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Luis Antonio de Villena: Inflexiones a la voz órfica (La lógica de Orfeo (Antología), Visor, Madrid 2003.
INFLEXIONES A LA VOZ ÓRFICA
La caída hacia lo alto
HÖLDERILIN
DOS VOCES ESENCIALES
No creo que sea exageración excesiva decir que el dominio de lo que llamamos Poesía (matices y estilos quedarían naturalmente aparte) de siempre se ha bifurcado en dos caminos muy esenciales: la búsqueda o constatación de lo real, y la búsqueda o constatación de lo inefable. Lo real – claro es – puede tener distintas anchuras. Y lo inefable ha de entenderse, pese a todo, como finalmente decible, aunque sea tentativamente o casi por secreto. Sin embargo, esos dos caminos – distintos, diversos – no siempre se han mostrado desunidos. Y otras muchas veces han coincidido en un mismo poeta. Podríamos aludir, obviamente, a Góngora o a Quevedo, o incluso a la poesía de tipo tradicional, donde el molde canción se llena de símbolos, aparentemente oscuros, fuera de un determinado contexto cultural: Dos ánades, madre, / que van por aquí, mal penan a mí. / Dos ánades, madre, / del cuerpo gentil, al campo de flores / iban a dormir; / mal penan a mí. Pero por llegar más a lo próximo, sin ánimo alguno ni de exhaustividad ni prolijidad, en Pablo Neruda o en Alberti – al que cito – podemos encontrar ejemplos tan opuestos como Sobre los ángeles (1992) y Retornos de lo vivo lejano (1956). Veamos dos ejemplos, tomados de esos libros, ambos significativos en su calidad y nada extremos:
JUICIO
¡Oh sorpresa de nieve desceñida,
vigilante, invasora!
Voces veladas, por robar la aurora,
te llevan detenida.
Ya el fallo de la luz hunde su grito,
juez de sombra, en tu nada.
(Y en el mundo una estrella fue apagada.
Otra, en el infinito.)
***
RETORNOS DEL AMOR EN LAS DUNAS RADIANTES
¡Oh vuelve, sí, retorna la de aquellas mañanas
radiantes de los médanos,
la desnuda y caliente de las solas arenas,
como un ancho oleaje de espuma revolcada,
de enfurecido sol siempre agitado!
¡Oh, sí, vuelve, retorna como entonces, tendida,
con tus rubios cabellos de ángel entre los pechos,
con tus dulces declives resbalando
hacia las más rizadas penumbras sumergidas!
¡Oh, ser joven, ser joven, ser joven! No te vayas,
vuelve, vuelve, retorna a mí esta tarde,
en estas solitarias dunas donde las olas
rompen con los perfiles de tus hondos costados,
donde el batido mar tiende piernas azules,
mece labios que cantan
y brazos ya nocturnos que me ciñen y llevan.
Naturalmente, según adelanté, ambos ejemplos podrían haber sido mucho más extremados en una dirección y en otra. O de poetas que siguiendo la una, se apartan radicalmente de la otra. O de poetas en otras lenguas, que reunidos habitualmente como difíciles, buscaron casi siempre la claridad. ¿No sería el Rainer María Rilke de, por ejemplo, Nuevos poemas (1907) diverso al de los Sonetos a Orfeo (1922), asimismo en un caso claro pero tampoco extremo? ¿Sería necesario llegar a la oposición – o aparente oposición – entre el Bukowski poeta más narrativo y plano, con el Celan más sacado de gozne, pesquisidor y roto, o tan metafísico como en otra estela Edmond Jabès?
