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    Luis Antonio de Villena: Inflexiones a la voz órfica (La lógica de Orfeo (Antología), Visor, Madrid 2003.

    Pedro Casas Serra
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    Mensaje por Pedro Casas Serra Sáb 17 Mar 2018, 05:53

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    Luis Antonio de Villena: Inflexiones a la voz órfica (La lógica de Orfeo (Antología), Visor, Madrid 2003.


    INFLEXIONES A LA VOZ ÓRFICA

    La caída hacia lo alto

    HÖLDERILIN


    DOS VOCES ESENCIALES

    No creo que sea exageración excesiva decir que el dominio de lo que llamamos Poesía (matices y estilos quedarían naturalmente aparte) de siempre se ha bifurcado en dos caminos muy esenciales: la búsqueda o constatación de lo real, y la búsqueda o constatación de lo inefable. Lo real – claro es – puede tener distintas anchuras. Y lo inefable ha de entenderse, pese a todo, como finalmente decible, aunque sea tentativamente o casi por secreto. Sin embargo, esos dos caminos – distintos, diversos – no siempre se han mostrado desunidos. Y otras muchas veces han coincidido en un mismo poeta. Podríamos aludir, obviamente, a Góngora o a Quevedo, o incluso a la poesía de tipo tradicional, donde el molde canción se llena de símbolos, aparentemente oscuros, fuera de un determinado contexto cultural: Dos ánades, madre, / que van por aquí, mal penan a mí. / Dos ánades, madre, / del cuerpo gentil, al campo de flores / iban a dormir; / mal penan a mí. Pero por llegar más a lo próximo, sin ánimo alguno ni de exhaustividad ni prolijidad, en Pablo Neruda o  en Alberti – al que cito – podemos encontrar ejemplos tan opuestos como Sobre los ángeles (1992) y Retornos de lo vivo lejano (1956). Veamos dos ejemplos, tomados de esos libros, ambos significativos en su calidad y nada extremos:

    JUICIO

    ¡Oh sorpresa de nieve desceñida,
    vigilante, invasora!
    Voces veladas, por robar la aurora,
    te llevan detenida.
    Ya el fallo de la luz hunde su grito,
    juez de sombra, en tu nada.
    (Y en el mundo una estrella fue apagada.
    Otra, en el infinito.)


    ***

    RETORNOS DEL AMOR EN LAS DUNAS RADIANTES

    ¡Oh vuelve, sí, retorna la de aquellas mañanas
    radiantes de los médanos,
    la desnuda y caliente de las solas arenas,
    como un ancho oleaje de espuma revolcada,
    de enfurecido sol siempre agitado!
    ¡Oh,  sí, vuelve, retorna como entonces, tendida,
    con tus rubios cabellos de ángel entre los pechos,
    con tus dulces declives resbalando
    hacia las más rizadas penumbras sumergidas!
    ¡Oh, ser joven, ser joven, ser joven! No te vayas,
    vuelve, vuelve, retorna a mí esta tarde,
    en estas solitarias dunas donde las olas
    rompen con los perfiles de tus hondos costados,
    donde el batido mar tiende piernas azules,
    mece labios que cantan
    y brazos ya nocturnos que me ciñen y llevan.


    Naturalmente, según adelanté, ambos ejemplos podrían haber sido mucho más extremados en una dirección y en otra. O de poetas que siguiendo la una, se apartan radicalmente de la otra. O de poetas en otras lenguas, que reunidos habitualmente como difíciles, buscaron casi siempre la claridad. ¿No sería el Rainer María Rilke de, por ejemplo, Nuevos poemas (1907) diverso al de los Sonetos a Orfeo (1922), asimismo en un caso claro pero tampoco extremo? ¿Sería necesario llegar a la oposición – o aparente oposición – entre el Bukowski poeta más narrativo  y plano, con el Celan más sacado de gozne, pesquisidor y roto, o tan metafísico como en otra estela Edmond Jabès?

    (Casi siempre (puesto que poetas hay que han practicado ambas, y movimientos, como el Simbolismo, que han propendido a unirlas) en la Poesía se han movido, sucintamente hablando, dos voces o maneras distintas y las dos muy antiguas. Llamaré voz lógica a la que busca la múltiple constatación de lo real (concepto, insisto, no inmutable), y voz órfica a la que ha preferido básicamente el camino de lo oscuro o de lo supuestamente inefable, que la propia poesía – de algún modo, aproximador casi siempre – hacía por volver sugerible o decible… Es posible (salto muchos condicionantes históricos) que Calímaco de Cirene se sintiese lógico en sus magníficos epigramas, y buscase otra vía (la que he dicho órfica) en el poema titulado Aitia Los orígenes – o en sus – Himnos… Siguiendo igual senda, no se quiso en idéntico registro Catulo cuando escribió los poemas más directos y coloquiales, que él mismo denominó nugae (bagatelas), incluso aunque entre ellos se encuentren algunos de sus más célebres y apasionados poemas de amor, que cuando – en plena conciencia de poeta doctus – adaptaba o recreaba, en latín, la calimaquea Cabellera de Berenice. Sin duda el Catulo que se burlaba de César en términos directos y aún jergales, podría citar de memoria largas tiradas de Euforión de Calcis – uno de los poetas alejandrinos esencialmente cultos, complejos – o de la Alejandra (Casandra) de Licofrón, al que a veces se llamó el oscuro. (Orfeo – acaso sea buen momento para recordarlo – era tenido en Grecia como poeta prehomérico, y además de su propio mito de tañedor de lira y viajero a los Infiernos, se le hace autor de unos himnos sobre los cultos mistéricos, naturalmente de propensión hermética.)

