MICHÈLE NAJLIS
POEMAS
11.- PRESENTACIÓN Y COMENTARIOS SOBRE EL LIBRO "HIJA DEL VIENTO"
UN LIBRO SOBRE DIOS.
INTERVENCIÓN DE SILVIO JOSÉ BÁEZ
Es para mí un gran honor presentar esta noche ante ustedes el libro “Hija del Viento”, que contiene una deliciosa colección de breves poemas de gran profundidad espiritual de mi estimada amiga Michèle Najlis.
Creo no equivocarme al decir que el argumento que subyace a todos estos fascinantes poemas es simplemente «el Misterio», «la Trascendencia», «Dios». Y hago esta afirmación, no a pesar, sino porque paradójicamente el nombre explícito de «Dios» sólo aparece dos veces en este libro.
En el poema 42: «¿Cuándo podrás al fin, ¡oh Dios!, mirarte en mis ojos?», y en el poema 68: «Cuando cese el viento del desierto y caiga (…), ¡Señor¡, date prisa en socorrerme!», una invocación recurrente en muchos salmos (cf. Sal 22,19; 38,23; 40,14; etc), y con la que iniciamos día a día la liturgia de las horas en la Iglesia Católica. Un libro de poemas que habla de Dios sin mencionar su nombre. Igual que en la Biblia el Cantar de los Cantares, que narra poéticamente el misterio del amor humano, o el libro de Ester, en hebreo «la escondida», en donde se ve la acción de Dios a través de una mujer, pero sin hablar de él. Volviendo al libro de Michèle, ¿pero es que es necesario pronunciar el nombre de Dios en unas páginas que arden de amor, que están traspasadas de principio a fin por una misteriosa «Presencia», que siendo lo más íntimo de nosotros mismos, que nos precede y nos da vida, al mismo tiempo es más que nosotros y escapa continuamente a nuestra comprensión y a nuestra posesión? ¿Es necesario mencionar el nombre de Dios en unos poemas en donde todo habla de una relación de amor que se debate entre el gozo y el dolor, la cercanía y la ausencia, la certeza y la nostalgia? Con razón la autora de estos poemas, con finísima sensibilidad bíblica y espiritual, nos alerta desde el inicio del libro cuando lo dedica «a Él, cuyo nombre impronunciable quema».
LA ABSOLUTA TRASCENDENCIA DIVINA
COMO AFIRMACIÓN DE LO CREADO
El Dios al que evocan con pasión y dolor estos poemas no es un Dios considerado en sí mismo como una realidad abstracta, lejana, indiferente y fuera de la historia y de nosotros mismos.
Estos poemas aluden a Dios, pero a un Dios que no se deja encerrar en el terreno acotado por la religión y que es mayor que la conciencia y el lenguaje y los conceptos de los que le reconocemos con los medios precarios que nos ofrecen nuestras tradiciones religiosas. Un Dios que no se confunde con la idea que el hombre se hace de él por más sublime que sea.
Nuestra autora evoca a un Dios que «está», independientemente de que lo «sepamos». Como dice el poema 42 del libro de Michèle: «En mí y no estando. En mí y sin saberte». Un Dios de quien dice Jacob en el libro del Génesis: «Está el Señor en este lugar y yo no lo sabía» (Gn 28,16). Precisamente aludiendo a este pasaje bíblico, que describe una certeza que nos precede y sobrepasa, que no podemos asir ni comprender totalmente, pero que deja un rastro de su huella, que crea en el abismo de la nada un «lugar» decisivo, pero un lugar que no detiene, ni encierra, sino que empuja, la autora de nuestro libro comenta: «Como Jacob, beso la tierra en donde estuvo el ángel. Pongo una estela para marcar el sitio. Y sigo caminando» (n. 15).
En sus poemas Michèle evoca y canta a un Dios que es trascendencia absoluta, «muy otro» como diría San Agustín; más allá de todo y distinto a todo, por lo que precisamente no se opone a nada sino que es el todo. Como dice San Juan de la Cruz en su “Llama de amor viva”: «Sólo su Dios para el hombre es el todo» (Ll 1,32). De esta manera la suma trascendencia puede ser vivida como perfecta inmanencia en lo creado. La realidad de Dios, precisamente por ser respetada en su absoluta trascendencia, no puede ser pensada ni vivida como competidora del mundo y de lo humano, capaz de entrar en colisión con ello, o susceptible de eliminar su ser contingente que precisamente él hace ser. Que Dios es todo es una consecuencia de su absoluta trascendencia y de su infinitud. Por ser totalmente otro es no otro en relación con todo lo creado. Es decir, precisamente por ser todo es también su creación. Por eso un místico como San Juan de la Cruz, puede decir sin asomo alguno de panteísmo: «Dios y su obra es Dios» (Dichos de luz y amor, 112), «el centro del alma es Dios» (Llama 1,12), o incluso «el ser humano tiene lo que tiene el mismo Dios (…), es Dios por participación» (2 Subida 5,7).
