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    Mensaje por Maria Lua Lun 11 Nov 2024, 12:03

    ***

    VII



    EL VIAJERO TOMA SUS PRECAUCIONES PARA REGRESAR



    Eran cerca de las ocho de la noche cuando el calesín que habíamos dejado en la carretera entró por la
    puerta cochera de la casa de postas de Arras. El hombre a quien hemos seguido hasta este momento se
    apeó, respondió con aire distraído a las solicitudes de los criados de la posada, despidió al postillón con
    el caballo de refresco y llevó al pequeño caballo blanco hasta la cuadra; luego, empujó la puerta de una
    sala de billar que estaba en la planta baja, se sentó y apoyó los codos en una mesa. Había empleado
    catorce horas en un viaje que esperaba hacer en seis. Se decía que no era suya la culpa; pero, en el fondo,
    no estaba disgustado.
    La posadera entró.
    —¿Queréis comer? ¿Queréis acostaros?
    Hizo un signo negativo con la cabeza.
    —El mozo de cuadras dice que vuestro caballo está muy cansado.
    Aquí rompió el silencio:
    —¿No podrá volver a viajar mañana por la mañana?
    —¡Oh, señor!, necesita, por lo menos, dos días de descanso.
    —¿No es ésta la oficina de correos?
    —Sí, señor.
    La posadera le llevó al despacho, donde presentó el pasaporte y se informó de si había medios de
    regresar aquella misma noche a Montreuil-sur-Mer, en el correo; precisamente el asiento junto al
    postillón estaba desocupado; lo reservó y lo pagó.
    —Señor —dijo el empleado—, se parte a la una en punto de la madrugada.
    Una vez hecho esto, salió de la posada y comenzó a andar por la ciudad.
    No conocía Arras, las calles estaban oscuras y él andaba a la ventura. No obstante parecía obstinarse
    en no preguntar su camino a los transeúntes. Pasó el riachuelo Crinchon y se encontró en un dédalo de
    callejuelas estrechas, donde se perdió. Después de algunas dudas, se decidió a dirigirse a un ciudadano
    que andaba con un farol, no sin antes haber mirado en derredor, como si temiera que alguien pudiera oír
    la pregunta que iba a hacer.
    —Señor, ¿el palacio de Justicia, por favor?
    —¿No sois de la ciudad, señor? —respondió el transeúnte, que era un hombre bastante anciano—.
    Pues, bien, seguidme. Voy precisamente hacia el palacio, es decir, hacia la prefectura. Están ahora
    reparando el palacio y, provisionalmente, los tribunales celebran sus audiencias en la prefectura.
    —¿Es allí donde se ven las causas?
    —Sin duda, señor. La prefectura era el palacio del obispo, antes de la revolución. Monseñor de
    Conzié, que era el obispo en el año ochenta y dos, hizo construir una gran sala. Es ahí donde se juzga.
    Mientras andaban, el hombre le dijo:
    —Si lo que queréis ver es un proceso, es ya un poco tarde. Ordinariamente, las sesiones terminan a
    las seis.
    No obstante, cuando llegaron a la gran plaza, el hombre le señaló cuatro amplias ventanas iluminadas
    en la fachada de un vasto y tenebroso edificio.
    —A fe mía, señor, que llegáis a tiempo; tenéis suerte. ¿Veis esas cuatro ventanas? Son de la sala del
    tribunal. Hay luz, lo cual significa que no han terminado aún. El asunto se habrá alargado y tendrán
    audiencia de noche. ¿Tenéis interés en esta causa? ¿Es algún proceso criminal? ¿Sois testigo?
    Respondió:
    —No vengo a ninguna causa; únicamente tengo que hablar con un abogado.
    —Eso es distinto —dijo el hombre—. Ahí está la puerta. Donde está el centinela. No tendréis más
    que subir la escalera principal.
    Siguió las indicaciones del hombre y, algunos minutos más tarde, estaba en una sala donde había
    mucha gente y varios grupos compuestos en parte de abogados con toga, que cuchicheaban.
    Es cosa que oprime el corazón ver estos grupos de hombres vestidos de negro que hablan en voz baja
    ante la puerta de la sala del tribunal. Es muy raro encontrar caridad y compasión en sus palabras; en
    cambio, de ellas salen muy a menudo condenas prematuras. Todos estos grupos parecen, al observador
    que los contempla, sombrías colmenas donde espíritus zumbantes construyen en común toda clase de
    edificios tenebrosos.
    Aquella sala, espaciosa y alumbrada por una sola lámpara, era una antigua antecámara del palacio
    del obispo, y servía de sala de «pasos perdidos». Una puerta de dos hojas, cerrada en aquel momento, la
    separaba de la gran sala donde se reunía el tribunal de la audiencia.
    La oscuridad era tal que no temió dirigirse al primer abogado que encontró.
    —Señor —dijo—, ¿en qué están?
    —Ya se acabó —respondió el abogado.
    —¡Se acabó!
    Esta palabra fue pronunciada con un acento tal que el abogado se volvió.
    —Perdón, señor, ¿sois quizás algún pariente?
    —No. No conozco a nadie aquí. ¿Ha habido condena?
    —Sin duda. No era posible otra cosa.
    —¿A trabajos forzados…?
    —A perpetuidad.
    Continuó, con una voz tan débil que apenas podía oírsele:
    —¿Se ha probado la identidad?
    —¿Qué identidad? —repuso el abogado—. No había identidad que probar. El asunto era muy
    sencillo. Esa mujer había matado a su hijo; el infanticidio ha sido probado y el jurado ha desechado el
    cargo de premeditación; ha sido condenada a presidio de por vida.
    —¿Es, pues, una mujer? —dijo.
    —Claro, la Limosin. ¿De quién habláis?
    —De nadie. Pero, puesto que han acabado, ¿por qué está aún la sala iluminada?
    —Por otro proceso que ha empezado hace cerca de dos horas. —¿Cuál?
    —¡Oh! Está muy claro también: un pícaro, un reincidente, un presidiario que ha robado. No recuerdo
    su nombre; pero tiene cara de bandido, sólo por su rostro le enviaría yo a presidio.
    —Señor, ¿no hay medio de penetrar en la sala?
    —Creo que no. Hay mucha gente. Sin embargo, se ha aplazado la audiencia; han salido algunas
    personas y, cuando vuelvan a abrir, podéis probar.
    —¿Por dónde se entra?
    —Por esa puerta grande.
    El abogado lo dejó. En pocos instantes, había experimentado, casi simultáneamente, todas las
    emociones posibles. Las palabras de aquel indiferente le habían atravesado el corazón como agujas de
    hielo y como puntas de fuego. Cuando vio que aún no había terminado la causa, respiró; pero no hubiera
    podido decir si lo que sentía era alegría o dolor.
    Se acercó a varios grupos y escuchó lo que hablaban. Había muchas causas, y el presidente había
    señalado para aquel día dos de las más sencillas y cortas. Habían empezado por el infanticidio y ahora se
    veía la del presidiario, del reincidente, de «la cabra que siempre tira al monte». Aquel hombre había
    robado manzanas, pero aquello no estaba bien probado; lo que estaba probado es que había estado ya en
    las galeras en Tolón. Esto es lo que daba mal giro a su causa. Por lo demás, el interrogatorio del hombre
    había terminado, y las declaraciones de los testigos también; pero faltaba aún la acusación del ministerio
    público y la defensa del abogado, con lo cual aquello no terminaría antes de las doce de la noche. El
    hombre sería probablemente condenado; el abogado fiscal era muy elocuente, y no perdía ninguna causa
    de éstas; era un joven de talento, que hacía versos.
    Cerca de la puerta, de pie, estaba un ujier, a quien preguntó:
    —¿Se abrirá pronto la puerta?
    —No se abrirá —respondió el ujier.
    —¡Cómo! ¿No se volverá a abrir cuando continúe la vista? ¿No está aplazada la audiencia?
    —La audiencia acaba de ser reanudada —repuso el ujier—, pero la puerta no se abrirá.
    —¿Por qué?
    —Porque la sala está llena.
    —¡Qué! ¿No hay ni un solo sitio?
    —Ni uno. La puerta está cerrada y nadie puede entrar. —El ujier añadió, tras un silencio—: Hay aún
    dos o tres sitios detrás del señor presidente, pero el señor presidente no admite allí más que a
    funcionarios públicos.
    Una vez dicho esto, el ujier volvió la espalda.
    El hombre se retiró, con la cabeza baja; atravesó la antecámara y bajó la escalera lentamente, como
    dudando a cada peldaño. Es probable que tuviera una especie de consejo consigo mismo. El violento
    combate que se libraba en él, desde la víspera, no había terminado; a cada momento, entraba en una
    nueva peripecia. Al llegar al rellano de la escalera, se apoyó en la barandilla y cruzó los brazos. De
    repente, abrió su levita, cogió su cartera, sacó un lápiz, arrancó una hoja, y escribió rápidamente, a la luz
    del farol, unas palabras: «Señor Madeleine, alcalde de Montreuil-sur-Mer». Luego, volvió a subir la
    escalera a grandes pasos, atravesó la multitud, se dirigió al ujier, le entregó el papel y le dijo, con
    autoridad:
    —Entregad esto al señor presidente.
    El ujier cogió el papel, le echó una ojeada y obedeció.






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    Mensaje por Maria Lua Lun 11 Nov 2024, 12:06

    ***

    VIII


    ENTRADA DE FAVOR


    El alcalde de Montreuil-sur-Mer había adquirido, sin él saberlo, una cierta celebridad. Hacía siete
    años que su reputación y su virtud se extendían por todo el Bas Boulonnais, y había acabado por
    franquear los límites de tan pequeña comarca, extendiéndose por las dos o tres provincias vecinas.
    Además del servicio considerable que había hecho a la cabeza de partido, reformando la industria de los
    abalorios negros, no había ni uno solo de los ciento cuarenta y tres ayuntamientos del distrito de
    Montreuil-sur-Mer que no le debiera algún beneficio. Había sabido incluso ayudar y fecundar las
    industrias de los otros distritos. Había sostenido, con su crédito y sus fondos, la fábrica de tul de
    Boulogne, la hilatura de lino a máquina en Frévent y la manufactura hidráulica de tejidos en Boubers-surCanche. En todas partes se pronunciaba con veneración su nombre. Arras y Douai envidiaban su alcalde
    a la dichosa pequeña población de Montreuil-sur-Mer.
    El consejero de la audiencia de Douai, que presidía la sesión del tribunal en Arras, conocía, como
    todo el mundo, aquel nombre tan profunda y universalmente honrado. El ujier, abrió discretamente la
    puerta que comunicaba la sala del Consejo con la de la Audiencia, se inclinó detrás del presidente, le dio
    el papel que acabamos de leer y le dijo:
    —Este señor desea asistir a la audiencia.
    El presidente hizo un vivo movimiento de deferencia, cogió la pluma, escribió algunas palabras en el
    mismo papel, y lo devolvió al ujier, diciendo:
    —Hacedle entrar.
    El desgraciado cuya vida vamos refiriendo se había quedado cerca de la puerta de la sala, en el
    mismo sitio y con la misma actitud en que el portero le había dejado. Oyó, en medio de sus reflexiones,
    que alguien le decía:
    —¿Quiere el señor hacerme el honor de seguirme?
    Era el mismo ujier que un momento antes le había vuelto la espalda, y que ahora se inclinaba hasta el
    suelo. El ujier le entregó el papel; Madeleine lo desdobló y, como estaba cerca de la lámpara, pudo leer:
    «El presidente del tribunal presenta sus respetos al señor Madeleine».
    Arrugó el papel entre sus manos, como si aquellas palabras tuvieran para él un sabor extraño y
    amargo.
    Siguió al ujier.
    Algunos minutos después, se encontraba solo, en una especie de gabinete artesonado, de aspecto
    severo, iluminado por dos velas colocadas sobre una mesa cubierta por un tapete verde. Tenía aún en los
    oídos las últimas palabras del ujier:
    —Señor, ésta es la sala del Consejo; no tenéis más que girar el pomo de cobre de esta puerta y os
    encontraréis en la Audiencia, detrás del sillón del señor presidente.
    Estas palabras se mezclaban, en su pensamiento, con un recuerdo vago de corredores estrechos y
    negras escaleras que acababa de recorrer.
    El ujier le había dejado solo. El momento supremo había llegado. Trataba de concentrarse en sí
    mismo, sin conseguirlo. Es precisamente en los momentos en que se tendría mayor necesidad de ligarlos
    a las realidades dolorosas de la vida cuando los hilos del pensamiento se rompen en el cerebro. Estaba
    en el mismo lugar donde los jueces deliberan y condenan. Miraba, con una tranquilidad estúpida, aquella
    habitación pacífica y temible, donde tantas existencias habían sido rotas, donde su nombre iba a resonar
    dentro de poco, y que su destino atravesaba en aquel momento. Miraba la pared y luego se miraba a sí
    mismo, asombrándose de que fuese aquella cámara y de que fuese él mismo.
    No había comido desde hacía más de veinticuatro horas, estaba rendido por los vaivenes del calesín,
    pero no lo sentía; le parecía que no sentía nada.
    Se acercó a un marco negro, que estaba colgado de la pared y que contenía, bajo un cristal, una vieja
    carta autógrafa de Jean Nicolás Pache, alcalde de París y ministro, fechada, sin duda por error, el 9 de
    junio del año II, y en la cual Pache enviaba al municipio la lista de ministros y de diputados arrestados en
    sus casas. Quien hubiera podido observarle en aquel momento habría sin duda imaginado que aquella
    carta le parecía muy curiosa, porque no apartaba la vista de ella y la leyó dos o tres veces. Leía sin
    prestar ninguna atención a ello. Pensaba en Fantine y en Cosette.
    Sin dejar de meditar, se volvió y sus ojos encontraron el pomo de cobre de la puerta que le separaba
    de la sala del tribunal. Casi había olvidado aquella puerta. Su mirada, hasta entonces tranquila, se detuvo
    en aquel pomo, se aferró a él, quedó como enajenada y fría y se fue impregnando poco a poco de terror.
    Gruesas gotas de sudor salían de entre sus cabellos y resbalaban por sus sienes.
    En cierto momento, hizo, con una especie de autoridad mezclada con rebelión, ese gesto
    indescriptible que quiere decir, y dice tan bien: «¡Pardiez! ¿Quién me obliga a esto?». Luego se volvió
    con viveza, vio delante de sí la puerta por la cual había entrado, fue hacia ella, la abrió y salió. No
    estaba ya en aquella habitación, estaba fuera, en un corredor, un corredor largo, estrecho, alumbrado aquí
    y allá por reverberos parecidos a lamparillas para velar enfermos; era el corredor por donde había
    entrado. Respiró; escuchó; ningún ruido tras él, ningún ruido delante de él; huyó, como si le persiguieran.
    Cuando dejó atrás algunos recodos del pasillo, escuchó una vez más. Siempre el mismo silencio y la
    misma sombra que le rodeaba. Estaba sofocado, vacilaba, se apoyó en la pared. La piedra estaba fría y
    su sudor era helado en su frente; se enderezó estremeciéndose.
    Entonces, solo, de pie en aquella oscuridad, temblando de frío, y tal vez también de otra cosa, meditó.
    Había meditado durante toda la noche, había meditado durante todo el día; sólo podía oír una voz que
    le decía: «¡Ay de ti!»
    Transcurrió un cuarto de hora. Por fin, inclinó la cabeza, suspiró con angustia, dejó caer los brazos y
    volvió sobre sus pasos. Andaba lentamente, como oprimido. Parecía que alguien le hubiese cogido en su
    huida y le condujese.
    Entró en la habitación del Consejo. Lo primero que vio fue el pomo de la puerta. Aquel pomo
    redondo y de cobre pulimentado resplandecía como una estrella terrible. Lo miraba como una oveja
    miraría el ojo de un tigre.
    Sus ojos no podían separarse de él.
    De cuando en cuando, daba un paso y se acercaba a la puerta.
    Si hubiera escuchado, habría oído una especie de murmullo confuso, el ruido de la sala; pero no
    escuchaba nada, no oía nada.
    De repente, sin que él mismo supiera cómo, se encontró junto a la puerta. Cogió convulsivamente el
    pomo; la puerta se abrió.
    Estaba en la sala de la Audiencia.






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    Mensaje por Maria Lua Lun 11 Nov 2024, 12:07

    ***
    IX
    UN LUGAR DONDE EMPIEZAN A FORMARSE LAS CONVICCIONES
    Dio un paso, cerró maquinalmente la puerta tras de sí y se quedó de pie, examinando lo que veía.
    Era la sala un vasto recinto apenas iluminado; ya silencioso, ya lleno de un vago rumor, donde todo el
    aparato de un proceso criminal se desarrollaba con su gravedad mezquina y lúgubre, en medio de la
    multitud.
    En un extremo de la sala, precisamente en el mismo en que él estaba, los jueces, con aire distraído,
    con toga usada, se mordían las uñas o cerraban los párpados; al otro extremo, una multitud desharrapada;
    abogados en toda clase de actitudes; soldados de rostro honrado y duro; viejos frisos de madera
    manchados, un techo sucio, mesas cubiertas con una sarga más amarilla que verde, puertas ennegrecidas
    por las manos; algunos clavos en el artesonado; quinqués tabernarios que daban más humo que claridad;
    sobre las mesas, velas en sus candeleros de cobre; oscuridad, fealdad, tristeza; y de todo aquello se
    desprendía una impresión austera y augusta, pues se presentía esa gran cosa humana que se llama Ley, y
    esta gran cosa divina que se llama Justicia.
    Nadie, de aquella multitud, le prestó atención. Todas las miradas convergían en un punto único, un
    banco de madera adosado a una puertecilla, a lo largo de la pared, a la izquierda del presidente. Sobre
    aquel banco, iluminado por varias velas, había un hombre entre dos gendarmes.
    Aquel hombre era el hombre.
    No le buscó, le vio. Sus ojos se dirigieron allí naturalmente, como si de antemano supiesen ya el sitio
    que ocupaba.
    Creyó verse a sí mismo, envejecido, no exactamente con su mismo rostro, pero con su misma actitud y
    su mismo aspecto, con los cabellos erizados, con aquella mirada salvaje e inquieta, con aquella blusa que
    llevaba el día en que entró en Digne, lleno de odio y ocultando en su alma aquel espantoso tesoro de
    pensamientos terribles, acumulados durante diecinueve años de presidio.
    Se dijo, con un estremecimiento: «¡Dios mío! ¿Me convertiré yo en eso?»
    Aquel hombre parecía tener por lo menos sesenta años; había en su aspecto un no sé qué de rudeza, de
    estupidez y de espanto.
    Al ruido de la puerta, el presidente volvió la cabeza y, comprendiendo que el personaje que acababa
    de entrar era el señor alcalde de Montreuil-sur-Mer, le saludó. El abogado fiscal, que había visto al
    señor Madeleine en Montreuil-sur-Mer, adonde las funciones de su ministerio le habían llamado en
    algunas ocasiones, le reconoció y le saludó igualmente. Él apenas se dio cuenta. Era presa de una especie
    de alucinación; miraba.
    Jueces, un escribano, gendarmes, una multitud de cabezas cruelmente curiosas: había visto ya una vez
    aquello, veintisiete años antes. Estas cosas funestas las volvía a encontrar ahora, estaban allí, se movían,
    existían. No era un esfuerzo de su memoria, ni un espejismo, eran verdaderos gendarmes, verdaderos
    jueces, una verdadera multitud y verdaderos hombres de carne y hueso. Aquello existía evidentemente;
    veía reaparecer y revivir a su alrededor, en toda su horrible realidad, los aspectos monstruosos de su
    pasado.
    Todo aquello estaba ante él.
    Se sintió horrorizado, cerró los ojos y exclamó, en lo más profundo de su alma: «¡Jamás!»
    Y por un juego trágico del destino, que hacía temblar todas sus ideas y casi le volvía loco, tenía
    delante a otro que era él mismo. Aquel hombre a quien estaban juzgando era conocido por todos como
    Jean Valjean.
    Tenía ante sus ojos, visión inaudita, la escena más horrible de su vida, representada por un fantasma.
    Todo era lo mismo, el mismo aparato, la misma hora de la noche, casi las mismas caras de los jueces,
    de los soldados y de los espectadores. Sólo que encima de la cabeza del presidente había un crucifijo,
    cosa que faltaba en los tribunales del tiempo de su condena. Cuando le habían juzgado a él, Dios estaba
    ausente.
    Detrás de él había una silla; se dejó caer en ella, aterrado por la idea de que pudieran verle. Cuando
    estuvo sentado, se aprovechó de un montón de legajos que había sobre la mesa de los jueces para ocultar
    su rostro a toda la sala. Ahora podía ver sin ser visto. Poco a poco, fue recobrándose. Entró plenamente
    en el sentimiento de lo real; llegó a esa fase de la calma en la que es posible escuchar.
    El señor Bamatabois era uno de los jurados.
    Buscó a Javert, pero no le vio. El banco de los testigos quedaba fuera de su vista, tras la mesa del
    escribano. Además, acabamos de decirlo, la sala estaba apenas iluminada.
    En el momento en que entró, el abogado del acusado acababa su defensa. La atención de todos estaba
    excitada en el más alto grado; la vista duraba desde hacía ya tres horas. Desde hacía tres horas, aquella
    multitud veía encorvarse poco a poco, bajo el peso de una verosimilitud horrible, a un hombre, un
    desconocido, un ser miserable, profundamente estúpido o profundamente hábil. Aquel hombre, como ya
    sabemos, era un vagabundo que había sido encontrado en un campo mientras llevaba una rama de
    manzanas maduras, arrancada a un manzano en un cercado vecino, el cercado Pierron. ¿Quién era aquel
    hombre? Habíase procedido a una investigación; acababan de ser oídos los testigos; éstos habían sido
    unánimes, y los hechos se habían aclarado. La acusación decía:
    —No solamente tenemos aquí a un ladrón de frutos, a un merodeador; tenemos aquí, en nuestras
    manos, a un bandido, a un relapso, a un antiguo presidiario, a un malvado de los más peligrosos, a un
    malhechor llamado Jean Valjean, a quien la justicia busca desde hace largo tiempo, y quien, hace ocho
    años, al salir del presidio de Tolón, cometió un robo en despoblado, a mano armada, contra la persona de
    un pequeño saboyano llamado Gervais, crimen previsto en el artículo 383 del Código Penal, por el cual
    nos reservamos acusarle ulteriormente, cuando la identidad sea comprobada judicialmente. Acaba de
    cometer otro robo. Es un caso de reincidencia. Condenadle ahora por el último hecho; más tarde será
    juzgado por el antiguo.
    Ante esta acusación, Champmathieu parecía sorprendido, especialmente ante la unanimidad de los
    testigos. Hacía gestos y señas que querían decir no, o bien contemplaba el techo. Hablaba con dificultad,
    respondía con embarazo; pero, de la cabeza a los pies, toda su persona negaba. Estaba como un idiota en
    presencia de aquellas inteligencias en formación de batalla a su alrededor, y como un extraño en medio
    de aquella sociedad que le cercaba. Y, sin embargo, de allí podía salir un porvenir terrible; la
    verosimilitud crecía por momentos, y toda aquella multitud miraba, con más ansiedad que él mismo,
    aquella sentencia llena de calamidades que pendía sobre su cabeza. Una eventualidad dejaba incluso
    entrever como posible la pena de muerte, si la identidad era reconocida y si sobre el robo a Gervais
    recaía una condena. ¿Qué era, pues, aquel hombre? ¿De qué naturaleza era su apatía? ¿Era imbécil o
    astuto? ¿Comprendía demasiado o no comprendía absolutamente nada? Cuestiones que dividían a la
    multitud, y que parecían poner en desacuerdo también al jurado. En aquel proceso había lo que horroriza
    y lo que intriga; el drama no era solamente sombrío, era oscuro.




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    Mensaje por Maria Lua Lun 11 Nov 2024, 12:08

    ***
    El defensor había abogado bastante bien, en esa lengua de provincias que ha sido por mucho tiempo
    la elocuencia del foro, y que empleaban antiguamente todos los letrados, lo mismo en París que en
    Romorantin o en Montbrison, y que hoy, habiéndose convertido en clásica, la practican sólo los oradores
    oficiales del estrado, a quienes conviene por su sonoridad grave y su frase majestuosa; lengua en la que
    un marido se llama un «esposo»; una mujer, una «esposa»; París, «el centro de las artes y la
    civilización»; el rey, «el monarca»; monseñor el obispo, «un santo pontífice»; el abogado fiscal, «el
    elocuente intérprete de la vindicta pública»; la defensa, «la voz que acaba de oírse»; el siglo de Luis XIV,
    «el gran siglo»; un teatro, «el templo de Melpómene»; la familia reinante, «la augusta sangre de nuestros
    reyes»; un concierto, «una solemnidad musical»; el comandante general de la provincia, «el ilustre
    guerrero que, etc».; los alumnos del seminario, «esas tiernas levitas»; los errores imputados a los
    periódicos, «la impostura que destila su veneno en las columnas de estos órganos», etc., etc. El abogado,
    pues, había comenzado por explicarse sobre el robo de las manzanas, cosa difícil para un buen estilo;
    pero el mismo Bénigne Bossuet se vio obligado a aludir a una gallina en una oración fúnebre, y lo hizo
    con elocuencia
    [177]
    . El abogado había establecido que el robo de manzanas no estaba materialmente
    probado. Su cliente, a quien, en su calidad de defensor, persistía en llamar Champmathieu, no había sido
    visto por nadie escalando el muro o rompiendo la rama. Le habían detenido en posesión de esta rama (a
    la que el abogado llamaba preferentemente «ramita»), pero él decía haberla encontrado en el suelo y
    haberla recogido. ¿Dónde estaba la prueba de lo contrario? Sin duda aquella rama había sido rota y
    robada después de un escalamiento, y luego arrojada por el merodeador atemorizado; sin duda había
    habido un ladrón. ¿Pero qué es lo que probaba que aquel ladrón fuese Champnaathieu? Una sola cosa. Su
    calidad de antiguo presidiario. El abogado no negaba que esta circunstancia no apareciera
    desgraciadamente bien probada; el acusado había residido en Faverolles; el acusado había sido podador;
    el nombre de Champmathieu podía muy bien tener por origen el de Jean Mathieu; todo esto era cierto;
    finalmente, cuatro testigos reconocían, sin dudar y positivamente, que Champmathieu era el presidiario
    Jean Valjean; a estas indicaciones, a estos testimonios, el abogado no podía oponer más que la negativa
    de su cliente, negativa interesada; pero, suponiendo que él fuese el forzado Jean Valjean, ¿probaba esto
    que fuese el autor del robo de manzanas? Esto era una presunción, no una prueba. El acusado, esto era
    cierto, y el defensor «en su buena fe» debía convenir en ello, había adoptado un «mal sistema de
    defensa». Se obstinaba en negarlo todo, el robo y su calidad de forzado. Una confesión sobre este último
    punto hubiera valido más, bien seguro, y le hubiera conciliado la indulgencia de sus jueces; el abogado se
    lo había aconsejado; pero el acusado se había negado obstinadamente, creyendo que sin duda lo salvaría
    todo no confesando nada. Era una equivocación; pero ¿no debía tenerse en cuenta su escasa inteligencia?
    Aquel hombre era visiblemente estúpido. Una larga estancia en presidio, una larga miseria fuera de él, le
    habían embrutecido, etc., etc. Se defendía mal, ¿era ésta una razón para condenarlo? En cuanto al asunto
    del pequeño Gervais, el abogado no tenía nada que discutir, porque no estaba en la causa. El abogado
    concluía suplicando al jurado y al tribunal, si la identidad de Jean Valjean les parecía evidente, que le
    aplicasen la corrección de policía que se aplica a los trangresores de un bando, no el castigo terrible que
    cae sobre un forzado reincidente.
    El abogado fiscal replicó al defensor. Fue violento y florido, como lo son habitualmente los abogados
    fiscales.
    Felicitó al defensor por su «lealtad», y aprovechó hábilmente esta lealtad. Atacó al acusado por todas
    las concesiones que el abogado había hecho. El abogado parecía estar de acuerdo en que el acusado era
    Jean Valjean, y el fiscal tomó buena nota de estas palabras. Aquel hombre era, pues, Jean Valjean. Esta
    parte de la acusación era, pues, un hecho aceptado y no podía negarse. Aquí, con una hábil antonomasia,
    remontándose a los orígenes y causas de la criminalidad, el abogado general tronó contra la inmoralidad
    de la escuela romántica, entonces en su aurora bajo el nombre de escuela satánica, que le habían dado los
    críticos de L ’Oriflamme, y de La Quotidienne
    [178]
    , atribuyó, no sin verosimilitud, a la influencia de esta
    literatura perversa el delito de Champmathieu, o por mejor decir, de Jean Valjean. Agotadas estas
    consideraciones, pasó a hablar del propio Jean Valjean. ¿Quién era este Jean Valjean? Descripción de
    Jean Valjean. Un monstruo vomitado, etc. El modelo de esta clase de descripciones está en el relato de
    Théraméne, que no es útil en la tragedia, pero que presta diariamente grandes servicios a la elocuencia
    forense. El auditorio y los jurados «se estremecieron». Una vez terminada la descripción, el fiscal
    continuó, con un movimiento oratorio hecho para suscitar el más alto grado de entusiasmo, al día
    siguiente por la mañana, del Diario de la prefectura:
    —Y este hombre de tal condición, etc., etc., vagabundo, mendigo, sin medios de existencia, etc., etc.,
    habituado, por su vida pasada, a incurrir en actos culpables, y poco corregido por su estancia en la
    prisión, como lo prueba el crimen cometido en la persona del pequeño Gervais, etc., etc., es un hombre
    tal el que, encontrado en la vía pública en flagrante delito de robo, a algunos pasos de una pared
    escalada, teniendo aún en la mano el cuerpo del delito, todavía niega el robo y el escalo, lo niega todo,
    niega hasta su nombre, niega hasta su identidad. Además de muchas otras pruebas sobre las cuales no
    vamos a insistir, cuatro testigos le reconocen, Javert, el íntegro inspector de policía Javert, y tres de sus
    antiguos compañeros de ignominia, los forzados Brevet, Chenildieu y Cochepaille. ¿Qué opone él a esta
    unanimidad terrible? Niega. ¡Qué endurecimiento! Señores jurados, haréis justicia, etc., etc.
    Mientras el fiscal general hablaba, el acusado escuchaba con la boca abierta, con una especie de
    asombro no exento de admiración. Estaba indudablemente sorprendido de que un hombre pudiera hablar
    de aquel modo. De cuando en cuando, en los momentos más «enérgicos» de la acusación, en aquellos
    instantes en que la elocuencia, que no puede contenerse, se desborda en un torrente de epítetos infamantes
    y rodea al acusado como una tempestad, movía lentamente la cabeza de derecha a izquierda y de
    izquierda a derecha, como una especie de triste y muda protesta, con la que se contentaba desde el
    principio de la vista. Dos o tres veces, los espectadores situados cerca de él, le oyeron decir, a media
    voz:
    —¡Ved aquí el resultado de no haber preguntado al señor Baloup!
    El abogado fiscal hizo observar al jurado esta actitud estúpida, evidentemente calculada, que
    denotaba, no la imbecilidad, sino la pericia, la astucia, la costumbre de engañar a la justicia, y que ponía
    a la luz del día «la profunda perversidad de aquel hombre». Terminó haciendo sus reservas para el
    asunto Gervais, y pidiendo una condena severa.
    Esto era, como se recordará, trabajos forzados a perpetuidad.
    El defensor se levantó, empezó por cumplimentar «al ministerio público» por «su admirable
    alocución»; luego, replicó como pudo, pero débilmente; el terreno, evidentemente, se hundía bajo sus
    pies.












