Wallace Stevens
Poeta norteamericano nacido en Reading, Pennsylvania, en 1879.
Hijo de un prestigioso abogado, tuvo acceso a una esmerada educación en Reading Boys' High School, en Harvard College, y posteriormente en New York Law School, donde se graduó como abogado en 1903.
Aunque algunos de sus mejores poemas están contenidos en "Harmonium" 1923, "Ideas de orden" 1935, "El hombre con la guitarra azul" 1937, y "Las auroras de otoño" 1950, sólo fue reconocido internacionalmente cuando publicó los "Poemas completos" en 1954.
En 1946 fue aclamado por el Instituto Nacional de Artes y Letras. Entre los galardones obtenidos merecen destacarse el Premio Bollingen 1950, y los premios Pulitzer y National Book Award en 1955.
Falleció, víctima de un cáncer en agosto de 1955.
***
Algunos poemas de Wallace Stevens de su obra Harmonium (Icaria Poesía, Barcelona 2002) traducción y notas de Julián Jiménez Heffernan:
DOMINACIÓN DEL NEGRO
De noche, junto al fuego,
los colores de los arbustos
y de las hojas muertas
repitiéndose
giraban en el cuarto
al igual que las hojas
que giraban al viento.
Sí: pero el color de las densas cicutas
llegó de repente.
Y me acordé del grito de los pavos reales.
El color de sus colas
era igual que las hojas
que giraban al viento,
al viento del crepúsculo.
Se deslizaron a través del cuarto,
mientras se desprendían de las ramas de las cicutas
hasta cubrir el suelo.
Oí el grito de los pavos reales.
¿Era un grito contra el crepúsculo
o contra esas mismas hojas
que giraban al viento,
girando como las llamas
giraban en el fuego,
girando como las colas de los pavos reales
giraban en el ruidoso fuego,
ruidoso como las cicutas
rebosantes del grito de los pavos reales?
A través de la ventana
vi congregarse a los planetas
al igual que las hojas
que giraban al viento.
Vi llegar la noche,
llegar de repente como el color de las densas cicutas.
Sentí miedo.
Y me acordé del grito de los pavos reales.
(Stevens explica en 1928: “Lamento que un poema de este tipo deba contener ideas, ya que su único propósito es llenar la mente con las imágenes y sonidos que contiene, Una mente que examine el poema en busca de los contenidos de su prosa no obtendrá absolutamente nada. Se te pide que obtengas cielos llenos de colores y llenos de sonidos, y se te pide que sientas como sentirúas como si realmente obtuvieses todo eso” (Letters of Wallace Stevens, 251). Harold Bloom ha vuelto con asiduidad a este poema, quizás una de las piezas más inquietantes y perfectas de Stevens. Nos dice: “Un poema comienza porque existe una ausencia. Debe darse una imagen para que haya un comienzo, y por lo tanto dicha ausencia es irónicamente denominada presencia. O un poema comienza porque existe una presencia demasiado fuerte, la cual debe imaginarse como una ausencia si es que quiere producirse una imaginación de algún tipo” (Bloom 1976: 375). Aquí la presencia es tanto la amenaza animal del poema como la potente dicción de precursores (Spenser, Wordsworth, Shelley, Whitman, Yeats) enredada en la declinación fatal de las hojas.)
LE MONOCLE DE MON ONCLE
“Oh madre de los cielos y reina de las nubes,
oh gran centro del sol, corona de la luna,
no existe nada, nada, no existe nada como
los márgenes en pugna de voces homicidas.”
Me burlé de este modo con excelsa grandeza.
¿O acaso me burlaba tan solo de mí mismo?
Me agradaría ser una piedra pensante.
Un mar de pensamiento espumoso le entrega
la burbuja radiante que ella siempre había sido.
Y un profundo derrame de un pozo más salado
hizo estallar en mí sus sílabas acuosas.
Un ave roja vuela sobre el cielo dorado.
No es más que un ave roja en busca de su coro
entre coros de viento y de lluvias y de alas.
Dejará caer torrentes culminando su hallazgo.
¿Deboacaso alisar este objeto arrugado?
Soy un hombre pudiente que saluda herederos;
de este modo saludo también la primavera:
coros de bienvenida solemnizan mi marcha.
Ninguna primavera cruzará el meridiano.
Iunsistes, sin embargo, con dicha pasajera,
en hacernos creer la connaissance astral.
¿Nada movía entonces a esos chinos ancianos
a sentarse y asearse en lagos de montaña
o a mesarse en el yangstee, kentamente sus barbas?
No tocaré esta rota histórica escala.
Sabes que las bellezas de Utamaro buscaron
en sus parlantes trenzas los fines del amor.
Conoces los peinados montañosos de Bath.
Y los barbados, ay, ¿han existido en vano?
¿No sobrevive un rizo en la naturaleza?
¿Por qué, inmisericorde con estos fantasmas
te acercas desde el suelo con el pelo chorreante?
Este impecable y rico fruto de la vida
parece desprenderse por su peso a la tierra.
Cuando tú eras Eva, el jugo acre era dulce,
tan ignoto en su aire celestial y de huerto.
Una manzana vale como una calavera
para tornarse en libro de una sola lectura,
y es igual de excelente: su sustancia es aquello
que, como calavera, se pudrirá en la tierra.
Mas la supera al ser la fruta del amor,
pues se convierte en libro demasiado demente
para ser leído antes de lecturas ociosas.
Lejos en el oeste arde un astro furioso.
