“Interpretación de Walt Whitman poeta”, por Cesare Pavese.
Creo que muy a menudo los comentaristas que tratan de Walt Whitman tienen en la mente aquella imagen del viejo barbudo y secular que parece estar en las nubes o encerrar en las órbitas de sus ojos apacibles la serenidad final de todas las alegrías y miserias del universo. Tal vez la culpa sea de la fotografía que encabeza las ediciones definitivas autorizadas por los albaceas Bucke, Harned y Traubel; o quizá del mito, creado por discípulos entusiastas, de un majestuoso profeta, casi un taumaturgo: o incluso de un residuo inconsciente de la trinidad Tolstói-Hugo-Whitman que en determinado momento se ha enseñoreado de la fantasía. Como quiera que sea, y a pesar de haber sido abolida definitivamente -sobre todo por obra de la crítica inglesa y francesa- la leyenda de un Walt Whitman vidente, gran iniciado y fundador de nuevas religiones, su imagen de hermoso anciano de barba blanca ha perdurado y endereza subconscientemente las preferencias de los lectores. También se ha extendido bastante la opinión de que si el verdadero, el gran Walt no es exactamente aquel de los cansados y postreros anexos de Hojas de hierba (“Horas de su septuagenario”, “Adiós, mi fantasía”, “Ecos de la vejez”) es al menos el de las breves impresiones sobre la amistad (“Cálamo”), de los enérgicos y tiernos cuadritos de guerra (“Redobles de tambor”) y las fugaces visiones de “Murmullos de la muerte celestial”. A decir verdad, causa extrañeza esta conciliación del Walt Whitman de barba blanca con los poemas de Cálamo, escritos a los treinta y cinco años y vibrantes de salud juvenil y vital arrogancia. Pero ya se sabe: la poesía no es juventud ni vejez: es poesía, y punto. Desde luego. Y no trato de denigrar aquellos poemas de la vejez: digo únicamente que los exegetas de Whitman que tienden a reducir toda su obra sólo a las más directas páginas de impresiones, de cuadritos, corren así el riesgo de falsear y disminuir no poco la originalidad del poeta y, en definitiva, también los cuadritos. Ya que de ese modo la madura inspiración que además de las rápidas páginas de “Cálamo” ha dado cosas como los grandes Cantos que ocupan buena parte de Hojas de hierba, es equiparada a la garrulería fatigosa y fragmentaria -el juicio es del propio Whitman- de una vejez que, ahora se puede volver a decirlo, no ha sido en realidad toda Olimpo.
Se olvida también algo por demás evidente: el “sabio de Camden”, al dar al libro de toda su vida (en la edición de 1881, la séptima) la forma que a la postre sería la definitiva, no hacía sino verificar y acabar, a los sesenta y dos años, una obra que a los treinta había intuido ya con cierta claridad, y que a los cuarenta y ocho, en 1867 (cuarta edición), ya había llevado a cabo en su mayor parte. Y quien no haya comprendido todavía, a través de los poemas, cómo era aquella soberbia virilidad del Whitman que meditó y convirtió en realidad el libro, puede hacerse una idea contemplando la fotografía que él mismo, en 1855, cuando no era aún el “sabio de Camden”, puso delante del futuro Canto a mí mismo, en la primera edición de Hojas de hierba: un gigante de barba cerrada con una camisa de obrero abierta en el cuello, concentrado en dos ojos misteriosos que a cada momento pueden también parecer tiernos. Alguien ha definido esa fotografía como la de un rowdy. Pero, mal que nos pese, el Walt Whitman de casi todos los poemas que importan es, para quien sepa entenderlo, ése.
A despecho de la opinión actualmente en boga, originada en una justa reacción frente a la canonización un tanto precrítica del “vidente”, se puede sostener con buenas razones que Walt Whitman siempre ha acompañado su trabajo de una clara conciencia crítica. De otro modo, uno naturalmente se forja de él -hombre terrestre y atareado en limar su obra como hubo pocos- una imagen antipática de estático holgazán a quien un demonio le sopla de vez en cuando los cantos. El magnífico holgazán es justamente el título de una vivaz biografía novelada escrita por Cameron Rogers, el estudioso que hasta la fecha mejor ha comprendido, en mi opinión, al poeta, por la sencilla razón de que no se ha esforzado en disputar retóricamente sobre catálogos, cuadritos, rima psíquica o interna, pederastia, magnetismo y todo el resto de la sempiterna quincalla whitmaniana. Ha recreado a su hombre con seguridad, en gestos, palabras y estados de ánimo que cualquier humilde lector puede entrever en los poemas. Walt Whitman fue realmente un “holgazán”, en el sentido en que todo poeta es un holgazán: en vez de trabajar gustaba de vagabundear, rumiando y corrigiendo sus versos -o “versitos”, tanto da- con muchas fatigas y con las raras alegrías que compensan de cualquier fatiga. Holgazán para cualquier trabajo corriente porque estaba abismado en un asunto que le quitaba otros intereses y tal vez incluso el sueño. Pero estas cosas ya las ha dicho, y muy bien, Váley Larbaud.