(Casi siempre (puesto que poetas hay que han practicado ambas, y movimientos, como el Simbolismo, que han propendido a unirlas) en la Poesía se han movido, sucintamente hablando, dos voces o maneras distintas y las dos muy antiguas. Llamaré voz lógica a la que busca la múltiple constatación de lo real (concepto, insisto, no inmutable), y voz órfica a la que ha preferido básicamente el camino de lo oscuro o de lo supuestamente inefable, que la propia poesía – de algún modo, aproximador casi siempre – hacía por volver sugerible o decible… Es posible (salto muchos condicionantes históricos) que Calímaco de Cirene se sintiese lógico en sus magníficos epigramas, y buscase otra vía (la que he dicho órfica) en el poema titulado Aitia – Los orígenes – o en sus – Himnos… Siguiendo igual senda, no se quiso en idéntico registro Catulo cuando escribió los poemas más directos y coloquiales, que él mismo denominó nugae (bagatelas), incluso aunque entre ellos se encuentren algunos de sus más célebres y apasionados poemas de amor, que cuando – en plena conciencia de poeta doctus – adaptaba o recreaba, en latín, la calimaquea Cabellera de Berenice. Sin duda el Catulo que se burlaba de César en términos directos y aún jergales, podría citar de memoria largas tiradas de Euforión de Calcis – uno de los poetas alejandrinos esencialmente cultos, complejos – o de la Alejandra (Casandra) de Licofrón, al que a veces se llamó el oscuro. (Orfeo – acaso sea buen momento para recordarlo – era tenido en Grecia como poeta prehomérico, y además de su propio mito de tañedor de lira y viajero a los Infiernos, se le hace autor de unos himnos sobre los cultos mistéricos, naturalmente de propensión hermética.)
No, obviamente queda fuera de mi pretensión la idea de bosquejar – siquiera someramente – la historia de estas voces, que nos llevaría a la misma Historia de la Poesía. Como dijo Manrique, vengamos a lo de ayer aunque en este caso no olvidando todavía… Sin duda, después de la Guerra Civil (es decir, después del primer gran auge de la Generación del 27) la poesía española – a la que voy esencialmente a ceñirme – separó más que nunca esas dos voces (lógica y órfica) y más cada vez, salvo contadas excepciones, su posibilidad asimismo de acercarse o comunicarse. Ese desencuentro llega, a mi entender, a su paroxismo, durante el período – acaso ya concluso, como actividad inicial – de lo que se conoce como postnovísimos o Generación del 80. Cierto que, al principio, hubo motivos sociopolíticos (la dictadura franquista, la necesidad de un compromiso en su contra) que separan teóricamente ambas voces, pero curiosamente cuando más extrema es su distancia (años 80 y 90) es cuando esos problema sociopolíticos, resueltos en su antiguo planteamiento, pedirían en cualquier caso, una formulación literaria muy diversa.
La poesía española de postguerra (desde la generación de Rosales, Panero o Vivanco, hasta los novísimos en su sentido más amplio, y con la sola excepción clara del postismo y su entorno neosurreal) es, en múltiples variantes, una poesía de voz lógica, porque cualquier otra dirección (e incluso la esteticista, dentro de la misma voz lógica) se hubiera entendido como escapista, descomprometida, y por tanto marginal, fuera de tiempo o circunstancia, cuando no traidora. Pensemos que un poeta con tanta voz y prestigio como Vicente Aleixandre – poeta del mítico 27, además – intenta a su modo acercarse a la hegemónica poesía social en el libro En un vasto dominio (1962), cuyo título no pretende significar nada muy distinto a lo que Blas de Otero – social por antonomasia, gran poeta – quiso decir con el suyo, Con la inmensa mayoría, en el que reuniá en 1962 también – en edición argentina – sus dos anteriores libros, Pido la paz y la palabra y En castellano. Recordemos (porque el dato se pretendía significativo y simbólico) que en la en su momento muy sonada antología de José María Castellet, Veinte años de poesía española (1960) – consagración de la vertiente más comprometida y realista de la voz lógica, bajo el amparo de Antonio Machado, a quien se dedica la antología – excluye de los antologados a Juan Ramón Jiménez, aunque en el período que la antología quiere abarcar (1939-1959), el recién fallecido Jiménez había publicado alguno de sus libros hoy tenidos como fundamentales: Dios deseado y deseante (1949) y Animal de fondo se escriben además entre 1948 y 1952. Y Espacio se publica en 1954. ¿Era lícito ignorar a Juan Ramón, independientemente de que hubiera obtenido el Premio Nobel?
Para muchos (si se entiende que poetas tan distintos, como Panero o Celaya, Rosales o Bousoño no serían ajenos, dentro de su calidad, acierta retórica, estilísticamente hablando) el momento más alto de la voz lógica – y más moderno también – aún en el parámetro de la poesía de postguerra (que finaliza con los novísimos) está en la llamada Generación del 50, actualmente en el cenit de su consagración, sin duda también por la edad y mérito de muchos de sus nominados o supervivientes. Quizá sean (en esta generación) Jaime Gil de Biedma y Ángel González los que han llevado la voz lógica y su modalidad realista/coloquialista/meditativa, la llamada poesía de la experiencia (cambiando el sentido originario que esta expresión tuvo en el británico Langbaum) los más representativos y aplaudidos en tal línea, junto a Francisco Brines, que acentúa lo meditativo y metafísico.