En esta misma perspectiva Michèle evoca a un Dios, cuyo amor se manifiesta sólo de forma humana, cuya música él mismo escucha, pero en nosotros mismos: Suenas, Amor, la dulce flauta para escucharte en mí» (n. 10); cuya mirada pasa por nuestros ojos: «¿Cuándo podrás al fin, oh Dios, mirarte con mis ojos?» (n. 42); cuyo vino, símbolo del amor divino que enaltece y humaniza, en nuestro interior embriaga a la misma divinidad cuya gloria es la vida plena del ser humano: «Tu vino en mis entrañas embriagándote» (n. 14); cuya voz se escucha en nuestras palabras: «Mis palabras son apenas un eco de Tu voz, que habita en mí y embriaga mis sentidos» (n. 50).
La totalidad de Dios no es pues excluyente del ser de la creación, sino incluyente de su ser en esa totalidad en cuanto la está haciendo ser constantemente por participación. La afirmación de la trascendencia de Dios más que conducir a la negación de la inmanencia del mundo comporta su afirmación, ya que se afirma como su razón de ser. Si a esto se añade, como tantas veces Michèle Najlis lo describe en su libro de poemas, esta relación con Dios es una relación de amor, resulta imposible entender la totalidad de Dios como absorción de lo finito que negase su entidad. Michéle describe justamente este amor, al estilo del Cantar de los Cantares, como amor padecido, como pasión, desarraigada de todo, «a la intemperie», pero en actitud de acogida y de espera: «A la intemperie padeciendo esta pasión como el abismo, espero tu llegada» (n. 36). Es que el amor es el principio, fundamento y fin de la creación, y que el amor vive de la diferencia y busca la unión.
¿HABLAR DE DIOS HOY?
No es usual en nuestra época encontrar un libro de poemas que nos queme las manos y nos haga –utilizando una expresión muy querida a la autora de libro y ya usada por el profeta Oseas: «hacer girar» o «dar vuelta» al corazón–. Somos herederos de la modernidad, que ha tenido como rasgo original un fuerte antropocentrismo. Ya se le considere como la época del descubrimiento de la dignidad humana y de los derechos fundamentales de la persona; o como el momento de la conquista de la autonomía de la razón; o como el tiempo de la aparición de la igualdad entre los seres humanos; o como la etapa del desarrollo del individualismo y de la búsqueda del bienestar para todos; o como la época de la liberación de la servidumbre de la naturaleza, la Modernidad no ha sido ciertamente una época histórica caracterizada por la afirmación de la experiencia de Dios.
Es más, hablar de la Modernidad es hablar de secularización, fenómeno que significa sobre todo la toma de conciencia de la autonomía y del valor del mundo y de la vida en él, frente a la necesaria referencia y sometimiento a los agrados propios de las épocas sacralizadas. ¿No es atrevido publicar una serie de breves poemas, que traslucen una experiencia inefable y transformadora del Misterio?, ¿no es atrevido hablar de experiencia interior, de viento que empuja y quema, del vino divino que embriaga las entrañas, en una sociedad como la nuestra, que debe enfrentar tantos urgentes y graves retos frente a una descomposición política y social de proporciones gigantescas y un país en que una oligarquía se empeña en construir y describir exclusivamente centrado en la ilusión de un progreso económico que a la larga favorecerá solo a unos pocos?
Pues bien, Michèle Najlis, se ha atrevido a compartirnos su más íntima experiencia y ha puesto en nuestras manos un libro de poemas que nos ponen delante de la «Presencia» por excelencia. Presencia que nos precede, presencia que nos da continuamente el existir y en la cual vivimos y hacia la cual –queramos o no, lo sepamos o no–, nos encaminamos. Estamos ante un fascinante librito que narra «poéticamente», –entre otras cosas, el género literario más adecuado para hacerlo– una historia de amor. Un libro que habla del amor, del amor descubierto, anhelado y sufrido, pero del amor que da sentido y plenitud a todo cuanto existe. Un libro de poemas sobre Dios. Del Dios que es amor. Amor recibido, amor sufrido, amor que es viento y fuego.
