —Pero tenéis tiempo para… ¿Dónde vivís?
    —A dos pasos de la barrera. A un cuarto de hora de aquí; en la calle Vaugirard, número 87.
    —Pues tenéis tiempo si os dais prisa.
    —Es verdad.
    Corréis a vuestra casa, cogéis la cédula y volvéis; el guarda os abrira; y como traéis la cédula, no hay
    multa. Enterraréis a la muerta. Yo me quedaré guardándola para que no se escape.
    —Os debo la vida, campesino.
    —Hala, levantad el campo —dijo Fauchelevent.
    El enterrador, lleno de agradecimiento, le estrechó la mano y salió corriendo.
    Así que hubo desaparecido en la maleza, Fauchelevent escuchó hasta que los pasos se perdieron, y
    luego se inclinó hacia la fosa y dijo a media voz:
    —¡Madeleine!
    Nadie respondió.
    Fauchelevent se estremeció. Saltó a la fosa y se echó sobre el ataúd, gritando:
    —¿Estáis ahí?
    Continuó el silencio en el ataúd.
    Fauchelevent, privado casi de respiración a causa de su temblor, sacó el escoplo y el martillo e hizo
    saltar la tapa de la caja. Jean Valjean apareció en el crepúsculo, pálido y con los ojos cerrados.
    Los cabellos de Fauchelevent se erizaron, se puso en pie, y se apoyó de espaldas en la pared de la
    fosa, tembloroso. Miró a Jean Valjean.
    Jean Valjean yacía pálido e inmóvil.
    Fauchelevent murmuró en voz tan baja que parecía un soplo:
    —¡Está muerto!
    Y cruzó los brazos tan violentamente que se golpeó los hombros con ambos puños.
    —¡Buen modo he tenido de salvarle! —dijo.
    Entonces, el pobre hombre se puso a sollozar y a hablar. El monólogo existe en la naturaleza, y es un
    error creer lo contrario. Las grandes emociones nos hacen a menudo hablar en voz alta.
    —Mestienne, tiene la culpa. ¿Por qué se habrá muerto el imbécil? ¿Qué necesidad tenía de reventar
    cuando tanta falta hacía? Es él quien ha hecho que Madeleine muera. ¡Señor Madeleine! Está en el ataúd;
    todo ha concluido. ¡Ah! ¿Es esto tener sentido común? ¡Ay, Dios mío! ¡Está muerto! ¿Y qué voy a hacer yo
    ahora de su niña? ¿Qué va a decir la frutera? Pero ¿es posible, Dios mío, que un hombre como éste muera
    así? ¡Cuando pienso que se puso debajo de mi carreta! ¡Madeleine! ¡Madeleine! Se ha asfixiado, bien
    decía yo, pero no quiso creerme. ¡Vaya una picardía que he hecho! ¡Ha muerto este buen hombre, el mejor
    hombre que había entre los buenos de Dios! ¡Y su niña! ¡Yo no vuelvo allá! Me quedo aquí. ¡Haber hecho
    una cosa como ésta! ¡Haber llegado a esta edad para ser dos viejos locos! Pero ¿cómo entró en el
    convento? Por ahí empezó. No se deben hacer estas cosas. ¡Madeleine! ¡Madeleine! ¡Señor Madeleine!
    ¡Señor alcalde! No me oye. ¡Cómo saldremos ahora de ésta!
    Y se mesaba los cabellos.
    Oyóse entonces a lo lejos, entre los árboles, un rechinar agudo. Era la verja del cementerio que se
    cerraba.
    Fauchelevent se inclinó sobre Jean Valjean, y de repente retrocedió con brusquedad, todo lo que era
    posible en una sepultura. Jean Valjean tenía los ojos abiertos, y le miraba.
    Ver una muerte es horrible, ver una resurrección no lo es menos. Fauchelevent se quedó petrificado,
    pálido, confuso, rendido por el exceso de emociones, no sabiendo si tenía que habérselas con un vivo o
    con un muerto, y mirando a Jean Valjean, que a su vez le miraba.








    cont.
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 76809
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 8 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Hoy a las 08:08