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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 6 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Lun 11 Nov 2024, 12:10

    ***
    X



    EL SISTEMA DE NEGACIONES



    El instante de cerrar el debate había llegado. El presidente hizo levantar al acusado y le dirigió la
    pregunta de costumbre:
    —¿Tenéis algo que alegar en vuestra defensa?
    El hombre, en pie, dando vueltas entre sus manos al gorro, pareció no entender la pregunta.
    El presidente la repitió.
    Esta vez, el hombre entendió. Pareció comprender, hizo un movimiento como si despertase de un
    sueño, paseó su mirada en derredor suyo, miró al público, a los gendarmes, a su abogado, a los jurados,
    al tribunal, posó su monstruosa mano sobre el borde de la barandilla que había delante de su banquillo,
    miró una vez más, y de repente, fijó su mirada en el fiscal general y se puso a hablar. Fue como una
    erupción volcánica. Pareció, por el modo como las palabras escapaban de su boca, incoherentes,
    impetuosas, atropelladas, confusas, que acudiesen en tropel a sus labios para salir todas de una vez. Dijo:
    —Tengo que decir algo. Yo he sido carretero en París, y he estado en casa del señor Baloup. Es una
    profesión dura. Los carreteros trabajan siempre al aire libre, en patios, o bajo cobertizos cuando son
    buenos los amos, pero nunca en talleres cerrados, porque es preciso mucho espacio. En invierno hace
    tanto frío que nos golpeamos los brazos para calentarnos; pero los dueños no quieren esto, dicen que se
    pierde tiempo. Manejar el hierro cuando hay hielo en las calles es muy rudo. Esto gasta pronto a los
    hombres. De este modo se hace uno viejo cuando aún es joven. A los cuarenta años, un hombre está
    acabado. Yo tenía ya cincuenta y tres, y lo pasaba muy mal. ¡Y, después, son tan malos los obreros!
    Cuando un hombre ya no es joven, os llaman de todo, ¡pícaro viejo, vieja bestia! Yo no ganaba más que
    treinta sueldos diarios; los amos me pagaban lo menos que podían, aprovechándose de mi edad. Además,
    yo tenía una hija que era lavandera en el río. Ganaba un poco, por su lado. Para los dos nos bastaba. Ella
    también padecía lo suyo. Estaba todo el día metida en una banca hasta medio cuerpo, con lluvias, con
    nieve, con vientos que cortaban la cara; cuando hiela no importa, hay que lavar lo mismo; hay personas
    que no tienen demasiada ropa y están esperando; si no se lavaba, se perdían los parroquianos. Las tablas
    están mal unidas y os entra el agua por todas partes. Las sayas se mojan del todo, por arriba y por abajo;
    esto penetra. También ha trabajado en el lavadero de los Niños Expósitos, donde el agua llega por medio
    de grifos. Allí no hay bancas. Se lava delante del caño y se aclara detrás, en el depósito. Como allí está
    cerrado, se tiene menos frío en el cuerpo, pero hay una colada de agua caliente que es terrible. Ella
    regresaba a las siete de la tarde y se acostaba inmediatamente; ¡estaba tan cansada! Su marido le pegaba.
    Ha muerto ya. No hemos sido nada felices. Era una buena muchacha que no iba a los bailes, que era muy
    apacible. Me acuerdo de un martes de carnaval, en que estaba ya acostada a las ocho. Ahí tenéis. Yo digo
    la verdad. No tenéis más que preguntar. ¡Ah, sí, claro, preguntar! ¡Qué estúpido soy! París es un abismo.
    ¿Quién conoce a Champmathieu? Sin embargo ya os he dicho que el señor Baloup. Preguntad en casa del
    señor Baloup. Después de esto, no sé qué más queréis.
    El hombre se calló y permaneció en pie. Había dicho aquellas cosas en voz alta, rápida, ronca, dura y
    precipitada, con una especie de ingenuidad irritada y salvaje. En una ocasión, se había interrumpido para
    saludar a alguien de la multitud. Las afirmaciones que parecían lanzar al azar ante él salían como un hipo
    violento, y acompañaba cada una con un gesto parecido al que hace un leñador al hendir la madera.
    Cuando hubo terminado, el auditorio se echó a reír. Miró al público, vio que se reía y, no comprendiendo
    nada, se echó a reír también.
    Aquello era siniestro.
    El presidente, hombre atento y benévolo, levantó la voz.
    Recordó a los «señores jurados» que «el señor Baloup, antiguo maestro carretero con quien el
    acusado dice haber trabajado, ha sido citado inútilmente. Está en quiebra, y no se le pudo hallar». Luego,
    volviéndose hacia el acusado, le conminó a que escuchara lo que iba a decirle.
    —Os halláis en una situación en la que hay que reflexionar. Las más graves presunciones pesan sobre
    vos, y pueden traeros consecuencias capitales. Acusado, en vuestro interés os interpelo por última vez,
    explicaos claramente sobre estos dos hechos. Primero, ¿habéis franqueado, sí o no, el cercado de
    Pierron, roto la rama y robado las manzanas, es decir, cometido robo y escalo? Segundo, ¿sois, sí o no, el
    presidiario liberado Jean Valjean?
    El acusado movió la cabeza como un hombre que hubiese comprendido perfectamente y supiese lo
    que va a responder. Abrió la boca, se volvió hacia el presidente y dijo:
    —En primer lugar…
    Luego, miró su gorro, miró al techo y se calló.
    —Acusado —insistió el abogado fiscal, con voz severa—, prestad atención. No respondéis a nada de
    lo que se os pregunta. Vuestra turbación os condena. Es evidente que no os llamáis Champmathieu y que
    sois el forzado Jean Valjean, escondido en principio bajo el nombre de Jean Mathieu, que era el nombre
    de su madre; que habéis estado en Auvergne, que habéis nacido en Faverolles, donde habéis sido
    podador. Es evidente que habéis robado, con escalo, manzanas maduras en el cercado Pierron. Los
    señores jurados apreciarán estos hechos.

    El acusado, que había acabado por sentarse, se levantó bruscamente cuando el fiscal general hubo
    terminado y exclamó:
    —¡Sois malvado! Esto es lo que quería decir, y no sabía cómo. Yo no he robado nada. Soy un hombre
    que no come todos los días. Venía de Ailly, andaba por la región, después de una tempestad que había
    asolado el campo, hasta el punto de que las charcas se desbordaban y no brotaban de los arenales más
    que pequeñas briznas de hierba al borde del camino. Encontré una rama con manzanas rota en el suelo y
    la recogí, sin saber que me traería disgustos. Hace tres meses que estoy en la cárcel y que se me vapulea.
    Después de esto, no puedo decir nada; se habla contra mí, se me dice: ¡responde! El gendarme, que es un
    buen muchacho, me da con el codo y me dice en voz baja: «Contesta, pues». Yo no sé explicarme, no he
    hecho estudios, soy un pobre hombre. Esto es lo que hacéis mal en no ver. Yo no he robado, yo he
    recogido del suelo lo que encontré. Decís: ¡Jean Valjean, Jean Mathieu! Yo no conozco a estas personas.
    Serán aldeanos. Yo he trabajado en casa del señor Baloup, en el bulevar del Hospital. Me llamo
    Champmathieu. Sois muy maliciosos diciéndome dónde he nacido. Yo lo ignoro. No todo el mundo tiene
    casas para venir al mundo, sería demasiado cómodo. Yo creo que mi padre y mi madre eran personas que
    iban por las carreteras. No sé más. Cuando era niño, me llamaban pequeño, ahora me llaman viejo. Éstos
    son mis nombres de pila. Tomadlo como queráis. He estado en Auvergne y he estado en Faverolles,
    ¡pardiez! ¿Y qué? ¿Es que no se puede haber estado en Auvergne y en Faverolles sin haber estado en las
    galeras? Os digo que yo no he robado y que soy Champmathieu. ¡He estado en casa del señor Baloup y he
    vivido allí! ¡Me estáis fatigando con todas estas estupideces! ¿Por qué la gente se encarniza tanto
    conmigo?
    El abogado fiscal había permanecido en pie; se dirigió al presidente:
    —Señor presidente, en presencia de negativas confusas, pero muy hábiles, del acusado, que quisiera
    hacerse pasar por un idiota, pero no lo conseguirá, se lo advertimos, pedimos al tribunal que se sirva
    hacer comparecer de nuevo a los condenados Brevet, Cochepaille y Chenildieu y al inspector de policía
    Javert, e interrogarlos por última vez sobre la identidad del acusado.
    —Hago observar al señor fiscal general —dijo el presidente— que el inspector de policía Javert,
    reclamado por sus funciones en la capital de un distrito próximo, ha abandonado la audiencia, y también
    la ciudad, una vez hecha su declaración. Nosotros le hemos concedido licencia para ello, con el
    consentimiento del fiscal general y del defensor del acusado.
    —Es cierto, señor presidente —continuó el fiscal general—. En ausencia del señor Javert, creo deber
    recordar a los señores jurados lo que ha declarado aquí mismo, hace pocas horas. Javert es un hombre
    estimado, que honra, con su rigurosa y estrecha probidad, un cargo subalterno, pero de importancia. He
    aquí en qué términos ha declarado: «No tengo siquiera necesidad de presunciones morales, ni de pruebas
    morales que desmientan las negativas del acusado. Le reconozco perfectamente. Este hombre no se llama
    Champmathieu; es un antiguo forzado muy perverso y muy temible, llamado Jean Valjean. Se le puso en
    libertad, al expirar su condena, no sin pesadumbre. Ha sufrido diecinueve años de trabajos forzados, por
    robo calificado. Trató de evadirse en cinco o seis ocasiones. Además del robo a Gervais y del robo de
    Pierron, sospecho que cometió otro en casa de su ilustrísima, el difunto obispo de Digne. Le he visto
    muchas veces, cuando yo era ayudante de cómitre en el presidio de Tolón. Repito que le conozco
    perfectamente».
    Esta declaración, tan precisa, pareció producir una viva impresión en el público y el jurado. El fiscal
    general terminó insistiendo que, a falta de Javert, fuesen oídos de nuevo e interrogados los tres testigos,
    Brevet, Chenildieu y Cochepaille.
    El presidente transmitió la orden a un ujier y, un momento más tarde, la puerta de la sala de los
    testigos se abrió. El ujier, acompañado de un gendarme dispuesto a prestarle auxilio, introdujo al
    condenado Brevet. El auditorio estaba suspenso y todos los pechos palpitaban como si no tuviesen más
    que una sola alma.
    El presidiario Brevet llevaba la chupa negra y gris de las prisiones centrales. Era un hombre de unos
    sesenta años, que tenía aire de pícaro y facha de hombre de negocios. Estas cualidades van juntas algunas
    veces. En la cárcel, adonde le habían vuelto a llevar nuevos delitos, había llegado a ser calabocero, o
    cosa semejante. Sus jefes decían de él: «Quiere ser útil». Los capellanes daban testimonio de sus
    costumbres religiosas. No hay que olvidar que esto sucedía en tiempos de la Restauración.
    —Brevet —dijo el presidente—, habéis sufrido una condena infamante y no podéis prestar
    juramento…
    Brevet bajó los ojos.
    —No obstante —continuó el presidente—, incluso en el hombre degradado por la Ley, puede quedar,
    cuando la misericordia divina lo permite, un sentimiento de honor y de equidad. Apelo a ese sentimiento
    en este instante decisivo. Si existe aún en vos, como espero, reflexionad antes de responderme;
    considerad, por un lado, a este hombre a quien puede perder una palabra vuestra, y, por otro lado a la
    Justicia, a la que puede ayudar esta misma palabra. El instante es solemne, y aún es tiempo de retractaros,
    si creéis haberos equivocado. Acusado, levantaos. Brevet, mirad bien al acusado, reunid vuestros
    recuerdos y decid, en vuestra alma y conciencia, si persistís en reconocer en este hombre a vuestro
    antiguo compañero de prisión Jean Valjean.
    Brevet miró al acusado y luego se volvió hacia el tribunal.
    —Sí, señor presidente. Yo soy quien le ha reconocido primero y persisto en ello. Este hombre es Jean
    Valjean. Entró en Tolón en 1796 y salió en 1815. Yo salí al año siguiente. Ahora tiene el aire de un bruto,
    quizá le haya embrutecido la edad; en el presidio era muy taimado. Le reconozco positivamente





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    Mensaje por Maria Lua Lun 11 Nov 2024, 12:12

    ***
    —Sí, señor presidente. Yo soy quien le ha reconocido primero y persisto en ello. Este hombre es Jean
    Valjean. Entró en Tolón en 1796 y salió en 1815. Yo salí al año siguiente. Ahora tiene el aire de un bruto,
    quizá le haya embrutecido la edad; en el presidio era muy taimado. Le reconozco positivamente.
    —Id a vuestro asiento —dijo el presidente—. Acusado, permaneced en pie.
    Entró Chenildieu, presidiario a perpetuidad, como lo indicaba su casaca roja y su gorro verde. Sufría
    su pena en el presidio de Tolón, de donde había salido para declarar en esta causa. Era un hombre bajito,
    de unos cincuenta años, vivo, arrugado, ruin, amarillo, nervioso, descarado, que tenía en todos sus
    miembros y en todo su cuerpo una especie de debilidad enfermiza, y en la mirada una fuerza inmensa. Sus
    compañeros le llamaban Je-nie-Dieu
    [179]
    .
    El presidente le dirigió, poco más o menos, las mismas frases que a Brevet. Cuando le recordó que su
    infamia no le permitía prestar juramento, Chenildieu, levantó la cabeza y miró al público
    descaradamente. El presidente le invitó a comedirse y le preguntó, como a Brevet, si persistía en
    reconocer al acusado.
    Chenildieu estalló en carcajadas.
    —¡Vaya si le conozco! Hemos estado cinco años sujetos a la misma cadena. ¿Te enfadas, antiguo
    camarada?
    —Id a vuestro asiento —ordenó el presidente.
    El ujier trajo a Cochepaille. Aquel otro condenado a perpetuidad, que venía del presidio vestido de
    rojo lo mismo que Chenildieu, era un campesino de Lourdes y parecía un oso de los Pirineos. Había
    guardado rebaños en las montañas y, de pastor, había pasado a bandolero. Cochepaille no era menos
    salvaje y parecía aún más estúpido que el acusado. Era uno de los desgraciados que la naturaleza
    convierte en bestias salvajes y la sociedad concluye haciéndolos presidiarios.
    El presidente trató de conmoverle con algunas palabras patéticas y graves, y le preguntó, como a los
    otros dos, si persistía en creer, sin duda alguna, que conocía a aquel hombre.
    —Es Jean Valjean —dijo Cochepaille—. Se le llamaba también Jean-le-Cric, por lo fuerte que era.
    Cada una de las afirmaciones de aquellos tres hombres, evidentemente sinceros y de buena fe, había
    suscitado en el auditorio un murmullo de mal agüero para el acusado; murmullo que crecía y se
    prolongaba más cada vez que una nueva declaración venía a dar fuerza a la precedente. El acusado las
    había oído con la expresión de asombro que, según la acusación, era su principal medio de defensa.
    Cuando la primera, los gendarmes le oyeron decir entre dientes: «¡Ah, bien! Ahí está uno!». Después de
    la segunda, dijo un poco más alto y con aire casi de satisfacción: «¡Bueno!». A la tercera, exclamó:
    «¡Magnífico!»
    El presidente le preguntó:
    —Acusado, ¿habéis oído? ¿Qué tenéis que decir?
    Él respondió:
    —¡Magnífico!
    En el público estalló un rumor que empezó a extenderse entre el jurado. Era evidente que el hombre
    estaba perdido.
    —Ujieres —dijo el presidente—, imponed silencio. Voy a cerrar la vista.
    En aquel momento, alguien se movió al lado del presidente. Se oyó una voz que gritaba:
    —Brevet, Chenildieu, Cochepaille, ¡mirad aquí!
    Todos los que oyeron aquella voz, quedaron helados, tan lastimero y tan terrible era su acento. Todos
    los ojos convergieron en el punto de donde había salido. Un hombre, colocado en el lugar de los
    espectadores privilegiados, detrás del tribunal, acababa de levantarse, había empujado la puertecilla de
    la baranda que separaba el tribunal de la audiencia y se hallaba en medio de la sala. El presidente, el
    fiscal general, el señor Bamatabois, veinte personas le reconocieron y exclamaron a la vez:
    —¡El señor Madeleine!





    XI



    CHAMPMATHIEU CADA VEZ MÁS ASOMBRADO



    Era él, en efecto. La luz del escribano iluminaba su rostro. Tenía el sombrero en la mano; ningún
    desorden había en su indumentaria; tenía la levita cuidadosamente abotonada. Estaba muy pálido y
    temblaba ligeramente. Sus cabellos, grises aún cuando llegó a Arras, se habían vuelto completamente
    blancos. Había encanecido en la hora que estaba allí.
    Todas las cabezas se irguieron. La sensación fue indescriptible. Hubo en el auditorio un momento de
    duda. La voz había sido tan penetrante y aquel hombre parecía tan sereno que, en el primer momento,
    nadie comprendió lo que había pasado. Preguntáronse todos quién había gritado; no podía creerse que
    aquel hombre tan tranquilo fuese el que había lanzado aquel grito horroroso.
    Esta indecisión no duró más que algunos segundos. Incluso antes de que el presidente y el abogado
    fiscal pudieran decir una palabra, antes de que los gendarmes y los ujieres pudieran hacer un gesto, el
    hombre a quien todavía en ese momento todos llamaban Madeleine se había adelantado hacia los testigos
    Cochepaille, Brevet y Chenildieu.
    —¿No me reconocéis? —dijo.
    Los tres permanecieron inmóviles e indicaron, con un gesto de cabeza, que no le conocían en
    absoluto. Cochepaille, intimidado, hizo el saludo militar. El señor Madeleine se volvió hacia los jurados
    y el tribunal y dijo, con voz dulce:
    —Señores del jurado, haced poner en libertad al acusado. Señor presidente, hacedme detener. El
    hombre que buscáis no es él, soy yo. Yo soy Jean Valjean.
    Ni una sola boca respiraba. A la conmoción de la sorpresa había sucedido un silencio sepulcral. En
    la sala se sentía esa especie de terror religioso que sobrecoge a las muchedumbres cuando algo grande
    sucede.
    No obstante, la cara del presidente reflejaba simpatía y tristeza; había intercambiado una rápida señal
    con el abogado fiscal, y algunas palabras en voz baja con los consejeros asesores. Se dirigió al público y
    preguntó, con un acento que todos comprendieron:
    —¿Hay algún médico aquí?
    El abogado fiscal tomó la palabra:
    —Señores del jurado, el incidente tan extraño e inesperado que interrumpe la audiencia no nos
    inspira, igual que a vosotros, más que un sentimiento que no tenemos necesidad de expresar. Todos
    vosotros conocéis, al menos por su reputación, al honorable señor Madeleine, alcalde de Montreuil-surMer. Si hay algún médico en el auditorio, nos unimos al señor presidente para rogarle que asista al señor
    Madeleine y le conduzca de nuevo a su casa.
    El señor Madeleine no dejó terminar al abogado fiscal. Le interrumpió con un acento lleno de
    mansedumbre y de autoridad. He aquí las palabras que pronunció, literalmente, tal como fueron escritas
    inmediatamente después de la audiencia por uno de los testigos de esta escena; tales como están todavía
    en los oídos de quienes las oyeron, hace hoy cerca de cuarenta años.










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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 6 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Lun 11 Nov 2024, 12:13

    ***
    —Os lo agradezco, señor abogado fiscal, pero no estoy loco. Vais a verlo. Estabais a punto de
    cometer un grave error, libertad a este hombre, cumplo un deber, yo soy el desdichado condenado. Soy el
    único que veo claro aquí, y os digo la verdad. Lo que hago en estos momentos, Dios, que está allá arriba,
    lo ve, y esto es suficiente. Podéis detenerme, puesto que aquí estoy. No obstante, hice todo lo que pude.
    Me oculté tras un nombre; he llegado a ser rico, he llegado a ser alcalde; he querido volver entre la gente
    honrada. Parece ser que no es posible. En fin, hay muchas cosas que no puedo decir, no voy a contaros mi
    vida, algún día se sabrá. He robado al señor obispo, eso es cierto; he robado al pequeño Gervais, es
    cierto. Se ha dicho con razón que Jean Valjean era un desdichado muy malvado. Pero no toda la culpa es
    quizá suya. Oíd, señores jueces, un hombre tan bajo como yo no puede recriminar a la Providencia ni dar
    consejos a la sociedad; pero la infamia de la cual trataba de salir es algo nocivo. El presidio hace al
    presidiario. Reflexionad sobre esto, si lo deseáis. Antes del presidio, yo era un pobre campesino muy
    poco inteligente, una especie de idiota; el presidio me ha transformado. Era estúpido y me volví malvado;
    era un leño y me hice un tizón. Luego, la indulgencia y la bondad me han salvado, como la severidad me
    había perdido. Pero, perdón, no podéis comprender lo que digo. Encontraréis en mi casa, entre las
    cenizas de la chimenea, la pieza de cuarenta sueldos que robé, hace siete años, al pequeño Gervais. No
    tengo nada que añadir. Detenedme. ¡Dios mío! El señor abogado fiscal mueve la cabeza. Pensáis que
    Madeleine se ha vuelto loco. No me creéis. Esto es lo triste. Por lo menos, ¡no condenéis a este hombre!
    ¡Estos no me reconocen! ¡Me gustaría que javert estuviera aquí! ¡Él me reconocería!
    Nada podría traducir lo que había de melancolía benévola y sombría en el tono que acompañaba a
    estas palabras.
    Volvióse hacia los tres presidiarios:
    —¡Pues bien! ¡Yo os reconozco, Brevet! ¿Os acordáis…?
    Se interrumpió, dudó unos instantes y dijo:
    —¿Te acuerdas de aquellos tirantes de punto, a cuadros, que tenías en el presidio?
    Brevet tuvo como un estremecimiento de sorpresa y le miró de la cabeza a los pies con expresión de
    terror. Él continuó:
    —Chenildieu, que te llamabas a ti mismo Je-nie-Dieu, tienes toda la parte derecha de la espalda
    profundamente quemada, porque un día te acostaste sobre un brasero encendido, para borrar las tres
    letras, T. E P., que no obstante se distinguen todavía. Contesta, ¿es esto cierto?
    —Es cierto —dijo Chenildieu.
    Se dirigió a Cochepaille:
    —Cochepaille, tú tienes, cerca de la vacuna del brazo izquierdo, una fecha grabada en letras azules
    con pólvora quemada. Esa fecha es la del desembarco del emperador en Cannes, «1.° de marzo, 1815».
    Levántate la manga.
    Cochepaille levantó su manga y todas las miradas se dirigieron hacia el brazo desnudo. Un gendarme
    acercó una lámpara; allí estaba la fecha.
    El desdichado se volvió hacia el auditorio y hacia los jueces, con una sonrisa que aún sobrecoge a
    quienes la recuerdan. Era la sonrisa del triunfo, era también la sonrisa de la desesperación.
    —Ya veis —dijo—, que soy Jean Valjean.
    No había ya en aquel recinto ni jueces, ni acusadores, ni gendarmes; no había más que ojos fijos y
    corazones emocionados. Nadie recordaba el papel que cada uno podía interpretar; el abogado fiscal
    olvidó que estaba allí para demandar, el presidente, que estaba allí para presidir, el defensor, para
    defender. Cosa sorprendente, ninguna pregunta fue formulada, ninguna autoridad intervino. Lo propio de
    los espectáculos sublimes es apoderarse de todas las almas y hacer espectadores de todos los testigos.
    Quizá nadie se daba cuenta de lo que sentían; nadie, sin duda, se decía que allí veía resplandecer una
    gran luz; todos se sentían interiormente deslumbrados.
    Era evidente que se tenía ante los ojos a Jean Valjean. Eso resplandecía. La aparición de ese hombre
    había bastado para llenar de claridad aquel hecho tan oscuro un momento antes. Sin necesidad de ninguna
    explicación, toda la multitud, como por una especie de revelación eléctrica, comprendió en seguida y de
    un solo vistazo la sencilla y magnífica historia de un hombre que se entregaba para que otro hombre no
    fuera condenado en su lugar. Los detalles, las vacilaciones, las posibles pequeñas resistencias se
    perdieron en ese vasto y luminoso hecho.
    Impresión que pasó rápidamente, pero que en aquel instante fue irresistible.
    —No quiero turbar más a la audiencia —prosiguió Jean Valjean—. Me voy, ya que no me detienen.
    Tengo muchas cosas que hacer. El señor abogado fiscal sabe quién soy, sabe dónde voy. Me hará detener
    cuando lo desee.
    Se dirigió hacia la puerta de salida. Ni una voz se levantó, ni un brazo se extendió para impedírselo.
    Todos se apartaron. Había en aquel instante ese no sé qué de divino que hace que las multitudes
    retrocedan y se aparten ante un hombre. Salió con pasos lentos. Nunca se ha sabido quién abrió la puerta,
    pero lo cierto es que ya estaba abierta cuando llegó a ella. Una vez allí, se volvió y dijo:
    —Señor abogado fiscal, quedo a su disposición.
    Luego se dirigió al auditorio:
    —Todos vosotros, todos cuantos estáis aquí me encontráis digno de piedad, ¿no es verdad? ¡Dios
    mío! Cuando pienso en lo que he estado a punto de hacer, me encuentro digno de envidia. No obstante,
    hubiera preferido que nada de esto hubiera sucedido.
    Salió y la puerta volvió a cerrarse igual que había sido abierta, pues todos aquellos que hacen cosas
    grandes están siempre seguros de ser servidos por alguien de la multitud.
    Antes de una hora después, el veredicto del jurado descargaba de toda acusación al llamado
    Champmathieu; y Champmathieu, puesto inmediatamente en libertad, se iba estupefacto, creyendo que
    todos los hombres estaban locos y sin comprender nada de lo que había visto.