EL MISTERIO Y EL MUNDO
Leyendo, meditando e interiorizando las poesías de Michèle, debemos tener presente que por ser Dios quien es, en la relación con él el ser humano no puede comportarse como con el resto de las realidades del mundo, como sujeto que las convierte en objeto, las vive en función de sí mismo y las pone a su servicio. Sólo descentrado, desposeído de todo y de sí, el ser humano está en disposición de reconocer a Dios como Dios, sin rebajarlo a la condición de objeto al servicio del hombre. Sin embargo, la experiencia del Dios verdadero, que está más allá de todo sentimiento y conceptualización, de todo rito religioso o entramado dogmático, no hace al ser humano insensible al valor y belleza de la creación ni a los grandes retos del momento histórico que se vive; no lo hace sordo al grito de los pobres del mundo ni indiferente para comprometerse en la lucha por un mundo más justo. Todo lo contrario, cuando Dios es puesto en el centro, todo recupera su lugar y el ser humano su dignidad y libertad. El ser humano que ha quedado –usando expresiones poéticas de la autora del libro– «herido de Tu herida» (n. 4); humanizado por «Tu viento que en mis entrañas quema» (n. 6); «embriagado por Tu vino en mis entrañas», se torna capaz de intuir en su contacto con el mundo una dimensión de profundidad que se escapa al sentido atento sólo a lo sensible.
INCONSTANTE
Hay una sugestiva imagen en el libro con la que se evoca el misterio de Dios y que no quisiera pasar por alto sin aludir a ella. Dios es «el Inconstante». En el poema 40, que comenta un texto de Isaías (Is 62,6b-7a), encontramos esta bella oración, que se coloca en la mejor tradición bíblica: «¡Inconstante! ¡No te daré tregua ni descanso si no cumples tu promesa de amor inacabada!». Parece un absurdo y hasta una irreverencia llamar a Dios «inestable». Rabbí Onijá bar Sussai, maestro judío, decía que Dios «habla entre las dos vigas que sostienen el arca», es decir, «oscila sobre una cresta que tiene dos lados, y nos preguntamos: ¿de qué lado se estabilizará?». Estamos hablando de las imágenes de Dios, siempre inadecuadas, inestables y ambiguas.
No es Dios, pues el inconstante, sino lo que entendemos, sentimos o expresamos de él. La inestabilidad de la imagen divina es muy amada por la tradición bíblica, en oposición a las religiones paganas en las que la divinidad poseía una imagen estable, por lo que era manipulable y predecible. El Dios de la Biblia es impredecible e inaferrable. Toda imagen suya no es él. Es «inconstante» dice nuestra poetisa. Quizás por eso en el tratado Berakhot 4a del Talmud se lee: lammed leshonka lomar aní yodea‘, es decir, «enseña a tu lengua a decir ‘no sé’».
Cuando hablamos con demasiada seguridad de Dios, corremos el riesgo de mentir, porque no podemos ninguna palabra o definición dogmática pueden agotar su misterio. Es –como dice el poema 21– del libro de Michèle: el «Amado esquivo» que revela destellos de su gloria y luego «te ocultas de mis besos». Es el Dios de quien San Juan de la Cruz canta: «¿Adónde te escondiste Amado y me dejaste con gemido, como el ciervo huiste habiéndome herido, salí tras ti clamando y eras ido». De allí la pregunta de tantos místicos y de todo creyente y que Michèle recoge en forma de interrogación en el poema 34: «¿Dónde podré entonces saborear Tu ausencia?» y en el poema 24: «¿Quién habita mi casa vacía?».
Dios presente como ausente. Presencia vivificante que se experimenta como vacío. Es la
inconstancia de las imágenes, conceptos y percepciones del Misterio. De ahí que en el camino de la fe, desde su inicio hasta las cumbres de la mística, Dios se percibe como un Dios escondido, el Dios que se revela a través de la palabra que lo manifiesta y del silencio que lo oculta. Dios se revela necesariamente, ocultándose; se hace presente haciendo percibir su ausencia; se manifiesta como ausente, dando así espesor y profundidad a su presencia. La presencia de Dios puede ser percibida y acogida como ausencia.
Experimentar a Dios como ausente es una forma de relacionarse con él. Sentirlo como «carencia», como «vacío» -palabras muy queridas por nuestra autora- es ya entrar en relación con él. No necesitamos una voz divina que nos ensordezca, sino afinar la sensibilidad espiritual para percibir a Dios donde parece no estar y escucharlo en el silencio: «Perdida de mí – escribe Michèle– me busco en Tu silencio» (n. 7). La teodicea con sus serenas certezas, con sus seguras e indiscutibles afirmaciones sobre la bondad y la providencia de Dios, se revela totalmente insatisfactoria frente a la ausencia y el silencio de Dios, frente al «Inconstante».
En ese momento resulta inútil una buena formulación doctrinal y la sabiduría resignada del fatalista no basta para serenar el ánimo. Al silencio de Dios, corresponde entonces el silencio del hombre, que puede ser signo de desconcierto, pero que puede volverse camino, apertura a una revelación más perfecta.