    No, obviamente queda fuera de mi pretensión la idea de bosquejar – siquiera someramente – la historia de estas voces, que nos llevaría a la misma Historia de la Poesía. Como dijo Manrique, vengamos a lo de ayer aunque en este caso no olvidando todavía… Sin duda, después de la Guerra Civil (es decir, después del primer gran auge de la Generación del 27) la poesía española – a la que voy esencialmente a ceñirme – separó más que nunca esas dos voces  (lógica y órfica) y más cada vez, salvo contadas excepciones, su posibilidad asimismo de acercarse o comunicarse. Ese desencuentro llega, a mi entender, a su paroxismo, durante el período – acaso ya concluso, como actividad inicial – de lo que se conoce como postnovísimos o Generación del 80. Cierto que, al principio, hubo motivos sociopolíticos (la dictadura franquista, la necesidad de un compromiso en su contra) que separan teóricamente ambas voces, pero curiosamente cuando más extrema es su distancia (años 80 y 90) es cuando esos problema sociopolíticos, resueltos en su antiguo planteamiento, pedirían en cualquier caso, una formulación literaria muy diversa.

    La poesía española de postguerra (desde la generación de Rosales, Panero o Vivanco, hasta los novísimos en su sentido más amplio, y con la sola excepción clara del postismo y su entorno neosurreal) es, en múltiples variantes, una poesía de voz lógica, porque cualquier otra dirección (e incluso la esteticista, dentro de la misma voz lógica) se hubiera entendido como escapista, descomprometida, y por tanto marginal, fuera de tiempo o circunstancia, cuando no traidora. Pensemos que un poeta con tanta voz y prestigio como Vicente Aleixandre – poeta del mítico 27, además – intenta a su modo acercarse a la hegemónica poesía social en el libro En un vasto dominio (1962), cuyo título no pretende significar nada muy distinto a lo que Blas de Otero – social por antonomasia, gran poeta – quiso decir con el suyo, Con la inmensa mayoría, en el que reuniá en 1962 también – en edición argentina – sus dos anteriores libros, Pido la paz y la palabra y En castellano. Recordemos (porque el dato se pretendía significativo y simbólico) que en la en su momento muy sonada antología de José María Castellet, Veinte años de poesía española (1960) – consagración de la vertiente más comprometida y realista de la voz lógica, bajo el amparo de Antonio Machado, a quien se dedica la antología – excluye de los antologados a Juan Ramón Jiménez, aunque en el período que la antología quiere abarcar (1939-1959), el recién fallecido Jiménez había publicado alguno de sus libros hoy tenidos como fundamentales: Dios deseado y deseante (1949) y Animal de fondo se escriben además entre 1948 y 1952. Y Espacio se publica en 1954. ¿Era lícito ignorar a Juan Ramón, independientemente de que hubiera obtenido el Premio Nobel?

    Para muchos (si se entiende que poetas tan distintos, como Panero o Celaya, Rosales o Bousoño no serían ajenos, dentro de su calidad, acierta retórica, estilísticamente hablando) el momento más alto de la voz lógica – y más moderno también – aún en el parámetro de la poesía de postguerra (que finaliza con los novísimos) está en la llamada Generación del 50, actualmente en el cenit de su consagración, sin duda también por la edad y mérito de muchos de sus nominados o supervivientes.  Quizá sean (en esta generación) Jaime Gil de Biedma y Ángel González los que han llevado la voz lógica y su modalidad realista/coloquialista/meditativa, la llamada poesía de la experiencia (cambiando el sentido originario que esta expresión tuvo en el británico Langbaum) los más representativos y aplaudidos en tal línea, junto a Francisco Brines, que acentúa lo meditativo y metafísico.
    Pero la generación no puede – como ninguna – presentarse como bloque compacto, y mucho menos en su tramo último, cuando los poetas (que pudieron tener ideales comunes en sus inicios) hace años ya que caminan o caminaron su propia senda. ¿Unen demasiadas cosas – literariamente hablando – a Gil de Biedma con Caballero Bonald, por poner un ejemplo? ¿O a Ángel González con Claudio Rodríguez, aunque Ángel en su último libro – Otoños y otras luces (2001) – dedica unas hermosas Glosas en homenaje a C.R. , celebración y exégesis del mundo del poeta zamorano desaparecido? Pero ¿tenían el mismo concepto de la poesía? Sin acudir a la segunda y metafísica etapa de Valente (ese segundo Valente que sus más estrictos  seguidores niegan) ¿hay un poeta en la generación más irracionalista – hasta el hermetismo – que José Manuel Caballero Bonals en Laberinto de fortuna de 1984? De otro lado, esta Generación que se ha presentado – muy parcialmente – como la Generación del realismo meditativo, herederos de un Cernuda que solo tres de sus miembros principales leyeron con verdadero talante de aprendizaje, no tuvo ya a partir de su comienzo – aunque luego viniera una etapa más unitiva – una evidente disparidad de propósitos, desde Metropolitano de Carlos Barral, en 1957, quizá no casualmente traductor al castellano del Rilke más órfico? Disidencia a la que podrían añadirse muchos de los primeros libros de estos autores, otra vez desde Don de la ebriedad (1952) de Claudio Rodríguez hasta Las brasas (1960)  de Francisco Brines, y ello por ceñirme solo a los nombres más habitualmente consagrados, que no únicos.