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    Mensaje por Maria Lua Lun 11 Nov 2024, 12:15

    ***
    LIBRO OCTAVO


    REACCIÓN


    I


    EN QUÉ ESPEJO EL SEÑOR MADELEINE MIRA SUS CABELLOS



    El día comenzaba a despuntar. Fantine había pasado una noche de fiebre y de insomnio, llena, así y
    todo, de imágenes felices; al amanecer, se durmió. La hermana Simplice, que había velado, aprovechó
    este sueño para ir a preparar una nueva poción de quinina. La digna hermana estaba desde hacía unos
    instantes en el laboratorio de la enfermería, inclinada sobre las drogas y redomas, mirando muy de cerca
    a causa de esa bruma que el crepúsculo esparce entre los objetos. De repente, volvió la cabeza y emitió
    un ligero grito. El señor Madeleine estaba ante ella. Acababa de entrar silenciosamente.
    —¡Es usted, señor alcalde! —exclamó.
    Él respondió, en voz baja:
    —¿Cómo va esa pobre mujer?
    —No va mal, en este momento. Pero hemos estado muy inquietos.
    Le explicó lo que había pasado, que Fantine estaba muy mal el día anterior y que ahora se encontraba
    mejor, porque creía que el señor alcalde había ido a buscar a su hija a Montfermeil. La hermana no se
    atrevió a preguntar al señor alcalde, pero observó claramente, por su semblante, que no parecía venir de
    allí.
    —Habéis obrado perfectamente no desengañándola.
    —Sí —prosiguió la hermana—, pero ahora, señor alcalde, ella no verá a su hija, ¿qué vamos a
    decirle?
    Él permaneció pensativo un momento.
    —Dios nos inspirará —dijo.
    —No obstante, no podremos mentir —murmuró la hermana, a media voz.
    El día entraba ya plenamente en la habitación. Iluminaba la cara del señor Madeleine. El azar hizo
    que la hermana levantara los ojos.
    —¡Dios mío, señor! —exclamó—, ¿qué os ha sucedido? ¡Tenéis los cabellos blancos!
    —¿Blancos? —se extrañó él.
    La hermana Simplice no tenía ningún espejo; rebuscó en un cajón y sacó un pequeño trozo de luna, del
    cual se servía el médico de la enfermería para constatar si un paciente respiraba. El señor Madeleine
    tomó el espejo, examinó sus cabellos y exclamó:
    —¡Vaya!
    Pronunció esta palabra con indiferencia y como si pensara en otra cosa.
    La hermana se sintió helada por algo desconocido que entreveía en todo aquello.
    El preguntó:
    —¿Puedo verla?
    —¿Es que el señor alcalde no hará que vuelva su hija? —se atrevió a preguntar la hermana.
    —Sin duda, pero serán precisos al menos dos o tres días.
    —Si ella no viera al señor alcalde hasta entonces —dijo tímidamente la hermana—, no sabría que el
    señor alcalde está de vuelta, y sería fácil hacerle tener un poco de paciencia y, cuando la niña llegara,
    pensaría muy naturalmente que el señor alcalde había llegado con ella. No sería necesario emplear
    ninguna mentira.
    El señor Madeleine pareció reflexionar algunos instantes; después dijo con su calma grave:
    —No, hermana, es preciso que la vea. Tal vez tendré que darme prisa.
    La religiosa no pareció reparar en ese «tal vez» que daba un sentido singular y oscuro a las palabras
    del señor alcalde. Respondió, bajando los ojos y la voz en forma respetuosa:
    —Está descansando, pero el señor alcalde puede entrar.
    El señor Madeleine hizo algunas observaciones acerca de una puerta que cerraba mal, que hacía
    ruido y que podía despertar a la enferma; luego, entró en la habitación de Fantine, se acercó al lecho y
    entreabrió las cortinas. Dormía. Su respiración salía de su pecho con un ruido trágico que es peculiar de
    esas enfermedades y que consternan a las madres, cuando velan durante la noche junto a su hijo,
    condenado y dormido. Pero esta respiración penosa turbaba muy poco una especie de serenidad inefable,
    esparcida por el rostro, que la transfiguraba en su sueño. Su palidez se había convertido en blancura; sus
    mejillas estaban encarnadas. Sus largas pestañas rubias, la única belleza que le había quedado de su
    virginidad y de su juventud, palpitaban en los ojos cerrados. Toda su persona temblaba por un extraño
    despliegue de alas a punto de entreabrirse y de llevársela, alas que no eran visibles pero cuya vibración
    podía oírse. Al verla así, no se hubiera nunca creído que era una enferma casi desahuciada. Más que
    morir, parecía que iba a echar a volar.
    Cuando una mano se acerca para arrancar una flor, la rama se estremece y parece a la vez que huye y
    que se entrega. El cuerpo humano tiene algo de este estremecimiento cuando llega el instante en que los
    dedos misteriosos de la muerte van a coger el alma.
    El señor Madeleine permaneció durante algún tiempo inmóvil cerca de la cama, mirando
    sucesivamente a la enferma y al crucifijo, como había hecho dos meses antes, el día en que había ido por
    primera vez a verla en aquel asilo. Los dos estaban aún allí, en la misma actitud, ella durmiendo, él
    rezando, sólo que ahora, transcurridos aquellos dos meses, ella tenía cabellos grises y él cabellos
    blancos.
    La hermana no había entrado con el señor alcalde. Éste permanecía cerca de aquella cama, en pie,
    con el dedo sobre los labios, como si en la habitación hubiera habido alguien a quien hacer callar.
    Ella abrió los ojos, y dijo apaciblemente, con una sonrisa:
    —¿Y Cosette?





    II



    FANTINE FELIZ




    Ella no hizo un movimiento de sorpresa, ni tampoco de alegría; ella era la alegría misma. Esta simple
    pregunta, «¿Y Cosette?», fue hecha con una fe tan profunda, con tanta certidumbre, con tal ausencia de
    inquietud y de duda, que él no pudo encontrar una sola palabra. Ella prosiguió:
    —Sabía que estabais aquí. Dormía, pero os veía. Hace mucho tiempo que os veo. Os he seguido con
    la mirada durante toda la noche. Estabais en la gloria y alrededor vuestro había toda clase dé figuras
    celestiales.
    Él elevó su mirada hacia el crucifijo.
    —Pero decidme dónde está Cosette. ¿Por qué no la habéis puesto sobre mi cama, para el momento en
    que me despertara?
    Él respondió, maquinalmente, algo que después no logró recordar.
    Por suerte, el médico, advertido, había llegado. Vino en ayuda del señor Madeleine.
    —Hija mía —dijo el médico—, calmaos. Vuestra niña está aquí.
    Los ojos de Fantine se iluminaron y cubrieron de claridad todo su rostro. Juntaba las manos con una
    expresión que tenía todo lo que a veces la oración puede tener de más violento y de más dulce.
    —¡Oh! —exclamó—. ¡Traédmela!
    ¡Emocionante ilusión de madre! Para ella, Cosette era siempre la criaturita que se lleva en brazos.
    —Todavía no —contestó el médico—, no en este momento. Aún tenéis algo de fiebre. La vista de
    vuestra hija os agitaría y os sería perjudicial. Antes es preciso curaros.
    Ella le interrumpió impetuosamente:
    —¡Pero si estoy curada! ¡Os digo que estoy curada! ¡Será asno este médico! ¡Quiero ver a mi hija!
    —Ya veis —dijo el médico— cómo os agitáis. Mientras estéis así, me opondré a que veáis a vuestra
    hija. No basta con verla, hay que vivir para ella. Cuando seáis razonable, os la traeré yo mismo.
    La pobre madre inclinó la cabeza.
    —Señor médico, os pido perdón, os pido verdaderamente perdón. Antes no hubiera hablado como
    acabo de hacerlo, pero he sufrido tantas desgracias que algunas veces ya no sé lo que digo. Ya
    comprendo, usted teme la emoción; esperaré tanto como queráis, pero os juro que ver a mi hija no me
    hará ningún daño. La veo, no la pierdo de vista desde ayer por la noche. ¿Sabe usted? Si ahora me la
    trajeran, me pondría a hablar con dulzura. Esto es todo. ¿Acaso no es natural que desee ver a mi hija, a la
    que han ido a buscar expresamente a Montfermeil? No estoy enfadada. Sé muy bien que seré feliz.
    Durante toda la noche he visto cosas blancas y personas que me sonreían. Cuando el señor médico lo
    quiera, me traerá a Cosette. Ya no tengo fiebre, puesto que estoy curada; siento que ya no tengo nada; pero
    voy a hacer como si estuviera enferma y no me moveré, para agradar a estas señoras que me atienden.
    Cuando vean que estoy bien sosegada, dirán: «Hay que traerle a su hija».
    El señor Madeleine se había sentado en una silla que había cerca de la cama. Fantine se volvió hacia
    él; hacía visibles esfuerzos para parecer calmada y «buena chica», como decía ella, en ese estado de
    debilidad que se asemeja a la infancia. Sin embargo, a pesar de que intentaba contenerse, no podía dejar
    de hacer al señor Madeleine mil preguntas.
    —¿Ha tenido usted un buen viaje, señor alcalde? ¡Oh! ¡Qué bueno habéis sido al ir a buscármela!
    Decidme solamente cómo es ella. ¿Ha soportado bien el camino? ¡Ay, no me reconocerá! Después de
    todo este tiempo me habrá olvidado, ¡pobrecilla! Los niños no tienen memoria. Son como los pájaros.
    Hoy ven una cosa y mañana ven otra, y no piensan en nada más. Al menos, ¿tenía ropa blanca? Esos
    Thénardier, ¿la mantenían limpia? ¿Cómo la alimentaban? ¡Oh, si supierais cómo he sufrido, al hacerme
    todas estas preguntas, durante la época de mi miseria! Ahora todo ha pasado. Estoy contenta. ¡Oh, cómo
    me gustaría verla! Señor alcalde, ¿la encuentra usted guapa? ¿No es cierto que mi hija es hermosa?
    Debéis haber tenido bastante frío en esa diligencia. ¿No podrían traerla siquiera un momento? Se la
    podrían llevar en seguida. ¡Vos que sois el dueño, si quisierais…!
    Madeleine le cogió la mano.
    —Cosette es bonita —dijo—. Está muy bien, la veréis pronto, pero calmaos. Habláis demasiado
    vivamente y, además, sacáis los brazos fuera de la cama, y esto os hace toser.
    En efecto, los accesos de tos interrumpían a Fantine a cada momento.
    Fantine no objetó nada, pues temía haber comprometido, con algunos lamentos demasiado
    apasionados, la confianza que quería inspirar; empezó a hablar de cosas sin importancia.
    —Es bastante bonito Montfermeil, ¿no es así? En verano, se va allí para hacer excursiones. Esos
    Thénardier, ¿hacen buenos negocios? No hay mucha gente por allí. Aquel albergue es una especie de
    figón.
    El señor Madeleine seguía sosteniendo su mano y la examinaba con ansiedad; era evidente que había
    venido para decirle cosas que ahora le hacían vacilar. El médico, una vez acabada la visita, se había
    retirado. La hermana Simplice era la única que había quedado cerca de ellos.
    De pronto, en medio del silencio, Fantine gritó:
    —¡La oigo! ¡Dios mío, la oigo!
    Extendió el brazo para imponer silencio a su alrededor, retuvo el aliento y escuchó con alborozo.
    Había una niña que jugaba en el patio; la hija de la portera o de una obrera. Era una de esas
    circunstancias que siempre parecen formar parte de la misteriosa puesta en escena de lúgubres
    acontecimientos. La criatura iba, venía, corría para calentarse, reía y cantaba en voz alta. ¡Ay, en qué no
    se mezclan los juegos de los niños! Era esa niña la que Fantine oía cantar.
    —¡Oh! —prosiguió—. ¡Es mi Cosette! ¡Reconozco su voz!
    La niña se alejó como había venido, la voz se apagó. Fantine escuchó aún durante algún tiempo,
    después su cara se ensombreció y el señor Madeleine la oyó decir, en voz baja:
    —¡Qué malvado es este médico, no permitirme ver a mi hija! Tiene un aspecto desagradable este
    hombre!
    No obstante, el fondo risueño de sus ideas volvió. Continuó hablándose a sí misma con la cabeza
    sobre la almohada.
    —¡Qué felices vamos a ser! ¡Tendremos, en primer lugar, un pequeño jardín! El señor Madeleine me
    lo ha prometido. Mi hija jugará en el jardín. Ahora ya debe conocer las letras. La haré deletrear. Correrá
    por la hierba, persiguiendo las mariposas. Yo la miraré. Y, más tarde, hará su primera comunión. ¡Ah!
    ¿Cuándo hará su primera comunión?






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    Mensaje por Maria Lua Lun 11 Nov 2024, 12:16

    ***
    Se puso a contar con los dedos.
    —Uno, dos, tres, cuatro… tiene siete años. Dentro de cinco años. Tendrá un velo blanco, medias,
    tendrá el aire de una verdadera mujercita. ¡Oh!, mi buena hermana, no sabéis que tonta soy, ¡estoy ya
    pensando en la primera comunión de mi hija!
    Y se puso a reír.
    Él había dejado la mano de Fantine. Escuchaba estas palabras como se oye el viento que sopla, los
    ojos clavados en el suelo, el espíritu sumergido en reflexiones sin fondo. De repente, ella ceso de hablar
    y esto le hizo levantar automáticamente la cabeza. Fantine estaba en un estado espantoso.
    Ya no hablaba ni respiraba; se había incorporado a medias, sus escuálidos hombros salían de su
    camisón, su rostro, radiante un momento antes, estaba pálido, y parecía fijar sus ojos, agrandados por el
    terror, en algo formidable que hubiera frente a ella, al otro extremo de la habitación.
    —¡Dios mío! —gritó él—. ¡Fantine!, ¿qué tenéis?
    No respondió, ni tampoco quitó sus ojos del objeto que parecía ver, pero le tocó el brazo con una
    mano y, con la otra, le hizo una seña para que mirara detrás suyo.
    Se volvió, y vio a Javert.





    III




    JAVERT CONTENTO




    He aquí lo que había sucedido.
    Acababan de dar las doce y media de la noche cuando el señor Madeleine salió de la sala de
    Audiencia de Arras. Había regresado a su albergue con el tiempo justo para salir con el coche-correo, en
    el que, según se recordará, había reservado su plaza. Un poco antes de las seis de la mañana había
    llegado a Montreuil-sur-Mer, y su primer cuidado fue el de poner en el correo su carta al señor Laffitte y,
    después, entrar en la enfermería y ver a Fantine.
    No obstante, apenas había abandonado la sala de Audiencia cuando el abogado fiscal, repuesto de la
    primera sorpresa, había tomado la palabra, para deplorar el acto de locura del señor alcalde de
    Montreuil-sur-Mer, y declarado que sus convicciones no se habían modificado en nada por aquel extraño
    incidente, que se aclararía más tarde, esperando la condena de aquel Champmathieu, que evidentemente
    era el verdadero Jean Valjean. La insistencia del abogado fiscal estaba visiblemente en contradicción con
    el sentimiento de todos, del público, del tribunal y del jurado. El defensor tuvo poco trabajo en refutar
    esta arenga y establecer que, debido a las revelaciones del señor Madeleine, es decir, del verdadero Jean
    Valjean, el aspecto de la cuestión había cambiado profundamente, y que el jurado no tenía ante sus ojos
    más que a un inocente. El abogado había utilizado algunos epifonemas, desgraciadamente poco nuevos,
    sobre los errores judiciales, etc., etc., el presidente, en resumen, se había unido al defensor, y el jurado,
    en pocos minutos, había liberado a Champmathieu.
    Sin embargo, al abogado fiscal le hacía falta un Jean Valjean y, como ya no tenía a Champmathieu, se
    asió a Madeleine.
    Inmediatamente después de la puesta en libertad de Champmathieu, el abogado fiscal se reunió con el
    presidente. Conferenciaron acerca «de la necesidad de apoderarse de la persona del señor alcalde de
    Montreuil-sur-Mer». Esta frase, en la que se repite muchas veces la palabra «de», es del abogado fiscal,
    enteramente escrita por su propia mano en la minuta de su informe al procurador general. Pasada la
    primera impresión, el presidente apenas puso objeciones. Era preciso que la justicia siguiera su curso. Y,
    además, ya que todo debe decirse, aunque el presidente fuera un hombre bueno y bastante inteligente, era
    también partidario del rey, y acérrimo, y se había sorprendido de que el alcalde de Montreuil-sur-Mer,
    hablando del desembarco de Cannes, dijera «el emperador» en vez de «Bonaparte».
    Asi pues, la orden de detención fue expedida. El abogado fiscal la envió a Montreuil-sur-Mer por un
    expreso, a galope tendido, y dirigida al inspector de policía Javert.
    Se sabe que Javert había vuelto a Montreuil-sur-Mer inmediatamente después de haber hecho su
    declaración.
    Javert se acababa de levantar cuando le entregaron la orden de arresto y mandato de comparecencia.
    El enviado era un competente policía que, en dos palabras, puso al corriente a Javert de lo que había
    sucedido en Arras. La orden de arresto, firmada por el abogado fiscal estaba concebida en estos
    términos: «El inspector Javert hará prisionero al señor Madeleine, alcalde de Montreuil-sur-Mer, quien,
    en el curso de la audiencia de hoy, ha declarado ser el presidiario liberado Jean Valjean».
    Cualquiera que no hubiese conocido a Javert y le hubiera visto en la antecamara de la enfermería, no
    habría podido adivinar lo que ocurría, y le habría encontrado el aire más normal del mundo. Estaba frío,
    tranquilo, grave, tenía sus cabellos grises perfectamente alisados sobre las sienes y acababa de subir las
    escaleras con su lentitud habitual. Pero alguien que le hubiese conocido a fondo y le hubiese examinado
    atentamente, se habría estremecido. La hebilla de su cuello de cuero, en lugar de estar sobre la nuca,
    estaba bajo su oreja izquierda. Esto revelaba una agitación inaudita.
    Javert era todo un carácter, y no permitía ninguna irregularidad en su deber ni en su uniforme;
    metódico con los maleantes, rígido con los botones de su traje.
    Para que hubiera puesto mal la hebilla de su cuello, era preciso que existiera una de esas emociones
    que podrían llamarse temblores de tierra internos.
    Había requerido un cabo y cuatro soldados del puesto más próximo, había dejado los soldados en el
    patio y se había hecho guiar hasta la habitación de Fantine por la portera, que no desconfió, acostumbrada
    a ver gente armada preguntar por el señor alcalde.
    Una vez llegado a la habitación de Fantine, Javert hizo girar la llave, empujó la puerta con una
    suavidad de enfermo o de polizonte y entró.
    Hablando con propiedad, no entró. Permaneció en pie en la puerta entreabierta, el sombrero sobre la
    cabeza, la mano izquierda en su redingote cerrado hasta el mentón. En el pliegue del codo se podía ver la
    empuñadura de plomo de su enorme bastón, que desaparecía detrás suyo.
    Permaneció así cerca de un minuto, sin que nadie se apercibiera de su presencia. De repente, Fantine
    levantó los ojos, le vio e hizo volverse al señor Madeleine.
    En el instante en que la mirada de Madeleine se encontró con la de Javert, éste, sin moverse, sin
    cambiar de postura, parecía espantoso. Ningún sentimiento humano logra ser tan horrible como la alegría.
    Fue el rostro de un demonio que vuelve a encontrar a su condenado.
    La certeza de tener por fin a Jean Valjean hizo aparecer en su fisonomía todo lo que contenía su alma.
    El fondo removido subió a la superficie. La humillación de haber perdido un poco la pista, y de haber
    desperdiciado algunos minutos con aquel Champmathieu, se borraba bajo el orgullo de haber adivinado
    tan bien al principio, de haber tenido un instinto certero. La alegría de Javert estalló en su actitud
    soberana. La deformidad del triunfo se abría en su frente estrecha. Fue todo el despliegue de horror que
    puede dar un rostro satisfecho.
    Javert, en aquellos momentos, se encontraba en la gloria. Sin que se diera exacta cuenta, pero no
    obstante con una intuición confusa de su necesidad y de su éxito, personificaba él, Javert, la Justicia, la
    luz y la verdad en su función celeste de aplastamiento del mal. Tenía detrás suyo y a su alrededor, a una
    profundidad infinita, la autoridad, la razón, la cosa juzgada, la conciencia legal, la vindicta pública, todas
    las estrellas; él protegía el orden, él hacía salir el rayo de la ley, él vengaba a la sociedad; había en su
    victoria un resto de desafío y de combate; en pie, altivo, resplandeciente, ostentaba la bestialidad
    sobrehumana de un arcángel feroz; la sombra temible de la acción que ejecutaba hacía visible, en su puño
    crispado, el imaginario flamear de la espada social; feliz e indignado, tenía bajo sus pies el crimen, el
    vicio, la rebelión, la perdición, el infierno; él resplandecía, exterminaba, sonreía, y había una
    incontestable grandeza en aquel monstruoso San Miguel.
    Javert, aun terrible, no tenía nada de innoble.
    La probidad, la sinceridad, el candor, la convicción, la idea del deber, son cosas que, al errar, pueden
    ser horribles, pero que, incluso horribles, siempre son grandes; su majestuosidad, propia de la conciencia
    humana, persiste en el horror. Son virtudes que tienen un vicio, el error. La despiadada alegría honrada
    de un fanático en plena atrocidad conserva no se sabe qué brillo lúgubremente venerable. Sin que él lo
    sospechara, Javert, en su formidable felicidad, era digno de lástima como todo ignorante que triunfa.
    Nada era tan angustioso y terrible como aquel rostro en el cual se ponía de manifiesto aquello que podría
    llamarse toda la maldad de la bondad.








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    Mensaje por Maria Lua Lun 11 Nov 2024, 12:18

    ***
    IV



    LA AUTORIDAD RECUPERA SUS DERECHOS



    Fantine no había visto a Javert desde el día en que el alcalde la había librado de él. Su cerebro
    enfermo no se daba cuenta de nada, pero no dudó de que Javert había vuelto por ella. No pudo soportar
    aquella espantosa figura, se sintió morir, escondió su cara entre sus manos y gritó, con angustia:
    —¡Señor Madeleine, salvadme!
    Jean Valjean —ya no lo llamaremos, en adelante, de otro modo— se había levantado. Dijo a Fantine,
    con su voz más serena y suave:
    —Estad tranquila. No es por vos por quien viene.
    Luego, se dirigió a Javert y le dijo:
    —Sé lo que queréis.
    Javert respondió:
    —¡Vamos, pronto!
    En la inflexión que acompañaba estas dos palabras había un no se qué salvaje y frenético. Javert no
    dijo: «¡Vamos, pronto!», lo que dijo fue: «¡Vamsprto!». Ninguna ortografía podría representar el acento
    con que esto fue pronunciado; no era una palabra humana, era un rugido.
    No hizo como acostumbraba; no entró en seguida en materia, no exhibió orden de arresto. Para él,
    Jean Valjean era una especie de luchador misterioso e inalcanzable, un combatiente temeroso al que él
    acosaba desde hacía cinco años, sin poder derribarle. Este arresto no era un comienzo, sino un fin. Se
    limito a decir: «¡Vamos, pronto!»
    Mientras hablaba, no había dado un solo paso; lanzó sobre Jean Valjean una mirada que arrojaba
    como un garfio, y con la que tenía la costumbre de arrastrar a los miserables violentamente hacia él.
    Era ésta la mirada que Fantine había sentido penetrar hasta la médula de sus huesos, hacía dos meses.
    Al grito de Javert, Fantine había vuelto a abrir los ojos. Pero el señor alcalde estaba allí. ¿Qué podía
    temer ella?
    Javert avanzó hasta el centro de la habitación y gritó:
    —¿Vas a venir?
    La desdichada miró a su alrededor. Sólo estaban allí la religiosa y el señor alcalde. ¿A quién podía
    estar dirigido ese abyecto tuteo? Solamente a ella. Se estremeció.
    Entonces vio una cosa inaudita, tan inaudita que nunca nada semejante se le había aparecido ni en los
    más negros delirios de la fiebre.
    Vio al polizonte Javert atrapar por el cuello del redingote al señor alcalde; vio al señor alcalde
    inclinar la cabeza. Le pareció que el mundo se desvanecía.
    Javert, en efecto, había cogido a Jean Valjean por el cuello.
    —¡Señor alcalde! —gritó Fantine.
    Javert estalló en carcajadas, con una risa atroz que mostraba todos los dientes.
    —¡Aquí ya no hay más señor alcalde!
    Jean Valjean no trató de apartar la mano que sujetaba el cuello de su redingote. Dijo:
    —Javert…
    Javert le interrumpió:
    —Llámeme señor inspector.
    —Señor —prosiguió Jean Valjean—, quisiera deciros algo en privado.
    —¡En voz alta! ¡Hablad en voz alta! —respondió Javert—. ¡A mí se me habla en voz alta!
    Jean Valjean continuó, bajando la voz:
    —Se trata de un ruego que tengo que haceros…
    —Te digo que hables en voz alta.
    —Pero es que nadie más que vos debe oírlo…
    —¿Y a mí qué me importa? ¡No os escucharé!
    Jean Valjean se volvió hacia él y le dijo rápidamente y muy quedo:
    —¡Concededme tres días! ¡Tres días para ir a buscar a la hija de esta desdichada mujer! Pagaré lo
    que sea necesario. Vos me acompañaréis, si lo deseáis.
    —¡Tienes ganas de bromear! —exclamó Javert—. ¡No creí que fueras tonto! ¡Me pides tres días para
    irte! ¡Dices que es para ir a buscar a la hija de esta muchacha! ¡Ah! ¡Ah! ¡Esto es bueno! ¡Esto sí que es
    bueno!
    Fantine tuvo un temblor.
    —¡Mi hija! —gritó—. ¡Ir a buscar a mi hija! ¡No está, pues, aquí! ¡Hermana, respondedme! ¿Dónde
    está Cosette? ¡Yo quiero mi hija! ¡Señor Madeleine! ¡Señor alcalde!
    Javert dio un golpe con el pie.
    —¡He aquí la otra, ahora! ¡Cállate, mujerzuela! ¡Miserable país donde los condenados a galeras son
    magistrados y donde las mujeres públicas son cuidadas como condesas! ¡Ah! ¡Pero todo esto va a
    cambiar! ¡Ya era hora!
    Miró fijamente a Fantine y añadió, mientras asía firmemente a Jean Valjean por la corbata y el cuello
    de su abrigo:
    —Te digo que ya no hay más señor Madeleine y que tampoco hay más señor alcalde. Hay un ladrón,
    hay un bandido, hay un forzado llamado Jean Valjean. ¡Es el que yo tengo! ¡Esto es lo que hay!
    Fantine se incorporó sobresaltada, apoyada en sus brazos rígidos; miró a Javert, miró a la religiosa,
    abrió la boca como si fuera a hablar, un estertor surgió de su garganta, sus dientes castañetearon, extendió
    los brazos con angustia, abriendo convulsivamente las manos y buscando a su alrededor como alguien
    que se ahoga; luego se abatió súbitamente sobre la almohada. Su cabeza golpeó contra la cabecera de la
    cama y volvió a caer sobre su pecho, la boca abierta, los ojos abiertos y apagados.
    Estaba muerta.