Un astro colocado para chicos ardientes
y vírgenes cercanas de agradables aromas.
La fuerza del amor precisa una medida
que es medida, también, del brío de la tierra.
El chispazo fugaz que traza una luciérnaga
marca tedioso el tiempo de otro año que se va.
Y tú, recuerda cómo los grillos acudían
desde su hierba madre, cual pequeña familia,
en las pálidas noches en las que tus imágenes
presintieron tus lazos estrechos con el polvo.
Si al cumplir los cuarenta los hombres pintan lagos
los azules efímeros habrían de fundirse
en un azul pizarra, el tono universal.
Hay en nosotros una sustancia que se impone.
Mas cuando amamos pueden los seductores ver
fluctuaciones tan raudas que escapan a una pluma
afamada en fijar tan caprichosos giros.
Cuando los seductores pierden todo su pelo
los amores se encogen al alcance y programa
de exiliados que, ausentes, dictan su conferencia.
Se trata de un asunto reservado a Jacinto.
Esas mulas que montan los ángeles descienden
por pasos encendidos aún más allá del sol.
Cristalinos descensos llegan de sus campanas.
Estos muleros hacen con primor su camino.
Entretanto, jocosos centuriones golpean
sus garras con estruendo chillón sobre las mesas.
Esta parábola tiene, en suma, este sentido:
la miel del cielo puede llegar o no llegar.
Pero la tierra llega y huye a la vez.
Suponed que estos guías trajesen en sus recuas
a una joven realzada por una eterna flor.
Como un sabio aburrido, contemplo, enamorado,
un aspecto olvidado sobre una mente nueva.
Llega y florece, da su fruto, luego muere.
Este tropo trivial revela una verdad.
La flor ya se pasó. Solo somos la fruta.
Dos melones dorados hinchados en sus viñas,
hacia el aire otoñal, salpicados de escarcha,
deformes, sanos, gruesos, levemente grotescos.
Colgamos estrujados, con arrugas y vetas.
Entre risas el cielo verá cómo las lluvias
podridas del invierno nos rompen en cortezas.
En versos delirantes, agitados, ruidosos,
enervados con gritos y choques, presurosos,
fatales como ideas de hombres que ejecutan
su destino en la guerra, venid y celebrad
la fede esos cuarenta, pupilo de Cupido.
Corazón venerable, el concepto más sano
no lo es lo suficiente para tu ensanchamiento.
Yo te interrogo todo, sonidos, pensamientos,
y así podrán canciones de dignos paladines
celebrar la oblación. ¿Mas dónde encontraré
bravura que se ajuste a un himno tan grandioso?
Fantasiosos idiotas dejan en sus poemas
memoriales dispersos de sus místicos chorros
y riegan sin aviso sus tierras arenosas.
Tengo tierras. No soy más que un hombre de campo.
No conozco los árboles mágicos, ni las ramas
balsámicas, ni frutas doradas, rubicundas.
Conozco, sin embargo, un árbol que presenta
semejanzas con algo que habita en mi mente.
Se yergue gigantesco, con una cierta punta
a la que siempre acuden oportunas las aves.
Pero, al irse, la punta inclina aún más el árbol.
Si el sexo fuese todo, cualquier mano tremante
nos haría chillar las palabras deseadas.
Fijaos en la traición inmensa del destino,
que nos hace llorar, reír, gruñir gritar
tristes actos heroicos, arrancándonos gestos
de placer y locura, sin pensar en la ley
más insigne y primera. ¡O momentos de angustia!
Anoche nos sentamos junto a una charca rosa
navegada por lirios que surcaban el brillo,
cortantes como estrellas, y entretanto una rana
bramaba con su vientre detestables acordes.
Una paloma azul gira en el cielo azul
con alas inclinadas, da vueltas y más vueltas.
Una paloma blanca aletea hacia el suelo,
cansada de volar. Cual oscuro rabino
estudiaba de joven con mirada arrogante
la condición humana. Y descubrí que el hombre
no era más que un pedazo en mi mundo troceado.
Cual rosado rabino, luego quise encontrar,
aún lo intento, el origen y rumbos del amor.
Pero hasta ahora nunca comprendí que unas cosas
que aletean pudieran dar sombras tan distintas.
(Stevens juega mucho con títulos en francés. Ello refleja tanto un gusto de época (recuérdese la francofonía poética de Eliot) como una cierta pasión latinizante y arqueológica. Le atraían las sonoridades de esta lengua romance, arcaica y moderna, y sus etimologías, falsas o reales. Como apunta Lentricchia (1988, 27) Stevens sentía fascinación -como Heidegger- por las etimologías. Sobre este poema escribió Stevens en 1928: “El título significa obviamente el monóculo de mi tío, o sencillamente cierto punto de vista. La selección de los términos es ciertamente intencional, aunque estos términos no son un ejemplo de márgenes en pugna. Además de la excitación de los sonidos suaves, está también la excitación, la provocación insistente de la extraña cacofonía de las palabras (…) Según recuerdo, la madre de los cielos era sencillamente el objeto de ciega invocación, y la referencia no es simbólica (…) Solo tenía en mente un hombre bien entrado en años, que mira hacia atrás y que habla, de manera más o menos personal, sobre la vida.” (Letters… 250). Sobre la séptima estrofa escribió en 1944: “El problema con la idea del cielo es que se trata meramente de una idea de la tierra” (Letters… 464).
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Última edición por Pedro Casas Serra el Lun 30 Mayo 2022, 05:32, editado 1 vez
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