    ***


    —Me he dormido —dijo Jean Valjean.
    Y se sentó.
    Fauchelevent cayó de rodillas.
    —¡Santa Virgen! —exclamó—. ¡Me habíais asustado!
    Luego se incorporó y gritó:
    —¡Gracias, señor Madeleine!
    Jean Valjean estaba sólo desvanecido. El aire le había despertado.
    La alegría es el reflujo del terror. Fauchelevent tuvo que hacer casi tanto como Jean Valjean para
    recobrarse.
    —¡No habéis muerto! ¡Oh, cuánto ánimo tenéis! Os he llamado tanto que habéis despertado. Cuando
    os vi con los ojos cerrados, me dije: bien, se ha asfixiado. Me hubiera vuelto loco furioso, loco de atar;
    me hubieran llevado a Bicétre. ¿Qué queríais que hiciera si hubierais estado muerto? ¡Y vuestra niña! ¡La
    frutera no hubiera comprendido nada! ¡Se le deja a la niña en los brazos y el abuelo muere! ¡Qué historia!
    ¡Santos del paraíso, qué historia! Ah, pero vivís. Todo se acabó.
    —Tengo frío —dijo Jean Valjean.
    Esta palabra recordó a Fauchelevent la realidad, que era urgente. Aquellos dos hombres, aun vueltos
    en sí, tenían, sin saber por qué, turbado el espíritu; sentían una cosa extraña, que era el reflejo del
    siniestro lugar en el que se hallaban.
    —¡Salgamos pronto de aquí! —exclamó Fauchelevent.
    Buscó en su bolsillo, y sacó una calabacita de la que se había provisto.
    —Primero un trago —dijo.
    El trago acabó lo que la brisa había empezado. Jean Valjean bebió un sorbo de aguardiente y entró en
    plena posesión de sí mismo.
    Salió del ataúd y ayudó a Fauchelevent a clavar la tapa.
    Tres minutos después estaban fuera del hoyo.
    Fauchelevent, por lo demás, estaba tranquilo. Había calculado bien el tiempo. El cementerio estaba
    cerrado, y no había que temer la llegada del enterrador Gribier. Estaría en su casa buscando la cédula sin
    encontrarla, porque la tenía Fauchelevent en el bolsillo. Y sin cédula no podía entrar en el cementerio.
    Fauchelevent cogió la pala y Jean Valjean el azadón, y enterraron el ataúd vacío.
    Cuando la fosa estuvo llena, dijo Fauchelevent a Jean Valjean:
    —Vámonos. Yo llevo la pala, llevad el azadón.
    Cerraba ya la noche.
    Jean Valjean encontró alguna dificultad en moverse y andar; en el ataúd se había enfriado y se había
    convertido un poco en cadáver. La anquilosis de la muerte había hecho presa en él entre sus cuatro tablas.
    Le fue necesario, por decirlo así, deshelarse del sepulcro.
    —Estáis yerto —dijo Fauchelevent—. Es una lástima que yo sea cojo; podríamos correr un poco.
    —¡Bah! —respondió Jean Valjean—. Cuatro pasos me bastan para dar fuerza a las piernas.
    Se fueron por las mismas avenidas que antes había recorrido el carro fúnebre. Al llegar ante la verja
    cerrada y el pabellón del portero, Fauchelevent, que tenía en la mano la cédula del enterrador, la arrojó a
    la caja, el portero tiró del cordón, la puerta se abrió y salieron.
    —¡Qué bien va todo! ¡Habéis tenido una idea magnífica, Madeleine! —exclamó Fauchelevent.
    Franquearon la barrera Vaugirard del modo más sencillo del mundo. En los alrededores de un
    cementerio, una pala y un azadón son un pasaporte.
    La calle Vaugirard estaba desierta.
    —Madeleine —dijo Fauchelevent—, tenéis mejor vista que yo. Enseñadme el número 87.
    —Aquí está, precisamente.
    —No hay nadie en la calle —respondió Fauchelevent—. Dadme el azadón y esperadme dos minutos.
    Fauchelevent entró en el número 87, subió guiado por el instinto que siempre conduce al pobre al
    granero, y llamó en la sombra a la puerta de una buhardilla.
    Una voz respondió:
    —Entrad.
    Era la voz de Gribier.
    Fauchelevent empujó la puerta. El cuarto del enterrador era, como todas esas desdichadas moradas,
    un desván sin amueblar, y lleno de trastos. Una caja de embalaje —quizás un ataúd— servía de cómoda;
    una orza de manteca hacía de fuente; una estera, de cama; el suelo hacía las veces de silla y de mesa. En
    un rincón, sobre un harapo que era un retazo viejo de alfombra, estaba una mujer delgada, rodeada de
    niños que formaban un grupo confuso. Toda la habitación indicaba un gran desorden. Parecía que había
    habido un temblor de tierra. Las tapas estaban abiertas, los harapos esparcidos, el cántaro roto, la madre
    había llorado, los hijos habían recibido probablemente algún golpe; huellas todas de un registro riguroso
    y extraordinario. Conocíase que el enterrador había buscado en vano su cédula, y hecho responsable de
    esta pérdida a todo el mundo en la casa, desde el cántaro hasta su mujer. Gribier parecía desesperado.
    Pero Fauchelevent estaba demasiado cerca del final de la aventura para notar el lado triste de su
    triunfo.
    Entró pues, y dijo:
    —Os traigo la pala y el azadón.
    Gribier le miró estupefacto.
    —¡Campesino!.
    —Y mañana, en casa del guarda del cementerio, encontraréis la cédula.
    Y dejó la pala y el azadón en el suelo.
    —¿Qué significa esto? —preguntó Gribier.
    —Significa que habéis dejado caer la cédula del bolsillo, que yo la he encontrado en el suelo
    después de que os marcharais, que he enterrado a la muerta y cubierto la fosa; que he hecho vuestro
    trabajo, que el guarda os dará la cédula y no pagaréis quince francos. Esto es todo, recluta.
    —¡Gracias, campesino! —exclamó Gribier, deslumbrado—. La próxima vez, seré yo quien invite a
    beber.