Es necesario, en cambio, recalcar que Whitman sabía por dónde andaba y que, como cualquier artista que lleva a cabo algo, había pensado, estrujado, vivido y querido su obra; y si bien es cierto que muchas de sus pretensiones teóricas han resultado a la larga, a la luz de nuestro siglo, falsas o mal fundadas, hay que señalar que lo mismo les ha sucedido y sucede, no sólo a todos los artistas, sino también a todos los hombres. Y si frente a una sentencia como ésta: “Las ventajas aisladas de jerarquía, prerrogativas o fortuna -los hilos directos o indirectos de toda la poesía del pasado- son, en mi opinión, desagradables al genio republicano, y no ofrecen fundamento para sus versos adecuados”, alguien observara que son cosas que no deben decirse ni siquiera en broma, se le podría responder, ante todo, que es precisamente a través de pensamientos de este género como Walt Whitman ha llegado a dilucidar y delimitar su propia “materia poética”, y que, de cualquier modo, inmediatamente después de la herética sentencia se complace en referir cierta anécdota leída en su juventud, anécdota apta para recordarnos que ya desde hace tiempo los artistas saben a qué atenerse cuando los teóricos discuten de géneros y escuelas. Decía Rubens a sus alumnos, delante de un cuadro de incierta atribución: “Creo que el artista, desconocido y tal vez muerto ya, que ha dejado al mundo esta herencia, no ha pertenecido a ninguna escuela ni ha pintado otra cosa que este único cuadro, el cual es un asunto personal, un trozo de la vida de un hombre”. Y al citar estas palabras, casi a los setenta años, Whitman sabía lo que significaban, sabía -quizá mejor que ningún otro en Estados Unidos- qué era una obra hecha con la vida de un hombre.
Pero sería fácil, exhibiendo pasajes teóricos espigados de los prefacios, aclaraciones, glosas y memorias que abarrotan el volumen de Prose Works, echar una luz paradójica sobre los aspectos más llamativos de la prédica whitmaniana, de lo cual se derivarían consecuencias insospechadas, y no sólo para el autor.
Decía Whitman: “Hoy, en Estados Unidos, considerando en profundidad y amplitud las condiciones presentes y el futuro, nuestra necesidad fundamental es una clase (y una clara idea de ella) de autores autóctonos, literatos diferentes y superiores a los hasta ahora conocidos, sacerdotales, modernos, aptos para medirse con nuestras oportunidades y nuestras tierras e impregnar a las masas de la mentalidad, el gusto y la fe norteamericanos, infundiéndoles una nueva respiración vital..., con más peso político que el superficial sufragio popular, con resultados que lleguen al corazón y a la raíz de las eleccciones de los presidentes y los congresos. Irradiantes, procreadores de maestros, escuelas y procedimientos adecuados y, como máximo resultado, creadores de... un carácter religioso y moral en la base política, productiva e intelectual de Estados Unidos”. Ésta es su idea fija, cuya huella se encuentra por doquier en las páginas de Prose Works. Si luego traemos una idea afín, aquella otra idea fija cuya singularidad nadie ha advertido hasta el presente: la historia del mundo como historia de sus supremas manifestaciones literarias, a través de los grandes poemas nacionales, y recordamos aquellas actitudes naturalistas, confesadas por el propio Walt, aquellas declamaciones al aire libre que ahuyentaban las gaviotas de Coney Island o divertían a los cocheros de Broadway a expensas de Homero, Shakespeare, Esquilo, Ossián y otros inmortales, nos resultará fácil construir sobre estos documentos la teoría paradojal del fenómeno Whitman a que he aludido. Si a los poetas nacionales (los contemporáneos Walter Scott y Alfred Tennyson estaban también entre los grandes poetas nacionales, junto a Ossián) se añaden numerosos periódicos de la época, Emerson, obras de historia natural, enciclopedias y melodramas, se tendrá toda la cultura aparente, exterior, de Walt Whitman.
