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“Un insoportable paréntesis”, por Manuel Castells (La Vanguardia, 18-07-2020)
Pues no, aún no se acabó, ni terminará en un largo intervalo. Y cuanto más nos empeñemos en que ya está, en que fue un mal sueño y todo vuelve a la vida que conocíamos, más tardaremos en recuperar el curso tranquilo de lo cotidiano. De hecho, aún no nos lo creemos. En el mejor estudio realizado sobre los efectos psicológicos del confinamiento por un equipo de profesores de Psicología de las universidades del País Vasco, Barcelona, Murcia, Elche y Granada, y la UNED, uno de los datos significativos es el sentimiento de irrealidad. El 48% de las mujeres (las que más han sufrido) y el 38% de los hombres lo vivieron como si no estuviese ocurriendo, esperando que se desvaneciera. Pues bien, decenas de miles de muertos después, aún estamos en ese paréntesis de la vida que fue.
En el mundo, la situación empeora en lugar de mejorar, con 138.000 muertos en Estados Unidos, 74.000 en Brasil, 36.000 en México, 45.000 en el Reino Unido, 35.000 en Italia, 30.000 en Francia, 9.000 en Alemania, con un total de 580.000 fallecidos y 13,4 millones de infectados, que se sepa. Como el virus se propaga según una lógica de redes, cuantos más contagios, más nodos en la red y más probabilidad de contagiar a otros. Y en la medida en que seguimos globalizados e interdependientes, los contactos se difunden de un país a otro. ¿Qué es el turismo sino globalización de contactos? Pero, al mismo tiempo, necesitamos, más que nunca, afluencia de turistas para que nuestra economía sobreviva en una proporción decisiva de producción y empleo en torno al 15% más sus efectos multiplicadores.
Esa es la contradicción: si confinamos, no vivimos y si no confinamos morimos. O se mueren nuestros viejos. Y cada vez más otros grupos de edad, la edad media actual de contagiados en España es de 50 años. Bueno, habrá que encontrar un término medio. Ahí está el quid de la cuestión: prueba y error. Y cada error se paga en vidas.
Desde que en España termino el estado de alarma han ido surgiendo decenas de brotes de forma creciente. Y los brotes se van convirtiendo en nuevas redes de contagio que en Cataluña ya se han extendido a numerosas ciudades, Lleida, l’Hospitalet de Llobregat, Badalona, Cornellà, Barcelona y su área metropolitana. ¿Son todos turistas? Ni mucho menos. ¿Son todos jóvenes irresponsables contagiándose los unos a los otros en botellones nocturnos? Algunos, pero no la mayoría. ¿Son temporeros alojados de forma infrahumana? Solo en algunos puntos. Somos todos. ¿Todos los que nos ponemos la mascarilla de bufanda porque no la soportamos en el calor intenso del verano (que, por cierto, no parece afectar mucho al virus como decía una leyenda urbana), los que no calculamos la distancia de metro y medio en lugares públicos, los que nos apretujamos en el transporte público porque hay que ir a trabajar, los que fumamos en público sin acordarnos de que el humo lleva partículas y las partículas virus, los que no conseguimos renunciar al abrazo porque sin eso, para qué vivir?
Los más sensatos discurseamos a los demás sin acordarnos de nuestros consejos. Y, sobre todo, esperamos, esperamos la vacuna bendita que nos salvará a todos. Por fin reconocemos la utilidad esencial de la ciencia, porque sin ciencia básica no hay desarrollo posible de vacunas. Los medios nos informan de cada progreso en cada país. Que si los chinos, que si Oxford, que si Moderna, que si alguna de las 12 vacunas en fase de investigación en el Estado español. Nos agarramos a una fecha: primavera del 2021. Aunque algunos, sobre todo empresas en busca de beneficios aprovechando la urgencia colectiva, tratan de acelerar los tiempos, iniciando ensayos con humanos más o menos voluntarios, incluido el ejército chino y pobres reclutados en barrios marginales de algunas ciudades. Es la carrera para ver quien salva antes a la humanidad. ¿Y luego? Pues luego habrá que verificar la vacuna y aprobarla en cada país. Y producirla masivamente; ya tenemos muchas empresas alistándose en el empeño, algunas de ellas en Cataluña. Después habrá que distribuirla, en gigantescas campañas de vacunación con más o menos garantía según países y con el miedo lógico de muchas personas, sobre todo si creen que no va con ellas.
Recuerden que mientras haya infectados, aunque sean pocos, este virus se propaga muy rápidamente. Esperando que no mute demasiado, lo que no hace hasta ahora. Aún así, hay una carrera contra el tiempo entre las redes globales y locales de difusión del virus y las redes de vacunación e inmunización. Por eso cuando lo pensamos, se alarga el tiempo de espera y se dispara la impaciencia.
Como el confinamiento, total, parcial, puntual o reticular, es lo único que hemos comprobado que puede detener la difusión de este bicho que nos corroe, y como hay una proporción creciente de asintomáticos conforme desciende la edad del contagio, se nos acaba el aguante. Y nos escabullimos de las precauciones buscando pretextos. Pensando que todo vuelve, que está a la esquina de la vuelta temporal. Sin aceptar que la vida que vuelve no es ni será la vida que dejamos. La nueva normalidad no es la vieja normalidad. Porque no se trata de un paréntesis, sino de un punto y aparte. ¿Seremos capaces de aceptarlo para reinventar la vida?