Pero la generación no puede – como ninguna – presentarse como bloque compacto, y mucho menos en su tramo último, cuando los poetas (que pudieron tener ideales comunes en sus inicios) hace años ya que caminan o caminaron su propia senda. ¿Unen demasiadas cosas – literariamente hablando – a Gil de Biedma con Caballero Bonald, por poner un ejemplo? ¿O a Ángel González con Claudio Rodríguez, aunque Ángel en su último libro – Otoños y otras luces (2001) – dedica unas hermosas Glosas en homenaje a C.R. , celebración y exégesis del mundo del poeta zamorano desaparecido? Pero ¿tenían el mismo concepto de la poesía? Sin acudir a la segunda y metafísica etapa de Valente (ese segundo Valente que sus más estrictos seguidores niegan) ¿hay un poeta en la generación más irracionalista – hasta el hermetismo – que José Manuel Caballero Bonals en Laberinto de fortuna de 1984? De otro lado, esta Generación que se ha presentado – muy parcialmente – como la Generación del realismo meditativo, herederos de un Cernuda que solo tres de sus miembros principales leyeron con verdadero talante de aprendizaje, no tuvo ya a partir de su comienzo – aunque luego viniera una etapa más unitiva – una evidente disparidad de propósitos, desde Metropolitano de Carlos Barral, en 1957, quizá no casualmente traductor al castellano del Rilke más órfico? Disidencia a la que podrían añadirse muchos de los primeros libros de estos autores, otra vez desde Don de la ebriedad (1952) de Claudio Rodríguez hasta Las brasas (1960) de Francisco Brines, y ello por ceñirme solo a los nombres más habitualmente consagrados, que no únicos.
Los novísimos parecieron reinaugurar la vuelta, casi hegemónica, a cierta voz órfica en la poesía española, tras la Guerra Civil. Y quizá como actitud grupal y promocional ello sea cierto, pero hoy vemos con Cuántas ausencias y distancias. ¿No fueron órficos Juan Eduardo Cirlot o buena parte de Ángel Crespo o Antonio Gamoneda, aunque mucho tiempo en sombra? ¿No hay una voluntad órfica – en sana lucha con el realismo – en Barral, Rodríguez o Caballero Bonald, por no decir Valente, que abandona su talante realista-meditativo a partir, sobre todo, de El fin de la edad de plata (1973) aún en plena batahola novísima, aunque aparentemente nada tuviera que ver? Los poetas que, en nuestra más extrema juventud fuimos novísimos, creíamos poco en la voz lógica. Aunque después me pareció un libro magnífico, la primera vez que yo leí, en 1970, Poemas póstumos de Gil de Biedma, me interesó escasamente ¿Por qué? La respuesta es fácil, el poeta al que yo tenía por modelo entonces era Ezra Pound, al que leía machaconamente tras haberme empapado de simbolistas franceses… Mi libro más novísimo – Sublime Solarium, 1971 – tiene aparentemente poco que ver con Hymnica de 1979, aunque los separen menos de ocho años. Pero yo soy de los poetas, creo (y perdóneseme el propio ejemplo) que he tenido, en alguna medida, la posibilidad de transitar ambas voces, quizá algo antes que otros poetas de mi generación.
En cualquier forma, es en el tiempo novísimo, tanto cuando aparecen (tras el primer momento) poetas realista-meditativos que se afanan por recuperar el tono coloquial y lógico del 50 – Abelardo Linares, Francisco Bajrano, Javier Salvago – como poetas que extremarán la voz órfica (por su sesgo más experimental o metafísico) como Jenaro Talens, Andrés Sánchez Robayna o César Antonio Molina, por citar nombres – unos y otros – que estuvieron fuera del estricto primer momento novísimo. Y es como si hasta ese momento estas dos voces (lógica y órfica) nunca se hubiesen considerado opuestas, aunque a veces lo habían sido, y ahora – alrededor de 1980 – comenzaran a sentirse contrapuestas y aún enemigas.