    VIII


    INTERROGATORIO LOGRADO



    Una hora más tarde, en la oscuridad de la noche, dos hombres y una niña se presentaban en el número
    62 de la callejuela Picpus. El más viejo de aquellos hombres cogió el llamador y llamó.
    Eran Fauchelevent, Jean Valjean y Cosette.
    Los dos hombres habían ido a buscar a Cosette a casa de la frutera de la calle Chemin-Vert, donde
    Fauchelevent la había dejado la víspera. Cosette había pasado aquellas veinticuatro horas sin
    comprender nada, y temblando silenciosamente. Temblaba tanto que no había llorado. No había comido
    ni dormido. La digna frutera le había hecho cien preguntas sin obtener otra respuesta que una mirada
    triste, siempre la misma. Cosette no había dejado traslucir nada de lo que había visto y oído los dos
    últimos días. Adivinaba que estaba atravesando una crisis, y dábase cuenta de que era preciso «ser
    prudente». ¿Quién no ha experimentado el terrible poder de estas tres palabras pronunciadas con un
    acento especial al oído de un niño asustado: No digas nada? El miedo es mudo. Además, nadie es capaz
    de guardar mejor un secreto que un niño.
    Cuando después de esas veinticuatro horas volvió a ver a Jean Valjean, lanzó tal grito de alegría que
    cualquier hombre perspicaz habría adivinado en él la salida de un abismo.
    Fauchelevent era del convento y sabía la contraseña. Todas las puertas se abrieron.
    Así quedó resuelto el doble y terrible problema: salir y entrar.
    El portero, que tenía ya sus instrucciones, abrió la puertecilla de servicio que comunicaba el patio y
    el jardín, y que hace veinte años se veía aún desde la calle, en la pared del fondo del patio, enfrente de la
    puerta cochera. El portero introdujo a los tres por esa puerta, y desde allí pasaron al locutorio interior
    reservado, donde Fauchelevent, el día anterior, había recibido las órdenes de la priora.
    La priora, con su rosario en la mano, los esperaba. Una madre vocal, con el velo bajo, estaba en pie a
    su lado. Una discreta vela iluminaba o, por mejor decir, hacía como que alumbraba el locutorio.
    La priora examinó a Jean Valjean. Nada escudriña tanto como unos ojos bajos.
    Luego preguntó:
    —¿Sois el hermano?
    —Sí, reverenda madre —respondió Fauchelevent.
    —¿Cómo os llamáis?
    Fauchelevent respondió:
    —Ultime Fauchelevent.
    Había tenido, en efecto, un hermano llamado Ultime, que había muerto.
    —¿De dónde sois?
    Fauchelevent respondió:
    —De Picquigny, cerca de Amiens.
    —¿Qué edad tenéis?
    Fauchelevent respondió:
    —Cincuenta años.
    —¿Qué oficio?
    Fauchelevent respondió:
    —Jardinero.
    —¿Sois buen cristiano?
    Fauchelevent respondió:
    —Todos los son en nuestra familia.
    —¿Es vuestra niña?
    Fauchelevent respondió:
    —Sí, reverenda madre.
    —¿Sois su padre?
    Fauchelevent respondió:
    —Su abuelo.
    La madre vocal dijo a la priora a media voz:
    —Responde bien.
    Jean Valjean no había pronunciado ni una palabra.
    La priora miró a Cosette con atención, y dijo a media voz a la madre vocal:
    —Será fea.
    Las dos madres hablaron algunos minutos en voz muy baja, en el ángulo del locutorio, luego la priora
    se volvió y dijo:
    —Fauvent, buscaréis otra rodillera con campanilla. Ahora serán necesarias dos.
