HIMNOS HOMÉRICOS
III
A APOLO. CONT.
83 Así dijo. Y Leto prestó el gran juramento de los dioses:
84 — Sépalo ahora la tierra y desde arriba el anchuroso
cielo y el agua corriente de la Estix —que es el juramento mayor
y más terrible para los bienaventurados dioses—: en verdad que
siempre estarán aquí el perfumado altar y el bosque de Febo, y
éste te honrará más que a ninguna.
89 Luego que juró y hubo acabado el juramento, Delos se
alegró mucho por el próximo nacimiento del soberano que hiere
de lejos, y Leto estuvo nueve días y nueve noches atormentada
por desesperantes dolores de parto. Las diosas más ilustres se
hallaban todas dentro de la isla —Dione, Rea, Temis, Icnea, la
ruidosa Anfitrite y otras inmortales— a excepción de Hera, de
níveos brazos, que se hallaba en el palacio de Zeus, el que
amontona las nubes. La única que nada sabía era
Ilitia, que preside a los dolores del parto, pues se hallaba en la
cumbre del Olimpo, debajo de doradas nubes, por la astucia de
Hera, la de níveos brazos, que la retenía por celos; porque Leto,
la de hermosas trenzas, había de dar a luz un hijo irreprensible
y fuerte.
102 Las diosas enviaron a Iris, desde la isla de hermosas
moradas, para que les trajera a Ilitia, a la cual prometían un gran
collar de nueve codos cerrado con hilos de oro; y encargaron a
aquélla que la llamara a escondidas de Hera, la de níveos brazos:
brazos: no fuera que con sus palabras la disuadiera de venir. Así
que lo oyó la veloz Iris, de pies rápidos como el viento, echó a
correr y anduvo velozmente el espacio intermedio. Y en cuanto
llegó a la mansión de los dioses, al excelso Olimpo, enseguida
llamó a Ilitia afuera del palacio y le dijo todas aquellas aladas
palabras, como se lo habían mandado las que poseen olímpicas
moradas. Persuadióle el ánimo que tenía en su pecho y ambas
partieron, semejantes en el paso a tímidas palomas. Cuando Ilitia,
que preside los dolores del parto, hubo entrado en Delos, a Leto
le llegó el parto y se dispuso a parir. Echó los brazos alrededor de
una palmera, hincó las rodillas en el ameno prado y sonrió la tierra
debajo: Apolo salió a la luz, y todas las diosas gritaron.
120 Entonces, oh Febo, que hieres de lejos, las diosas te
lavaron casta y puramente con agua cristalina; y te fajaron con
un lienzo blanco, fino y nuevo, que ciñeron con un cordón de oro.
Pero la madre no amamantó a Apolo; sino que Temis, con sus
manos inmortales, le propino néctar y agradable ambrosía; y Leto
se alegró por haber dado a luz un hijo que lleva arco y es belicoso.
127 Mas cuando hubiste comido el divinal manjar, oh Febo,
el cordón de oro no te ciñó a ti todavía palpitante, ni las ataduras
te sujetaron; pues todos los lazos cayeron. Y al punto Febo Apolo
habló así entre las diosas:
131 — Tenga yo la cítara amiga y el curvado arco, y con mis
oráculos revelaré a los hombres la verdadera voluntad de Zeus.
133 Habiendo hablado así, echó a andar por la tierra de
anchos caminos Febo intonso, que hiere de lejos. Todas las inmortales
se admiraron. Y toda Delos estaba cargada de oro y contemplaba con
júbilo la prole de Zeus y de Leto, porque el dios la había preferido a las
demás islas y al continente para poner en ella su morada, y la había
amado más en su corazón; y floreció como cuando la cima de un monte
se cubre de silvestres flores.
140 Y tú, que llevas arco de plata, soberano Apolo, que hieres de
lejos, ora subes al escarpado Cinto, ora vagas por las islas y por entre
los hombres. Tienes muchos templos y bosques poblados de árboles, y
te son agradables todas las atalayas y las puntas extremas de los altos
montes y los ríos que corren hacia el mar; pero es en Delos donde más
se regocija tu corazón, oh Febo, que allí se reúnen en tu honor los
jonios de rozagantes vestiduras juntamente con sus hijos y sus
venerandas esposas. Ellos, acordándose de ti, te deleitan con el pugilato,
la danza y el canto, cada vez que celebran sus juegos. Dijera que los jonios
son inmortales y se libran siempre de la vejez, quien se encontrara allí
cuando aquéllos están reunidos; pues advertiría la gracia de todos y
regocijaría su ánimo contemplando los hombres y las mujeres de bella
cintura, y las naves veloces, y las muchas riquezas que tienen. Hay, fuera
de esto, una gran maravilla, cuya gloria jamás se extinguirá: las
doncellas de Delos, servidoras del que hiere de lejos, las cuales celebran
primeramente a Apolo y luego, recordando a Leto y a Ártemis, que se
huelga con las flechas, cantan el himno de los antiguos hombres y mujeres,
y dejan encantado al humanal linaje. Saben imitar las voces y el repique de
los crótalos de todos los hombres, y cada uno creería que es él quien habla:
de tal suerte son aptas para el hermoso canto.
CONT.
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