(continuará)
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Luis Antonio de Villena: Inflexiones a la voz órfica (La lógica de Orfeo (Antología), Visor, Madrid 2003.
INFLEXIONES A LA VOZ ÓRFICA
La caída hacia lo alto
HÖLDERILIN
DOS VOCES ESENCIALES
No creo que sea exageración excesiva decir que el dominio de lo que llamamos Poesía (matices y estilos quedarían naturalmente aparte) de siempre se ha bifurcado en dos caminos muy esenciales: la búsqueda o constatación de lo real, y la búsqueda o constatación de lo inefable. Lo real – claro es – puede tener distintas anchuras. Y lo inefable ha de entenderse, pese a todo, como finalmente decible, aunque sea tentativamente o casi por secreto. Sin embargo, esos dos caminos – distintos, diversos – no siempre se han mostrado desunidos. Y otras muchas veces han coincidido en un mismo poeta. Podríamos aludir, obviamente, a Góngora o a Quevedo, o incluso a la poesía de tipo tradicional, donde el molde canción se llena de símbolos, aparentemente oscuros, fuera de un determinado contexto cultural: Dos ánades, madre, / que van por aquí, mal penan a mí. / Dos ánades, madre, / del cuerpo gentil, al campo de flores / iban a dormir; / mal penan a mí. Pero por llegar más a lo próximo, sin ánimo alguno ni de exhaustividad ni prolijidad, en Pablo Neruda o en Alberti – al que cito – podemos encontrar ejemplos tan opuestos como Sobre los ángeles (1992) y Retornos de lo vivo lejano (1956). Veamos dos ejemplos, tomados de esos libros, ambos significativos en su calidad y nada extremos:
JUICIO
¡Oh sorpresa de nieve desceñida,
vigilante, invasora!
Voces veladas, por robar la aurora,
te llevan detenida.
Ya el fallo de la luz hunde su grito,
juez de sombra, en tu nada.
(Y en el mundo una estrella fue apagada.
Otra, en el infinito.)
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RETORNOS DEL AMOR EN LAS DUNAS RADIANTES
¡Oh vuelve, sí, retorna la de aquellas mañanas
radiantes de los médanos,
la desnuda y caliente de las solas arenas,
como un ancho oleaje de espuma revolcada,
de enfurecido sol siempre agitado!
¡Oh, sí, vuelve, retorna como entonces, tendida,
con tus rubios cabellos de ángel entre los pechos,
con tus dulces declives resbalando
hacia las más rizadas penumbras sumergidas!
¡Oh, ser joven, ser joven, ser joven! No te vayas,
vuelve, vuelve, retorna a mí esta tarde,
en estas solitarias dunas donde las olas
rompen con los perfiles de tus hondos costados,
donde el batido mar tiende piernas azules,
mece labios que cantan
y brazos ya nocturnos que me ciñen y llevan.
Naturalmente, según adelanté, ambos ejemplos podrían haber sido mucho más extremados en una dirección y en otra. O de poetas que siguiendo la una, se apartan radicalmente de la otra. O de poetas en otras lenguas, que reunidos habitualmente como difíciles, buscaron casi siempre la claridad. ¿No sería el Rainer María Rilke de, por ejemplo, Nuevos poemas (1907) diverso al de los Sonetos a Orfeo (1922), asimismo en un caso claro pero tampoco extremo? ¿Sería necesario llegar a la oposición – o aparente oposición – entre el Bukowski poeta más narrativo y plano, con el Celan más sacado de gozne, pesquisidor y roto, o tan metafísico como en otra estela Edmond Jabès?