    Al día siguiente, efectivamente, se oían dos campanillas en el jardín, y las religiosas no podían
    resistir el deseo de levantar una punta del velo. En el fondo del jardín, y bajo los árboles, se veía cavar a
    dos hombres, Fauchelevent y otro: acontecimiento extraordinario. El silencio fue roto, y llegaron a decir
    en voz baja: «Es un ayudante del jardinero».
    La madres vocales añadían: «Es hermano de Fauvent».
    Jean Valjean se había ya instalado formalmente: tenía su rodillera de cuero y su campanilla; era ya
    una cosa oficial; se llamaba Ultime Fauchelevent.
    La causa más eficaz de su admisión había sido esa observación de la priora sobre Cosette: «Será
    fea».
    Así que la priora pronunció este pronóstico, se hizo inmediatamente amiga de Cosette, y la admitió en
    el colegio como alumna de caridad.
    Todo esto es muy lógico.
    Por más que no haya espejos en el convento, las mujeres tienen conciencia de su fisonomía; y las
    jóvenes que se creen bonitas no se dejan hacer monjas fácilmente; la vocación es proporcionalmente
    inversa a la belleza, y por esto se espera más de las feas que de las hermosas. De aquí proviene una viva
    afición a las fealdades.
    Toda esta aventura engrandeció al buen viejo Fauchelevent, que consiguió un triple triunfo: con Jean
    Valjean, a quien salvó y dio asilo; con el enterrador Gribier, que se decía: me ha librado de pagar una
    multa; con el convento, que gracias a él, al enterrar el féretro de la madre Crucifixión bajo el altar, eludió
    al César y satisfizo a Dios. Hubo un ataúd con cadáver en Petit-Picpus, y un ataúd sin cadáver en el
    cementerio de Vaugirard; el orden público fue sin duda profundamente vulnerado, pero nadie lo notó. En
    cuanto al convento, su gratitud a Fauchelevent fue grande. Fauchelevent se convirtió en el mejor de los
    servidores, y el más precioso de los jardineros. En la siguiente visita del arzobispo, la priora contó todo
    a Su Ilustrísima, confesándose un poco, y envaneciéndose también. El arzobispo, al salir del convento,
    habló de ello con elogio y en secreto al señor de Latil, confesor del hermano del rey, más tarde arzobispo
    de Reims, y cardenal. La admiración por Fauchelevent se abrió camino, y llegó hasta Roma. Hemos visto
    una carta dirigida por el Papa entonces reinante, León XII, a uno de sus parientes, monseñor en la
    nunciatura de París, y llamado Della-Genga, como él, en la cual se lee lo siguiente: «Parece ser que hay
    en un convento de París un jardinero excelente, que es un santo varón, llamado Fauvan». Pero ninguna
    noticia de este triunfo llegó hasta la barraca de Fauchelevent; continuó injertando, escardando, cubriendo
    sus melones, sin tener noticia de su excelencia y de su santidad. No tenía de su gloria más noticias que las
    que pudieran tener de la suya el buey de Durham o de Surrey, cuyo retrato fue publicado en el Illustrated
    London News con esta inscripción: «Buey que ha ganado el premio en la exposición de animales de
    cuernos».










    492
    cont.
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]

    Contenido patrocinado


    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 8 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Contenido patrocinado


      Fecha y hora actual: Dom 24 Nov 2024, 10:35