En suma, Whitman ha querido hacer por Norteamérica aquello que los distintos poetas nacionales hicieron en otros tiempos por sus pueblos. Estaba completamente imbuido de esa idea romántica y fue el primero en trasplantarla a Norteamérica. Mira su país y el mundo sólo en función del poema que los expresará en el siglo XIX, y todo lo demás, en comparación, no cuenta. Y es ciertamente él -el gran primitivo, el feroz enemigo de todo vivir libresco que quite espontaneidad a la naturaleza- quien ha sabido decir, en un supremo lamento por el exterminio de los pieles rojas: “No hay cuadro, poema ni relación que la transmita al futuro”.
Whitman vive con tal intensidad la idea de esta misión que, a pesar del fracaso obvio de un designio semejante, se salva por ella de fracasar en su obra: no triunfó en el absurdo intento de crear una poesía adecuada al mundo democrático y republicano y a las características de la nueva tierra descubierta -porque la poesía es una sola, pero al pasarse la vida repitiendo de muchas maneras tal designio hizo con él poesía, la poesía del descubrir y cantar un mundo nuevo. En pocas palabras, para resumir la aparente paradoja: hizo poesía del quehacer poético.
He dicho que Whitman realizó su trabajo con conciencia crítica; pero se diría, después de este examen de sus razones poéticas, que no ha sido ciertamente él quien mejor ha reseñado su obra. El caso es complejo. Walt Whitman puede haberse engañado acerca del alcance, los efectos y el significado de Hojas de hierba, y más aún: en torno a ello sin duda ha delirado; pero la esencia, la naturaleza del libro es otro cantar: cuesta creer que después de alumbrar algo vital un poeta -y especialmente un poeta que como Whitman asume la empresa de renovar el estilo y el espíritu de los gustos de su tiempo- ignore cómo ha ocurrido tal cosa, es decir, ignore por qué razón ha escrito determinadas cosas y no otras y por qué lo ha hecho de determinada manera. Especialmente Walt Whitman, repito, que ni siquiera está amparado por la equívoca aureola de poeta adolescente, que a los teinta años, después de ejercer diversos empleos, después de conmovedores intentos novelísticos y periodísticos, reúne, al cabo de por lo menos cuatro años de trabajo tenaz, apenas un centenar de páginas, y lentamente las desarrolla, las hace prosperar, las acrecienta y pule en una búsqueda infatigable. Incluso quien reflexione sobre todo esto sin conocer la obra encontrará natural que con su exigua cultura, embarullada y entusiasta, diese Whitman en extravagancias programáticas, Ahora bien, el hecho es que los titulares de aquella cultura no supieron extraer de ella más que ilustrativas colecciones de baladas medievales o himnos al progreso, en tanto Whitman ha producido, a través o a pesar de ella, el milagro de Hojas de hierba.
Y quien sabe buscar descubre también en Prose Works ciertas protestas, ciertas afirmaciones, ciertas intuiciones, por llamarlas de algún modo, que en resumidas cuentas pueden figurar entre los mejores pasajes de la habitualmente alborotada crítica whitmaniana. Véase, por ejemplo, en el ya citado “Una mirada a los caminos recorridos”, la flema con que el poeta analiza las razones y los motivos del libro. Dice en primer lugar: “...el anhelo o la ambición de dar voz y de expresar fielmente, en forma literaria o poética, y sin hacer concesiones, mi propia personalidad física, emotiva, moral, intelectual y estética, en medio del espíritu y acontecimientos decisivos de sus días inmediatos, de los Estados Unidos actuales, y en armonía con ellos, y explotar a esa personalidad, identificada con su lugar y su época, de una manera mucho más sincera y amplia que la de cualquier poema o libro escritos hasta ahora”. Y después de la habitual y siempre absurda exposición de la verdadera naturaleza democrática de Hojas de hierba, reaparece en la conclusión la idea de que el libro no es la expresión de un mundo fantástico ni una galería de figuras destacadas (los cuadritos), sino una persona, una emotividad que se mueve en el mundo real: “En realidad, Hojas de hierba (no puedo reiterarlo con demasiada frecuencia) ha sido principalmente el afloramiento de mi propia naturaleza emocional y personal; el intento, de principio a fin, de poner a una persona, a un ser humano (a mí mismo, en la segunda mitad del siglo XIX, en Estados Unidos), libre, íntegra y fielmente en un libro”. Idea que incluso fuera de su aplicación crítica a la obra de Whitman tiene singular importancia histórica, ya que en ella se formula por primera vez en Estados Unidos el problema que en nuestro siglo han vuelto a plantearse todos los artistas norteamericanos. Cualquiera que sea la forma de expresarlo, el problema es siempre actual, porque si un artista europeo, un antiguo, sostiene que el secreto del arte es la construcción de un mundo más o menos fantástico, la negación de la realidad y sus sustitución por otra quizá más significativa, un norteamericano de las generaciones recientes replicará que toda su aspiración es llegar a la naturaleza verdadera de las cosas, llegar a ver las cosas con ojos vírgenes, llegar a aquel ”ultimate grip of reality” que es lo único digno de ser conocido. Una especie de consciente ambientación en el mundo y en Norteamérica. En consecuencia, es justo reconocer que Walt Whitman no sólo ha sido el primero en atestiguar con su obra esa tendencia de la cultura nacional, sino que además la ha descubierto dentro de sí y la ha formulado con mayor claridad crítica que sus numerosos comentaristas.