(Casi siempre (puesto que poetas hay que han practicado ambas, y movimientos, como el Simbolismo, que han propendido a unirlas) en la Poesía se han movido, sucintamente hablando, dos voces o maneras distintas y las dos muy antiguas. Llamaré voz lógica a la que busca la múltiple constatación de lo real (concepto, insisto, no inmutable), y voz órfica a la que ha preferido básicamente el camino de lo oscuro o de lo supuestamente inefable, que la propia poesía – de algún modo, aproximador casi siempre – hacía por volver sugerible o decible… Es posible (salto muchos condicionantes históricos) que Calímaco de Cirene se sintiese lógico en sus magníficos epigramas, y buscase otra vía (la que he dicho órfica) en el poema titulado Aitia – Los orígenes – o en sus – Himnos… Siguiendo igual senda, no se quiso en idéntico registro Catulo cuando escribió los poemas más directos y coloquiales, que él mismo denominó nugae (bagatelas), incluso aunque entre ellos se encuentren algunos de sus más célebres y apasionados poemas de amor, que cuando – en plena conciencia de poeta doctus – adaptaba o recreaba, en latín, la calimaquea Cabellera de Berenice. Sin duda el Catulo que se burlaba de César en términos directos y aún jergales, podría citar de memoria largas tiradas de Euforión de Calcis – uno de los poetas alejandrinos esencialmente cultos, complejos – o de la Alejandra (Casandra) de Licofrón, al que a veces se llamó el oscuro. (Orfeo – acaso sea buen momento para recordarlo – era tenido en Grecia como poeta prehomérico, y además de su propio mito de tañedor de lira y viajero a los Infiernos, se le hace autor de unos himnos sobre los cultos mistéricos, naturalmente de propensión hermética.)
No, obviamente queda fuera de mi pretensión la idea de bosquejar – siquiera someramente – la historia de estas voces, que nos llevaría a la misma Historia de la Poesía. Como dijo Manrique, vengamos a lo de ayer aunque en este caso no olvidando todavía… Sin duda, después de la Guerra Civil (es decir, después del primer gran auge de la Generación del 27) la poesía española – a la que voy esencialmente a ceñirme – separó más que nunca esas dos voces (lógica y órfica) y más cada vez, salvo contadas excepciones, su posibilidad asimismo de acercarse o comunicarse. Ese desencuentro llega, a mi entender, a su paroxismo, durante el período – acaso ya concluso, como actividad inicial – de lo que se conoce como postnovísimos o Generación del 80. Cierto que, al principio, hubo motivos sociopolíticos (la dictadura franquista, la necesidad de un compromiso en su contra) que separan teóricamente ambas voces, pero curiosamente cuando más extrema es su distancia (años 80 y 90) es cuando esos problema sociopolíticos, resueltos en su antiguo planteamiento, pedirían en cualquier caso, una formulación literaria muy diversa.
La poesía española de postguerra (desde la generación de Rosales, Panero o Vivanco, hasta los novísimos en su sentido más amplio, y con la sola excepción clara del postismo y su entorno neosurreal) es, en múltiples variantes, una poesía de voz lógica, porque cualquier otra dirección (e incluso la esteticista, dentro de la misma voz lógica) se hubiera entendido como escapista, descomprometida, y por tanto marginal, fuera de tiempo o circunstancia, cuando no traidora. Pensemos que un poeta con tanta voz y prestigio como Vicente Aleixandre – poeta del mítico 27, además – intenta a su modo acercarse a la hegemónica poesía social en el libro En un vasto dominio (1962), cuyo título no pretende significar nada muy distinto a lo que Blas de Otero – social por antonomasia, gran poeta – quiso decir con el suyo, Con la inmensa mayoría, en el que reuniá en 1962 también – en edición argentina – sus dos anteriores libros, Pido la paz y la palabra y En castellano. Recordemos (porque el dato se pretendía significativo y simbólico) que en la en su momento muy sonada antología de José María Castellet, Veinte años de poesía española (1960) – consagración de la vertiente más comprometida y realista de la voz lógica, bajo el amparo de Antonio Machado, a quien se dedica la antología – excluye de los antologados a Juan Ramón Jiménez, aunque en el período que la antología quiere abarcar (1939-1959), el recién fallecido Jiménez había publicado alguno de sus libros hoy tenidos como fundamentales: Dios deseado y deseante (1949) y Animal de fondo se escriben además entre 1948 y 1952. Y Espacio se publica en 1954. ¿Era lícito ignorar a Juan Ramón, independientemente de que hubiera obtenido el Premio Nobel?
Para muchos (si se entiende que poetas tan distintos, como Panero o Celaya, Rosales o Bousoño no serían ajenos, dentro de su calidad, acierta retórica, estilísticamente hablando) el momento más alto de la voz lógica – y más moderno también – aún en el parámetro de la poesía de postguerra (que finaliza con los novísimos) está en la llamada Generación del 50, actualmente en el cenit de su consagración, sin duda también por la edad y mérito de muchos de sus nominados o supervivientes. Quizá sean (en esta generación) Jaime Gil de Biedma y Ángel González los que han llevado la voz lógica y su modalidad realista/coloquialista/meditativa, la llamada poesía de la experiencia (cambiando el sentido originario que esta expresión tuvo en el británico Langbaum) los más representativos y aplaudidos en tal línea, junto a Francisco Brines, que acentúa lo meditativo y metafísico.
