***
Y ese hombre había venido a verme a mi propia casa. Tomó asiento. «Veo en
usted —continuó— una gran fuerza de carácter, pues no tuvo miedo de servir a la
verdad en un asunto en el que, por esa misma verdad, se arriesgó a sufrir el desprecio
general.» «Quizá esté exagerando mucho en sus elogios», le dije. «No, no exagero —
me respondió—, créame que hacer algo así es mucho más difícil de lo que usted
piensa. De hecho —prosiguió—, ha sido eso lo que me ha impresionado y
precisamente por eso he venido a verle. Descríbame, si no desdeña esta curiosidad
mía, acaso indiscreta, qué sintió exactamente en el momento en que decidió pedir
perdón en el duelo, si es que lo recuerda. No considere frívola mi pregunta, al
contrario, se la hago con una finalidad secreta que probablemente le explicaré más
adelante si es que Dios considera conveniente acercarnos aún más.»
Mientras hablaba, no dejé de mirarlo y, de pronto, sentí una confianza fortísima en
él, además de una excepcional curiosidad, porque tuve la sensación de que su alma
guardaba un secreto muy especial.
«Me pregunta qué sentí exactamente en el momento en que pedí perdón a mi
adversario —le respondí—, pero será mejor que se lo cuente todo desde el principio,
cosa que no he hecho con nadie —y le relaté todo lo ocurrido en casa con Afanasi y
cómo me había postrado ante él en el suelo—. Como puede usted ver —concluí—, en
el duelo ya fue todo más sencillo, porque yo había dado en casa los primeros pasos y,
una vez que emprendes ese camino, lo demás no solo no es difícil, sino incluso
placentero y alegre.»
Me escuchaba y me miraba con atención: «Todo esto —me dice— es
extraordinariamente curioso, vendré más veces a verle». Y desde entonces empezó a
visitarme casi cada tarde. Y nos habríamos hecho amigos íntimos si él me hubiera
hablado de sí mismo. Pero de sí mismo no decía casi ni una palabra, no hacía más que
interrogarme. Aun así, le tomé mucho aprecio y le confié por completo mis
sentimientos, pues pensaba: ¿qué más me da a mí su secreto? Incluso sin él, veo que
es un hombre justo. Además, es un hombre tan serio y tan diferente a mí en edad, y
viene a mi casa, a casa de un joven como yo, sin el menor desprecio. Aprendí de él
muchas cosas de provecho, pues era un hombre de gran inteligencia. «Eso de que la
vida es el paraíso… —me dijo un día—; hace mucho que le doy vueltas —y añadió de
repente—: no pienso en otra cosa. —Me miró y sonrió—. Estoy más convencido que
usted, más tarde sabrá por qué.» Al oír esto me dije: «Seguro que quiere revelarme
algo». «El paraíso —dijo— se esconde en cada uno de nosotros; ahora, por ejemplo,
también se oculta en mí y, si así lo quiero, mañana mismo se hará realidad y así será ya
para toda la vida. —Lo miro, habla conmovido y me mira misteriosamente, como
interrogándome—. Y cuando dice usted que todo hombre —prosiguió— es culpable
por todos y por todo, además de por sus propios pecados… ese razonamiento suyo es
muy acertado, y es asombroso que, de repente, haya podido abrazar esa idea con tal
plenitud. Y, en verdad, es cierto que, cuando la gente comprenda esta idea, entonces
surgirá para ella el reino de los cielos no en sueños, sino en realidad.» «Pero ¿cuándo
se cumplirá esta idea? —exclamé yo con pesar—. ¿Se hará realidad alguna vez? ¿No
será solo un sueño?» «Así que usted no tiene fe, predica pero no tiene fe. Ha de saber
que, indudablemente, ese sueño, como usted dice, se hará realidad, créalo, pero no
ahora, pues hay una ley para cada acción
cont
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Y ese hombre había venido a verme a mi propia casa. Tomó asiento. «Veo en
usted —continuó— una gran fuerza de carácter, pues no tuvo miedo de servir a la
verdad en un asunto en el que, por esa misma verdad, se arriesgó a sufrir el desprecio
general.» «Quizá esté exagerando mucho en sus elogios», le dije. «No, no exagero —
me respondió—, créame que hacer algo así es mucho más difícil de lo que usted
piensa. De hecho —prosiguió—, ha sido eso lo que me ha impresionado y
precisamente por eso he venido a verle. Descríbame, si no desdeña esta curiosidad
mía, acaso indiscreta, qué sintió exactamente en el momento en que decidió pedir
perdón en el duelo, si es que lo recuerda. No considere frívola mi pregunta, al
contrario, se la hago con una finalidad secreta que probablemente le explicaré más
adelante si es que Dios considera conveniente acercarnos aún más.»
Mientras hablaba, no dejé de mirarlo y, de pronto, sentí una confianza fortísima en
él, además de una excepcional curiosidad, porque tuve la sensación de que su alma
guardaba un secreto muy especial.
«Me pregunta qué sentí exactamente en el momento en que pedí perdón a mi
adversario —le respondí—, pero será mejor que se lo cuente todo desde el principio,
cosa que no he hecho con nadie —y le relaté todo lo ocurrido en casa con Afanasi y
cómo me había postrado ante él en el suelo—. Como puede usted ver —concluí—, en
el duelo ya fue todo más sencillo, porque yo había dado en casa los primeros pasos y,
una vez que emprendes ese camino, lo demás no solo no es difícil, sino incluso
placentero y alegre.»
Me escuchaba y me miraba con atención: «Todo esto —me dice— es
extraordinariamente curioso, vendré más veces a verle». Y desde entonces empezó a
visitarme casi cada tarde. Y nos habríamos hecho amigos íntimos si él me hubiera
hablado de sí mismo. Pero de sí mismo no decía casi ni una palabra, no hacía más que
interrogarme. Aun así, le tomé mucho aprecio y le confié por completo mis
sentimientos, pues pensaba: ¿qué más me da a mí su secreto? Incluso sin él, veo que
es un hombre justo. Además, es un hombre tan serio y tan diferente a mí en edad, y
viene a mi casa, a casa de un joven como yo, sin el menor desprecio. Aprendí de él
muchas cosas de provecho, pues era un hombre de gran inteligencia. «Eso de que la
vida es el paraíso… —me dijo un día—; hace mucho que le doy vueltas —y añadió de
repente—: no pienso en otra cosa. —Me miró y sonrió—. Estoy más convencido que
usted, más tarde sabrá por qué.» Al oír esto me dije: «Seguro que quiere revelarme
algo». «El paraíso —dijo— se esconde en cada uno de nosotros; ahora, por ejemplo,
también se oculta en mí y, si así lo quiero, mañana mismo se hará realidad y así será ya
para toda la vida. —Lo miro, habla conmovido y me mira misteriosamente, como
interrogándome—. Y cuando dice usted que todo hombre —prosiguió— es culpable
por todos y por todo, además de por sus propios pecados… ese razonamiento suyo es
muy acertado, y es asombroso que, de repente, haya podido abrazar esa idea con tal
plenitud. Y, en verdad, es cierto que, cuando la gente comprenda esta idea, entonces
surgirá para ella el reino de los cielos no en sueños, sino en realidad.» «Pero ¿cuándo
se cumplirá esta idea? —exclamé yo con pesar—. ¿Se hará realidad alguna vez? ¿No
será solo un sueño?» «Así que usted no tiene fe, predica pero no tiene fe. Ha de saber
que, indudablemente, ese sueño, como usted dice, se hará realidad, créalo, pero no
ahora, pues hay una ley para cada acción
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