    Jean Valjean puso su mano sobre la mano de Javert que le tenía cogido, y la abrió como hubiera
    abierto la mano de un niño; después, dijo a Javert:
    —Habéis asesinado a esta mujer.
    —¡Acabemos! —gritó Javert, furioso—. No estoy aquí para escuchar discursos. Ahorrémonos todo
    esto. La escolta está abajo. Vámonos en seguida, ¡o usaré las esposas!
    En un rincón de la habitación había una vieja cama de hierro en bastante mal estado, que servía de
    lecho a las hermanas, cuando debían velar. Jean Valjean se dirigió hacia la cama y, en un abrir y cerrar de
    ojos, arrancó un travesaño que estaba ya algo deteriorado, cosa fácil para músculos como los suyos;
    cogió con su puño aquella barra maciza y se enfrentó a Javert. Este retrocedió hacia la puerta.
    Jean Valjean, empuñando su barra de hierro, se dirigió hacia el lecho de Fantine. Cuando llegó a él,
    se volvió y dijo a Javert, con una voz que apenas podía oírse:
    —Os aconsejo que no me molestéis en estos momentos.
    Lo que es cierto es que Javert temblaba.
    Tuvo la idea de llamar a la escolta, pero Jean Valjean podía aprovechar aquel minuto para escapar.
    Se contuvo, pues, cogió su bastón por el extremo de la contera y se adosó a la jamba de la puerta, sin
    dejar de mirar a Jean Valjean.
    Éste puso su codo sobre un adorno de la cabecera de la cama, apoyó su frente en su mano, y
    contempló a Fantine, extendida e inmóvil. Permaneció así, absorto, mudo y no pensando ya en ninguna
    cosa de esta vida. No había en su rostro y en su actitud más que una indescriptible piedad. Después de
    algunos instantes de meditación, se inclinó hacia Fantine y le habló en voz baja.
    ¿Qué le dijo? ¿Qué podía decir el réprobo a la muerta? ¿Qué palabras eran? Nadie en la tierra las
    oyó. ¿Las oyó la muerte? Hay ilusiones emocionantes que son, quizá, realidades sublimes. Lo que está
    fuera de duda es que la hermana Simplice, único testigo de lo que pasaba, ha contado a menudo que, en el
    momento en que Jean Valjean hablaba al oído de Fantine, vio claramente florecer una inefable sonrisa en
    aquellos labios pálidos y en aquellas vagas pupilas, llenas de la sorpresa de la tumba.
    Jean Valjean tomó entre sus dos manos la cabeza de Fantine y le arregló la almohada, como una
    madre lo hubiera hecho con su hijo, ató el cordón de su camisa y puso sus cabellos dentro de la cofia.
    Hecho esto, le cerró los ojos.
    El rostro de Fantine parecía en ese instante extrañamente iluminado.
    La muerte es la entrada en el gran fulgor.
    La mano de Fantine colgaba fuera de la cama. Jean Valjean se arrodilló ante esa mano, la levantó
    suavemente y la besó.
    Luego, se levantó y, se volvió hacia Javert.
    —Ahora —dijo— estoy a vuestra disposición.





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    Mensaje por Maria Lua Lun 11 Nov 2024, 12:20

    ***
    V



    SEPULTURA ADECUADA




    Javert recluyó a Jean Valjean en la cárcel de la ciudad.
    El arresto de Madeleine produjo en Montreuil-sur-Mer una sensación o, por mejor decir, una
    conmoción extraordinaria. Nos causa verdadera pesadumbre no poder ocultar que con estas solas
    palabras: «Era un presidiario», casi todo el mundo le abandonó. En menos de dos horas, todo el bien que
    había hecho quedaba ya olvidado, y ya no era más «que un presidiario». Es justo decir que no se
    conocían todavía con detalle los acontecimientos de Arras. Durante todo el día, se oían en todos los
    lugares de la ciudad conversaciones como éstas:
    —¿No lo sabéis? ¡Era un presidiario liberado!
    —¿De quién habláis?
    —Del alcalde.
    —¡Bah! ¿El señor Madeleine?
    —Sí.
    —¿Es cierto?
    —No se llamaba Madeleine, tiene un nombre espantoso, Béjean, Bojean, Boujean.
    —¡Ah, Dios mío!
    —Está detenido.
    —En la cárcel, en la cárcel de la ciudad, esperando a que le trasladen.
    —¿Que le trasladen? ¡Van a trasladarle! ¿Adónde van a trasladarle?
    —Va a ir a los tribunales por un robo que cometió en otro tiempo.
    —Ya lo sospechaba. Este hombre era demasiado bueno, demasiado perfecto, demasiado almibarado.
    Había rehusado la Cruz, daba dinero a todos los pequeños perillanes que encontraba. Siempre he
    pensado que, detrás de todo eso, habría alguna historia sucia.
    «Los salones», sobre todo, abundaron en esta opinión.
    Una anciana, abonada a Le Drapeau Blanc
    [180] hizo esta reflexión, de la cual es completamente
    imposible sondear la profundidad:
    —Yo no estoy indignada. ¡Esto enseñará a los partidarios de Bonaparte!
    Fue así como aquel fantasma llamado Madeleine se disipó en Montreuil-sur-Mer. Solamente tres o
    cuatro personas, en toda la población, permanecieron fieles a su memoria. La anciana portera que le
    había servido estaba entre ellos.
    En la noche de aquel mismo día, esa digna vieja estaba sentada en su garita, todavía despavorida y
    reflexionando tristemente. La fábrica había sido cerrada durante toda la jornada, la puerta cochera estaba
    con los cerrojos puestos, la calle estaba desierta. No había en la casa más que dos religiosas, la hermana
    Perpetue y la hermana Simplice, que velaban cerca del lecho de Fantine.
    Cuando llegó la hora en que el señor Madeleine acostumbraba a regresar, la fiel portera se levantó
    maquinalmente, sacó de un cajón la llave de la habitación del alcalde y cogió una palmatoria de la que se
    servía todas las noches para subir a su dormitorio; luego, colgó la llave en un clavo, donde él
    generalmente la cogía, y puso la palmatoria al lado, como si la buena mujer le esperara. Volvió a sentarse
    en su silla y siguió pensando. La pobre buena vieja había hecho todo aquello inconscientemente.
    Fue al cabo de casi dos horas cuando ella salió de su ensimismamiento y exclamó:
    —¡Mi buen Dios Jesús! ¡Y yo que he puesto su llave en el clavo!
    En aquel momento, el cristal de la garita se abrió, una mano pasó por la abertura, tomó la llave y la
    palmatoria y encendió la vela en la candela que ya ardía.
    La portera levantó los ojos y quedó boquiabierta, con un grito retenido en la garganta.
    Ella conocía esa mano, ese brazo, esa manga de redingote.
    Era el señor Madeleine.
    Antes de poder hablar, estuvo algunos segundos «embargada», como ella misma decía más tarde, al
    contar su aventura.
    —¡Dios mío, señor alcalde! —exclamó, al fin—. Os creía…
    Se calló; el final de la frase hubiera sido una falta de respeto. Jean Valjean seguía siendo para ella el
    señor alcalde.
    Él terminó su pensamiento.
    —En prisión —dijo—. Allí estaba. He roto el barrote de una ventana, me he dejado caer desde lo
    alto de un techo, y aquí estoy. Voy a mi habitación; id a buscar a la hermana Simplice. Debe estar junto a
    esa pobre mujer.
    La anciana se apresuró a hacerlo.
    No le hizo ninguna advertencia; estaba seguro de que ella le guardaría mejor que él mismo.
    Nunca se llegó a saber cómo logró entrar en el patio sin hacerse abrir la puerta cochera. Él llevaba
    siempre consigo una llave maestra que abría una pequeña puerta lateral; pero debían haberle registrado y
    quitado aquella llave. Este punto no ha sido aclarado.
    Subió las escaleras que conducían a su habitación. Una vez arriba, dejó la vela en los últimos
    peldaños, abrió la puerta sin hacer ruido, y fue a cerrar a tientas la ventana y los postigos; después,
    volvió a buscar la vela y entró en la habitación.
    La precaución era inútil; se recordará que su ventana podía verse desde la calle.
    Echó un vistazo a su alrededor, a su mesa, su silla, su cama, que no había sido deshecha en tres días.
    No quedaba ninguna huella del desorden de la penúltima noche. La portera había «hecho la habitación».
    Ella había recogido las cenizas y había colocado sobre la mesa las dos conteras de hierro del bastón y la
    pieza de cuarenta sueldos, ennegrecida por el fuego.
    Tomó una hoja de papel sobre la cual escribió: «He aquí las dos puntas de hierro de mi bastón y la
    pieza de cuarenta sueldos robada al pequeño Gervais y de las que hablé en la sala de Audiencia». Sobre
    la hoja, puso la pieza de plata y las dos conteras de hierro, de forma que fuera lo primero que se viese al
    entrar en la habitación. De un armario, sacó una vieja camisa suya, que rompió. Con ello obtuvo varios
    trozos de tela con los cuales envolvió los dos candelabros de plata. Desde luego, no mostraba tener prisa
    ni agitación y, mientras embalaba los candelabros del obispo, iba mordiendo un trozo de pan negro.
    Probablemente el pan de la cárcel, que se había llevado al evadirse.
    Esto fue comprobado por las migas que fueron encontradas en el suelo de la habitación, cuando más
    tarde la justicia hizo sus pesquisas.
    Llamaron a la puerta con dos pequeños golpes.
    —Entrad —dijo.
    Era la hermana Simplice.
    Estaba pálida, tenía los ojos enrojecidos, el candil que llevaba vacilaba en su mano. Las violencias
    del destino tienen la particularidad de que, por íntegros o por indiferentes que seamos, nos hacen salir
    del fondo de las entrañas la naturaleza humana y la obligan a mostrarse. Con las emociones de aquella
    jornada, la religiosa había vuelto a ser mujer. Había llorado y estaba temblando.
    Jean Valjean acababa de escribir unas líneas en un papel, que tendió a la religiosa, diciéndole:
    —Hermana, entregaréis esto al señor cura.
    El papel estaba sin doblar. Ella echó una mirada.

    —Podéis leerlo —dijo.
    Ella leyó: «Ruego al señor cura que cuide todo lo que dejo aquí. Se servirá pagar, de ello, los gastos
    de mi proceso y el entierro de la pobre mujer que ha muerto hoy. El resto será para los pobres».
    La hermana quiso hablar, pero apenas pudo balbucear algunos sonidos inarticulados. No obstante,
    logró decir:
    —¿El señor alcalde no desea ver de nuevo a esa pobre mujer?
    —No —respondió él—, están persiguiéndome, y podrían detenerme en su habitación; esto turbaría
    aquella paz.
    Casi no había terminado cuando de la escalera llegó un gran alboroto. Oyeron una confusión de pasos
    que subían, y a la anciana portera que decía con su voz más alta y penetrante:
    —Mi buen señor, os juro por el buen Dios que nadie ha entrado aquí en todo el día y que tampoco he
    dejado mi puesto en la puerta.
    Un hombre contestó:
    —Sin embargo, hay luz en aquella habitación.
    Reconocieron la voz de Javert.
    La habitación estaba dispuesta de tal forma que, al abrir la puerta, ésta escondía el rincón de la pared
    de la derecha. Jean Valjean sopló la vela y se colocó en ese rincón.
    La hermana Simplice cayó de rodillas cerca de la mesa.
    La puerta se abrió.
    Javert entró.
    Se oían los murmullos de diversos hombres y las protestas de la portera en el corredor.
    La religiosa no levantó los ojos. Estaba rezando.
    El candil estaba sobre la chimenea y daba muy poca luz.
    Javert vio a la hermana y se detuvo sobrecogido.
    Se recordará que el fondo mismo de Javert, su elemento, su ambiente respirable, era la veneración
    hacia toda autoridad. Lo era íntegramente y no admitía ni objeción ni restricción. Para él, desde luego, la
    autoridad eclesiástica era la primera de todas. Era religioso, superficial y correcto en esto, como en todo.
    A sus ojos, un sacerdote era un espíritu que no se equivoca nunca, una religiosa era una criatura que
    nunca peca. Eran almas amuralladas para este mundo, con una sola puerta que no se abría más que para
    dejar salir la verdad.
    Al ver a la hermana, su primer movimiento fue el de retirarse.
    No obstante, había también otro deber, que le dominaba y que le empujaba imperiosamente en sentido
    contrario. Su segundo movimiento fue el de quedarse y, al menos, aventurar una pregunta.
    Se trataba de la hermana Simplice, que no había mentido en su vida. Javert lo sabía y la veneraba
    particularmente a causa de esto.
    —Hermana —dijo—, ¿estáis sola en esta habitación?
    Hubo un momento espantoso, durante el cual la pobre portera se sintió desfallecer.
    La hermana levanto los ojos y dijo:
    —Sí.
    —Perdonadme que insista —prosiguió Javert—, pero es mi de ber; no habéis visto aquí, esta noche,
    a una persona, a un hombre.
    Se ha evadido y le estamos buscando; es ese Jean Valjean, ¿no le habéis visto?
    La hermana respondió:
    —No.
    Había mentido. Mintió dos veces seguidas, una tras otra, sin dudar, con rapidez, como en un
    holocausto.
    —Perdón —dijo Javert. Y se retiró, saludando profundamente.
    ¡Oh, santa mujer! No sois de este mundo desde hace muchos anos, os habéis unido en la luz a vuestras
    hermanas las vírgenes y a vuestros hermanos los ángeles; que esta mentira os valga en el paraíso.
    La afirmación de la hermana fue para Javert algo tan decisivo que ni siquiera reparó en la
    singularidad de aquella bujía que acababan de soplar y que aún humeaba encima de la mesa.
    Una hora después, un hombre, marchando por entre los árboles y las brumas, se alejaba rápidamente
    de Montreuil-sur-Mer, en dirección a París. Ese hombre era Jean Valjean. Se ha establecido, por el
    testimonio de dos o tres carreteros que le vieron, que llevaba un paquete y que iba vestido con una blusa.
    ¿De dónde había sacado esta blusa? Nunca se ha sabido. No obstante, hacía algunos días que había
    muerto un viejo obrero, en la enfermería de la fábrica, y no había dejado más que su blusa. Quizá fuera
    aquélla.
    Una última palabra sobre Fantine.
    Todos nosotros tenemos una madre, la tierra. Fantine fue devuelta a esta madre.
    El cura creyó obrar bien, y posiblemente obró bien, al reservar, de lo que había dejado Jean Valjean,
    la mayor parte posible para los pobres. Después de todo, ¿de quiénes se trataba? De un presidiario y de
    una mujer pública. Esta es la razón por la cual simplificó el entierro de Fantine, y lo redujo a ese estricto
    necesario que se llama fosa común.
    Fantine fue, pues, enterrada en el rincón gratuito del cementerio que es de todos y no es de nadie y
    donde se pierde a los pobres. Por fortuna, Dios sabe dónde encontrar el alma. Se depositó a Fantine en
    las tinieblas, entre los primeros huesos encontrados; sufrió la promiscuidad de las cenizas. La arrojaron a
    la fosa pública. Su tumba fue semejante a su lecho.





    [FIN DE LA PRIMERA PARTE]


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    Mensaje por Maria Lua Lun 11 Nov 2024, 12:22

    ***
    SEGUNDA PARTE


    COSETTE



    LIBRO PRIMERO


    WATERLOO



    I



    LO QUE SE ENCUENTRA VINIENDO DE NIVELLES



    El año pasado (1861), en una hermosa mañana de mayo, un viajero, el que relata esta historia, llegaba
    a Nivelles y se dirigía hacia La Hulpe. Iba a pie. Seguía, por entre dos hileras de árboles, una ancha
    calzada empedrada ondulante sobre las colinas que se suceden una tras otra y que levantan unas veces el
    camino y otras lo dejan caer, formando una especie de ondas enormes. Había ya pasado Lillois y BoisSeigneur-Isaac. Hacia el oeste, veía el campanario de pizarra de Braine l’Alleud, que tiene forma de un
    vaso boca abajo. Terminaba de dejar tras de sí un bosque sobre un altozano y, en el cruce de un camino
    de atajo, al lado de un poste carcomido por el tiempo, en el que había la inscripción: «Antigua Barrera n.
    ° 4», pasó junto a una taberna que tenía en su fachada este letrero: «A los cuatro vientos. Echabeau, café
    de particular».
    Medio cuarto de legua más lejos, llegó al fondo de un pequeño valle, donde el agua pasa por debajo
    de un arco practicado en el terraplén del camino. Un sotillo, de escasos árboles, aunque muy verdes,
    cubre el valle por un lado de la calzada, se desparrama por el otro en las praderas y sigue con gracia,
    como en desorden, hacia Braine Talleud.
    Había allí, a la derecha, al borde del camino, una posada, una carreta de cuatro ruedas delante de la
    puerta, un gran haz de ramas de lúpulo, un arado, un montón de maleza seca cerca de un seto vivo, cal que
    humeaba en un agujero cuadrado hecho en el suelo y una escalera apoyada en un cobertizo cuyas paredes
    eran de paja. Una muchacha escarbaba en un campo, donde un gran cartel amarillo, probablemente el
    anuncio de algún espectáculo de feria, se agitaba al viento. En la esquina de la posada, junto a una charca
    donde navegaba una flotilla de patos, un sendero mal empedrado se hundía entre la maleza. El viajero
    penetró en él.
    Al cabo de un centenar de pasos, después de haber seguido a lo largo de un muro del siglo XV,
    rematado por una albardilla puntiaguda, construida de ladrillos apoyados unos contra otros, se encontró
    frente a una puerta grande de piedra cintrada, con imposta rectilínea, del severo estilo de Luis XIV, y
    adornada en los costados con dos medallones planos. Una austera fachada dominaba esta puerta; una
    pared perpendicular a esta fachada venia casi a tocarla y la flanqueaba con un brusco ángulo recto. En el
    prado, delante de la puerta, yacían tres rastrillos a través de los cuales brotaban mezcladas todas las
    flores de mayo. La puerta estaba cerrada. Tenía dos hojas decrépitas, provistas de un viejo aldabón
    oxidado.
    El sol era magnífico; las ramas tenían ese suave temblor de mayo, que parece venir de los nidos más
    aun que del viento. Un pajarillo, probablemente enamorado, trinaba desaforadamente en un árbol
    frondoso.
    El viajero se inclinó y examinó, en la piedra de la izquierda, en el extremo inferior de la jamba
    derecha de la puerta, una amplia excavación redonda, parecida al alvéolo de una esfera. En aquel
    momento, se separaron las hojas de la puerta y salió una aldeana.
    Vio al viajero y observó lo que miraba.
    —Es una granada francesa lo que ha hecho esto —dijo. Y añadió—: Lo que veis allá arriba, en la
    puerta, junto al clavo, es el agujero de una bala de fusil. La bala no pudo atravesar la madera.
    —¿Cómo se llama este lugar? —preguntó el viajero.
    —Hougomont —respondió la aldeana.
    El viajero se enderezó. Dio algunos pasos y fue a mirar por encima de los setos. Vio en el horizonte,
    a través de los árboles, una especie de montículo y, en este montículo, algo que de lejos parecía un león.
    Estaba en el campo de batalla de Waterloo.





    II



    HOUGOMONT



    Hougomont fue un lugar fúnebre, el principio del obstáculo, la primera resistencia que encontró en
    Waterloo aquel gran talador de Europa a quien llamaban Napoleón; el primer nudo bajo el filo de su
    hacha.
    Era un castillo; ya no es más que una granja. Hougomont, para el anticuario, es Hugomons. Esta
    residencia fue construida por Hugo, señor de Somerel, el mismo que dotó la sexta capellanía de la abadía
    de Villers.
    El viajero empujó la puerta, tropezó bajo el atrio con una vieja calesa y entró en el patio.
    Lo primero que allí llamó su atención fue una puerta del siglo XVI, que parecía una arcada, al haber
    caído todo a su alrededor. El aspecto monumental nace a menudo de la ruina. Cerca de la arcada, se abría
    otra puerta en un muro, con dovelaje del tiempo de Enrique IV, dejando ver los arboles de un huerto. Al
    lado de esta puerta, un hoyo para el estiércol, palas y azadones, algunas carretillas, un viejo pozo con su
    losa de piedra y su torno de hierro, un potro que salta, un pavo que hace la rueda, una capilla coronada de
    un pequeño campanario, un peral en flor y una espaldera en la pared de la capilla; tal era el patio cuya
    conquista fue un sueño de Napoleón. Si hubiese podido tomarlo, este rincón de tierra le habría dado tal
    vez el mundo. Las gallinas removían el polvo con sus picos. Se oye un gruñido; es un gran perro que
    enseña los dientes y que ha reemplazado a los ingleses.
    Los ingleses estuvieron allí admirables. Las cuatro compañías de la guardia de Cooke hicieron allí
    frente, durante siete horas, al encarnizamiento de un ejército.
    Hougomont, visto en el mapa, comprendidos los cercados y edificios, aparece como una especie de
    rectángulo irregular del cual se hubiera rebajado un ángulo. Es en este ángulo donde se hallaba la puerta
    meridional, guardada por aquella pared que la fusila a boca de jarro. Hougomont tiene dos puertas: la
    puerta meridional, que es la del castillo, y la puerta septentrional, que es la de la granja. Napoleón envió
    contra Hougomont a su hermano Jéróme; las divisiones Guilleminot, Foy y Bachelu se estrellaron allí;
    casi todo el cuerpo de Reille fue empleado en aquel punto y fracasó, las granadas de Kellermann se
    agotaron sobre aquellos muros heroicos. No fue suficiente la brigada de Bauduin para forzar Hougomont
    por el norte; y la brigada de Soye no hizo más que penetrar por el sur, sin poder tomarlo.
    El patio estaba limitado al sur por los edificios de la granja. Un trozo de la puerta norte, rota por los
    franceses, pendía sujeta a la pared. Eran cuatro tablas clavadas a dos travesaños, y donde se distinguían
    los destrozos del ataque.
    La puerta septentrional, hundida por los franceses, y a la que habían puesto una pieza para reemplazar
    el panel que pendía de la pared, se entreabre al fondo del patio; está cortada en cuadro en el muro, de
    piedra por abajo y ladrillo por arriba, que cierra el patio por el norte. Es una simple puerta, como existen
    en todas las alquerías, compuesta de dos anchas hojas de tablas sin labrar; al otro lado, los prados. Esta
    entrada fue disputada furiosamente. Mucho tiempo después, se veían aún, en la parte superior de la
    puerta, infinidad de huellas de manos ensangrentadas. Allí fue donde mataron a Bauduin.
    La borrasca del combate persiste aún en este patio; el horror está aún visible; la confusión de la
    refriega se ha petrificado allí; esto vive, aquello muere. Era ayer. Las paredes agonizan, las piedras caen,
    las brechas gritan; los agujeros son heridas, los árboles inclinados y estremecidos parecen hacer
    esfuerzos para huir.
    Este patio, en 1815, tenía más edificios que hoy. Varias obras, derribadas después, formaban en él
    entrantes y salientes, rincones y ángulos a escuadra.
    Los ingleses se habían parapetado allí; los franceses penetraron, pero no pudieron sostenerse. Al lado
    de la capilla, un ala del castillo, únicas ruinas que quedan de la heredad de Hougomont. El castillo sirvió
    de torre, la capilla de fortín. Hubo un exterminio general. Los franceses, tiroteados desde todas partes,
    desde lo alto de los graneros, desde detrás de los muros, desde el fondo de las cuevas, por todas las
    ventanas, por todas las lumbreras, por todas las hendiduras de las piedras, reunieron y llevaron fajinas, y
    prendieron fuego a los muros y a los hombres; la metralla tuvo por réplica el incendio.
    En el ala arruinada, aún se ven, a través de las ventanas guarnecidas de barras de hierro, las
    habitaciones desmanteladas de un cuerpo de edificio construido de ladrillos; los guardias ingleses se
    habían emboscado en estas habitaciones; la espiral de la escalera, destrozada desde la planta baja hasta
    el tejado, parece como el interior de una concha rota. La escalera tiene dos tramos; los ingleses sitiados
    en ella, y agrupados en los peldaños superiores, habían cortado los inferiores. Son anchas losas de piedra
    azul que hoy forman un montón confuso entre las ortigas. Una decena de peldaños se mantienen aún fijos
    en la pared; en el primero está grabada la imagen de un tridente. Estos escalones inaccesibles
    permanecen aún sólidos en su encaje; todo el resto parece una quijada desdentada. Dos viejos árboles
    hay allí; uno está muerto, el otro está herido en el pie y reverdece en abril. Desde 1815, ha crecido a
    través de la escalera.
    Hubo una gran mortandad en la capilla. Su interior, recobrada la calma, tiene un aspecto extraño. No
    se ha dicho la misa en ella desde aquella carnicería. Sin embargo ha quedado el altar, un altar de madera
    basta, adosado a un fondo de piedra sin labrar. Cuatro paredes blanqueadas de cal, una puerta enfrente
    del altar, dos ventanitas cintradas, sobre la puerta un gran crucifijo de madera y encima del crucifijo un
    tragaluz cuadrado, taponado con un haz de heno, y, en un rincón, en el suelo, un viejo bastidor de vidriera
    roto; tal es la capilla. Junto al altar, está enclavada una estatua de madera de santa
    Ana, del siglo XV; la cabeza del niño Jesús fue arrancada por una bala de cañón. Los franceses,
    dueños por un momento de la capilla, y desalojados después, la incendiaron. Las llamas llenaron aquel
    recinto; la capilla se convirtió en un horno; la puerta ardió, el suelo ardió, el Cristo de madera no ardió.
    El fuego llegó a roerle los pies, de los cuales no se ven más que unos muñones ennegrecidos, y luego se
    detuvo. Un milagro, según dijeron las gentes del lugar. El niño Jesús, decapitado, no tuvo la suerte del
    Cristo


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    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 6 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Lun 11 Nov 2024, 12:23

