Eduardo Hurtado (1950)
El comensal
Comer era tu forma
de religiosidad.
En la mesa ordinaria
presidías el acto tribal
que sustentaba
tu acuerdo con la vida.
Formado al margen
de tu talante jacobino,
yo asociaba tus raptos gastronómicos
con mi devota idea de la gloria.
Los viernes de puchero, por ejemplo,
la corte celestial te circundaba,
padre opulento y campechano,
para verte anegar
en el plato colmado
los trozos de tortilla requemada,
cucharas comestibles
ungidas con el rabo
de un candente habanero,
lloviznadas apenas
con minuciosa picadura
de cilantro y cebolla.
Artífice del puch,
desmenuzabas
con proverbial codicia
los cilindros de plátano,
las calabazas indulgentes,
los granos de maíz,
las fervorosas papas,
las coles, los chayotes,
los retazos de res
y los torneados muslos de gallina,
para mezclarlo todo y acordarlo
con el cuerpo imperante del arroz,
como se mezclan en los sueños
la vida y sus rumores.
Pero el cielo y su fama
jamás te consolaron.
Frente a la mesa exuberante,
flanqueado en realidad
por un visible coro de tragones,
establecías con tus hijos
el pacto indispensable
de gracia y buena fe.
Rehenes de la misma
porción descuartizada
y del mismo ritual escrupuloso,
los cinco de la prole confirmábamos
con el vientre repleto
la alianza con el padre hospitalario.
Era el momento en que,
traído con las nubes por el viento,
un Odiseo poderoso
venía a relevar al padre errático
que te abandona en medio
de un palacio sitiado.
Ahora,
cuando en mi propia víspera
reconstruyo tus diarios descalabros
al surcar la ciudad
con tu indumento deslucido
y la embriaguez a cuestas;
al verte,
desde la orilla de mis pérdidas,
volver a casa derrengado
a sortear los legítimos
reproches de la madre;
ahora, en mis propios
cincuenta irreparables,
reconozco que siempre compartimos
el mismo desconcierto.
Mi soledad era la tuya,
era nuestro el afán impracticable
de conjurar la muerte cotidiana.
En la mesa y contigo
toda la vida era sagrada.
¿Cuántos virtuales finamientos
esquivaste a la hora de atacar
las raciones de puerco que asomaban,
redentoras,
en el oscuro caldo de frijol?
Sanabas de carencia
y nos sanabas
al triturar los rábanos crujientes
y los chiles toreados,
o en el instante primordial
de beberte hasta el fondo,
con la frente perlada
de un sudor provechoso,
una botella de cerveza.
No lo supiste nunca,
mi dudoso muerto,
no estaba entre tus planes,
pero en la hora recurrente
en que el pequeño comedor
era el centro del mundo
me inculcaste la rara certidumbre
de ser contemporáneo de los dioses.
Estos días, en casa,
entre perol y transgresiones,
entre sabores familiares
y huesos de animales inmolados,
los nietos multiplican
la usanza inaugural
de recocer la vida
en la bolsa caliente del estómago;
y al remedar, a ciegas,
las líneas más recónditas
de tus modales voluptuosos,
los días de puchero conmemoran
un episodio mítico.
Ardiente comensal:
andas aquí,
junto a la lumbre y los recaudos;
estás deseoso y sangras
de una sangre sin duelo.
Siempre intuiste, Eduardo
—semilla del asombro,
faringe, corazón, entrañas, pecho—,
la curva trascendente
de tus devoraciones:
convocado al festín
por el tangible aliento de las ganas,
en cada deglución
estrenabas las horas,
te hacías cargo del presente. -
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