Pero la generación no puede – como ninguna – presentarse como bloque compacto, y mucho menos en su tramo último, cuando los poetas (que pudieron tener ideales comunes en sus inicios) hace años ya que caminan o caminaron su propia senda. ¿Unen demasiadas cosas – literariamente hablando – a Gil de Biedma con Caballero Bonald, por poner un ejemplo? ¿O a Ángel González con Claudio Rodríguez, aunque Ángel en su último libro – Otoños y otras luces (2001) – dedica unas hermosas Glosas en homenaje a C.R. , celebración y exégesis del mundo del poeta zamorano desaparecido? Pero ¿tenían el mismo concepto de la poesía? Sin acudir a la segunda y metafísica etapa de Valente (ese segundo Valente que sus más estrictos seguidores niegan) ¿hay un poeta en la generación más irracionalista – hasta el hermetismo – que José Manuel Caballero Bonals en Laberinto de fortuna de 1984? De otro lado, esta Generación que se ha presentado – muy parcialmente – como la Generación del realismo meditativo, herederos de un Cernuda que solo tres de sus miembros principales leyeron con verdadero talante de aprendizaje, no tuvo ya a partir de su comienzo – aunque luego viniera una etapa más unitiva – una evidente disparidad de propósitos, desde Metropolitano de Carlos Barral, en 1957, quizá no casualmente traductor al castellano del Rilke más órfico? Disidencia a la que podrían añadirse muchos de los primeros libros de estos autores, otra vez desde Don de la ebriedad (1952) de Claudio Rodríguez hasta Las brasas (1960) de Francisco Brines, y ello por ceñirme solo a los nombres más habitualmente consagrados, que no únicos.
Los novísimos parecieron reinaugurar la vuelta, casi hegemónica, a cierta voz órfica en la poesía española, tras la Guerra Civil. Y quizá como actitud grupal y promocional ello sea cierto, pero hoy vemos con Cuántas ausencias y distancias. ¿No fueron órficos Juan Eduardo Cirlot o buena parte de Ángel Crespo o Antonio Gamoneda, aunque mucho tiempo en sombra? ¿No hay una voluntad órfica – en sana lucha con el realismo – en Barral, Rodríguez o Caballero Bonald, por no decir Valente, que abandona su talante realista-meditativo a partir, sobre todo, de El fin de la edad de plata (1973) aún en plena batahola novísima, aunque aparentemente nada tuviera que ver? Los poetas que, en nuestra más extrema juventud fuimos novísimos, creíamos poco en la voz lógica. Aunque después me pareció un libro magnífico, la primera vez que yo leí, en 1970, Poemas póstumos de Gil de Biedma, me interesó escasamente ¿Por qué? La respuesta es fácil, el poeta al que yo tenía por modelo entonces era Ezra Pound, al que leía machaconamente tras haberme empapado de simbolistas franceses… Mi libro más novísimo – Sublime Solarium, 1971 – tiene aparentemente poco que ver con Hymnica de 1979, aunque los separen menos de ocho años. Pero yo soy de los poetas, creo (y perdóneseme el propio ejemplo) que he tenido, en alguna medida, la posibilidad de transitar ambas voces, quizá algo antes que otros poetas de mi generación.
En cualquier forma, es en el tiempo novísimo, tanto cuando aparecen (tras el primer momento) poetas realista-meditativos que se afanan por recuperar el tono coloquial y lógico del 50 – Abelardo Linares, Francisco Bajrano, Javier Salvago – como poetas que extremarán la voz órfica (por su sesgo más experimental o metafísico) como Jenaro Talens, Andrés Sánchez Robayna o César Antonio Molina, por citar nombres – unos y otros – que estuvieron fuera del estricto primer momento novísimo. Y es como si hasta ese momento estas dos voces (lógica y órfica) nunca se hubiesen considerado opuestas, aunque a veces lo habían sido, y ahora – alrededor de 1980 – comenzaran a sentirse contrapuestas y aún enemigas.
(continuará)
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