    ***
    Las paredes están cubiertas de inscripciones. Cerca de los pies del Cristo, se lee este nombre:
    «Henquínez». Y estos otros: «Conde de Río Mayor», «Marqués y Marquesa de Almagro (Habana)». Hay
    nombres franceses con signos de exclamación, signos de cólera. Volvieron a blanquear las paredes en
    1849. Las naciones se insultaban allí.
    A la puerta de esta capilla, fue recogido un cadáver que tenía un hacha en la mano. Aquel cadáver era
    el del subteniente Legros.
    Se sale de la capilla y, a la izquierda, se ve un pozo. En este patio hay dos. Uno se pregunta ¿por qué
    no hay cubo ni polea, en este pozo? Es que no se saca agua de él. Y, ¿por qué no se saca agua? Porque
    está lleno de esqueletos.
    El último que sacó agua de este pozo se llamaba Guillaume van Kylsom. Era un campesino que vivía
    en Hougomont, donde era jardinero. El 18 de junio de 1815, su familia huyó y fue a esconderse en los
    bosques.
    El gran bosque que rodea la abadía de Villers fue, durante muchos días y muchas noches, el asilo de
    aquellos infelices lugareños dispersos. Hoy todavía, ciertos vestigios visibles, tales como viejos troncos
    de árboles quemados, señalan el sitio que aquellos temblorosos campesinos escogieron como
    campamento entre los matorrales.
    Guillaume van Kylsom se quedó en Hougomont «para guardar el castillo», y se acurrucó en una
    cueva. Allí le descubrieron los ingleses. Le sacaron de su escondite y, a cintarazos, obligaron a este
    hombre despavorido a servirlos. Tenían sed; Guillermo les dio de beber. Era de este pozo de donde
    sacaba el agua. Muchos bebieron allí un último sorbo. Este pozo, donde bebieron tantos muertos, debía
    morir también.
    Después de la acción, hay que apresurarse a enterrar los cadáveres. La muerte hostiga a la victoria a
    su manera; después de la gloria viene la peste. El tifus es un anexo del triunfo. Aquel pozo era profundo e
    hicieron de él un sepulcro. Arrojaron a su cavidad trescientos muertos. Quizá con demasiada
    precipitación. ¿Estaban todos muertos? La leyenda dice que no. Parece que, a la noche siguiente de
    haberlos arrojado, oyeron salir del pozo débiles y lastimeras voces que pedían ayuda.
    Este pozo está aislado en medio del patio. Tres paredes medio derruidas, mitad ladrillo y mitad
    piedra, replegadas como las hojas de un biombo y semejantes a una torrecilla cuadrada, lo rodean por
    tres lados. El cuarto lado está abierto. Por allí se sacaba el agua. La pared del centro tiene una especie de
    ojo de buey informe; tal vez el agujero de un obús. Esta torrecilla tenía un techo, del cual no quedan más
    que las vigas. El herraje de sostén de la pared de la derecha dibuja una cruz. Uno se inclina hacia el pozo
    y la mirada se pierde en un profundo cilindro de ladrillo, donde se hacinan tinieblas. Alrededor del pozo,
    la parte baja de las paredes desaparece entre las ortigas.
    Este pozo no tiene por brocal la ancha losa azul que sirve de delantal a todos los pozos de Bélgica.
    La losa azul ha sido reemplazada por una traviesa en la cual se apoyan cinco o seis deformes trozos de
    madera nudosos y anquilosados, que parecen grandes huesos. No tiene ya ni cubo ni cadena, ni polea;
    pero conserva aún la pila de piedra donde se vertía el agua. El agua de las lluvias se acumula allí y, de
    vez en cuando, un pájaro de los bosques vecinos se acerca a beber y echa a volar.
    Una casa en estas ruinas, la casa de la granja, está habitada. La puerta de esta casa da al patio. Al
    lado de una bonita placa de cerradura gótica, hay en esta puerta un puño de hierro puesto al sesgo. En el
    momento en que el teniente hanoveriano Wilda iba a coger este puño, para refugiarse en la granja, un
    zapador francés le echó abajo la mano de un hachazo.
    La familia que ocupa la casa tiene por abuelo al antiguo jardinero Van Kylsom, muerto ya hace
    tiempo. Una mujer de cabellos grises os dice:
    —Yo estaba allí. Tenía tres años. Mi hermana mayor tenía miedo y lloraba. Nos llevaron a los
    bosques. Yo estaba en los brazos de mi madre. De vez en cuando, alguien pegaba el oído al suelo para
    escuchar. Yo imitaba el cañón y hacía «¡bum!, ¡bum!».
    Una puerta del patio, a la izquierda, ya lo hemos dicho, da al huerto.
    El huerto es horrible.
    Está dividido en tres partes, casi podría decirse que en tres actos. La primera parte es un jardín, la
    segunda es el huerto, la tercera es un bosque. Estas tres partes tienen un cercado común por el lado de la
    entrada de los edificios del castillo y de la granja, a la izquierda un seto, a la derecha un muro, al fondo
    otro muro. El muro de la derecha es de ladrillo, el muro del fondo es de piedra. Primero se entra en el
    jardín. Está en pendiente, plantado de groselleros, cubierto de vegetaciones silvestres y cerrado por un
    malecón de piedra labrada, con balaústres de doble ensanche. Era un jardín señorial del primer estilo
    francés que precedió a Lenótre; hoy, zarzas y ruinas. Las pilastras concluyen en unos globos que parecen
    balas de piedra. Se cuentan aún cuarenta y tres balaústres en pie; los demás están echados sobre la
    hierba. Casi todos tienen señales de mosquetería. Un balaústre roto está colocado sobre el estrave, como
    una pierna rota.
    En este jardín, más bajo que el huerto, fue donde, seis tiradores del 1.° ligero que habían penetrado
    en él y quedaron luego cercados como osos en su guarida, aceptaron el combate con dos compañías
    hanoverianas, de las cuales una iba armada de carabinas. Los hanoverianos rodeaban estos balaústres y
    tiraban desde lo alto. Los tiradores franceses, contestando desde abajo, seis contra doscientos, no
    teniendo en su intrepidez más abrigo que los groselleros, tardaron un cuarto de hora en morir.
    Se suben algunos escalones y, desde el jardín, se pasa al huerto propiamente dicho. Allí, en algunas
    toesas cuadradas, murieron mil quinientos hombres en menos de una hora. El muro parece dispuesto para
    volver a empezar el combate. Aún existen allí treinta y ocho troneras abiertas por los ingleses a alturas
    irregulares. Delante de la decimosexta hay dos tumbas inglesas construidas en granito. Sólo hay troneras
    en el muro del sur; el ataque principal procedía de allá. Esta pared está escondida tras un gran seto vivo;
    los franceses llegaron creyendo no tener que vencer más obstáculo que el seto, lo franquearon y hallaron
    en el muro obstáculo y emboscada, porque detrás estaban las tropas inglesas y las treinta y ocho troneras
    haciendo fuego a la vez; una verdadera tempestad de balas y metralla; y la brigada de Soye sucumbió.
    Waterloo empezó así.
    Sin embargo, el huerto fue tomado. No se disponía de escalas, los franceses treparon con las uñas. Se
    luchó cuerpo a cuerpo bajo los árboles. Toda aquella hierba ha sido regada con sangre. Un batallón de
    Nassau, setecientos hombres, fue exterminado allí. La parte exterior del muro, contra la cual disparaban
    dos baterías de Keller-mann, está acribillada por la metralla.
    Este huerto es sensible, como cualquier otro, al mes de mayo. Tiene sus botones de oro y sus
    margaritas; la hierba está ya muy crecida, los caballos de labranza pastan esta hierba; cuerdas de esparto
    para secar la ropa se extienden de árbol a árbol, y hacen bajar la cabeza a los que por allí pasan; se anda
    por este erial y los pies se hunden en los agujeros de los topos. En medio de la hierba, se encuentra un
    tronco desarraigado, echado por tierra y verde aún. El mayor Blackman se recostó en él para expirar.
    Bajo un gran árbol vecino cayó el general alemán Duplat, oriundo de una familia francesa refugiada
    cuando la revocación del edicto de Nantes. A su lado, se inclina un viejo manzano enfermo, vendado con
    una banda de paja y arcilla. Casi todos los manzanos caen de vejez. No hay uno que no esté horadado por
    una bala de fusil o de cañón. Los esqueletos de los árboles muertos abundan en este huerto. Los cuervos
    vuelan por entre sus ramas; en el fondo hay un bosque lleno de violetas.
    Bauduin muerto, Foy, herido, el incendio, la matanza, la carnicería, un arroyo formado con sangre
    inglesa, sangre alemana, sangre francesa, furiosamente mezcladas, un pozo lleno de cadaveres, el
    regimiento de Nassau y el regimiento de Brunswick destruidos, Duplat muerto, Blackman muerto, la
    guardia inglesa mutilada, veinte batallones franceses, de los cuarenta del cuerpo de Reille, diezmados,
    tres mil hombres, sólo en las ruinas de Hougomont, muertos a sablazos, acuchillados, degollados,
    fusilados, quemados; y todo esto para que hoy un aldeano diga al viajero: «Señor, dadme tres francos; si
    lo deseáis, ¡os explicaré la cosa de Waterloo!»




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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 6 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Mar 12 Nov 2024, 09:46

    ***

    III



    EL 18 DE JUNIO DE 1815



    Volvamos atrás —es éste uno de los derechos del narrador—, al año 1815, e incluso un poco antes de
    la época en que empieza la acción referida en la primera parte de este libro.
    Si no hubiera llovido en la noche del 17 al 18 de junio de 1815, el porvenir de Europa habría
    cambiado. Algunas gotas de agua más o menos hicieron declinar a Napoleón. Para que Waterloo fuese el
    fin de Austerlitz, la providencia no necesitó más que un poco de lluvia; una nube que atravesó el cielo,
    impropia de aquella estación, bastó para el derrumbamiento de un mundo.
    La batalla de Waterloo —y esto dio a Blücher tiempo para llegar— no pudo comenzar hasta las once
    y media. ¿Por qué? Porque la tierra estaba mojada. Fue preciso esperar un poco a que se secase para que
    pudiera maniobrar la artillería.
    Napoleón era oficial de artillería, y lamentaba aquel contratiempo. El fondo de este prodigioso
    capitán era el hombre que, en el informe al Directorio sobre Aboukir, decía: «Una de nuestras granadas
    mató a seis hombres». Todos sus planes de batalla están hechos para el proyectil. Hacer converger la
    artillería sobre un punto determinado, ésta era la clave de su victoria. Trataba la estrategia del general
    enemigo como una ciudadela, y la bombardeaba. Abrumaba el punto débil con la metralla; enlazaba y
    desenlazaba las batallas con el canon. Había puntería en su genio. Hundir los cuadros, pulverizar los
    regimientos, romper las líneas, pulverizar y dispersar las masas, todo para él consistía en esto: golpear,
    golpear, golpear sin cesar, y confiaba esta misión a las granadas. Método temible que, unido al genio,
    hizo invencible durante quince años a aquel sombrío atleta del pugilato de la guerra.
    El 18 de junio de 1815, confiaba más que nunca en su artillería puesto que era más numerosa que la
    del enemigo. Wellington sólo tenía ciento cincuenta y nueve bocas de fuego, en tanto que Napoleón tenía
    doscientas cuarenta.
    Con la tierra seca, la artillería habría podido rodar, y la acción habría empezado a las seis de la
    mañana. La batalla se habría ganado y concluido a las dos; tres horas antes de la peripecia prusiana.
    ¿Cuanta culpa hubo por parte de Napoleón en la pérdida de esta batalla? El naufragio ¿puede acaso
    imputarse al piloto?
    La evidente decadencia física de Napoleón, ¿se complicaba en esta época con cierta disminución
    interna? ¿Habían los veinte años de guerra desgastado tanto la hoja como la vaina, tanto el alma como el
    cuerpo? ¿Se hacía sentir gravosamente el veterano en el capitán? En una palabra, ¿se eclipsaba este
    genio, como han creído muchos historiadores dignos de consideración? ¿Se exaltaba para ocultarse a sí
    mismo su decaimiento? ¿Empezaba a oscilar bajo el extravío de un soplo de aventura? ¿Se volvía, cosa
    grave en un general, inconsciente del peligro? En esta clase de grandes hombres materiales, a quienes
    puede llamarse los gigantes de la acción, ¿hay una edad para la miopía del genio? La vejez no hace mella
    en los genios del ideal; para los Dante, los Miguel Ángel, envejecer es crecer; para los Aníbal y
    Bonaparte, ¿es decrecer? ¿Había perdido Napoleón el sentido de la victoria? ¿No reconocía ya el
    escollo, no adivinaba el lazo, no distinguía ya el borde inestable del abismo? ¿Le faltaba el olfato de las
    catástrofes? El, que en otro tiempo conocía todos los caminos del triunfo, y que desde lo alto de su carro
    relampagueante los señalaba con un dedo soberano, ¿tema ahora el siniestro aturdimiento de conducir al
    precipicio su tumultuoso tiro de legiones? ¿Era presa, a los cuarenta y seis años, de una locura suprema?
    Este conductor titánico del carro del destino, ¿no era ya más que un inmenso despeñadero?
    No lo creemos, en absoluto.
    Su plan de batalla era, según confesión de todos, una obra maestra. Ir derecho al centro de la línea
    aliada, hacer un agujero en el enemigo, partirlo en dos, empujar a la mitad británica hacia Hal, y a la
    mitad prusiana hacia Tongres, hacer de Wellington y de Blücher dos trozos, apoderarse de Mont-SaintJean, tomar Bruselas, arrojar al alemán al Rin y al inglés al mar. Todo esto, para Napoleón, entraba en el
    plan de esta batalla. Después se vería lo que había que hacer.
    Inútil es decir que no pretendemos hacer aquí la historia de Waterloo; una de las escenas
    trascendentales del drama que relatamos está unida a esta batalla; pero esta historia no es nuestro tema;
    además, esta historia está hecha, yhecha magistralmente, desde un punto de vista, por Napoleón, y desde
    otro punto de vista, por toda una pléyade de historiadores
    [181]
    . En cuanto a nosotros, dejemos que allá se
    las hayan todos ellos, no somos más que un testigo a cierta distancia, un transeúnte por la llanura, un
    indagador inclinado sobre esta tierra amasada con carne humana, tomando tal vez apariencias por
    realidades; no tenemos derecho a hacer frente, en nombre de la ciencia, a un conjunto de hechos, donde
    sin duda hay algo de espejismo; no tenemos ni la práctica militar ni la competencia estratégica que
    autorizan un sistema; según nuestra opinión, únicamente un encadenamiento de azares dominó en Waterloo
    a los dos capitanes; y cuando se trata del destino, misterioso acusado, nosotros juzgamos como el pueblo,
    juez ingenuo.







    IV



    A



    Aquellos que quieran tener una idea exacta de la batalla de Waterloo, no tienen más que imaginarse,
    pintada en el suelo, una A mayúscula. El palo izquierdo de la A es el camino de Nivelles, el palo derecho
    es el camino de Genappe; el palo transversal de la A es el camino bajo de Ohain a Braine-l’Alleud. El
    vértice de la A es Mont-Saint-Jean, allí está Wellington; la punta izquierda inferior es Hougomont, allí
    está Reille con Jéróme Bonaparte; la punta derecha inferior es la Belle-Alliance, allí está Napoleón. Un
    poco más abajo del punto donde el palo transversal de la A encuentra y corta el palo derecho, está la
    Haie-Sainte. En medio de este palo transversal está precisamente el punto donde se dijo la palabra final
    de la batalla. Allí se ha colocado el león, símbolo involuntario del supremo heroísmo de la Guardia
    Imperial.
    El triángulo comprendido entre los dos palos inclinados y el palo transversal es la llanura de MontSaint-Jean. La disputa de esta llanura fue toda la batalla.
    Las alas de los dos ejércitos se extienden a derecha y a izquierda de los dos caminos de Genappe y
    de Nivelles; d’Erlon haciendo frente a Picton, Raille haciendo frente a Hill.
    Detrás del vértice de la A, detrás de la llanura de Mont-Saint-Jean, está el bosque de Soignes.
    En cuanto a la llanura en sí misma, imagínese un vasto terreno ondulado; cada pliegue domina al que
    le sigue, y todas las ondulaciones suben hasta Mont-Saint-Jean, y van a dar al bosque.
    Dos tropas enemigas en un campo de batalla son dos luchadores. Es una lucha a brazo partido. Cada
    una de ellas procura hacer caer a la otra. Ambas se agarran a todo lo que encuentran; un matorral es un
    punto de apoyo; una esquina en un muro es un punto de defensa; un regimiento retrocede, a veces, por
    falta de un punto de resguardo cualquiera; el declive de una llanura, un movimiento de terreno, un sendero
    transversal a propósito, un bosque, un barranco, pueden detener a ese coloso que se llama ejército, e
    impedirle retroceder. El que sale del campo es derrotado. De ahí la necesidad, para el jefe responsable,
    de hacer examinar hasta la menor espesura de árboles y considerar el menor relieve.
    Los dos generales habían estudiado atentamente la llanura de Mont-Saint-Jean, llamada hoy llanura de
    Waterloo. Desde el año anterior, Wellington, con una sagacidad previsora, la había examinado como para
    el caso de una gran batalla. Sobre este terreno y para este duelo, el 18 de junio, Wellington tenía la
    ventaja y Napoleón la desventaja. El ejército inglés estaba situado en una altura, y el ejército francés
    estaba abajo.
    Esbozar aquí el aspecto de Napoleón a caballo, con su anteojo en la mano, en las alturas de
    Rossomme, en el alba del 18 de junio de 1815, nos parece innecesario. Antes de retratarle, todo el mundo
    lo ha visto ya. El perfil sereno bajo el pequeño sombrero de la escuela de Brienne, el uniforme verde con
    las vueltas blancas ocultando la placa, la levita ancha escondiendo las charreteras, el extremo del cordón
    rojo bajo el chaleco, el calzón de piel, el caballo blanco con su gualdrapa de terciopelo púrpura
    mostrando las N coronadas y las águilas, las botas de montar sobre medias de seda, las espuelas de plata,
    la espada de Marengo, toda la figura del último César está presente en todas las imaginaciones, aclamada
    por unos, mirada severamente por otros.
    Esta figura ha permanecido mucho tiempo en todo el apogeo de su brillo; consiste esto en cierto
    oscurecimiento legendario que la mayoría de los héroes desprenden en torno suyo y que vela siempre la
    verdad por más o menos tiempo; pero hoy la historia y la luz se han hecho patentes.
    Esta claridad, la historia, es implacable; tiene de extraño y de divino el que, por mucha luz que
    arroje, y precisamente porque es luz, suele poner sombras allí donde había claridad; del mismo hombre
    hace dos fantasmas distintos, y el uno ataca al otro, haciéndole justicia, y las tinieblas del déspota luchan
    con el brillo del capitán. De ahí una medida más verdadera en la apreciación definitiva de los pueblos.
    Babilonia violada disminuye a Alejandro; Roma encadenada disminuye a César; Jerusalén sacrificada
    disminuye a Tito. La tiranía sigue al tirano. Es una desgracia para un hombre el dejar tras de sí la sombra
    que tiene su forma.




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    Mensaje por Maria Lua Mar 12 Nov 2024, 09:47

    ***

    V



    EL QUID OBSCURUM DE LAS BATALLAS



    [182]
    Todo el mundo conoce la primera fase de esta batalla; principio confuso, incierto, dudoso,
    amenazador para los dos ejércitos, pero para los ingleses más aún que para los franceses.
    Había estado lloviendo durante toda la noche; la tierra estaba empapada; el agua había formado
    lagunas en las oquedades de la llanura; sobre algunos puntos, el agua llegaba hasta los ejes de las piezas
    de artillería; las cinchas de los tiros goteaban fango líquido; si los trigos y los centenos, aplastados por
    este carreteo, no hubiesen hecho cama bajo las ruedas, colmando los baches, habría sido imposible todo
    movimiento, particularmente por las cañadas del lado de Papelotte.
    La acción comenzó tarde; Napoleón, ya lo hemos dicho, tenía la costumbre de mantener toda la
    artillería en su mano como una pistola, apuntando ora a un punto ora a otro, y había querido esperar a que
    las baterías enganchadas pudieran rodar y galopar libremente; para ello era preciso que el sol apareciera
    y secara el suelo. Pero el sol no apareció. No era ya la cita de Austerlitz. Cuando fue lanzado el primer
    cañonazo, el general inglés Colville miró su reloj y observó que eran las once y treinta y cinco minutos
    de la mañana.
    La operación empezó con furia, con más furia tal vez de la que Napoleón hubiera querido, por el ala
    izquierda francesa, sobre Hougomont. Al mismo tiempo, Napoleón atacó el centro precipitando la
    brigada Quiot sobre la Haie-Sainte, y Ney llevó el ala derecha francesa contra el ala izquierda inglesa,
    que se apoyaba en Papelotte.
    El ataque sobre Hougomont tenía algo de ficción; atraer allí a Wellington y hacerle inclinar hacia la
    izquierda, tal era el plan. Este plan hubiera dado buenos resultados si las cuatro compañías de la guardia
    inglesa y los fogosos belgas de la división Perponcher no hubiesen defendido sólidamente la posición;
    Wellington, en vez de concentrarse allí con muchas fuerzas, pudo limitarse a enviar otras cuatro
    compañías de guardias y un batallón de Brunswick.
    La ofensiva del ala derecha francesa sobre Papelotte era un ataque a fondo; derrotar a la izquierda
    inglesa, cortar el camino de Bruselas, cerrar el paso a los prusianos que pudieran acudir por aquella
    parte, forzar la posición de Mont-Saint-Jean, rechazar a Wellington hacia Hougomont, de allí hacia
    Braine-l’Alleud, de allí a Hall: nada más sencillo. A excepción de algunos incidentes, este ataque tuvo
    éxito. Papelotte fue tomado; la Haie-Sainte fue conquistada.
    Tenemos que hacer notar un detalle. Había en la infantería inglesa, particularmente en la brigada de
    Kempt, muchos reclutas. Estos jóvenes soldados, ante nuestros temibles infantes, se portaron como
    valientes, su inexperiencia salió intrépidamente del paso; sobre todo, hicieron un excelente servicio de
    guerrilleros; el soldado en guerrilla, entregado en cierto modo a sí mismo, se convierte, por decirlo así,
    en su propio general; estos reclutas mostraron algo de la invención y de la furia francesas. Esta infantería
    novata tuvo momentos de inspiración, lo cual desagradó a Wellington.
    Después de la toma de la Haie-Sainte, la batalla vaciló. Hay en esta jornada, desde las doce a las
    cuatro de la tarde, un intervalo oscuro; la parte media de esta batalla es casi indistinta y participa de lo
    sombrío de la pelea. Se hace el crepúsculo sobre ella. Se descubren vastas fluctuaciones en esta bruma,
    una especie de ilusión vertiginosa, el aparato de guerra de entonces, casi desconocido hoy, los morriones
    con flama, los portapliegos flotantes, los correajes cruzados, las cartucheras de granadas, los dolmans de
    los húsares, las botas encarnadas de mil pliegues, los pesados chacos ornados con cordones, la infantería
    casi negra de Brunswick revuelta con la infantería escarlata de Inglaterra, los soldados ingleses llevando
    sobre los hombros grandes rodetes blancos por charreteras, la caballería ligera hanove-riana con su
    casco de cuero oblongo con filetes de cobre y crines rojas, los escoceses con las rodillas desnudas y sus
    mantas a cuadros, las grandes polainas blancas de nuestros granaderos; cuadros, no líneas estratégicas; lo
    que conviene a Salvatore Rosa, no lo que conviene a Gribeauval
    [183]
    .
    Una cierta cantidad de tempestad se mezcla siempre en una batalla. Quid obscurum, quied
    divinurrft
    [184]
    . Cada historiador traza, en cierto modo, los perfiles que más le agradan en esta confusión.
    Cualquiera que sea la combinación de los generales, el choque de las masas armadas tiene incalculables
    reflujos; en la acción, los dos planes de los dos jefes penetran el uno dentro del otro y se desfiguran
    mutuamente. Un punto del campo de batalla devora más combatientes que cualquier otro, como los suelos
    más o menos esponjosos que beben con mayor o menor rapidez el agua que se les arroja. Es preciso
    llevar a aquel lugar más soldados de los que se quisiera. Es e] precio de lo imprevisto. La línea de
    batalla flota y serpentea corno un hilo, los regueros de sangre corren ilógicamente, los frentes de los
    ejércitos ondulan, los regimientos entrando o saliendo, forman cabos o golfos; todos estos escollos bullen
    continuamente unos ante otros; allí donde estaba la infantería, llega la artillería; donde estaba la
    artillería, acude la caballería; los batallones son columnas de humo. Algo había allá, buscadlo, ya ha
    desaparecido; los claros se desplazan; los pliegues sombríos avanzan y retroceden; una especie de viento
    sepulcral empuja, arrolla, dilata y dispersa estas multitudes trágicas. ¿Qué es una batalla?, una
    oscilación. La inmovilidad de un plan matemático expresa un minuto y no una jornada. Para pintar una
    batalla son precisos poderosos pintores que posean el caos en sus pinceles; Rembrandt vale más que Van
    der Meulen. Van der Meu-len, exacto a mediodía, miente a las tres. La geometría engaña; solamente el
    huracán es verdadero. Esto es lo que da a Folard
    [185] el derecho a contradecir a Polibio. Añadiremos que
    hay siempre cierto instante en que la batalla degenera en combate, se particulariza y se esparce en
    innumerables pormenores que, según la expresión del mismo Napoleón, «pertenecen más bien a la
    biografía de los regimientos que a la historia del ejército». El historiador, en este caso, tiene el derecho
    evidente de resumir. Sólo puede apoderarse de los contornos principales de la lucha, y no le es dado a
    ningún narrador, por concienzudo que sea, fijar absolutamente la forma de esta nube horrible que se llama
    batalla.
    Esto, que es cierto cuando se trata de todos los grandes choques de los ejércitos, es particularmente
    apreciable en Waterloo.
    No obstante, por la tarde, en un momento dado, la batalla se precisó.





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    Mensaje por Maria Lua Mar 12 Nov 2024, 09:50

    ***

    VI




    LAS CUATRO DE LA TARDE




    Hacia las cuatro, la situación del ejército inglés era grave. El príncipe de Orange mandaba el centro,
    Hill el ala derecha, Picton el ala izquierda. El príncipe de Orange, impetuoso e intrépido, gritaba a los
    holando-belgas: «¡Nassau! ¡Brunswick! ¡No retrocedáis nunca!». Hill, debilitado, se encaminaba a
    apoyarse en Wellington; Picton había muerto. En el momento mismo en que los ingleses cogían a los
    franceses la bandera del regimiento 105 de línea, los franceses mataban al general Picton de un balazo en
    la cabeza. La batalla, para Wellington, tenía dos puntos de apoyo, Hougomont y la Haie-Sainte;
    Hougomont resistía aún, pero estaba ardiendo; la Haie-Sainte había sido tomada. Del batallón alemán
    que la defendía, solamente sobrevivían cuarenta y dos hombres; todos los oficiales, a excepción de cinco,
    habían caído muertos o prisioneros. Tres mil combatientes se habían destrozado en esta granja. A un
    sargento de la guardia inglesa, el primer boxeador de Inglaterra, reputado por sus compañeros como
    invulnerable, le mató un tamborcillo francés. Baring había sido desalojado de su posición, habían matado
    a Alten a sablazos. Habían sido perdidas muchas banderas, de las cuales, una, de la división de Alten, y
    otra, del batallón Lunebourg, llevada por el príncipe de la familia de Deux-Ponts. Los escoceses grises
    no existían ya; los grandes dragones de Ponsonby habían sido despedazados. Esta valiente caballería
    había sido arrollada por los lanceros de Bro y los coraceros de Travers; de mil doscientos caballos, sólo
    quedaban seiscientos; de los tres tenientes coroneles, dos se hallaban tendidos en el suelo, Hamilton
    herido, Mater muerto. Ponsonby había caído atravesado por siete lanzadas. Gordon había muerto. Marsh
    también. Dos divisiones, la quinta y la sexta, estaban destruidas.
    Hougomont casi tomado, la Haie-Sainte tomada, no quedaba más que un nudo, el centro. Este nudo
    continuaba resistiendo. Wellington lo reforzó. Llamó a Hill, que estaba en Merbe-Braine, y a Chassé, que
    estaba en Braine-FAlleud.
    El centro del ejército inglés, algo cóncavo, muy denso y muy compacto, estaba muy bien situado.
    Ocupaba la meseta de Mont-Saint-Jean, teniendo a su espalda la aldea y delante la pendiente, entonces
    bastante áspera. Se apoyaba en aquella maciza casa de piedra que a la sazón era dominio señorial de
    Nivelles y que marca la intersección de los caminos, edificio del siglo XVI, tan robusto que las balas
    rebotaban en él sin deteriorarlo. Los ingleses habían cortado los setos aquí y allá alrededor de la llanura,
    hecho troneras entre los espinos, colocando cañones, y aspillerado los matorrales. Su artillería estaba
    emboscada detrás de la maleza. Este trabajo púnico, autorizado incontestablemente por la guerra, que
    admite las estratagemas, estaba tan bien hecho que Haxo, enviado por el Emperador a las nueve de la
    mañana, para que reconociera las baterías enemigas, no había visto nada y había vuelto para decir a
    Napoleón que no existía obstáculo alguno, excepto las barricadas que obstruían los caminos de Nivelles
    y de Genappe. Era la época en que las mieses están muy crecidas; en los lindes de la meseta, un batallón
    de la brigada de Kempt, el 95, armado de carabinas, habíase echado sobre los trigos.
    Asegurado y fortificado así, el centro del ejército anglo-holandés estaba bien dispuesto.
    El peligro de esta posición era el bosque de Soignes, entonces contiguo al campo de batalla y cortado
    por los estanques de Groenendael y de Boitsfort. Un ejército no hubiera podido retroceder allí sin
    disolverse; los regimientos se hubiesen disgregado en seguida. La artillería se habría perdido en los
    pantanos. La retirada, según la opinión de muchos hombres competentes, aunque también rebatida por
    otros, hubiese sido una especie de desbandada general.
    Wellington añadió a este centro una brigada de Chassé, que quitó al ala derecha, y una brigada de
    Wincke, tomada del ala izquierda, además de la división de Clinton. A sus ingleses, a los regimientos de
    Halkett, a la brigada de Mitchell y a los guardias de Maitland, dio como apoyo y refuerzo la infantería de
    Brunswick, el contingente de Nassau, los hanoverianos de Kielmansegge y los alemanes de Ompteda.
    Todo, en conjunto, veintiséis batallones. «El ala derecha —como dice Charras— fue abatida detrás del
    centro»
    [186]
    . Una batería enorme estaba oculta por sacos terreros en el sitio donde está hoy lo que se
    llama «el museo de Waterloo». Wellington tenía, además, en un pliegue del terreno, los guardias dragones
    de Somerset, mil cuatrocientos caballos. Era la otra mitad de la caballería inglesa, tan justamente
    célebre. Destruido Ponsonby, quedaba Somerset.
    La batería, que concluida hubiese sido casi un reducto, estaba dispuesta detrás de un muro de jardín
    muy bajo, revestido apresuradamente con una cortina de sacos de arena, y con un ancho talud de tierra.
    Esta obra estaba por concluir; no había habido tiempo para empalizarla.
    Wellington, inquieto, pero impasible, estaba a caballo y así permaneció durante toda la jornada, en la
    misma actitud, un poco delante del molino viejo de Mont-Saint-Jean, que aún existe, y bajo un olmo que
    un inglés, vándalo entusiasta, compró después por doscientos francos, lo hizo serrar y se lo llevó.
    Wellington se mostró allí fríamente heroico. Llovían las granadas. El ayudante de campo, Gordon,
    acababa de caer a su lado. Lord Hill, mostrándole un obús que acababa de explotar, le dijo:
    —Milord, ¿cuáles son vuestras instrucciones, y qué órdenes nos dejáis, si os matan?
    —Las de hacer lo mismo que yo —respondió Wellington.
    A Clinton le dijo, lacónicamente:
    —Permaneced aquí hasta perder el último hombre.
    La jornada iba visiblemente mal. Wellington gritaba a sus antiguos compañeros de Talavera, de
    Vitoria y de Salamanca:
    —Muchachos, ¿es que acaso se puede pensar en huir? ¡Acordaos de la vieja Inglaterra!
    Hacia las cuatro, la línea inglesa se retiró hacia atrás. De repente, no se vio ya en la cresta de la
    meseta más que la artillería y los artilleros, el resto había desaparecido; los regimientos, castigados por
    los obuses y las granadas francesas, se replegaron hacia el fondo que aún corta hoy el sendero de
    servicio de la granja de Mont-Saint-Jean; hubo un movimiento retrógrado, desapareció el frente de
    batalla inglés, Wellington retrocedió.
    —¡Principio de retirada! —exclamó Napoleón.