En el poema 37 de nuestro libro leemos esta bella oración dirigida al Dios, siempre bueno, pero cuyas imágenes son inconstantes, como una sombra: «El asombro escucha Tu silencio. Mira pasar tu sombra y calla». Como dice el teólogo Bruno Forte: «El silencio de Dios, no a pesar, sino precisamente por su complejidad y ambivalencia, es el espacio en que se juega la libertad y la dignidad del hombre frente al tiempo y frente al Eterno (…). Los tiempos de silencio de Dios son los tiempos de la libertad humana». En el poema 67 del libro se evoca el anhelo de quien creyendo, libremente va más allá de toda palabra y de todo silencio: «Más allá del laberinto silencioso de la nada, anhelo el no-camino donde ya no hay palabras ni silencios».
Otra imagen de Michèlle Najlis
HIJA DEL VIENTO
Esta expresión ha dado el título al libro. Quisiera pensar que es una frase autodescriptiva de la autora del mismo: «Hija del viento» . El viento es símbolo de lo invisible, no se ve, además es inaferrable, no se puede agarrar. Es también símbolo también de fuerza que empuja y arrastra. Y también evoca la vida a través de la respiración, que hace posible la vida que de Dios recibimos: «Cada instante es eterno en el aire que respiras» (n. 18). Es una metáfora de Dios. En el lenguaje bíblico «viento» se dice «espíritu», en oposición no a la materia, sino a la esclavitud, a la rigidez, a la pasión desordenada, a la muerte. Desde la perspectiva bíblica somos «espíritu» encarnado, llamados a ser «espíritu» en plenitud. El viento-espíritu en la Biblia es principio de vida plena que empuja, muchas veces sin saber adónde nos lleva. En el primer poema del libro Michèle escribe: «Hija del viento». Y se pregunta: ¿A dónde me llevarán tus alas?». Es el camino de la fe, movido por el Espíritu.
Un camino del que dice San Juan de la Cruz: «En este camino, entrar en camino es dejar el propio camino». Dejarse llevar. En el libro de poemas que presentamos el viento es también ardoroso. Quema. El espírituviento en la Biblia es también representado por el fuego, elemento cósmico que simboliza a Dios, pues todo lo que entra en contacto con él queda transformado: «Vacía de mí Tu viento en mis entrañas quema» (n. 6). Haciendo uso de un espléndido oxímoron, Michèle habla de un «Fuego de viento inasible insaciable» (n. 5). La experiencia auténtica del Dios vivo es transformante («Amada en el amado transformada»). Quema. Y al quemar purifica e ilumina. Como el fuego.
El viento se hace presente en los poemas de Michèle Najlis como «aliento». A mí me evoca al Dios creador, descrito en la narración mitológica de Génesis 2 como aquel que comunicando su aliento comunica el misterio de la vida a la criatura humana (cf. Gn 2,7: «Entonces el Señor, Dios, modeló al ser humano con polvo del suelo y sopló en sus narices aliento de vida y el ser humano llegó a ser un ser viviente»). Me hace pensar también en Cristo Resucitado, que «sopla» sobre sus discípulos y les comunica la plenitud de la vida divina, el Espíritu como principio de una vida que no termina (cf. Jn 20,22). A la luz de rebelde del poema 12: «Odio las manos del aire que me arrebatan Tu aliento».
CONCLUSIÓN
Un bello libro de poesías. Encantador y sugestivo, que deja más preguntas que respuestas y que invita, como diría San Juan de la Cruz, «a entrar más adentro en la espesura». Con una extraordinaria sensibilidad de poetisa, Michèle Najlis, a través de imágenes, figuras y palabras, nos envuelve en el gusto por lo indecible y lo invisible, por lo más real que lo real, por Dios, y nos revela sus experiencias de vida, su mundo espiritual impregnado de fe y de amor. Leyendo su libro intuimos que solo Dios es Dios y que el reino de Dios es lo único necesario, que descubrirlo es descubrir el tesoro que permite renunciar a todo con alegría aunque a veces dolorosa. Pero sin olvidar que ese Dios nos ha encomendado el mundo para que en él realicemos su proyecto de vida; que se ha querido hacer presente en los rostros de los seres humanos, sobre todo de los pobres, y nos ha asegurado que su amor sólo es efectivo en nosotros cuando amamos a los que viven a nuestro alado y a los que se dirige su amor.
Managua, 24 de febrero de 2015
UN LIBRO SOBRE DIOS.
INTERVENCIÓN DE SILVIO JOSÉ BÁEZ
Es para mí un gran honor presentar esta noche ante ustedes el libro “Hija del Viento”, que contiene una deliciosa colección de breves poemas de gran profundidad espiritual de mi estimada amiga Michèle Najlis.