Manuel Castells (La Vanguardia, 18-07-2020)
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“Un insoportable paréntesis”, por Manuel Castells (La Vanguardia, 18-07-2020)
Pues no, aún no se acabó, ni terminará en un largo intervalo. Y cuanto más nos empeñemos en que ya está, en que fue un mal sueño y todo vuelve a la vida que conocíamos, más tardaremos en recuperar el curso tranquilo de lo cotidiano. De hecho, aún no nos lo creemos. En el mejor estudio realizado sobre los efectos psicológicos del confinamiento por un equipo de profesores de Psicología de las universidades del País Vasco, Barcelona, Murcia, Elche y Granada, y la UNED, uno de los datos significativos es el sentimiento de irrealidad. El 48% de las mujeres (las que más han sufrido) y el 38% de los hombres lo vivieron como si no estuviese ocurriendo, esperando que se desvaneciera. Pues bien, decenas de miles de muertos después, aún estamos en ese paréntesis de la vida que fue.
En el mundo, la situación empeora en lugar de mejorar, con 138.000 muertos en Estados Unidos, 74.000 en Brasil, 36.000 en México, 45.000 en el Reino Unido, 35.000 en Italia, 30.000 en Francia, 9.000 en Alemania, con un total de 580.000 fallecidos y 13,4 millones de infectados, que se sepa. Como el virus se propaga según una lógica de redes, cuantos más contagios, más nodos en la red y más probabilidad de contagiar a otros. Y en la medida en que seguimos globalizados e interdependientes, los contactos se difunden de un país a otro. ¿Qué es el turismo sino globalización de contactos? Pero, al mismo tiempo, necesitamos, más que nunca, afluencia de turistas para que nuestra economía sobreviva en una proporción decisiva de producción y empleo en torno al 15% más sus efectos multiplicadores.
Esa es la contradicción: si confinamos, no vivimos y si no confinamos morimos. O se mueren nuestros viejos. Y cada vez más otros grupos de edad, la edad media actual de contagiados en España es de 50 años. Bueno, habrá que encontrar un término medio. Ahí está el quid de la cuestión: prueba y error. Y cada error se paga en vidas.
Desde que en España termino el estado de alarma han ido surgiendo decenas de brotes de forma creciente. Y los brotes se van convirtiendo en nuevas redes de contagio que en Cataluña ya se han extendido a numerosas ciudades, Lleida, l’Hospitalet de Llobregat, Badalona, Cornellà, Barcelona y su área metropolitana. ¿Son todos turistas? Ni mucho menos. ¿Son todos jóvenes irresponsables contagiándose los unos a los otros en botellones nocturnos? Algunos, pero no la mayoría. ¿Son temporeros alojados de forma infrahumana? Solo en algunos puntos. Somos todos. ¿Todos los que nos ponemos la mascarilla de bufanda porque no la soportamos en el calor intenso del verano (que, por cierto, no parece afectar mucho al virus como decía una leyenda urbana), los que no calculamos la distancia de metro y medio en lugares públicos, los que nos apretujamos en el transporte público porque hay que ir a trabajar, los que fumamos en público sin acordarnos de que el humo lleva partículas y las partículas virus, los que no conseguimos renunciar al abrazo porque sin eso, para qué vivir?
Los más sensatos discurseamos a los demás sin acordarnos de nuestros consejos. Y, sobre todo, esperamos, esperamos la vacuna bendita que nos salvará a todos. Por fin reconocemos la utilidad esencial de la ciencia, porque sin ciencia básica no hay desarrollo posible de vacunas. Los medios nos informan de cada progreso en cada país. Que si los chinos, que si Oxford, que si Moderna, que si alguna de las 12 vacunas en fase de investigación en el Estado español. Nos agarramos a una fecha: primavera del 2021. Aunque algunos, sobre todo empresas en busca de beneficios aprovechando la urgencia colectiva, tratan de acelerar los tiempos, iniciando ensayos con humanos más o menos voluntarios, incluido el ejército chino y pobres reclutados en barrios marginales de algunas ciudades. Es la carrera para ver quien salva antes a la humanidad. ¿Y luego? Pues luego habrá que verificar la vacuna y aprobarla en cada país. Y producirla masivamente; ya tenemos muchas empresas alistándose en el empeño, algunas de ellas en Cataluña. Después habrá que distribuirla, en gigantescas campañas de vacunación con más o menos garantía según países y con el miedo lógico de muchas personas, sobre todo si creen que no va con ellas.
Recuerden que mientras haya infectados, aunque sean pocos, este virus se propaga muy rápidamente. Esperando que no mute demasiado, lo que no hace hasta ahora. Aún así, hay una carrera contra el tiempo entre las redes globales y locales de difusión del virus y las redes de vacunación e inmunización. Por eso cuando lo pensamos, se alarga el tiempo de espera y se dispara la impaciencia.
Como el confinamiento, total, parcial, puntual o reticular, es lo único que hemos comprobado que puede detener la difusión de este bicho que nos corroe, y como hay una proporción creciente de asintomáticos conforme desciende la edad del contagio, se nos acaba el aguante. Y nos escabullimos de las precauciones buscando pretextos. Pensando que todo vuelve, que está a la esquina de la vuelta temporal. Sin aceptar que la vida que vuelve no es ni será la vida que dejamos. La nueva normalidad no es la vieja normalidad. Porque no se trata de un paréntesis, sino de un punto y aparte. ¿Seremos capaces de aceptarlo para reinventar la vida?
Manuel Castells (La Vanguardia, 18-07-2020)
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