    VII



    NAPOLEÓN DE BUEN HUMOR



    El emperador, aunque enfermo e incómodo a caballo, por un padecimiento local, no había estado
    nunca de tan buen humor como aquel día. Desde por la mañana, su impenetrabilidad sonreía. El 18 de
    junio de 1815, esa alma profunda, cubierta de una máscara de mármol, centelleaba ciegamente. El
    hombre que había sido sombrío en Austerlitz, estaba alegre en Waterloo. Los más grandes predestinados
    tienen estas contradicciones. Nuestras alegrías no son más que sombra. La sonrisa suprema pertenece a
    Dios.
    Ridet Caesar, Pompeius flebit
    [187]
    , decían los legionarios de la legión Fulminatrix. Pompeyo esta vez
    no debía llorar, pero es cierto que César reía
    Desde la víspera, por la noche, a la una, explorando a caballo con Bertrand, entre la lluvia y la
    tempestad, las colinas inmediatas a Rossomme, satisfecho al ver la larga hilera de los fuegos ingleses que
    iluminaba todo el horizonte desde Frischemont hasta Braine-l’Alleud, le había parecido que el destino,
    emplazado por él para un día fijo en el campo de Waterloo, llegaba puntual a la cita; había detenido su
    caballo y permanecido inmóvil algún tiempo, mirando los relámpagos y escuchando el trueno, y habíase
    oído a aquel fatalista murmurar entre dientes estas palabras misteriosas: «Estamos de acuerdo».
    Napoleón se engañaba. No estaban ya de acuerdo el destino y él.
    No había dedicado ni un minuto siquiera al sueño; todos los instantes de aquella noche habían sido
    para él alegres. Había recorrido toda la línea de las avanzadas, deteniéndose en algunos puntos para
    hablar con los centinelas de caballería. A las dos y media, cerca del bosque de Hougomont, había oído el
    paso de una columna en marcha; había creído, por un momento, en el retroceso de Wellington. Había
    dicho a Bertrand: «Es la retaguardia inglesa, que se dispone a levantar el campo. Haré prisioneros a los
    seis mil ingleses que acaban de llegar a Ostende». Hablaba con expansión; había encontrado la inspirada
    elocuencia del desembarco del 1.° de marzo, cuando mostraba al gran mariscal el aldeano entusiasta del
    golfo Juan y exclamaba: «Y bien, Bertrand, ¡he ahí el refuerzo!». La noche del 17 al 18 de junio, se
    burlaba de Wellington: «Ese pequeño inglés necesita una lección», decía Napoleón. La lluvia redoblaba y
    se oían truenos mientras el emperador hablaba.
    A las tres y media de la madrugada, había perdido una ilusión; algunos oficiales, enviados para
    explorar el campo, le habían anunciado que el enemigo no hacía ningún movimiento. Nada se movía; ni
    una sola hoguera del campamento había sido apagada. El ejercito inglés dormía. El silencio era profundo
    sobre la tierra; sólo había ruido en el cielo. A las cuatro, las avanzadas le llevaron un aldeano que había
    servido de guía a la caballería inglesa, probablemente a la brigada de Vivian, que iba a tomar posiciones
    en el pueblo de Ohain, el extremo izquierdo. A las cinco, dos desertores belgas le habían referido que
    acababan de dejar su regimiento, y que el ejercito inglés esperaba la batalla. «¡Tanto mejor! —había
    exclamado Napoleón—. Más quiero arrollarlos, que hacerles retroceder».
    Por la mañana, en la cuesta que forma el recodo del camino de Plancenoit, había echado pie a tierra
    en el fango, había hecho que le llevaran de la granja de Rossomme una mesa de cocina y una silla de
    aldeano, se había sentado, con un haz de paja por alfombra, y había desplegado sobre la mesa el mapa
    del campo de batalla, diciendo a Soult: «¡Bonito tablero de ajedrez!»
    A consecuencia de las lluvias de la noche, los convoyes de víveres, atascados en los caminos
    hundidos, no habían podido llegar por la mañana; los soldados no habían dormido, estaban mojados y en
    ayunas; lo cual no impidió a Napoleón decir alegremente a Ney: «Tenemos noventa posibilidades sobre
    cien». A las ocho, llevaron el desayuno al emperador. Había invitado a varios generales. Mientras
    desayunaban, se estuvo refiriendo que Wellington, la víspera, había asistido a un baile dado en Bruselas,
    en casa de la duquesa de Richmond
    [188]
    , y Soult, rudo hombre de guerra con rostro de arzobispo, había
    dicho: «El baile es hoy». El emperador había bromeado con Ney, que decía: «Wellington no será bastante
    necio como para esperar a Vuestra Majestad». Tal era, por otra parte, su costumbre; «se chanceaba
    fácilmente», dice Fleury de Chaboulon. «El fondo de su carácter era un humor festivo», dice Gourgaud.
    «Decía con frecuencia chis-tes, más bien caprichosos e ingeniosos», dice Benjamin Constant. Vale la
    pena insistir en estas humoradas de gigante. Llamaba a sus granaderos «los gruñones»; les pellizcaba las
    orejas, les tiraba de los bigotes. «El emperador no cesaba de chancearse con nosotros», es la frase de
    uno de ellos. Durante la misteriosa travesía de la isla de Elba a Francia, el 27 de febrero, el bergantín de
    guerra francés Zéphir encontró en alta mar al bergantín Inconstante donde Napoleón iba oculto, y pidió
    noticias del emperador. Éste, que llevaba aún en aquel momento en su sombrero la escarapela blanca y
    roja sembrada de abejas, adoptada por él en la isla de Elba, había tomado riendo la bocina y había
    respondido él mismo: «El emperador se encuentra bien». Quien ríe de tal forma está familiarizado con
    los acontecimientos. Napoleón había tenido varios accesos de risa durante el desayuno en Waterloo.
    Después del desayuno, se había recogido durante un cuarto de hora; luego, dos generales se sentaron
    sobre el haz de paja, una pluma en la mano, un pliego de papel sobre las rodillas, y el emperador les
    había dictado el orden de batalla.
    A las nueve, en el instante en que el ejército francés, escalonado y puesto en movimiento en cinco
    columnas, desplegaba sus divisiones en dos líneas, la artillería entre las brigadas, las bandas de música
    en cabeza, con el redoble de los tambores y el sonido de las trompetas, destacándose sobre el horizonte
    aquel poderoso, vasto, alegre, inmenso mar de cascos, de sables y de bayonetas, el emperador,
    conmovido, exclamó: «¡Magnífico! ¡Magnífico!»
    Desde las nueve a las diez y media, todo el ejército, lo que parece increíble, había tomado posiciones
    y se había ordenado en seis líneas, formando, para repetir la expresión del emperador, «la figura de seis
    V». Algunos instantes después de la formación del frente de batalla, en medio de ese profundo silencio de
    principio de tempestad que precede a la pelea, viendo desfilar las tres baterías del doce, destacadas por
    orden suya de los tres cuerpos de Erlon, de Reille y de Lobau, y destinadas a iniciar la acción, atacando
    Mont-Saint-Jean, donde está la intersección de los caminos de Nivelles y de Genappe, el emperador toco
    familiarmente el hombro de Haxo y le dijo: «He ahí veinticuatro guapas chicas, general».
    Seguro del éxito, había alentado con su sonrisa, a su paso por delante de el, a la compañía de
    zapadores del primer cuerpo, designada por él mismo para hacerse fuerte en Mont-Saint-Jean, tan pronto
    como fuera tomada la aldea. Toda esta serenidad había sido sólo turbada por una palabra de altiva
    piedad; al ver a su izquierda, en un lugar donde hoy existe una ran tumba, agolparse, con sus magníficos
    caballos, a los admirables escoceses grises, dijo: «Qué lástima»








    279/280
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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 6 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Miér 13 Nov 2024, 07:24

    ***

    Luego, había montado a caballo, se había dirigido hacia Rossomme y había escogido para
    observatorio un estrecho montecillo de cesped a la derecha del camino de Genappe a Bruselas, que fue
    su segunda estación durante la batalla. La tercera estación, la de las siete de la tarde, entre la BelleAlliance y la Haie-Sainte, es terrible; es un cerro bastante elevado que existe aún y tras el cual se había
    agrupado la guardia en un declive de la llanura. Alrededor de este montecillo, las balas rebotaban sobre
    el empedrado de la calzada hasta Napoleón. Como en Brienne, sobre su cabeza silbaban las balas y las
    granadas. Casi en el lugar en que se hallaban las pezuñas de su caballo, se han recogido balas oxidadas,
    viejas hojas de sable y proyectiles informes roídos por el orín. Scabra rubiginé
    [189]
    . Hace algunos años,
    desenterraron allí mismo un obús del sesenta, aún cargado, cuya espoleta se había roto al nivel de la
    bomba. En esta última estación fue donde el emperador dijo a Lacoste, labriego hostil, despavorido, que
    iba atado a la silla de un húsar, volviéndose a cada descarga de metralla, y procurando ocultarse detrás
    de Napoleón: «¡Imbécil!, es vergonzoso, vas a hacerte matar por la espalda». El que escribe estas líneas
    ha hallado en el resbaladizo declive de ese cerro, removiendo en la arena, los restos del cuello de una
    bomba, casi deshechos por el óxido de cuarenta y seis años, y pedazos de hierro que se rompían entre sus
    dedos como varas de saúco.
    Las ondulaciones de las llanuras diversamente inclinadas donde tuvo lugar el encuentro de Napoleón
    y Wellington, no son ya, nadie lo ignora, lo que eran el 18 de junio de 1815. Al tomar de este campo
    fónebre los materiales con los que hacerle un monumento, le han quitado su relieve real, y la Historia,
    desconcertada, ya no se reconoce en él. Para glorificarlo, lo han desfigurado. Wellington, al visitar
    Waterloo dos años más tarde, exclamó: «Me han cambiado mi campo de batalla». Allí donde está hoy la
    gran pirámide de tierra coronada con un león, había una cresta, que, hacia el camino de Nivelles, bajaba
    en rampa practicable, pero que, por el lado del camino de Genappe, era casi una escarpa. La elevación
    de esta escarpa puede aún medirse hoy por la altura de los montículos de las dos grandes sepulturas que
    encajan el camino de Genappe a Bruselas; una de ellas, la tumba inglesa, a la izquierda; la otra, la tumba
    demana, a la derecha. No hay tumba francesa. Para Francia, toda esta llanura es un sepulcro. Gracias a
    las mil y mil carretadas de tierra empleadas en el cerro de ciento cincuenta pies de altura y de media
    milla de circuito, la meseta de Mont-Saint-Jean es hoy accesible por una pendiente suave; el día de la
    batalla, especialmente por la parte de la Haie-Sainte, era de áspero y escabroso acceso. Su vertiente era
    allí tan inclinada que la granja situada en el fondo del valle, centro del combate, quedaba muy por debajo
    de la vista de los dos cañones ingleses. El 18 de junio de 1815, las lluvias habían formado torrenteras en
    aquellas asperezas, el cieno dificultaba la subida, y no sólo se trepaba con dificultad, sino que se podía
    quedar atascado. A lo largo de la cresta de la meseta, corría una especie de foso imposible de adivinar
    para un observador lejano.
    ¿Qué foso era éste? Braine-l’Alleud es una aldea de Bélgica. Ohain es otra. Estas dos aldeas,
    escondidas ambas en las desigualdades del terreno, están unidas por un camino de cerca de una legua y
    media, que atraviesa una llanura de nivel ondulante y a menudo entra y se hunde entre las colinas como un
    surco, lo que hace que en diversos puntos este camino sea un barranco. En 1815, como hoy, este camino
    cortaba la cresta de la meseta de Mont-Saint-Jean, entre las dos calzadas de Genappe y de Nivelles, sólo
    que hoy está al nivel de la llanura; entonces era una hondonada. Le han tomado sus dos taludes para
    formar el cerrillo-monumento. Este camino era y es aún una zanja en la mayor parte de su recorrido; zanja
    algunas veces de doce pies de profundidad, y cuyos taludes, demasiado escarpados, se desmoronaban
    aquí y allá, sobre todo en invierno, bajo las lluvias torrenciales. Algunos accidentes había habido allí. El
    camino era tan estrecho a la entrada de Braine-l’Alleud que un viajero había sido aplastado por un carro,
    como lo constata una cruz de piedra levantada cerca del cementerio, donde se lee el nombre del que
    murió, el señor Bernard Debrye, comerciante en Bruselas, y la fecha del accidente, febrero de 1637
    [190]
    .
    Era tan profundo en la parte de la meseta de Mont-Saint-Jean que un aldeano, Mathieu Nicaise, había
    sido aplastado en 1783 por el hundimiento del talud, como lo probaba otra cruz de piedra desaparecida
    en los desmontes, pero cuyo pedestal caído se ve aún hoy en la pendiente del césped, a la izquierda de p
    calzada entre la Haie-Sainte y la granja de Mont-Saint-Jean.
    En un día de batalla, este camino hondo y pantanoso, de cuya existencia nada daba indicio, rodeando
    la cresta de Mont-Saint-Jean, formando un foso en la misma cima del repecho, una trampa oculta entre las
    tierras, era invisible, es decir, terrible





    VIII



    EL EMPERADOR HACE UNA PREGUNTA AL GUÍA LACOSTE




    Así pues, en la mañana de Waterloo, Napoleón estaba contento.
    Tenía razón; el plan de batalla que había concebido era, en efecto, admirable, como hemos visto.
    Una vez empezada la batalla, hubo peripecias muy diversas. La resistencia de Hougomont, la
    tenacidad de la Haie-Sainte, Bauduin muerto, Foy fuera de combate, la muralla inesperada donde se
    había estrellado la brigada Soye, el fatal aturdimiento de Guilleminot, que se había quedado sin petardos
    y sacos de polvora; el atascamiento de las baterías; las quince piezas sin escolta derrotadas por Uxbridge
    en una cañada; el poco efecto de las bombas que caían en las lineas inglesas, hundiéndose en el suelo
    empapado por la lluvia, y no consiguiendo más que formar volcanes de barro, de suerte que la metralla se
    trocaba en salpicaduras de cieno; la inutilidad del ataque simulado de Piré sobre Braine-l’Alleud; toda
    esta caballería, quince escuadrones, poco menos que inutilizada, el ala derecha inglesa poco hostigada, el
    ala izquierda atacada muy mal; el extraño error de Ney al agrupar, en lugar de escalonarlas, las cuatro
    divisiones del primer cuerpo, masas de veintisiete filas y frentes de doscientos hombres entregados de
    esta suerte a la metralla, los claros horribles que hacían las balas en estas masas; las columnas de ataque
    desunidas, la batería de cobertura bruscamente descubierta por el flanco; Bourgeois, Doncelot y Durutte
    comprometidos; Quiot rechazado; el lugarteniente Vieux, ese hércules salido de la escuela politécnica,
    herido en el momento en que hundía a hachazos la puerta de Haie-Sante bajo el fuego de la barricada
    inglesa que cerraba el recodo del camino de Genappe a Bruselas; la división Marcognet cogida entre la
    infantería y la caballería, fúsilada a boca de jarro en los trigos por Best y Pack, acuchillada por
    Ponsonby; clavada su batería de veinte piezas; el príncipe de Sajonia-Weimar sosteniendo y
    conservando, a pesar del conde de Erlon, a Frischemont y Smohain, las banderas del 105 y del 45
    tomadas, el húsar negro prusiano detenido por los exploradores de la columna volante de trescientos
    cazadores que batían el camino entre Wavre y Plancenoit, las noticias alarmantes que había dado este
    prisionero, el retraso de Grouchy, los mil quinientos hombres muertos en menos de una hora en el huerto
    de Hougomont, los mil ochocientos hombres que habían caído en menos tiempo aun alrededor de la HaieSainte. Todos estos incidentes tempestuosos, pasando como nubes de batalla ante Napoleon, no habían
    casi turbado su mirada, no habían podido ensombrecer aquella faz imperial, haciendo que dudase.
    Napoleón estaba acostumbrado a mirar la guerra fijamente; no hacía nunca, guarismo por guarismo, la
    suma dolorosa de los pormenores; los guarismos importaban poco, con tal de que le diesen este total:
    victoria. Si los principios se descaminaban, no se alarmaba por ello, él, que se creía dueño y poseedor
    del final; sabía esperar, y trataba al destino de igual a igual. Parecía decir a la suerte: «No te atreverás».
    Mitad luz y mitad sombra, Napoleón se sentía protegido en el bien y tolerado en el mal. Tenía, o creía
    tener, en su favor una connivencia, casi podría decirse una complicidad de los acontecimientos,
    equivalente a la invulnerabilidad antigua
    No obstante, cuando se tiene tras de sí a Bérésina, Leipsick y pontainebleau, parece que habría
    motivo para desconfiar de Waterloo. Un misterioso fruncimiento de cejas se hace visible en el fondo del
    cielo.
    En el momento en que Wellington retrocedió, Napoleón se estremeció. Vio súbitamente desalojarse la
    meseta de Mont-Saint-Jean y desaparecer el frente del ejército inglés. Se rehacía, pero se ocultaba. El
    emperador se irguió a medias sobre sus estribos. El relámpago de la victoria pasó ante sus ojos.
    Wellington arrollado hasta el bosque de Soignes y destruido, significaba la derrota definitiva de
    Inglaterra por Francia; era la revancha de Crecy, Poitiers, Malplaquet y Ramillies. El hombre de
    Marengo borraba Azincourt.
    El emperador, meditando entonces sobre la terrible peripecia, paseó una ultima vez su anteojo por
    todos los puntos del campo de batalla. Su guardia, descansando sobre las armas detrás de él, le
    observaba desde abajo con una especie de respeto religioso. Napoleón meditaba; escrutaba las laderas,
    observaba las pendientes, escudriñaba el conjunto de arboles, el cuadro de centeno, el sendero; parecía
    contar cada uno de los matorrales. Contempló con cierta fijeza las barricadas inglesas de las dos
    calzadas, dos amplias talas de árboles, la de la calzada de Genappe, por encima de la Haie-Sainte,
    armada con dos cañones, los únicos de toda la artillería inglesa que apuntaban al fondo del campo de
    batalla, y la de la calzada de Nivelles, donde brillaban las bayonetas holandesas de la brigada Chassé.
    Observó cerca de esta barricada la vieja capilla de Saint-Nicolas pintada de blanco, que está en el
    recodo del atajo hacia Braine-l’Alleud. Se inclinó y habló a media voz al guía Lacoste. El guía hizo un
    signo de cabeza negativo, probablemente pérfido.
    El emperador se enderezó y reflexionó.
    Wellington había retrocedido. No quedaba más que convertir este retroceso en una derrota completa.
    Napoleón se volvió bruscamente y envió a París un correo para anunciar que la batalla estaba ganada.
    Napoleón era uno de esos genios de donde sale el trueno.
    Acababa de hallar su rayo.
    Dio la orden a los coraceros de Milhaud para que se apoderasen de la meseta de Mont-Saint-Jean.





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    Mensaje por Maria Lua Miér 13 Nov 2024, 07:29

    ***
    IX



    LO INESPERADO




    Eran tres mil quinientos. Formaban un frente de un cuarto de legua. Eran hombres gigantes sobre
    caballos colosales. Eran veintiséis escuadrones; y tenían detrás de ellos, para apoyarlos, la división de
    Lefebvre-Desnouettes, ciento seis gendarmes de elite, los cazadores de la guardia, mil ciento noventa y
    siete hombres, y los lanceros de la guardia, ochocientas ochenta lanzas. Llevaban el casco sin crines y la
    coraza de hierro batido, con las pistolas en el arzón de la silla y largo sable-espada. Por la mañana, todo
    el ejército los había admirado cuando, a las nueve, tocando los clarines y entonando todas las bandas de
    música del himno Velemos por la salvación del imperio
    [191]
    , habían llegado en columna cerrada, con una
    de las baterías en su flanco y la otra en su centro, desplegándose en dos hileras, entre la calzada de
    Genappe y Frischemont, y ocupando su puesto de batalla en la poderosa segunda línea tan sabiamente
    dispuesta por Napoleón, la cual, con los coraceros de Kellermann en su extremo izquierdo y los
    coraceros de Milhaud en el extremo derecho, tenía, por decirlo así, dos alas de hierro.
    El ayudante de campo Bernard les llevó la orden del emperador. Ney sacó su espada y se puso a la
    cabeza. Los escuadrones enormes se pusieron en movimiento.
    Entonces se vio un espectáculo formidable.
    Toda esta caballería, sables levantados, los estandartes y trompetas al viento, formada en columna
    por divisiones, descendió, con un mismo movimiento y como un solo hombre, con la precisión de un
    ariete de bronce que abre una brecha, la colina de la Belle-Alliance, se internó en el fondo temible donde
    tantos hombres habían caído ya, y desapareció entre la humareda; después salió de esta sombra, volvió a
    aparecer por el otro lado del valle, siempre compacta y apretada, subiendo a trote largo, a través de una
    nube de metralla que llovía sobre ella, la espantosa pendiente de fango de la meseta de Mont-Saint-Jean.
    Subían, graves, amenazadores, imperturbables; en los intervalos de la mosquetería y de la artillería,
    oíase el colosal pataleo de los caballos. Siendo dos divisiones, eran dos columnas; la división Wathier
    tenía la derecha, la división Delord tenía la izquierda. Creíase ver de lejos adelantarse hacia la cresta de
    la meseta dos inmensas culebras de acero. Aquello atravesó la batalla como un prodigio.
    No se había visto nada semejante desde la toma del gran reducto de Moskova por la caballería
    pesada; faltaba Murat, pero Ney se encontraba también allí. Parecía que aquella masa de hombres se
    había vuelto un monstruo y no tenía más que un alma. Cada escuadrón ondulaba y se dilataba como los
    anillos de un pólipo. Se los veía a través de una vasta humareda rasgada acá y allá. Confusión de cascos,
    gritos, sables, saltos borrascosos de las grupas de los caballos al oír el estampido del cañón y el sonido
    de los clarines, tumulto disciplinado y terrible; y por encima de todo, las corazas, como las escamas de la
    hidra.
    Estos relatos parecen propios de otra época. Una cosa semejante a esta visión se observaba sin duda
    en las remotas epopeyas órficas que se referían a los hombres-caballos, los antiguos centauros, aquellos
    titanes de rostro humano y de pecho ecuestre que escalaron al galope el Olimpo, horribles, invulnerables,
    sublimes; dioses y bestias.
    Extraña coincidencia numérica, veintiséis batallones iban a recibir a estos veintiséis escuadrones.
    Detrás de la cresta de la meseta, a la sombra de la batería emboscada, la infantería inglesa, formada en
    trece cuadros, dos batallones por cuadro, y en dos líneas, siete en la primera, seis en la segunda, con la
    culata del fusil apoyada en el hombro apuntando a los que iban a venir, esperaba tranquila, muda,
    inmóvil. No veía a los coraceros, ni los coraceros la veían. Pero oía subir aquella marea de hombres.
    Oía crecer el ruido de tres mil caballos, las pisadas alternativas y rítmicas de los cascos al trote largo, el
    roce de las corazas, el golpeteo de los sables, y una especie de resoplido inmenso y feroz. Hubo un
    silencio temible; luego, de repente, una larga hilera de brazos levantados blandiendo los sables apareció
    por encima de la cresta, y los cascos, y las trompetas, y los estandartes, y tres mil cabezas de grises
    bigotes gritando: «¡Viva el emperador!», toda esta caballería desembocó en la meseta, y fue como el
    principio de un temblor de tierra.
    Repentinamente, cosa trágica, a la izquierda de los ingleses, a nuestra derecha, la cabeza de la
    columna de coraceros se encabritó, lanzando un clamor horrible. Llegados al punto culminante de la
    cresta, desenfrenados, con toda su furia y en su carrera de exterminio sobre los cuadros y los cañones, los
    coraceros acababan de descubrir entre ellos y los ingleses un foso, una fosa. Era la hondonada de Ohain.
    El instante fue espantoso. El barranco estaba allí, inesperado, abierto a pico bajo las patas de los
    caballos, con una profundidad de dos toesas entre su doble talud; la segunda fila empujó a la primera, y
    la tercera empujó a la segunda; los caballos se encabritaban, se echaban hacia atrás. Caían sobre las
    grupas, agitaban en el aire las cuatro patas, amontonando y arrojando a los jinetes; no había medio de
    retroceder, toda la columna no era más que un proyectil; la fuerza adquirida para destruir a los ingleses,
    destruyó a los franceses; el barranco inexorable, sólo colmado se entregaba; jinetes y caballos rodaron
    allí en revuelta y horrible confusión, aplastándose unos a otros, formando una sola carne en aquel abismo,
    y, cuando aquella fosa estuvo llena de hombres vivos, el resto pasó por encima. Casi una tercera parte de
    la brigada Dubois se desplomó en aquel abismo.
    Así comenzó la derrota.
    Una tradición local, que evidentemente exagera, dice que dos mil caballos y mil quinientos hombres
    fueron sepultados en la cañada de Ohain. Esta cifra comprende, verosímilmente, todos los demás
    cadáveres que fueron arrojados al barranco al día siguiente del combate.
    Observemos al pasar que fue esta brigada Dubois, probada tan funestamente, la que una hora antes,
    cargando separadamente, había tomado la bandera del batallón Lunebourg.
    Napoleón, antes de ordenar esta carga de los coraceros de Milhaud, había escrutado el terreno, pero
    no había podido ver la hondonada, que no formaba ni un pliegue en la superficie de la meseta. Alertado,
    no obstante por la capillita blanca que señala el ángulo sobre la calzada de Nivelles, había hecho una
    pregunta al guía Lacoste ante la posibilidad de un obstáculo. Éste había respondido que no. Casi podría
    decirse que de este movimiento de cabeza de un aldeano dependió la catástrofe de Napoleón.
    Otras fatalidades debían aún surgir.
    ¿Era posible que Napoleón ganase esta batalla? Nosotros contestamos no. ¿Por qué? ¿A causa de
    Wellington? ¿A causa de Blücher? No. A causa de Dios.
    Bonaparte vencedor en Waterloo no estaba ya en la ley del siglo XIX. Otra serie de hechos se
    preparaba, en los cuales Napoleón no tenía sitio señalado. La contrariedad se había anunciado desde
    hacía mucho tiempo.
    Era ya tiempo de que este hombre inmenso cayera.
    La excesiva gravitación de aquel hombre sobre el destino humano turbaba el equilibrio. Este
    individuo contaba él solo más que el grupo universal. Estas plétoras de toda la vitalidad humana
    concentrada en una sola cabeza, el mundo subiendo al cerebro de un hombre, esto sería mortal para la
    civilización si durase. A la incorruptible equidad suprema le había llegado el momento de intervenir.
    Probablemente los principios y los elementos, de los que dependen las gravitaciones regulares en el
    orden moral como en el orden material, se quejaban. La sangre que humea, los cementerios demasiado
    llenos, las madres vertiendo lágrimas, son litigantes temibles. Cuando la tierra padece por un exceso de
    carga, hay en la sombra gemidos misteriosos que oye el abismo.
    Napoleón había sido denunciado en el infinito, y su caída estaba decidida.
    Molestaba a Dios.
    Waterloo no es una batalla; es el cambio de frente del universo.