Creo no equivocarme al decir que el argumento que subyace a todos estos fascinantes poemas es simplemente «el Misterio», «la Trascendencia», «Dios». Y hago esta afirmación, no a pesar, sino porque paradójicamente el nombre explícito de «Dios» sólo aparece dos veces en este libro.
En el poema 42: «¿Cuándo podrás al fin, ¡oh Dios!, mirarte en mis ojos?», y en el poema 68: «Cuando cese el viento del desierto y caiga (…), ¡Señor¡, date prisa en socorrerme!», una invocación recurrente en muchos salmos (cf. Sal 22,19; 38,23; 40,14; etc), y con la que iniciamos día a día la liturgia de las horas en la Iglesia Católica. Un libro de poemas que habla de Dios sin mencionar su nombre. Igual que en la Biblia el Cantar de los Cantares, que narra poéticamente el misterio del amor humano, o el libro de Ester, en hebreo «la escondida», en donde se ve la acción de Dios a través de una mujer, pero sin hablar de él. Volviendo al libro de Michèle, ¿pero es que es necesario pronunciar el nombre de Dios en unas páginas que arden de amor, que están traspasadas de principio a fin por una misteriosa «Presencia», que siendo lo más íntimo de nosotros mismos, que nos precede y nos da vida, al mismo tiempo es más que nosotros y escapa continuamente a nuestra comprensión y a nuestra posesión? ¿Es necesario mencionar el nombre de Dios en unos poemas en donde todo habla de una relación de amor que se debate entre el gozo y el dolor, la cercanía y la ausencia, la certeza y la nostalgia? Con razón la autora de estos poemas, con finísima sensibilidad bíblica y espiritual, nos alerta desde el inicio del libro cuando lo dedica «a Él, cuyo nombre impronunciable quema».
LA ABSOLUTA TRASCENDENCIA DIVINA
COMO AFIRMACIÓN DE LO CREADO
El Dios al que evocan con pasión y dolor estos poemas no es un Dios considerado en sí mismo como una realidad abstracta, lejana, indiferente y fuera de la historia y de nosotros mismos.
Estos poemas aluden a Dios, pero a un Dios que no se deja encerrar en el terreno acotado por la religión y que es mayor que la conciencia y el lenguaje y los conceptos de los que le reconocemos con los medios precarios que nos ofrecen nuestras tradiciones religiosas. Un Dios que no se confunde con la idea que el hombre se hace de él por más sublime que sea.
Nuestra autora evoca a un Dios que «está», independientemente de que lo «sepamos». Como dice el poema 42 del libro de Michèle: «En mí y no estando. En mí y sin saberte». Un Dios de quien dice Jacob en el libro del Génesis: «Está el Señor en este lugar y yo no lo sabía» (Gn 28,16). Precisamente aludiendo a este pasaje bíblico, que describe una certeza que nos precede y sobrepasa, que no podemos asir ni comprender totalmente, pero que deja un rastro de su huella, que crea en el abismo de la nada un «lugar» decisivo, pero un lugar que no detiene, ni encierra, sino que empuja, la autora de nuestro libro comenta: «Como Jacob, beso la tierra en donde estuvo el ángel. Pongo una estela para marcar el sitio. Y sigo caminando» (n. 15).
En sus poemas Michèle evoca y canta a un Dios que es trascendencia absoluta, «muy otro» como diría San Agustín; más allá de todo y distinto a todo, por lo que precisamente no se opone a nada sino que es el todo. Como dice San Juan de la Cruz en su “Llama de amor viva”: «Sólo su Dios para el hombre es el todo» (Ll 1,32). De esta manera la suma trascendencia puede ser vivida como perfecta inmanencia en lo creado. La realidad de Dios, precisamente por ser respetada en su absoluta trascendencia, no puede ser pensada ni vivida como competidora del mundo y de lo humano, capaz de entrar en colisión con ello, o susceptible de eliminar su ser contingente que precisamente él hace ser. Que Dios es todo es una consecuencia de su absoluta trascendencia y de su infinitud. Por ser totalmente otro es no otro en relación con todo lo creado. Es decir, precisamente por ser todo es también su creación. Por eso un místico como San Juan de la Cruz, puede decir sin asomo alguno de panteísmo: «Dios y su obra es Dios» (Dichos de luz y amor, 112), «el centro del alma es Dios» (Llama 1,12), o incluso «el ser humano tiene lo que tiene el mismo Dios (…), es Dios por participación» (2 Subida 5,7).