    Los novísimos parecieron reinaugurar la vuelta, casi hegemónica, a cierta voz órfica en la poesía española, tras la Guerra Civil. Y quizá como actitud grupal y promocional ello sea cierto, pero hoy vemos con Cuántas ausencias y distancias. ¿No fueron órficos Juan Eduardo Cirlot o buena parte de Ángel Crespo o Antonio Gamoneda, aunque mucho tiempo en sombra? ¿No hay una voluntad órfica – en sana lucha con el realismo – en Barral, Rodríguez o Caballero Bonald, por no decir Valente, que abandona su talante realista-meditativo a partir, sobre todo, de El fin de la edad de plata (1973) aún en plena batahola novísima, aunque aparentemente nada tuviera que ver? Los poetas que, en nuestra más extrema juventud fuimos novísimos, creíamos poco en la voz lógica. Aunque después me pareció un libro magnífico, la primera vez que yo leí, en 1970, Poemas póstumos de Gil de Biedma, me interesó escasamente ¿Por qué? La respuesta es fácil, el poeta al que yo tenía por modelo entonces era Ezra Pound, al que leía machaconamente tras haberme empapado de simbolistas franceses… Mi libro más novísimoSublime Solarium, 1971 – tiene aparentemente poco que ver con Hymnica de 1979, aunque los separen menos de ocho años. Pero yo soy de los poetas, creo (y perdóneseme el propio ejemplo) que he tenido, en alguna medida, la posibilidad de transitar ambas voces, quizá algo antes que otros poetas de mi generación.

    En cualquier forma, es en el tiempo novísimo, tanto cuando aparecen (tras el primer momento) poetas realista-meditativos que se afanan por recuperar el tono coloquial y lógico del 50 – Abelardo Linares, Francisco Bajrano, Javier Salvago – como poetas que extremarán la voz órfica (por su sesgo más experimental o metafísico) como Jenaro Talens, Andrés Sánchez Robayna o César Antonio Molina, por citar nombres – unos y otros – que estuvieron fuera del estricto primer momento novísimo. Y es como si hasta ese momento estas dos voces (lógica y órfica) nunca se hubiesen considerado opuestas, aunque a veces lo habían sido, y ahora – alrededor de 1980 – comenzaran a sentirse contrapuestas y aún enemigas.


    (continuará)


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    Luis Antonio de Villena: Inflexiones a la voz órfica (La lógica de Orfeo (Antología), Visor, Madrid 2003. Empty Re: Luis Antonio de Villena: Inflexiones a la voz órfica (La lógica de Orfeo (Antología), Visor, Madrid 2003.

    Mensaje por Pedro Casas Serra Dom 18 Mar 2018, 14:35

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    LA CRISIS DEL 80

    La llamada Generación del 80 (que aunque, cronológicamente tiene ya otra detrás y actuante, pero aún no ha sido oficialmente sustituida como generación joven, quizá por la aparente falta de ruptura) tardó en darse a conocer, o en ser notada, porque no produjo esa ruptura frontal con los novísimos – como hasta allí se estilaba o era habitual, yo hablé por ello de postnovísimos – y porque al principio (mi propia antología de tal título lo muestra) parecía una generación muy plural, muy ecléctica – como suponían los tiempos de la transvanguardia – en la que podían caber desde Blanca Andreu a Luis García Montero. De hecho Blanca fue la primera poeta muy celebrada de su generación con su primer libro, De una niña de provincias que se vino a vivir en un Chagall (1981), de marcado carácter irracionalista… Sin embargo, la generación (o su sector más nutrido, seguido y dominante) empezó a tomar cuerpo, muy poco después, alrededor de una poética que reivindicaba , con no pocos matices de vuelta a la tradición, una poesía realista-meditativa, confesional y a ratos coloquial, que – saltándose buena parte de los novísimos – aupaba al pedestal de clásicos (nuevos clásicos, ya que no neoclásicos) a gran parte de la Generación del 50. Sobre todo a los poetas más cercanos a lo que Gil de Biedma, hablando de sí mismo, llamó poesía de la experiencia. La expresión – que a mí ahora me gusta poco, porque no es exacta, y por lo que ha resultado tener de combativa, en una lucha, diría, ya conclusa – es sustituible, y con mayor precisión, por poesía del realismo meditativo, que es la que usaré aquí con preferencia. En esa poética (que no es, claro, la única de la generación, pero sí la que resultó ampliamente dominante) destacaron, enseguida, como las voces más claras – aunque no hubo tal claridad en los inicios – Luis García Montero, Felipe Benítez Reyes y algo después Carlos Marzal y Vicente Gallego. Creo que ellos son, a la postre, los nombres más nítidos de esa generación, en la vertiente realista-meditativa. Por supuesto que el concepto de realismo que la generación usó, no ha hecho sino ensancharse con los años, pero no ha llegado todavía al muy amplio que postula en la poesía hispanoamericana (amplio porque admite estilos casi contrapuestos) el crítico Mario Campaña.