Si bien no creo que la forma de la poesía de Whitman esté, como declaran o dan a entender muchos críticos, en una antología de pequeñas escenas que sobresalen por su garbo, tampoco creo que la arquitectura del libro entero tenga aquella eficacia que fue aspiración constante de Walt y sus discípulos.
Las escenitas o cuadritos -se afirma- son aquellos ágiles poemas de impresiones (o partes de poemas) en los que se ha fijado una escena, un pensamiento, un paisajillo en sus líneas esenciales; apuntes que lamentablemente, a medida que el “sabio de Camden” envejecía, fueron menudeando de forma implacable, debido a su manía, entre cómica y conmovedora, de encontrar en las más pequeñas cosas signos de su vasto sistema y expresarlos en un paralelismo, una imagen, una descripción. Pero para una naturaleza como la suya, que tendía a lo profético, el cuadrito, que podía incluso resultar acertado, era más bien el apólogo, la ejemplificación, justificado por el conjunto de la doctrina y del libro. Pero los últimos críticos -que justamente han rechazado las pretenciones proféticas de Whitman-, al reducir los cuadritos a miserables fragmentos, no han hecho otra cosa que quitarles su sostén, su significado; y al obrar así han viciado además su propia perspectiva, ya que llevados de la corriente han juzgado que los mejores eran desde luego aquellos en los que más predominaba el apunte, el bosquejo, como ¡Oh, capitán! ¡Mi capitán!, Sal de los campos, padre y La cantante en la prisión.
La razón arquitectónica de Hojas de hierba, extrema justificación de los cuadritos, representa -cualquiera puede advertirlo- la traducción artística del impulso profético, el fin práctico del libro, lo mismo que la manida arquitectura de la Divina Comedia. Ahora bien, por estar construida con materiales menos nobles o por asemejarse muy poco a una catedral o quién sabe a qué, el hecho es que se han encarnizado menos con la arquitectura de Hojas de hierba que con la de la Divina Comedia, y los más audaces son en definitiva aquellos que la aceptan, aduciendo que al fin y al cabo el orden de los poemas es, en sus líneas esenciales, el cronológico de su composición, y que no vale la pena detenerse en otras consideraciones.
Basta de cuadritos por lo tanto (de fatigadas o modestas impresiones o de fragmentos descriptivos de los largos Cantos), y basta de construcción (de inútil jerarquía entre páginas idénticas en argumento e intensidad). Mas ¿dónde está entonces la forma de Walt Whitman?
Detengámonos en un poemita, mejor dicho, en un poemazo, la pieza de mayor calibre de Hojas de hierba: Canto a mi mismo. Aunque carecía entonces de título, ya en la primera edición de 1855 este canto descollaba en el libro, y corrió su misma suerte. Sufrió retoques, limaduras, recortes y añadidos de todo género. En 1881 lo encontramos con su forma definitiva, cincuenta y dos secciones, enorme aun en medio de aquella nidada de primeros poemas “aux titres inmenses, les mastodontes et les iguanodons de la création whitmanienne”. Canto a mí mismo es algo así como la quintaesencia de Hojas de hierba: en él se encuentran todos los motivos -incluso entendidos como meros temas- de la poesía de Whitman.
(continuará)
LEER "CANTO A MÍ MISMO" EN: http://www.battaletras.com/docs/cantoamimismo.pdf
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