En esta misma perspectiva Michèle evoca a un Dios, cuyo amor se manifiesta sólo de forma humana, cuya música él mismo escucha, pero en nosotros mismos: Suenas, Amor, la dulce flauta para escucharte en mí» (n. 10); cuya mirada pasa por nuestros ojos: «¿Cuándo podrás al fin, oh Dios, mirarte con mis ojos?» (n. 42); cuyo vino, símbolo del amor divino que enaltece y humaniza, en nuestro interior embriaga a la misma divinidad cuya gloria es la vida plena del ser humano: «Tu vino en mis entrañas embriagándote» (n. 14); cuya voz se escucha en nuestras palabras: «Mis palabras son apenas un eco de Tu voz, que habita en mí y embriaga mis sentidos» (n. 50).
La totalidad de Dios no es pues excluyente del ser de la creación, sino incluyente de su ser en esa totalidad en cuanto la está haciendo ser constantemente por participación. La afirmación de la trascendencia de Dios más que conducir a la negación de la inmanencia del mundo comporta su afirmación, ya que se afirma como su razón de ser. Si a esto se añade, como tantas veces Michèle Najlis lo describe en su libro de poemas, esta relación con Dios es una relación de amor, resulta imposible entender la totalidad de Dios como absorción de lo finito que negase su entidad. Michéle describe justamente este amor, al estilo del Cantar de los Cantares, como amor padecido, como pasión, desarraigada de todo, «a la intemperie», pero en actitud de acogida y de espera: «A la intemperie padeciendo esta pasión como el abismo, espero tu llegada» (n. 36). Es que el amor es el principio, fundamento y fin de la creación, y que el amor vive de la diferencia y busca la unión.
¿HABLAR DE DIOS HOY?
No es usual en nuestra época encontrar un libro de poemas que nos queme las manos y nos haga –utilizando una expresión muy querida a la autora de libro y ya usada por el profeta Oseas: «hacer girar» o «dar vuelta» al corazón–. Somos herederos de la modernidad, que ha tenido como rasgo original un fuerte antropocentrismo. Ya se le considere como la época del descubrimiento de la dignidad humana y de los derechos fundamentales de la persona; o como el momento de la conquista de la autonomía de la razón; o como el tiempo de la aparición de la igualdad entre los seres humanos; o como la etapa del desarrollo del individualismo y de la búsqueda del bienestar para todos; o como la época de la liberación de la servidumbre de la naturaleza, la Modernidad no ha sido ciertamente una época histórica caracterizada por la afirmación de la experiencia de Dios.
Es más, hablar de la Modernidad es hablar de secularización, fenómeno que significa sobre todo la toma de conciencia de la autonomía y del valor del mundo y de la vida en él, frente a la necesaria referencia y sometimiento a los agrados propios de las épocas sacralizadas. ¿No es atrevido publicar una serie de breves poemas, que traslucen una experiencia inefable y transformadora del Misterio?, ¿no es atrevido hablar de experiencia interior, de viento que empuja y quema, del vino divino que embriaga las entrañas, en una sociedad como la nuestra, que debe enfrentar tantos urgentes y graves retos frente a una descomposición política y social de proporciones gigantescas y un país en que una oligarquía se empeña en construir y describir exclusivamente centrado en la ilusión de un progreso económico que a la larga favorecerá solo a unos pocos?
Pues bien, Michèle Najlis, se ha atrevido a compartirnos su más íntima experiencia y ha puesto en nuestras manos un libro de poemas que nos ponen delante de la «Presencia» por excelencia. Presencia que nos precede, presencia que nos da continuamente el existir y en la cual vivimos y hacia la cual –queramos o no, lo sepamos o no–, nos encaminamos. Estamos ante un fascinante librito que narra «poéticamente», –entre otras cosas, el género literario más adecuado para hacerlo– una historia de amor. Un libro que habla del amor, del amor descubierto, anhelado y sufrido, pero del amor que da sentido y plenitud a todo cuanto existe. Un libro de poemas sobre Dios. Del Dios que es amor. Amor recibido, amor sufrido, amor que es viento y fuego.
EL MISTERIO Y EL MUNDO
Leyendo, meditando e interiorizando las poesías de Michèle, debemos tener presente que por ser Dios quien es, en la relación con él el ser humano no puede comportarse como con el resto de las realidades del mundo, como sujeto que las convierte en objeto, las vive en función de sí mismo y las pone a su servicio. Sólo descentrado, desposeído de todo y de sí, el ser humano está en disposición de reconocer a Dios como Dios, sin rebajarlo a la condición de objeto al servicio del hombre. Sin embargo, la experiencia del Dios verdadero, que está más allá de todo sentimiento y conceptualización, de todo rito religioso o entramado dogmático, no hace al ser humano insensible al valor y belleza de la creación ni a los grandes retos del momento histórico que se vive; no lo hace sordo al grito de los pobres del mundo ni indiferente para comprometerse en la lucha por un mundo más justo. Todo lo contrario, cuando Dios es puesto en el centro, todo recupera su lugar y el ser humano su dignidad y libertad. El ser humano que ha quedado –usando expresiones poéticas de la autora del libro– «herido de Tu herida» (n. 4); humanizado por «Tu viento que en mis entrañas quema» (n. 6); «embriagado por Tu vino en mis entrañas», se torna capaz de intuir en su contacto con el mundo una dimensión de profundidad que se escapa al sentido atento sólo a lo sensible.