    Otro ingrediente que – explicado o no, y algunos lo explicaron ciertamente pro domo sua – constituyó un tono básico en este segmento generacional, más caudal y mayoritario, fue el deseo de escribir una poesía útil, una poesía para la gente normal (estas ideas se reiteraron, aunque matizadas más adelante, en ensayos de García Montero y de Jorge Reichmann, en sus comienzos poetas nada cercanos) suponiendo que, lejos de ser ningún hombre excepcional – un chamán o una hiperestésica flor de estufa – el poeta es un ciudadano, un hombre entre los hombres, que da cuenta de la individualidad en el inevitable y necesario contexto social. Tal reacción, lógica tras el aparente fracaso de las vanguardias y el escaso eco público de las neovanguardias, podía ser razonable entonces, pero hoy se percibe ya como extremada. Sin duda el poeta, como ciudadano, es uno de tantos. Pero en tanto creador – y puede decirse asimismo de un pintor o un músico – se basa en el análisis muy singular de su sensibilidad que, como vio bien Rubén Darío, revertirá a todos. Pero siendo un ciudadano colectivo es más singular que los otros singulares – nadie se siente multitud, salvo en momentos descontrolados – tanto si escribe poesía social como si hace esteticismo simbolista… Puesto que lo humano (tan plural, desde su identidad misma) no se agota en una dirección, a la vez que si todos poseemos – o debiéramos poseer – iguales derechos y oportunidades, es obvio que, por ahora, no tenemos, ni cultivada, idéntica sensibilidad. Creo que la reacción que actualmente se percibe hacia una poesía más irracionalista (de la que hablaré adelante) viene, en parte, del exceso de esa cacareada normalidad, palabra – en las sociedades de trasfondo conservador que hoy vivimos – notablemente peligrosa, de otro lado, en su lectura más normativa que no es desde luego la que buscaban quienes comenzaron a predicarla.

    Desde 1985 a 1995 – por situarse en cifras aproximadas pero redondas – el éxito de la poesía realista-meditativa, en la Generación del 80 (y en el arrastre magisterial que, como he dicho, produjo hacia miembros destacados de la Generación del 50) fue absoluto o casi absoluto en el terreno de la poesía. Ello movió una extraña, dura y agria trifulca – a la postre más personal que literaria – que si aún no plenamente apagada, aparece ya, y sobre todo para los más jóvenes, como absolutamente periclitada. En términos coloquiales y prácticos, la poesía española se quería dividida en tres amplios sectores, que en realidad eran dos. De un lado (hegemónica, triunfal) la vulgarmente llamada poesía de la experiencia, que es la referida del realismo-meditativo, y que  García Martín llamó figurativa. En el lado opuesto – con menor conciencia de grupo, aunque llegó a fraguar una antología – estaba la llamada poesía metafísica, más minoritaria, pero con logros muy notables y bendecida – desde la distancia que fuera – por poetas tan respetados como Antonio Gamoneda, José Ángel Valente, Claudio Rodríguez (menos beligerante) o, entre los más jóvenes, Ullán o Sánchez Robayna. Esta poesía (abstracta, habría que decirle, en símil pictórico, si la otra es figurativa, también se habló del silencio) era y es esencialmente metafísica o irracionalista, pero no se acoge tanto al surrealismo y sus múltiples secuelas – que no desdeña – cuanto a la búsqueda, a veces oscura, de la allendidad, de los territorios de sombra, más inefables, que también pertenecen al hombre. Siempre menos populares que los anteriores (aunque no con menor prestigio elitista) entre estos poetas metafísicos han destacado, sobre todo, el inaugural Jorge Reichmann – que luego varió de rumbo -, Juan Carlos Suñén, Concha García. Vicente Valero o Esperanza López Parada, entre otros. Por supuesto – lo he dicho otras veces – la Generación del 80 es, como cualquier otra generación, más plural que la mera y veraz dicotomía gobierno/oposición, que aquí sería la poesía de la experiencia y (acepto los rótulos, imprecisos, solo para entendernos) la poesía metafísica, que más exactamente podría denominarse poesía del irracionalismo cognoscitivo. Fuera de estos bloques quedan poetas del realismo sucio – a veces vinculados al primer grupo – o poetas del ámbito del rock, rebeldes en cualquier caso, como Roger Wolfe (gran esperanza unos años) o Ángel Petisme. Pero curiosamente el tercer – e inexistente -grupo al que he aludido en la pasada polémica generacional (y sin duda el más agresivo y aguerrido) es el que se autodefinió como poesía de la diferencia, y que comandaba desde el diario Córdoba el periodista/poeta Antonio Rodríguez Jiménez, capitán de la tropa (con excepciones) del exabrupto y el más tosco insulto ad hominem. He  dicho que esta diferencia no existía, literalmente hablando, porque todos los poetas acogidos a ella pueden pertenecer, por estilo – que generalmente no por calidad – a alguno de los anteriores grupos, a veces con mayor retórica y otras con un retrasado neoclasicismo al estilo del que inaugurara – en la Generación del 70 – Antonio Carvajal. Es decir que la autoproclamada poesía de la diferencia no era (extraliterariamente) más que el berrinche de un grupo de poetas, en su mayoría de segunda fila, exasperados los más belicosos – y si es comprensible la exasperación, no lo es la belicosidad – por su falta de éxito. La polémica de la diferencia no existió, además, porque los atacados (sobre todo los poetas de la experiencia, y a menudo personal y virulentamente) no respondían. Con poco éxito, esa polémica vivió más en las gacetillas de algunas revistas o periódicos literarios que en la propia poesía. Sin embargo bien pudo existir la polémica – hablamos de poetas de una misma generación – entre experiencia y metafísica, es decir, entre formas de esas voces que llamé lógica y órfica. Y la polémica fue tan fuerte, tan absolutamente contundente, que se saldó en el silencio total, incluso en la ignorancia mutua. Jamás los poetas de un grupo aludían a los poetas del otro. El desdén (imposible utilizar otra palabra) resulta más que evidente. Ahora las chanzas entre Góngora y Lope de vega, por ejemplo – es vieja y quizá esté cansada la costumbre de la disputa literaria y sobre todo poética – se volvieron silencio. Absoluta espalda o muro que – como es lógico – chocó a los más jóvenes. (Algunos de los poetas más jóvenes que figuran en esta antología se extrañaron cuando les conté que, hace algunos años, dirigiendo yo un curso de poesía nueva en Santa Cruz de Tenerife, un conocido poeta metafísico se negó incluso a ser presentado – ni darle la mano – a un conocido poeta de la experiencia, aunque nunca antes se habían visto y no existía nada personal entre ellos. Bien que alguien me pueda objetar, puesto a incordio, que nada tan personal, tan vivencial, como la pasión letraherida.