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    Mensaje por Maria Lua Miér 13 Nov 2024, 07:38

    ***

    X


    LA MESETA DE MONT-SAINT-JEAN


    Al mismo tiempo que el barranco, la batería se había desemboscado.
    Sesenta cañones y los trece cuadros fulminaron a boca de jarro a los coraceros. El intrépido general
    Delord hizo el saludo militar a la batería inglesa.
    Toda la artillería ligera inglesa había regresado al galope a los cuadros. Los coraceros no tuvieron ni
    un instante de vacilación. El desastre del barranco los había diezmado, pero no desanimado. Eran
    hombres que, cuando disminuyen en número, crecen en valor.
    La columna Wathier era la única que había sufrido el desastre; la columna Delord, que Ney había
    hecho desviar a la izquierda, como si presintiese la celada, había llegado entera.
    Los coraceros se precipitaron sobre los cuadros ingleses.
    A galope tendido, las bridas sueltas, el sable entre los dientes, las pistolas en la mano, tal fue el
    ataque.
    Hay momentos en las batallas en los que el alma endurece al hombre hasta cambiar al soldado en
    estatua, y en los que toda esta carne se hace granito. Los batallones ingleses, terriblemente atacados, no
    se movieron.
    Entonces aquello fue terrible.
    Todos los frentes de los cuadros ingleses fueron atacados a la vez. Un torbellino frenético los
    envolvió. Esta fría infantería inglesa permaneció impasible. La primera fila, rodilla en tierra, recibía a
    los coraceros con la bayoneta, la segunda fila los fusilaba; detrás de la segunda fila, los artilleros
    cargaban las piezas, el frente del cuadro se abría, dejaba pasar una erupción de metralla, y se cerraba de
    nuevo. Los coraceros respondían aplastando a sus enemigos. Sus grandes caballos se encabritaban,
    pasaban por encima de las filas, saltaban sobre las bayonetas y caían como gigantes en medio de aquellos
    cuatro muros vivientes. Las granadas hacían claros en los coraceros, los coraceros hacían brechas en los
    cuadros. Hileras de hombres desaparecían barridas por los caballos. He ahí una disparidad de heridas
    que tal vez no se haya visto en ninguna otra parte. Los cuadros, mermados por la caballería enfurecida, se
    estrechaban sin retroceder. Inagotables en metralla, hacían explosión en medio de los asaltantes. La forma
    de aquel combate era monstruosa. Aquellos cuadros no eran ya batallones, eran cráteres; aquellos
    coraceros no eran ya una caballería, eran una tempestad. Cada cuadro era un volcán atacado por una
    nube; la lava combatía con el rayo.
    El cuadro extremo de la derecha, el más expuesto de todos, por estar aislado, fue casi aniquilado en
    los primeros choques. Estaba formado por el regimiento n.° 75 de highlanders. El hombre que tocaba la
    cornamusa, en el centro, mientras se exterminaban en torno suyo, bajaba con inadvertencia profunda su
    mirada melancólica llena del reflejo de los bosques y de los lagos, sentado sobre un tambor, con su odre
    bajo el brazo, tocaba los aires de la montaña. Aquellos escoceses morían pensando en Ben Lothian, igual
    que los griegos recordando a Argos. El sable de un coracero, al abatir la cornamusa y el brazo que la
    llevaba, hizo cesar el canto.
    Los coraceros, relativamente poco numerosos, disminuidos por la catástrofe del barranco, tenían
    contra ellos a casi todo el ejército inglés, pero se multiplicaban, cada hombre valiendo por diez. No
    obstante, algunos batallones hanoverianos comenzaron a replegarse. Wellington lo vio, y pensó en su
    caballería. Si Napoleón en aquel mismo instante hubiese pensado en su infantería, habría ganado la
    batalla. Este olvido fue su error fatal.
    De repente, los coraceros, asaltantes, se sintieron asaltados. La caballería inglesa estaba a sus
    espaldas. Ante ellos los cuadros, detrás de ellos Somerset; Somerset significaba mil cuatrocientos
    guardias dragones. Somerset tenía a su derecha a Dornberg con la caballería ligera alemana, y a su
    izquierda a Tip con los carabineros belgas; los coraceros, atacados en flanco y en cabeza, por delante y
    por detrás, por la infantería y por la caballería, debieron hacer frente a todos lados. ¿Qué les importaba?
    Eran un torbellino. Su valor se hizo inexplicable.
    Además, tenían tras de sí a la batería siempre atronadora, que los hería por la espalda. Una de sus
    corazas, agujereada por una bala de cañón en el omoplato izquierdo, se conserva en la colección del
    museo de Waterloo.
    Para tales franceses, se precisaba nada menos que tales ingleses.
    Ya no fue una batalla, fue una visión, una furia, una ira vertiginosa de almas y de coraje, un huracán
    de espadas relampagueantes. En un instante, los mil cuatrocientos guardias dragones no fueron más que
    ochocientos; Fuller, su teniente coronel, cayó muerto. Ney acudió con los lanceros y los cazadores de
    Lefebvre-Desnouettes. La meseta de Mont-Saint-Jean fue tomada, perdida y vuelta a tomar. Los coraceros
    dejaban a la caballería para volverse contra la infantería, o, por mejor decir, toda aquella formidable
    batahola de combatientes se acogotaban unos a otros sin soltarse. Los cuadros continuaban resistiendo.
    Hubo doce asaltos. Ney tuvo cuatro caballos muertos bajo él. La mitad de los coraceros se quedó en la
    meseta. Esta lucha duró dos horas.
    El ejército inglés quedó profundamente quebrantado. Nadie duda de que si los coraceros no hubiesen
    sido debilitados por el desastre de la cañada, habrían derrotado el centro y decidido la victoria. Aquella
    caballería extraordinaria petrificó a Clinton, que había visto Talavera y Badajoz.
    Wellington, casi vencido, experimentaba una admiración heroica. Decía, a media voz:
    «¡Sublime!»
    [192]
    .
    De trece cuadros, los coraceros aniquilaron siete, tomaron o silenciaron sesenta piezas de cañón, y
    arrebataron a los regimientos ingleses seis banderas, que tres coraceros y tres cazadores de la guardia
    fueron a llevar al emperador, ante la granja de la Belle-Alliance.
    La situación de Wellington había empeorado. Esta extraña batalla era como un duelo entre dos
    heridos encarnizados que, cada uno por su lado, van combatiendo y resistiendo, hasta perder toda su
    sangre. ¿Cuál de los dos caerá el primero?
    La lucha continuaba en la meseta.
    ¿Hasta dónde llegaron los coraceros? Nadie sabría decirlo. Lo cierto es que a la mañana siguiente de
    la batalla, un coracero y su caballo fueron encontrados muertos entre las vigas de la báscula de pesar
    carruajes de Mont-Saint-Jean, en el punto mismo en que se cortan y se encuentran los cuatro caminos de
    Nivelles, de Genappe, de La Hulpe y de Bruselas. Aquel jinete había atravesado las líneas enemigas.
    Uno de los hombres que levantaron el cadáver vive aún en Mont-Saint-Jean. Se llama Dehaze. Tenía
    entonces dieciocho años.
    Wellington se daba cuenta de que iba decayendo. La crisis estaba próxima.
    Los coraceros no habían tenido éxito, puesto que el centro inglés no había sido hundido. En posesión
    todos de la meseta, en realidad nadie la poseía y, en suma, los ingleses conservaban la mayor parte de
    ella. Wellington tenía la aldea y la llanura culminante; Ney tenía solamente la cresta y la pendiente.
    Ambas partes parecían haber echado raíces en aquel fúnebre suelo.
    Pero el debilitamiento de los ingleses parecía irremediable. La hemorragia de aquel ejército era
    horrible. Kempt, en el ala izquierda, reclamaba refuerzos.
    —No los hay —respondía Wellington—, ¡que muera en su puesto!
    Casi en el mismo instante, coincidencia singular que pinta el agotamiento de fuerzas de los dos
    ejercitos, Ney pedia infantería a Napoleón, y Napoleón exclamaba:
    —¡Infantería! ¿De dónde quiere que la saque? ¿Quiere que la haga yo?
    No obstante, el ejército inglés era el enfermo más en peligro. Los empujes furiosos de estos grandes
    escuadrones de corazas de hierro y de pechos de acero había barrido a la infantería. Algunos hombres
    alrededor de una bandera señalaban el lugar donde hubo un regimiento; había batallones que no estaban
    mandados más que por un capitán o por un teniente; la división Alten, tan maltratada en la Haie Sainte,
    estaba casi destruida; los intrépidos belgas de la brigada Van Kluze cubrían con sus cuerpos los campos
    de centeno a lo largo del camino de Nivelles; no quedaba casi nada de aquellos granaderos holandeses
    que, en 1811, mezclados en España con nuestras filas, combatían contra Wellington, y que, en 1815,
    unidos a los ingleses, combatían contra Napoleón. La pérdida de oficiales era considerable. Lord
    Uxbridge, que al día siguiente hizo enterrar su pierna, tenía la rodilla destrozada. Si por parte de los
    franceses, en la carga de los coraceros, quedaron fuera de combate Delord, Lhéritier, Colbert, Dnop,
    Travers y Blanchard, por parte de los ingleses, Alten estaba herido, Barne estaba herido, Delancey estaba
    muerto, Van Merlen estaba muerto, Ompteda estaba muerto, todo el estado mayor de Wellington había
    sido diezmado e Inglaterra llevaba la peor parte en aquel sangriento equilibrio. El 2.° regimiento de
    guardias a pie había perdido cinco tenientes coroneles, cuatro capitanes y tres enseñas; el primer batallón
    del 30.° de infantería perdió veinticuatro oficiales y ciento doce soldados; el 79.° de montañeses tenía
    veinticuatro oficiales heridos, dieciocho oficiales muertos, cuatrocientos cincuenta soldados muertos
    también. Los húsares hanoverianos de Cumberland, un regimiento entero, con el coronel Hacke a la
    cabeza, que debía después ser juzgado y destituido, habían vuelto grupas en la pelea, poniéndose en fuga
    hacia el bosque de Soignes, y sembrando el desorden hasta Bruselas. Los carros, los tiros, los bagajes,
    los furgones llenos de heridos, al ver a los franceses ganar terreno y acercarse al bosque, se precipitaban
    en él; los holandeses, acuchillados por la caballería francesa, gritaban: ¡alarma! Desde Vert-Coucou
    hasta Groenendael, en una longitud de cerca de dos leguas en dirección a Bruselas, había, según dicen
    testigos que aún existen, un amontonamiento de fugitivos. El pánico fue tal que se contagio al príncipe de
    Condé en Malinas, y a Luis XVIII en Gante. A excepción de la débil reserva escalonada detrás de la
    ambulancia establecida en la granja de Mont-Saint-Jean y de las brigadas Vivian y Vandeleur que
    flanqueaban el ala izquierda, Wellington no tenía ya caballería. Muchas de las baterías estaban
    desmontadas. Estos hechos han sido confesados por Siborne; y Pringle, exagerando el desastre, ha
    llegado a decir que el ejercito anglo-holandés había quedado reducido a treinta y cuatro mil hombres. El
    duque de hierro, permanecía tranquilo, pero sus labios se habían vuelto lívidos. El comisario austríaco
    Vincent y el comisario español Alava, presentes en la batalla en el estado mayor inglés, creían perdido al
    duque. A las cinco, sacó Wellington su reloj y se le oyó murmurar estas palabras sombrías:
    —¡Blücher o la noche!
    Fue en este momento cuando se vio brillar una línea lejana de bayonetas, en las alturas del lado de
    Frischemont.
    Aquí está la peripecia de este drama gigante.








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    Mensaje por Maria Lua Miér 13 Nov 2024, 07:39

    ***
    XI



    MALA GUÍA PARA NAPOLEÓN, BUENA PARA BÜLOW



    Sabida es la dolorosa equivocación de Napoleón; esperaba a Grouchy y llegó Blücher; la muerte en
    lugar de la vida.
    El destino tiene estas vicisitudes; se contaba con el trono del mundo; se divisa Santa Elena.
    Si el pequeño pastorcillo que servía de guía a Bülow, lugarteniente de Blücher, le hubiese aconsejado
    que saliese por el bosque de Frischemont, antes que por debajo de Plancenoit, la forma del siglo XIX tal
    vez hubiera sido distinta. Napoleón hubiera ganado la batalla de Waterloo. Por cualquier otro camino
    más arriba de Plancenoit, el ejército prusiano iba a salir a un barranco infranqueable para la artillería, y
    Bülow no hubiera llegado.
    Ahora bien, una hora de retraso —es el general prusiano Muf-fling quien lo ha declarado así— y
    Blücher no hubiera hallado a Wellington en pie; «la batalla estaba perdida».
    Como puede verse, ya era tiempo de que llegase Bülow. Por lo demás, había quedado muy retrasado.
    Había pernoctado en Dion-le-Mont, y había reemprendido la marcha al apuntar el alba. Pero los cáramos
    estaban impracticables y sus divisiones se habían atascado en el adazal. En las roderas, el barro llegaba
    hasta los cubos de las ruedas de os cañones. Ademas, había sido preciso cruzar el Dyle por el estrecho
    puente de Wavre; la calle que da al puente había sido incendiada por los franceses; los armones y los
    furgones de la artillería, al no poder pasar por entre dos hileras de casas ardiendo, habían tenido que
    esperar a que el incendio se apagase. Era ya mediodía, y la vanguardia de Bülow no había podido llegar
    aún a Chapelle-Saint-Lambert.
    Si la acción hubiera empezado dos horas antes, habría concluido a las cuatro, y Blücher habría
    llegado a la batalla encontrándola ya ganada por Napoleón. Tales son estos inmensos azares,
    proporcionados a un infinito que se nos escapa.
    A las doce, el emperador, el primero, con su anteojo de larga vista, había divisado en el extremo del
    horizonte algo que llamó su atención. Había dicho:
    —Veo allá abajo una nube que me parece que son tropas.
    Luego, había preguntado al duque de Dalmatie:
    —¿Qué veis hacia Chapelle-Saint-Lambert, Soult?
    El mariscal, dirigiendo hacia aquel punto su anteojo, había respondido:
    —Cuatro o cinco mil hombres, sire. Evidentemente, Grouchy.
    No obstante, aquello permaneció inmóvil en la bruma. Todos los anteojos del estado mayor habían
    estudiado «la nube» señalada por el emperador. Algunos habían dicho:
    —Son columnas que hacen alto.
    Otros, y fueron la mayoría:
    —Son árboles.
    La verdad es que la nube no se movía. El emperador había destacado hacia aquel punto oscuro, para
    que lo reconociera, a la caballería ligera de Domon.
    En efecto, Bülow no se había movido. Su vanguardia era muy débil y no podía hacer nada. Debía
    esperar el grueso del cuerpo de ejército y tenía orden de concentrarse antes de entrar en línea; pero a las
    cinco, viendo a Wellington en peligro, Blücher ordenó a Bülow que atacara y dijo esta frase notable:
    —Es preciso dar aire al ejército inglés.
    Poco después, las divisiones Losthin, Hiller, Hacke y Ryssel se desplegaban ante el cuerpo de Lobau,
    la caballería del príncipe Guillermo de Prusia salía del bosque de París, Plancenoit estaba ardiendo y las
    granadas prusianas empezaban a llover hasta en las filas de la guardia de reserva, detrás de Napoleón.






    XII



    LA GUARDIA



    Sabido es el resto: la irrupción de un tercer ejército, la batalla dislocada, ochenta y seis bocas de
    fuego tronando de repente, Pirch I acudiendo con Bülow, la caballería de Zieten mandada por Blücher en
    persona, los franceses rechazados, Marcognet barrido de la meseta de Ohain, Durutte desalojado de
    Papelotte, Donzelot y Quiot retrocediendo, Lobau acuchillado, otra batalla amenazando al caer la tarde a
    nuestros regimientos desmantelados, toda la línea inglesa volviendo a tomar la ofensiva y avanzando
    hacia delante, la gigantesca brecha abierta en el ejército francés, la metralla inglesa y la metralla
    prusiana ayudándose mutuamente, el exterminio, el desastre de frente, el desastre en los flancos, la
    guardia entrando en línea bajo aquel espantoso hundimiento.
    Presintiendo que iba a morir, exclamó:
    —¡Viva el emperador!
    La historia no tiene nada más emotivo que esta agonía que estalla en aclamaciones.
    El cielo había estado cubierto durante todo el día. De repente, en aquel mismo momento, eran las
    ocho de la tarde, las nubes del horizonte se apartaron y dejaron pasar, a través de los olmos del camino
    de Nivelles, el inmenso y siniestro resplandor rojo del sol que se ponía. Se lo había visto levantarse en
    Austerlitz.
    Cada batallón de la guardia, para este desenlace, iba mandado por un general. Friant, Michel, Roguet,
    Harlet, Mallet, Poret de Morvan, estaban allí. Cuando aparecieron los altos gorros de los granaderos de
    la guardia, con la ancha placa con el águila, simétricos, alineados, tranquilos, soberbios, en la bruma de
    aquella refriega, el enemigo sintió respeto por Francia; creyó ver entrar veinte victorias en el campo de
    batalla, las alas desplegadas, y los que eran vencedores retrocedieron estimándose vencidos; pero
    Wellington gritó:
    —¡En pie, guardias, y buena puntería!
    El regimiento rojo de los guardias ingleses, tendidos detrás de los setos se levantó, una nube de
    metralla acribilló la bandera tricolor ondeante alrededor de nuestras águilas, todos se abalanzaron, y
    empezó la suprema carnicería. La guardia imperial sintió en la oscuridad al ejército que huía a su
    alrededor, y la general dispersión de la derrota, oyó el ¡sálvese quien pueda! que había reemplazado al
    ¡viva el emperador! y, con la huida tras de ella, continuó avanzando, cada vez más fulminada, y
    encontrando la muerte a cada paso que daba. No hubo vacilantes ni tímidos. El soldado, en esta tropa, era
    tan héroe como el general. Ni un hombre se sustrajo al suicidio.
    Ney, perdido, grande con toda la altivez de la muerte aceptada, se ofrecía a todos los golpes en
    aquella tormenta. Allí murió el quinto caballo que montaba. Empapado de sudor, los ojos llameantes, los
    labios echando espuma, el uniforme desabrochado, una de sus charreteras medio cortada por el sablazo
    de un guardia a caballo, su placa de la gran águila abollada por una bala, sangrando, lleno de fango,
    magnífico, con una espada rota en la mano, decía:
    —¡Venid a ver cómo muere un mariscal de Francia en el campo de batalla!
    Pero en vano; no murió. Estaba furioso e indignado. Arrojó a Drouet d’Erlon esta pregunta:
    —¿Es que tú no te haces matar?
    En medio de toda aquella artillería que destrozaba a los hombres, gritaba:
    —¿Es que no hay nada para mí? ¡Oh! ¡Quisiera que todas estas balas inglesas entrasen en mi vientre!
    ¡Infeliz, tú estabas reservado para las balas francesas!
    [193]








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    Mensaje por Maria Lua Miér 13 Nov 2024, 07:41

    ***

    XIII



    LA CATÁSTROFE



    La derrota detrás de la guardia fue lúgubre.
    El ejército se replegó por todas partes a la vez, de Hougomont, de la Haie-Sainte, de Papelotte, de
    Plancenoit. El grito «¡Traición!» fue seguido por el grito «¡Sálvese quien pueda!». El ejército que se
    desbanda es un deshielo. Todo se doblega, se hiende, estalla, flota, rueda, cae, choca, se acelera, se
    precipita. Disgregación inaudita. Ney se apodera de un caballo, salta sobre él y, sin sombrero, sin
    corbata, sin espadarse pone de través en la calzada de Bruselas, deteniendo a la vez a los ingleses y a los
    franceses. Trata de retener al ejército, le llama, le insulta, se aferra a la derrota. Es desbordado. Los
    soldados le huyen, gritando: «¡Viva el mariscal Ney!». Dos regimientos de Durutte, van y vienen
    alocados y traqueteados de un lado a otro entre el sable de los ulanos y la fusilería de las brigadas de
    Kempt, de Best, de Pack y de Rylandt; la peor de las refriegas es la derrota, los amigos se matan unos a
    otros para huir; los escuadrones y los batallones se rompen y se dispersan unos contra otros, enorme
    espuma de la batalla. Lobau en un extremo igual que Reille en el otro se ven arrollados por la ola. En
    vano hace Napoleón una muralla con lo que le queda de la guardia; en vano gasta para el último esfuerzo
    sus escuadrones de servicio. Quiot retrocede ante Vivian, Kellermann ante Vandeleur, Lobau ante Bülow,
    Morand ante Pirch, Domon y Subervic ante el príncipe Guillermo de Prusia, Guyot, que ha llevado a la
    carga a los escuadrones del emperador, cae a los pies de los dragones ingleses. Napoleón corre al galope
    en pos de los fugitivos, los arenga, los apremia, amenaza, suplica. Todas esas bocas que por la mañana
    gritaban: «¡Viva el emperador!», permanecen abiertas; pero apenas le reconocen. La caballería prusiana,
    recién llegada, se lanza, vuela, acuchilla, corta, raja, mata, extermina. Los atelajes de la artillería se
    desploman; los cañones se despeñan; los soldados del avantrén desenganchan los armones y toman sus
    caballos para escapar; furgones derribados, ruedas al aire, entorpecen el camino y son ocasión de mayor
    mortandad. Se aplasta, se atropella, se marcha sobre los muertos y sobre los vivos. Los mandos son
    incapaces. Una multitud vertiginosa llena los caminos, los senderos, los puentes, las llanuras, las colinas,
    los valles, los bosques, atestados por esta evasión de cuarenta mil hombres. Gritos, desesperación,
    mochilas y fusiles arrojados en los campos de centeno; pasos abiertos a sablazos; nada de camaradas,
    nada de oficiales, nada de generales; por doquier un espanto indescriptible. Zieten acuchillando a Francia
    a su sabor. Los leones convertidos en cabritos. Tal fue aquella fuga.
    En Genappe se intentó volver, hacer frente, frenar. Lobau reunió trescientos hombres; se hicieron
    barricadas en la entrada de la aldea; pero, a la primera descarga de metralla prusiana, todos huyeron, y
    Lobau fue hecho prisionero. Todavía se ven las huellas de la metralla impresas en la pared de una vieja
    casa construida de ladrillo a la derecha del camino, poco antes de entrar en Genappe. Los prusianos se
    lanzaron dentro de Genappe, furiosos sin duda de ser vencedores a tan poco coste. La persecución fue
    monstruosa. Blücher ordenó el exterminio. Roguet había dado este lúgubre ejemplo al amenazar de
    muerte a todo granadero francés que le llevase un prisionero prusiano. Blücher fue más allá que Roguet.
    El general de la joven guardia, Duhesme, arrinconado en la puerta de una posada de Genappe, rindió su
    espada a un húsar de la Muerte, quien tomó la espada y mató al prisionero. La victoria concluyó con el
    asesinato de los vencidos. Castiguemos, puesto que somos la historia: el viejo Blücher se deshonró. Tal
    ferocidad fue el colmo. La derrota desesperada atravesó Genappe, Quatre-Bras, Gosselies, Frasnes,
    Charleroi, Thuin, y no se detuvo hasta la frontera. ¡Ay! ¿Quién huía de tal suerte? El gran ejército.
    Este vértigo, este terror, esta caída en ruinas de la más alta bravura que haya asombrado jamás a la
    historia, ¿dejó acaso de tener causa? No. La sombra de una línea recta enorme se proyecta sobre
    Waterloo. Es la jornada del destino. Una fuerza superior al hombre produjo aquel día. De ahí el repliegue
    despavorido de los mandos; de ahí todas aquellas grandes almas rindiendo su espada. Los que habían
    vencido a Europa cayeron consternados, no teniendo ya nada qué hacer ni qué decir, sintiendo en la
    sombra una presencia terrible. Hoc erat in fatis
    [194]
    . Aquel día cambió la perspectiva del género humano.
    Waterloo es el gozne del siglo XIX. La desaparición de] gran hombre era necesaria para el advenimiento
    del gran siglo. De efectuarla se encargó alguien a quien nadie replica. El pánico de los héroes tiene su
    explicación. En la batalla de Waterloo, hay algo más que una nube, hay un meteoro. Dios ha pasado.
    A la caída de la noche, en un campo cerca de Genappe, Bernard y Bertrand detuvieron y cogieron por
    el faldón de su redingote a un hombre sombrío, pensativo, siniestro, que, arrastrado hasta allí por la
    corriente de la derrota, acababa de echar pie a tierra, había pasado bajo el brazo la brida de su caballo y,
    con la mirada extraviada, regresaba solo a Waterloo. Era Napoleón, que intentaba aún ir adelante,
    sonámbulo inmenso de aquel sueño venido abajo




    XIV




    EL ÚLTIMO CUADRO




    Algunos cuadros de la guardia, inmóviles en el torrente de la derrota, como rocas en un curso de
    agua, se mantuvieron hasta la noche. Llegada la noche, acompañada de la muerte, esperaron esta doble
    sombra, e, impertérritos, se dejaron envolver por ella. Cada regimiento, aislado de los demás, y no
    teniendo ya lazo alguno con el ejército deshecho por todas partes, moría por su cuenta. Habían tomado
    posiciones, para llevar a cabo esta última acción, unos sobre las alturas de Rossomme, otros en la llanura
    de Mont-Saint-Jean. Allí, abandonados, vencidos, terribles, estos cuadros sombríos agonizaban
    formidablemente. Ulm, Wagram, lena, Friedland, morían en ellos.
    A la hora del crepúsculo, hacia las nueve de la noche, sólo quedaba uno en la parte baja de la meseta
    de Mont-Saint-Jean. En este valle funesto, al pie de aquella pendiente que habían subido los coraceros,
    inundada ahora por las masas inglesas, bajo los fuegos convergentes de proyectiles, este cuadro seguía
    luchando. Estaba mandado por un oscuro oficial llamado Cambronne. A cada descarga, el cuadro
    disminuía, y respondía. Replicaba a la metralla con la fusilería, estrechándose continuamente sus cuatro
    muros. A lo lejos, los fugitivos, al detenerse para tomar aliento, escuchaban en las tinieblas aquel trueno
    sombrío que iba decreciendo por instantes.
    Cuando esta legión no era ya más que un puñado de hombres, cuando su bandera no era más que un
    harapo, cuando sus fusiles agotados de balas no fueron más que bastones, cuando el montón de cadáveres
    fue mayor que el grupo vivo, hubo entre los vencedores una especie de terror sagrado en derredor de
    aquellos sublimes moribundos, y la artillería inglesa, tomando aliento, guardó silencio. Fue una especie
    de tregua. Aquellos combatientes tenían a su alrededor como un hormiguero de espectros, siluetas de
    hombres a caballo, el perfil negro de los cañones, el cielo blanco, visto a través de las ruedas y de las
    cureñas; la colosal calavera que los héroes entreven siempre entre el humo en el fondo de la batalla,
    avanzaba hacia ellos y los miraba. Pudieron oír, en la sombra crepuscular, que se cargaban las piezas, las
    mechas encendidas, semejantes a ojos de tigre en la oscuridad, formaron un círculo en torno a sus
    cabezas, todos los botafuegos de las baterías inglesas se acercaron a los cañones, y entonces, conmovido,
    teniendo el instante supremo suspendido encima de aquellos hombres, un general inglés, Colville según
    unos, Maitland según otros, les gritó:
    —¡Rendios, valerosos franceses!
    Cambronne respondió:
    —¡Mierda!