INCONSTANTE
Hay una sugestiva imagen en el libro con la que se evoca el misterio de Dios y que no quisiera pasar por alto sin aludir a ella. Dios es «el Inconstante». En el poema 40, que comenta un texto de Isaías (Is 62,6b-7a), encontramos esta bella oración, que se coloca en la mejor tradición bíblica: «¡Inconstante! ¡No te daré tregua ni descanso si no cumples tu promesa de amor inacabada!». Parece un absurdo y hasta una irreverencia llamar a Dios «inestable». Rabbí Onijá bar Sussai, maestro judío, decía que Dios «habla entre las dos vigas que sostienen el arca», es decir, «oscila sobre una cresta que tiene dos lados, y nos preguntamos: ¿de qué lado se estabilizará?». Estamos hablando de las imágenes de Dios, siempre inadecuadas, inestables y ambiguas.
No es Dios, pues el inconstante, sino lo que entendemos, sentimos o expresamos de él. La inestabilidad de la imagen divina es muy amada por la tradición bíblica, en oposición a las religiones paganas en las que la divinidad poseía una imagen estable, por lo que era manipulable y predecible. El Dios de la Biblia es impredecible e inaferrable. Toda imagen suya no es él. Es «inconstante» dice nuestra poetisa. Quizás por eso en el tratado Berakhot 4a del Talmud se lee: lammed leshonka lomar aní yodea‘, es decir, «enseña a tu lengua a decir ‘no sé’».
Cuando hablamos con demasiada seguridad de Dios, corremos el riesgo de mentir, porque no podemos ninguna palabra o definición dogmática pueden agotar su misterio. Es –como dice el poema 21– del libro de Michèle: el «Amado esquivo» que revela destellos de su gloria y luego «te ocultas de mis besos». Es el Dios de quien San Juan de la Cruz canta: «¿Adónde te escondiste Amado y me dejaste con gemido, como el ciervo huiste habiéndome herido, salí tras ti clamando y eras ido». De allí la pregunta de tantos místicos y de todo creyente y que Michèle recoge en forma de interrogación en el poema 34: «¿Dónde podré entonces saborear Tu ausencia?» y en el poema 24: «¿Quién habita mi casa vacía?».
Dios presente como ausente. Presencia vivificante que se experimenta como vacío. Es la
inconstancia de las imágenes, conceptos y percepciones del Misterio. De ahí que en el camino de la fe, desde su inicio hasta las cumbres de la mística, Dios se percibe como un Dios escondido, el Dios que se revela a través de la palabra que lo manifiesta y del silencio que lo oculta. Dios se revela necesariamente, ocultándose; se hace presente haciendo percibir su ausencia; se manifiesta como ausente, dando así espesor y profundidad a su presencia. La presencia de Dios puede ser percibida y acogida como ausencia.
Experimentar a Dios como ausente es una forma de relacionarse con él. Sentirlo como «carencia», como «vacío» -palabras muy queridas por nuestra autora- es ya entrar en relación con él. No necesitamos una voz divina que nos ensordezca, sino afinar la sensibilidad espiritual para percibir a Dios donde parece no estar y escucharlo en el silencio: «Perdida de mí – escribe Michèle– me busco en Tu silencio» (n. 7). La teodicea con sus serenas certezas, con sus seguras e indiscutibles afirmaciones sobre la bondad y la providencia de Dios, se revela totalmente insatisfactoria frente a la ausencia y el silencio de Dios, frente al «Inconstante».
En ese momento resulta inútil una buena formulación doctrinal y la sabiduría resignada del fatalista no basta para serenar el ánimo. Al silencio de Dios, corresponde entonces el silencio del hombre, que puede ser signo de desconcierto, pero que puede volverse camino, apertura a una revelación más perfecta.
En el poema 37 de nuestro libro leemos esta bella oración dirigida al Dios, siempre bueno, pero cuyas imágenes son inconstantes, como una sombra: «El asombro escucha Tu silencio. Mira pasar tu sombra y calla». Como dice el teólogo Bruno Forte: «El silencio de Dios, no a pesar, sino precisamente por su complejidad y ambivalencia, es el espacio en que se juega la libertad y la dignidad del hombre frente al tiempo y frente al Eterno (…). Los tiempos de silencio de Dios son los tiempos de la libertad humana». En el poema 67 del libro se evoca el anhelo de quien creyendo, libremente va más allá de toda palabra y de todo silencio: «Más allá del laberinto silencioso de la nada, anhelo el no-camino donde ya no hay palabras ni silencios».