    Lo que he dicho, principiando este apartado, la crisis del 80, no radica tanto (que también) en la enemistad o voluntario desconocimiento entre los poetas del realismo meditativo y los del irracionalismo cognoscitivo, cuanto en el estancamiento, en la yerta cuadratura retórica a que podía llevar a ambas tendencias su éxito, por un lado, y su falta de autocrítica en el opuesto. A partir de 1995 la llamada poesía de la experiencia (que ha dado estupendos poetas y estupendos libros) empieza a poblarse de epígonos – a veces, excelentes poetas sin voz – signo indudable de un gran éxito, pero también de decadencia, es decir, de la necesidad de un cambio, porque todo decadentismo lleva consigo, para quien sabe verlo o entenderlo, un proceso de cambio y renovación. Y ese estancamiento de un estilo, esa fosilización de sus topoi, han sido algunos de los poetas que más estuvieron o creyeron en tal línea, los primeros, o entre los primeros, en percibir la necesidad del cambio, que no negará el estilo de quien ya tiene voz, sino que lo mudará. Carlos Marzal y algo después Vicente Gallego son claros ejemplos. Marzal publicó ya en 1996, un libro (a mi entender el mejor de los suyos) Los países nocturnos, que abría un camino más hondo al sesgo meditativo, llegando, con plena verdad vital, a lo sentencioso. Ese camino ha crecido con alguna ampulosidad pero excelente factura, en otro libro ya plenamente sentencioso y aún senequista de gran calado, Metales pesados (2001). Vicente Gallego tardó más en efectuar el giro – que, como en Marzal, no niega su estética anterior, pero la poda y desarrolla – haciéndolo con Santa deriva (2002), donde sin faltar un tono meditativo se adentra en la metafísica, también con algún timbre sentencioso, en una claridad deslumbrada.

    Si Einstein dijo, cuando se le pidió sintetizar al máximo su más complejo conocimiento, algo se mueve, valga idéntico motto para cualquier cuestión humana y literaria. Algo se mueve, aunque siempre son bastantes los que preferirían que no ocurriera. Y también en literatura. Sin embargo es evidente ya que el desgaste de la más celebrada poética del realismo meditativo, ha llevado a muchos poetas – lo reitero, sin renegar de sus orígenes – a un ensanchamiento del realismo (sucio, duro, urbanita) casos de Roger Wolfe, Pablo García Casado, Karmelo Iribarren o David González, entre otros ( por ceñirme solo a una generación) o, buscando un camino más ancho, de mayores salidas, a ese sesgo metafísico o meditador (adelgazando narratividad y anécdota) lo que no puede conducir sino a un reencuentro o a una reconsideración del irracionalismo. O, al revés, en el lado de los más afectos a la poesía metafísica, como sería el caso más joven de Jordi Doce. Dije también, más arriba, que se aprecia asimismo un cansancio en los poetas metafísicos o del irracionalismo cognoscitivo, aunque estos casi siempre se han movido en territorios más reconcentrados, autofágicos y a veces excesivamente cerrado, y ese (que no la calidad, en los mejores) culmina siendo su problema. Una lírica que tanto y tan tradicionalmente se ha preguntado por el lenguaje – por lo que puede o no puede decir, sobre su capacidad o incapacidad de comunicar, sobre su autonomía o posibilidad creadora – apenas ha autocriticado su lenguaje (es decir, que no hablo del lenguaje en general, sino del uso concreto que los poetas irracionalistas hacen de él) y esa falta se vuelve limitación, que atañe menos a los realistas, habitualmente más críticos con su lenguaje, si otras veces más restringidos. Y es curioso que existiendo en España una gran obra que pretende esclarecer racionalmente el uso irracionalista del lenguaje en la poesía o en parte de la poesía (hablo  del libro de Carlos Bousoño, El irracionalismo poético. El símbolo, Gredos, Madrid (1977) siga predominando en muchos poetas de esa veta metafísica, más la indagación filosófica o parafilosófica  sobre el lenguaje, que el análisis de su concreto uso en ellos: los fines, logros y posibilidades de su personal escritura. Quizá parte de esta carencia autoanalítica pueda deberse al propio concepto primitivo del orfismo: el poeta – ser alado y sagrado decía Platón – es el transmisor o emisor de una voz oscura que le sobrepasa, como las sibilas. ¿Cómo analizar, entonces, la allendidad o volver lógico lo naturalmente alógico? Me parece que esa respuesta está contenida, al menos, en el psicoanálisis freudiano: verbalizar el subconsciente, o sea, volverlo consciente, cuando menos en lo esencial. Por ello tampoco me parece casual – y se verá en esta antología, como se ve en poetas anteriores, entre los que no dudaría en incluirme – que la indagación en el psiquismo, en sus resortes y turbulencias, haya sido y esté siendo también, no solo una ampliación del concepto de realismo (la psique pertenece a lo real, aunque imagine o delire) sino, además, otro punto de encuentro entre irracionalismo, entre voz lógica y voz órfica. Pues si quiero analizar (comenzar a analizar) este proceso en los más jóvenes, sé bien que asimismo se está dando en poetas de mayor edad. Quizá alguien como el chileno Gonzalo Rojas, por ejemplo, ha estado muchos años en ese quicio, sin pretenderlo. Yo, desde luego, lo intenté desde Asuntos de delirio (1996), y ya me parece detectarlo en un poeta tan realista como Luis García Montero (por irme a lo que podría parecer más extremo) en algunos poemas de su inmediato nuevo libro, La intimidad de la serpiente, dados a conocer en la revista malagueña El Maquinista de la Generación (diciembre, 2001), por caso en el titulado Canción serpiente. Así como – desde otra banda – similar movimiento, a la inversa, se pudo detectar, en su día en Jenaro Talens y más nítida y recientemente, en el último libro de Andrés Sánchez Robayna – con voluntad de poema único y en cierto modo autobiográfico -, El libro, tras la duna (2002).