Otra imagen de Michèlle Najlis
HIJA DEL VIENTO
Esta expresión ha dado el título al libro. Quisiera pensar que es una frase autodescriptiva de la autora del mismo: «Hija del viento» . El viento es símbolo de lo invisible, no se ve, además es inaferrable, no se puede agarrar. Es también símbolo también de fuerza que empuja y arrastra. Y también evoca la vida a través de la respiración, que hace posible la vida que de Dios recibimos: «Cada instante es eterno en el aire que respiras» (n. 18). Es una metáfora de Dios. En el lenguaje bíblico «viento» se dice «espíritu», en oposición no a la materia, sino a la esclavitud, a la rigidez, a la pasión desordenada, a la muerte. Desde la perspectiva bíblica somos «espíritu» encarnado, llamados a ser «espíritu» en plenitud. El viento-espíritu en la Biblia es principio de vida plena que empuja, muchas veces sin saber adónde nos lleva. En el primer poema del libro Michèle escribe: «Hija del viento». Y se pregunta: ¿A dónde me llevarán tus alas?». Es el camino de la fe, movido por el Espíritu.
Un camino del que dice San Juan de la Cruz: «En este camino, entrar en camino es dejar el propio camino». Dejarse llevar. En el libro de poemas que presentamos el viento es también ardoroso. Quema. El espírituviento en la Biblia es también representado por el fuego, elemento cósmico que simboliza a Dios, pues todo lo que entra en contacto con él queda transformado: «Vacía de mí Tu viento en mis entrañas quema» (n. 6). Haciendo uso de un espléndido oxímoron, Michèle habla de un «Fuego de viento inasible insaciable» (n. 5). La experiencia auténtica del Dios vivo es transformante («Amada en el amado transformada»). Quema. Y al quemar purifica e ilumina. Como el fuego.
El viento se hace presente en los poemas de Michèle Najlis como «aliento». A mí me evoca al Dios creador, descrito en la narración mitológica de Génesis 2 como aquel que comunicando su aliento comunica el misterio de la vida a la criatura humana (cf. Gn 2,7: «Entonces el Señor, Dios, modeló al ser humano con polvo del suelo y sopló en sus narices aliento de vida y el ser humano llegó a ser un ser viviente»). Me hace pensar también en Cristo Resucitado, que «sopla» sobre sus discípulos y les comunica la plenitud de la vida divina, el Espíritu como principio de una vida que no termina (cf. Jn 20,22). A la luz de rebelde del poema 12: «Odio las manos del aire que me arrebatan Tu aliento».
CONCLUSIÓN
Un bello libro de poesías. Encantador y sugestivo, que deja más preguntas que respuestas y que invita, como diría San Juan de la Cruz, «a entrar más adentro en la espesura». Con una extraordinaria sensibilidad de poetisa, Michèle Najlis, a través de imágenes, figuras y palabras, nos envuelve en el gusto por lo indecible y lo invisible, por lo más real que lo real, por Dios, y nos revela sus experiencias de vida, su mundo espiritual impregnado de fe y de amor. Leyendo su libro intuimos que solo Dios es Dios y que el reino de Dios es lo único necesario, que descubrirlo es descubrir el tesoro que permite renunciar a todo con alegría aunque a veces dolorosa. Pero sin olvidar que ese Dios nos ha encomendado el mundo para que en él realicemos su proyecto de vida; que se ha querido hacer presente en los rostros de los seres humanos, sobre todo de los pobres, y nos ha asegurado que su amor sólo es efectivo en nosotros cuando amamos a los que viven a nuestro alado y a los que se dirige su amor.
Managua, 24 de febrero de 2015
Hoy a las 15:00 por cecilia gargantini
» EDUARDO GALEANO (1940-2015)
Hoy a las 14:43 por Maria Lua
» FERNANDO PESSOA II (13/ 06/1888- 30/11/1935) )
Hoy a las 14:40 por Maria Lua
» Yalal ad-Din Muhammad Rumi (1207-1273)
Hoy a las 14:34 por Maria Lua
» Rabindranath Tagore (1861-1941)
Hoy a las 14:32 por Maria Lua
» Clara Janés (1940-
Hoy a las 14:28 por Pedro Casas Serra
» Antonio Gamoneda (1931-
Hoy a las 14:23 por Pedro Casas Serra
» NO A LA GUERRA 3
Hoy a las 14:19 por Pascual Lopez Sanchez
» María Victoria Atencia (1931-
Hoy a las 14:07 por Pedro Casas Serra
» Dionisia García (1929-
Hoy a las 14:00 por Pedro Casas Serra