    El resultado a fecha de hoy, con todo, es que, si aparentemente los poetas lógicos y órficos de la Generación del 80 y algunos anteriores, siguen sin encontrarse – personal o intelectualmente – el tradicional movimiento pendular de lo artístico (que afecta también, de otro modo, y esto parece más novedoso, al interior de cada grupo) está propiciando una cercanía entre esas dos acepciones, que naturalmente no es la primera vez que se mezclan o alternan en literatura – como constaté al inicio – pero que, ahora mismo, resulta una novedad (una de las posibles novedades, para mí la de más fecunda perspectiva) en el andar último de la poesía española. En su necesidad – reiterada – de indagar, de que inevitablemente – y otra vez – algo se mueva…

    Quizá resumiendo algo de lo dicho – o aceptando un parcial corolario – tendríamos que mudar algo la idea de que la Generación del 80 no fue una generación ruptural. No lo fue, en efecto, porque iba llegando despacio y sin mucho ruido (sin el estrépito de las viejas vanguardias o de las rupturas que practicaron aún los novísimos) y porque reclamaba mucho y con solidez la tradición, sacando la conclusión de lo dicho por Octavio Paz: si la vanguardia había pasado a ser tradición – lo utilicé en su día – la tradición podría leerse (pero ahora sabemos que solo momentáneamente) como vanguardia. En estos sentidos no es ruptural, en efecto, la Generación del 80. Pero terminó siéndolo (insisto, no empezó) porque concluyó no teniendo reparos en ningunear a casi todos los novísimos – al inicio tan solo silenciados – y aún porque no dudó – también al final – en presentar su concepto de la poesía como una oposición frontal contra otra: realismo versus metafísica, algo, recordémoslo,  que casi nunca habían hecho sus admirados próceres del 50, con la excepción, final, de Valente (que murió peleado con tantos) y con la algo anterior – pero notablemente menos belicosa – de Ángel González. ¿Luchadores o rupturales los principales del 80? Como fuere, por ahí no parecen continuar sus sucesores.


    (continuará)


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    Pedro Casas Serra
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    Luis Antonio de Villena: Inflexiones a la voz órfica (La lógica de Orfeo (Antología), Visor, Madrid 2003. Empty Re: Luis Antonio de Villena: Inflexiones a la voz órfica (La lógica de Orfeo (Antología), Visor, Madrid 2003.

    Mensaje por Pedro Casas Serra Lun 19 Mar 2018, 05:22

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    RENOVACIÓN Y PÉNDULO: CRUCES VOCALES

    Mi antología, 10 menos 30 (La ruptura interior en la poesía de la experiencia), realizada durante el verano de 1996 y que apareció en la primavera de 1997, trataba de mostrar – quizá aún algo tímidamente, porque la visibilidad del fenómeno no era entonces la actual - lo que yo anotaba que, desde hacía pocos años, estaba ocurriendo con algunos, esencialmente los más jóvenes. Tendían estos a creer que la guerra experiencia/metafísica (y aún más la que tuviera que ver con la diferencia) no era asunto suyo, no les afectaba. En parte porque, cronológicamente, algunos no pertenecían – ni pertenecen ya – a la Generación del 80 (aunque esta nueva generación, como he dicho otras veces, ni tiene nombre ni parece reclamarlo aún) y eso les hacía – y hace – sentirse más lejos de sus postulados de principio. Y entre los mayores (que cronológicamente sí pertenecen al 80) porque varios de ellos tuvieron, en medida menor, el talante realista meditativo de los seniores de su generación, e incluso hubieron de hacer un cierto esfuerzo – realista en un doble sentido – para amoldarse o ajustarse (finales 80, primeros 90) a la predominante voz realista meditativa de una generación o de un grupo de buenos poetas con quienes querían estar. Álvaro García y Luis Muñoz me parecen los ejemplos más claros de lo que digo, y en tal sentido su actitud, a la par que significativa, resultó pionera.

    Ninguno de los dos – quizá por temperamento, por disposición mental – ha sido nunca un poeta muy realista, pero en sus momentos juveniles de mayor cercanía o afán generacional, intentaron (cada uno a su manera) aproximarse a ese tono dominante. Así tanto en Septiembre (1991) como en Manzanas amarillas (1995) Luis Muñoz procura acercarse al realismo meditativo, sin que le falten nunca toques evanescentes y metafísicos. Paralelamente, Álvaro García en La noche junto al álbum (1989) y aún en Intemperia (1995) toma incluso un cierto anticipo tanto en la fugaz voluntad más realista, como en el afán de alejamiento (que no total rompimiento) con ella. Por eso, tanto Álvaro García como Luis Muñoz – y así lo constaté en críticas a sus libros que pueden leerse en Teorías y poetas – alcanzan plenamente un tono más suyo, más lejano al realismo (con planteamientos, mezclados a él, simbolistas o metafísicos) en sus libros siguientes, El apetito (1998) de Muñoz y sobre todo Correspondencias (2001) por hoy su último libro, y Para lo que no existe (1999) y Caída (2002) – un poema único – en Álvaro García. En una crítica a Para lo que no existe escribí en 1999: Álvaro García ha puesto el listón muy alto y no se ha arredrado. Su propósito es partir del realismo – de la “poesía de la experiencia” - y marchar hacía el interior desbrozando la senda. Lograr un poema que hable de lo real individual – de “lo que no existe” – pero en un lenguaje que se pueda entender, aunque sin llegar a lo meridiano, pues no es de lo evidente de lo que trata. De Correspondencias de Luis Muñoz (por hoy su mejor libro) pueden decirse cosas similares, en otro estilo: poemas-imagen, unidos a poemas-pensamiento, que nunca desconocen la modernidad  - muchas formas desde el simbolismo a la vanguardia – sino que la asumen, partiendo de un presupuesto  realista que queda al fondo. Ya dije que, por estas calendas, van siendo bastantes los poetas que entran en esta línea o la ahondan (el encuentro entre realismo meditativo e irracionalismo cognoscitivo) algunos figuraban también en 10 menos 30 (Lorenzo Plana, José Luis Piquero, Carlos Pardo) y hay mayores que entran o se avecinan también a esa línea: así Benjamín Prado – cuya carrera poética válida empieza tarde -. Aurora Luque o Juan Antonio González Iglesias, desde un clasicismo turbador y sereno… Otros poetas, nunca del todo cercanos al realismo – como Pelayo Fueyo en Parábola del desertor de 1997 – pueden acaso empezar a sentirse, a partir de ese momento, más acompañados…

    La tendencia actual (de la que la presente antología quiere dar cuenta) consiste en que poetas que han empezado en el realismo meditativo, sin desprenderse del todo de ese aprendizaje, tratan de alcanzar, mezclar o instalarse -  en muy distintos grados – en una poesía más próxima al irracionalismo cognoscitivo. Pero (aunque en menor medida, por la falta de autocrítica lingüística ya señalada) ocurre igual a la inversa. Quien se ha movido en los predios de la cercanía busca comprender (o entrar) en la allendidad, y quien ha indagado en la allendidad busca mayor cercanía. Realismo/irracionalismo. Voz lógica/voz órfica. Significativo es aquí, también, el camino aún lógicamente breve del poeta Antonio Lucas. Sus dos únicos libros, por hoy – Lucernario, 1999, sin duda el mejor – tienen un más que marcado carácter irracionalista, prácticamente neosurrealista. Sus nuevos poemas (como verá el lector)sin abandonar ese telón de fondo órfico, se hacen más nítidos, más reposados, más explanatorios, sin llegar a explicar, sin llegar a lo narrativo. Véanse - cierto que el mundo se lo empieza a dar, el del propio poeta homenajeado – los poemas titulados La tumba de Blake o Luis Cernuda. Otro joven, de similar edad a la de Lucas (y buen amigo suyo, según sé) tiene la evolución contraria, desde un incipiente primer libro, esencialmente lógico (La costa de los sueños, 1998) Juan Antonio Bernier, evoluciona hacia una poesía, no solo más madura y compleja, sino donde no desdeña cierta elucidación de lo irracional...En todos los autores que antologo puede detectarse esta doble dirección, y algunos de los más jóvenes – quizá Elena Medel sea el caso más obvio, y también en tal caso una cierta y sabia ingenuidad juvenil tiene algo que decir – parecen partir ya de un retorno al irracionalismo (lo que pediría, en la actual poesía española, la ley del péndulo) sin negar, ello sí, otras posibilidades. Y aquí me parece ver – por encima de las amistades personales, que también existen – un cambio muy relevante con lo que ocurría en la generación anterior. Estos poetas nuevos (o más nuevos) no parecen querer plantear la poesía como un campo de batalla estilístico, pleno de irreconciliables enemigos y de concepciones antagónicas – a muerte – de la palabra poética. Poetas, por ahora, de clara tentación irracionalista (con el referido soporte lógico) como Andrés Neuman, se declaran lectores admirativos de poetas anteriores, tan de cuño realista-meditativo como Ángel González o Luis García Montero, a quienes pueden compartir con Valente o valero, y con poetas hispanoamericanos como el muy metafísico Roberto Juarroz o aún el también argentino Hugo Mújica…

    ¿Y porqué en cuanto lector – y en cuanto autor además, llegado el caso - no iba a ser posible conciliar el talante coloquial con la búsqueda de lo inefable, que también puede formar y ser parte de lo cotidiano? Ya vimos (aunque muy someramente) cómo muchos poetas han practicado ambas voces – el propio Luis Cernuda, homenajeado este año en su centenario – y es obvio que la exclusión, y mucho menos agresiva, tiene aún menos sentido en posición de lector. ¿Quien niegue hoy orfismo o realismo no parecerá, llanamente, un ignorante de la Historia de la Literatura? Pablo Neruda (que frecuentó diversas voces) no exime de Nicanor Parra, cuyo realismo no termina de ser realista. Y el más comprometido Mario Benedetti – por ceñirme a nombres históricos – no puede anular la belleza magmática de Lezama Lima, o en mayor cercanía y claridad, el Tarumba (1956) de Jaime Sabines. La aparente lucha a muerte entre estéticas diversas es, me parece, un residuo guerrillero del belicismo vanguardista, que cada vez tiene menos sentido, lo que no quiere decir que cada poeta no pueda optar, en cada momento, por el camino distinto que más lo realice. Y sin olvidar que – aunque novedosa en el panorama actual de la poesía española – la fusión de voces poéticas de distinto cuño u origen, tampoco es nueva, ni mucho menos, en la historia literaria, incluso en la más reciente. ¿No existe esa mezcla en un libro mágico y nítido, cual es Memorial de un testigo (1966) del cubano Gastón Baquero? Un poeta – cualquier poeta – debe obviamente vivir su cercanía, pero haría mal olvidando el decurso, la historia y los resultados de la mejor poesía, en cualquier momento. Si algo nos ha enseñado la postmodernidad más seria, es que no se puede ya descubrir el Mediterráneo.

    Un poeta tan cercano al mundo del rock (rockero él mismo) como Ángel Petisme, siempre en un cierto camino irracionalista – como lo estuvo en su día, en esa senda, Eduardo Haro Ibars – en su último libro, por hoy, Buenos días, colesterol (2001), excelente libro, donde lo más flojo es el título,  entra en un camino de compromiso (diríamos realista) no menos irreverente y aguzado que en su momento más irracionalista (sin ser recibida, como tampoco Petisme, en el recuadro metafísico) Blanca Andreu, sigue en ella en su último libro, La tierra transparente (2002), permitiéndose, con todo, muchas más cercanías al realismo… Me refiero a estos ejemplos, algo al azar – hablaría en sentido contrario, meditador también, del gaditano/valenciano Antonio Cabrera – solo como muestras, ocasionales, diversas y plurigeneracionales de lo que evidentemente es una tendencia de la última poesía española, tendencia que, entre los más jóvenes, se hace más nítida y también más conciliadora.

    ¿Debieran acabarse las guerras literarias, más allá de naturales e inevitables simpatías o antipatías íntimas, personales? Se crea más o menos en una ley del péndulo estético (que, de alguna manera existe) su compás no muestra sino el afán renovador de todo lo humano, y más precisamente aún, el afán renovador de la poesía misma, uno de los mayores dentro del campo literario. La poesía del realismo-meditativo ha tenido, hasta no hace mucho, en España, una gran senda hegemónica. (Ello, por ejemplo, no ocurre, o no igual o paralelamente, en Hispanoamérica.) Y de modo semejante, aunque con menor éxito de público, ha existido una importante producción – también con notables libros y autores – de una poesía irracionalista cognoscitiva o metafísica, que se ha sentido en todo opuesta y casi ofendida por la anterior. Por esa ley del péndulo – unos veinte años – ambos caminos parecen abocados a la superación. Porque la poesía siempre busca y porque ningún arte sabe estarse quieto Octavio Paz tituló una antología suya de nueva poesía mexicana, Los signos en rotación, 1966) y porque – como antes se explicó – lenguajes, actitudes y retóricas se fosilizan, dando pie al epigonismo, los dichos caminos se ven llevados a la autocrítica y al ensanchamiento. Le llega antes a la opción realista-meditativa, porque su éxito ha sido mayor y porque tiene mayor tradición de autocrítica – aunque no en todos los poetas – con su propio lenguaje. Más lento ocurre en el lado irracionalista cognoscitivo (y tampoco son los únicos que componen la actual poesía española) por esa aludida falta de autocrítica con sus propios y concretos usos y fines lingüísticos, y quizá además porque otros juzgan tradicionalmente más inamovible – más eterna – esta actitud poética, cuyo origen o estirpe órfico, siempre se han propendido a considerar sagrados. Como sea – voluntad, apetito, necesidad histórica, afán de plenitud – el cambio que empecé a detectar y aclarar en 10 menos 30, está ya aquí, sin duda, e incluso más contundente y plural de lo que acerté o pude acertar al presentirlo y explicarlo. Algo se mueve, en efecto.

    (…)

    Luis Antonio de Villena: Inflexiones a la voz órfica (La lógica de Orfeo (Antología), Visor, Madrid 2003.


    (Fin de la parte copiada de este artículo)


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