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    Mensaje por Maria Lua Miér 13 Nov 2024, 07:43

    ***
    XV



    CAMBRONNE



    Por respeto al lector, no podría ser aquí repetida la más bella frase que quizá jamás haya dicho un
    hombre. Prohibición de mencionar lo sublime en la historia.
    Por nuestra cuenta y riesgo, infringimos esta prohibición.
    Así pues, entre aquellos gigantes, hubo un titán: Cambronne.
    Decir esta palabra y luego morir. ¡Qué cosa hay más grande! No fue culpa de aquel hombre si,
    ametrallado, sobrevivió.
    El hombre que ganó la batalla de Waterloo no fue Napoleón derrotado; no fue Wellington
    replegándose a las cuatro, desesperado a las cinco; no fue Blücher, que no combatió; el hombre que ganó
    la batalla de Waterloo fue Cambronne.
    Fulminar con tal palabra al trueno que os mata es vencer.
    Dar esta respuesta a la catástrofe, es decir esto al destino, dar esta base al león futuro, arrojar esta
    réplica a la lluvia de la noche, al muro traidor de Hougomont, al barranco de Ohain, al retraso de
    Grouchy, a la llegada de Blücher, ser la ironía en el sepulcro, quedar de este modo en pie después de
    haber caído, ahogar en dos sílabas la coalición europea, ofrecer a los reyes aquellas letrinas ya
    conocidas de los Césares, convertir la última de las palabras en la primera, mezclando en ella el
    resplandor de Francia, cerrar insolentemente la escena de Waterloo con una frase de carnaval, completar
    a Leónidas con Rabelais, resumir esta victoria en una palabra suprema imposible de pronunciar, perder
    el terreno y conservar la historia, tener de su parte la risa de la gente después de tal carnicería, todo esto
    es inmenso.
    Es el insulto al rayo. Esto alcanza una grandeza esquiliana.
    La palabra de Cambronne produce el efecto de una fractura. Es la fractura del pecho por el desdén; es
    el desbordamiento de la agonía que estalla. ¿Quién venció? ¿Fue Wellington? No. Sin Blücher estaba
    perdido. ¿Fue Blücher? No. Si Wellington no hubiera empezado, Blücher no habría podido terminar.
    Cambronne, este viajero de última hora, este soldado ignorado, este átomo de la guerra, comprende que
    hay allí una mentira, una mentira en una catástrofe, redoblamiento punzante, y, en el momento en que
    estalla de rabia, se le ofrece este sarcasmo, ¡la vida! ¿Cómo no había de saltar?
    Allí están todos los reyes de Europa, los generales felices, los Júpiter tonantes, tienen cien mil
    soldados victoriosos, y tras ellos un millón, sus cañones, con las mechas encendidas, están a punto, tienen
    bajo sus talones a la guardia imperial y al gran ejército, acaban de aplastar a Napoleón, y no queda más
    que Cambronne; no queda para protestar más que aquel gusano. Protestará. Entonces busca una palabra
    como se busca una espada. Le brota espuma, y esta espuma es la palabra. Ante esta victoria prodigiosa y
    mediocre, ante esta victoria sin victoriosos, este desesperado se yergue; se somete a su enormidad, pero
    hace constar su nulidad; hace más que escupir sobre ella; y bajo el peso abrumador del número, de la
    fuerza y de la materia, halla en su mente una expresión aplicable: el excremento. Lo repetimos. Decir
    esto, hacer esto, encontrar esta palabra, es ser el verdadero vencedor.
    El espíritu de los grandes días entró en este hombre desconocido en aquel minuto fatal. Cambronne
    encontró la palabra de Waterloo, como Rouget de l’Isle encontró la Marsellesa, por la inspiración del
    cielo. Un efluvio del huracán divino se desprende y viene a pasar por la mente de aquellos hombres, y se
    estremecen, y uno entona el canto supremo y otro exhala el grito terrible. Esta palabra del desdén titánico,
    Cambronne no la lanza solamente a Europa en nombre del imperio, esto sería poco; la lanza al pasado en
    nombre de la revolución. Se la oye, y se reconoce en Cambronne la vieja alma de los gigantes. Parece
    que es Dantón quien habla, o Kléber quien ruge.
    Al oír la palabra de Cambronne, la voz inglesa respondió: ¡Fuego! Las baterías llamearon, la colina
    tembló, de todas aquellas bocas de bronce salió un último vómito de metralla, espantoso, formóse una
    vasta nube de humo, vagamente blanqueada por la luz de la luna, y cuando la humareda se disipó, no
    había ya nada. Aquel resto formidable había sido aniquilado; la guardia había perecido. Las cuatro
    paredes de aquel reducto viviente yacían por tierra, y apenas se distinguía entre los cadáveres algún que
    otro estremecimiento; y fue así como las legiones francesas, más grandes que las legiones romanas,
    expiraron en Mont-Saint-Jean, sobre la tierra empapada de lluvia y de sangre, en los trigales sombríos,
    en el lugar por donde ahora pasa, a las cuatro de la madrugada, silbando y azotando alegremente a su
    caballo, Joseph, que hace el servicio de correos de Nivelles.





    XVI



    QUOT LIBRAS IN DUCE?



    [195]
    La batalla de Waterloo es un enigma. Es tan oscura para aquellos que la han ganado, como para aquel
    que la ha perdido. Para Napoleón fue el pánico
    [196]
    ; Blücher no vio en ella más que fuego; Wellington no
    comprendió nada. Ved los comunicados oficiales. Los boletines son confusos, los comentarios
    embrollados. Estos balbucean, aquéllos tartamudean. Jomini divide la batalla de Waterloo en cuatro
    momentos; Muffling la corta en tres peripecias; Charras, aunque en algunos puntos tengamos distinta
    opinión que él, es el único que apreció con certero golpe de vista las líneas características de aquella
    catástrofe del genio humano en lucha contra el azar divino. Los demás historiadores han sufrido un cierto
    deslumbramiento, y en este deslumbramiento andan a tientas. Jornada fulgurante, en efecto, hundimiento
    de la monarquía militar que, con gran estupor de los reyes, arrastró consigo a todos los reinos, caída de
    la fuerza, derrota de la guerra.
    En este acontecimiento, que lleva impresa la huella de una necesidad sobrehumana, la parte de los
    hombres no cuenta para nada.
    Quitar Waterloo a Wellington y a Blücher ¿es quitar algo a Inglaterra o a Alemania? No. Ni esta
    ilustre Inglaterra, ni esta augusta Alemania tienen nada que ver en el problema de Waterloo. Gracias al
    cielo, los pueblos son grandes sin necesidad de las lúgubres aventuras de la espada. Ni Alemania, ni
    Inglaterra, ni Francia dependen de una espada. En esta época, en que Waterloo no es más que un ruido de
    sables, Alemania, por encima de Blücher, tiene a Goethe, y, por encima de Wellington, Inglaterra tiene a
    Byron. Un vasto amanecer de ideas es propio de nuestro siglo, y en esta aurora, Inglaterra y Alemania
    tienen su resplandor magnífico. Son majestuosos por lo que piensan. La elevación del nivel que aportan a
    la civilización les es intrínseco; procede de ellas mismas y no de un accidente. Lo que tienen de grandeza
    en el siglo XIX no tiene a Waterloo por origen.
    Sólo los pueblos bárbaros tienen súbitas crecidas después de una victoria. Es la vanidad pasajera de
    los torrentes henchidos por una tormenta. Los pueblos civilizados, especialmente en los tiempos en que
    estamos, no se rebajan ni se elevan por la buena o mala fortuna de un capitán. Su peso específico en el
    género humano resulta de algo más que de un combate. Su honor, gracias a Dios, su dignidad, su luz, su
    genio, no son números que los héroes y los conquistadores, esos jugadores, pueden poner en la lotería de
    las batallas. A veces, batalla perdida, progreso conquistado. Cuanta menos gloria, más libertad. El
    tambor enmudece, la razón toma la palabra. Es el juego de quien pierde gana. Hablemos pues de
    Waterloo fríamente por ambas partes. Demos al azar lo que es del azar, y a Dios lo que es de Dios. ¿Qué
    fue Waterloo? ¿Una victoria? No. Una quina
    [197]
    .
    Quina ganada por Europa y pagada por Francia.
    No merecía la pena poner allí un león.
    Por lo demás, Waterloo es el encuentro más extraño que hay en la historia. Napoleón y Wellington. No
    son enemigos, son contrarios. Jamás Dios, que se complace en las antítesis, produjo un contraste más
    notable y una confrontación más extraordinaria. De un lado, la precisión, la previsión, la geometría, la
    prudencia, la retirada asegurada, las reservas economizadas, una sangre fría obstinada, un método
    imperturbable, la estrategia que se aprovecha del terreno, la táctica que equilibra los batallones, la
    carnicería tirada a cordel, la guerra regulada reloj en mano, nada dejado voluntariamente al azar, el viejo
    valor clásico, la corrección absoluta; de otro lado, la intuición, la adivinación, lo extraordinario en
    medidas militares, el instinto sobrehumano, el golpe de vista flameante, el no sé qué que mira como el
    águila y que golpea como el rayo, un arte prodigioso en una impetuosidad desdeñosa, todos los misterios
    de un alma profunda, la asociación con el destino, el río, la llanura, la selva, la colina, conminadas y, en
    cierto modo, forzadas a obedecer, el déspota llegando a tiranizar el campo de batalla, la fe en la estrella
    unida a la ciencia estratégica, engrandeciéndola pero turbándola. Wellington era el Baréme de la guerra,
    Napoleón era el Miguel Ángel; y esta vez el genio fue vencido por el cálculo.
    Por ambas partes se esperaba a alguien. Fue el calculador exacto quien venció. Napoleón esperaba a
    Grouchy; no llegó. Wellington esperaba a Blücher; y llegó.
    Wellington es la guerra clásica que toma su revancha. Bonaparte, en su aurora, la había encontrado en
    Italia, derrotándola soberbiamente. El viejo mochuelo huyó ante el buitre joven. La antigua tactica no
    sólo había sido derrocada, sino escandalizada. ¿Quién era aquel corso de veintiséis años, qué significaba
    aquel ignorante espléndido que, teniéndolo todo en contra suya y nada en su favor, sin víveres, sin
    municiones, sin cañones, sin zapatos, casi sin ejército, con un puñado de hombres contra masas enteras,
    se precipitaba sobre Europa coaligada y ganaba absurdamente victorias imposibles? ¿Quién era aquel
    advenedizo de la guerra que tenía la insolencia de aparecer como un astro? ¿Quién era y de dónde salía
    aquel dominador furioso que, casi sin tomar aliento, y con el mismo juego de combatientes en la mano,
    pulverizaba uno tras otro los cinco ejércitos del emperador de Alemania, arrollando a Beaulieu sobre
    Alvinzi, a Wurmser sobre Beaulieu, a Mélas sobre Wurmser, a Mack sobre Mélas? La escuela académica
    militar le excomulgaba huyendo de él. De ahí un implacable rencor del viejo cesarismo contra el nuevo,
    del sable correcto contra la espada flamígera, y del tablero de ajedrez contra el genio. El 18 de junio de
    1815, este rencor dijo su ultima palabra, y debajo de Bodi, de Montebello, de Montenotte, de Mantua, de
    Marengo y de Arcóle, escribió: Waterloo. Triunfo de los mediocres, caro a las mayorías. El destino
    consintió en esta ironía. En su decadencia, Napoleón volvió a hallar ante sí a Wurmser joven.




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    Mensaje por Maria Lua Miér 13 Nov 2024, 07:44

    ***

    En efecto, para tener a Wurmser, basta con blanquear los cabellos de Wellington.
    Waterloo es una batalla de primer orden ganada por un capitán de segundo.
    Lo que es preciso admirar en la batalla de Waterloo es a Inglaterra, es la firmeza inglesa, es la
    resolución inglesa, la sangre inglesa; lo que Inglaterra tuvo allí de soberbio, a pesar suyo, fue ella misma.
    No fue su capitán, fue su ejército.
    Wellington, caprichosamente ingrato, declara en una carta a lord Bathurst que su ejército, el ejército
    que ha combatido el 18 de junio de 1815, era un «ejército detestable». ¿Qué piensa de ello este oscuro
    montón de huesos sepultados bajo los surcos de Waterloo?
    Inglaterra ha sido demasiado modesta respecto a Wellington. Engrandecer tanto a Wellington es hacer
    pequeña a Inglaterra. Wellington no es más que un héroe como cualquier otro. Aquellos escoceses grises,
    aquellos guardias a caballo, aquellos regimientos de Maitland y Mitchell, aquella infantería de Pack y de
    Kempt, aquella caballería de Ponsonby y de Somerset, aquellos highlanders tocando la cornamusa
    envueltos en el fuego de la metralla, aquellos batallones de Rylandt, aquellos reclutas tan jóvenes que
    apenas sabían manejar el mosquete, haciendo frente a los veteranos de Essling y de Rívoli, he ahí lo que
    es grande. Wellington fue tenaz, y éste fue su mérito, y no se lo regateamos, pero el menor de sus soldados
    de infantería y de sus jinetes fue tan obstinado como él. El iron-soldiervale tanto como el iron-duke
    [198]
    .
    En cuanto a nosotros, toda nuestra glorificación se dirige al soldado inglés, al ejército inglés, al pueblo
    inglés. Si hay un trofeo, es a Inglaterra a quien se le debe. La columna de Waterloo sería más justa si, en
    lugar de la figura de un hombre, elevase hacia las nubes la estatua de un pueblo.
    Pero esta gran Inglaterra se irritará por lo que decimos aquí. Conserva aún, después de su 1688 y de
    nuestro 1789, la ilusión feudal. Cree en la herencia y en la jerarquía. Este pueblo, que ningún otro
    sobrepasa en poder y gloria, se estima como nación, no como pueblo. En tanto que pueblo, se subordina
    espontáneamente y admite siempre a un lord como a un superior. Workman
    [199] se somete al desdén;
    soldado, se somete al palo. Aún recordamos que, en la batalla de Inkermann, un sargento que, según
    parece, había salvado al ejército, no pudo ser mencionado por lord Raglan, puesto que la jerarquía
    militar inglesa no permite citar en un parte a ningún héroe inferior al grado de oficial.
    Lo que nosotros admiramos por encima de todo, en un encuentro del género de Waterloo, es la
    prodigiosa habilidad del azar. Lluvia nocturna, muro de Hougomont, hondonada de Ohain, Grouchy sordo
    al cañón, guía de Napoleón que le engaña, guía de Bülow que le dirige bien; todo este cataclismo está
    maravillosamente conducido.
    Digámoslo de una vez: en Waterloo hubo más mortandad que combate.
    Waterloo es de todas las batallas ordenadas, la que tiene el frente más pequeño respecto al número de
    combatientes. Napoleón tres cuartos de legua; Wellington, media legua; sesenta y dos mil combatientes
    por cada lado. De esta aglomeración vino la carnicería.
    Se ha hecho este cálculo y se ha establecido esta proporción. Pérdida de hombres: En Austerlitz,
    franceses, catorce por ciento; rusos, treinta por ciento; austríacos, cuarenta y cuatro por ciento. En
    Wagram, franceses, trece por ciento; austríacos, catorce por ciento. En Moskova, franceses, treinta y siete
    por ciento; rusos, cuarenta y cuatro. En Bautzen, franceses, trece por ciento; rusos y prusianos, catorce.
    En Waterloo, franceses, cincuenta y seis por ciento; aliados, treinta y uno. Total para Waterloo, cuarenta y
    uno por ciento. Ciento cuarenta y cuatro mil combatientes, sesenta mil muertos.
    El campo de Waterloo presenta hoy la tranquilidad que pertenece a la tierra, sustentáculo impasible
    del hombre, y se parece a todas las llanuras.
    No obstante, por la noche, una especie de bruma visionaria se desprende de él, y si algún viajero lo
    recorre, si mira, si escucha, si medita como Virgilio en las funestas llanuras de Filippi, se apodera de él
    la alucinación de la catástrofe. Revive el terrible 18 de junio: la falsa colina monumento se desvanece,
    ese león indefinido se disipa, el campo de batalla recobra su realidad; líneas de infantería ondean en la
    llanura, furiosos galopes cruzan el horizonte; el aterrado soñador ve el brillo de los sables, el resplandor
    de las bayonetas, el fulgor de las bombas, el monstruoso cruce de los truenos; oye como una especie de
    estertor en el fondo de una tumba, el vago clamor de la batalla fantasma; esas sombras son los
    granaderos; esos resplandores son los coraceros; ese esqueleto es Napoleón; ese esqueleto es Wellington;
    todo esto no existe ya y, sin embargo, aún choca y combate; y los barrancos se tiñen de sangre, y los
    árboles se estremecen, y hasta las nubes y las tinieblas respiran furia. Mont-Saint-Jean, Hougomont,
    Frischemont, Papelotte, Plancenoit aparecen confusamente coronados de torbellinos de espectros
    exterminándose.





    XVII



    ¿FUE BUENO EL RESULTADO DE WATERLOO?



    Existe una escuela liberal, muy respetable, que no odia Waterloo. Nosotros no pertenecemos a ella.
    Para nosotros, Waterloo no es más que la fecha estupefacta de la libertad. Que tal águila haya salido de
    tal huevo, esto es ciertamente lo inesperado.
    Waterloo, si se lo considera desde el punto de vista culminante de la cuestión, es intencionalmente
    una victoria contrarrevolucionaria. Es Europa contra Francia, es Petersburgo, Berlín y Viena contra
    París, es el statu quo contra la iniciativa, es el 14 de julio de 1789 atacado a través del 29 de marzo de
    1815, es el zafarrancho de las monarquías contra el indomable motín francés. Apagar de una vez el
    volcán de este vasto pueblo, en erupción desde hace veintisiete años, tal era el sueño. Solidaridad de los
    Brunswick, de los Nassau, de los Romanoff, de los Hohenzollern, de los Habsburgo, con los Borbones.
    Waterloo lleva a la grupa el derecho divino. Es cierto que, habiendo sido despótico el imperio, la
    realeza, por la reacción natural de las cosas, había de ser forzosamente liberal y que un orden
    constitucional, aunque forzoso, ha surgido de Waterloo, con gran pesar de los vencedores. Es que la
    revolución no puede ser verdaderamente vencida, y por ser providencial y absolutamente fatal, vuelve a
    aparecer siempre, antes de Waterloo, con Bonaparte, que derriba los tronos decrépitos, después de
    Waterloo, con Luis XVIII, que otorga y sufre a un mismo tiempo la Carta constitucional. Bonaparte pone
    un postillón
    [200] en el trono de Nápoles, y un sargento
    [201] en el trono de Suecia, empleando la
    desigualdad para mostrar la igualdad; Luis XVIII, en Saint-Ouen
    [202]
    , rubrica la declaración de los
    derechos del hombre. ¿Queremos explicarnos lo que es la revolución? Llamémosla Progreso; y
    ¿queremos explicarnos lo que es el progreso? Llamémoslo Mañana. Mañana ejecuta su tarea
    irresistiblemente, y la ejecuta desde hoy. Llega siempre a su fin, de un modo extraordinario. Se vale de
    Wellington para hacer de Foy un orador, él que no era mas que un soldado
    [203]
    . Foy cae en Hougomont y
    se levanta en la tribuna. Así procede el progreso. No hay herramienta mala para este obrero. Ajusta a su
    trabajo divino, sin desconcertarse, al hombre que ha atravesado los Alpes, y al enfermo y vacilante
    anciano del tío Elisée
    [204]
    . Se sirve del gotoso lo mismo que del conquistador; del conquistador
    exteriormente, del gotoso interiormente. Waterloo, al cortar radicalmente la demolición de los tronos
    europeos con la espada, no tiene otro efecto sino continuar por otro lado la obra revolucionaria.
    Concluyeron los militaristas y les llegó el turno a los pensadores. El siglo que Waterloo quería detener
    marchó por encima y prosiguió su camino. Esta victoria siniestra ha sido vencida por la libertad.
    En suma, e incontestablemente, lo que triunfa en Waterloo, lo que sonreía detrás de Wellington, lo que
    le proporcionaba todos los bastones de mariscal de Europa, comprendido, según se dice, el bastón de
    mariscal de Francia, lo que hacía rodar alegremente las carretadas de tierra llenas de osamentas, para
    elevar el cerro del león, lo que hizo inscribir triunfalmente en el pedestal la fecha del 18 de junio de
    1815, lo que anima a Blücher a terminar con la derrota, lo que desde lo alto de la meseta de Mont-SaintJean se inclinaba sobre Francia como sobre una presa, era la contrarrevolución. Era la contrarrevolución
    la que murmuraba la palabra infame: desmembración. Llegada a París, vio el cráter de cerca, sintió que
    sus cenizas le quemaban los pies, y varió de opinión. Volvió a la tartamudez de una carta constitucional.
    No veamos en Waterloo sino lo que hay realmente en Waterloo. De libertad intencional, nada
    absolutamente. La contrarrevolución era involuntariamente liberal, lo mismo que, por un fenómeno
    análogo, Napoleón era involuntariamente revolucionario. El 18 de junio de 1815, Robespierre a caballo
    perdió los estribos.



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    Mensaje por Maria Lua Miér 13 Nov 2024, 07:46

    ***
    XVIII



    RECRUDESCENCIA DEL DERECHO DIVINO



    Final de la dictadura. Todo un sistema europeo se desplomó.
    El imperio se desmoronó en una sombra parecida a la del mundo romano expirante. Volvióse a ver el
    abismo, como en tiempos de los bárbaros. Sólo que la barbarie de 1815, que es preciso nombrar por su
    apodo, la contrarrevolución, tenía poco aliento, se ahogó en breve y se detuvo. El imperio, confesémoslo,
    fue llorado, y llorado por ojos heroicos. Si la gloria está en la espada convertida en cetro, el imperio
    había sido la gloria misma. Había derramado sobre la tierra toda la luz que puede dar la tiranía; luz
    sombría. Digamos más: luz oscura. Comparada con el verdadero día, es la noche. Esta desaparición de la
    noche hizo el efecto de un eclipse.
    Luis XVIII regresó a París. Los bailes en corro del 8 de julio borraron los entusiasmos del 20 de
    marzo
    [205]
    . El Corso se volvió la antítesis del bearnés. La bandera de la cúpula de las Tullerías fue
    blanca; el destierro se sentó en el trono. La mesa de abeto de Hartwell se colocó frente al sillón
    flordelisado de Luis XIV. Se habló de Bouvines y de Fontenoy como del día anterior, habiendo
    envejecido Austerlitz. El altar y el trono fraternizaron majestuosamente. Una de las formas más
    incontestadas de la salvación de la sociedad del siglo XIX se estableció en Francia y en el continente.
    Europa tomó la escarapela blanca. Trestaillon se hizo célebre
    [206]
    . La divisa non pluribus impar
    reapareció en los rayos de piedra figurando un sol en la fachada del cuartel del muelle de Orsay. Donde
    había habido una guardia imperial, hubo una casa roja. El arco del carrusel, cargado de victorias ya
    insoportables, fuera de lugar entre estas novedades, algo avergonzado tal vez de Marengo y de Arcóle,
    salió del paso con la estatua del duque de Angouléme. El cementerio de la Madeleine
    [207]
    , temible fosa
    común del 93, se cubrió de mármol y de jaspe, al descansar en este polvo los huesos de Luis XVI y de
    María Antonieta. En el foso de Vincennes un cipo sepulcral se elevó de la tierra, para recordar que el
    duque de Enghien había muerto en el mismo mes en que fue coronado Napoleón
    [208]
    . El papa Pío VII, que
    había hecho esta consagración casi al mismo tiempo que se producía aquella muerte, bendijo
    tranquilamente la caída como había bendecido la elevación. Hubo en Schoenbrunn una pequeña sombra
    de cuatro años de edad, que era sedicioso llamar rey de Roma. Y se hicieron todas aquellas cosas, y
    aquellos reyes volvieron a subir a sus tronos, y el dueño de Europa fue encerrado en una jaula, y el
    antiguo régimen se convirtió en moderno, y toda la oscuridad y toda la luz de la tierra cambiaron de lugar,
    porque en la tarde de un día de verano, un pastor dijo en un bosque a un prusiano: «¡Pasad por aquí y no
    por ahí!»
    Este año de 1815 fue una especie de abril lúgubre. Las viejas realidades malsanas y venenosas se
    cubrieron de apariencias nuevas. La mentira esposó a 1789, el derecho divino se enmascaró con una
    Carta, las ficciones se hicieron constitucionales, los prejuicios, las supersticiones y los pensamientos
    ocultos, con el artículo catorce en el corazón, se barnizaron de liberalismo. Fue el cambio de piel de las
    serpientes.
    El hombre había sido engrandecido y empequeñecido a la vez por Napoleón. El ideal, bajo este reino
    de la materia espléndida, recibió el extraño nombre de ideología. Grave imprudencia de un gran hombre
    ridiculizar el porvenir. Los pueblos, sin embargo, esa carne de cañón tan enamorada del artillero, le
    buscaban con la vista. ¿Dónde está? ¿Qué hace? «Napoleón está muerto», decía un transeúnte a un
    inválido de Marengo y de Waterloo. «¿Muerto? —exclamó este soldado—; ¡no le conocéis!». Las
    imaginaciones deificaban a este hombre caído. El fondo de Europa, después de Waterloo, fue tenebroso.
    Durante mucho tiempo, hubo un gran vacío causado por el desvanecimiento de Napoleón.
    Los reyes ocuparon este vacío. La vieja Europa lo aprovechó para reformarse. Hubo una Santa
    Alianza. Bella Alianza, había dicho de antemano el campo fatal de Waterloo.
    En presencia y frente a frente con esta antigua Europa rehecha, se bosquejaron los rasgos de una
    Francia nueva. El porvenir, ridiculizado por el emperador, hizo su entrada. Tenía sobre la frente esa
    estrella, Libertad. Los ojos ardientes de las jóvenes generaciones se volvieron hacia él. Cosa singular, se
    prendaron al mismo tiempo de ese porvenir, Libertad, y de ese pasado, Napoleón. La derrota había
    elevado al vencido. Bonaparte caído, parecía más alto que Napoleón en pie. Los que habían triunfado,
    tuvieron miedo. Inglaterra le hizo guardar por Hudson Lowe, y Francia le hizo espiar por Montchenu. Sus
    brazos cruzados se convirtieron en la inquietud de los tronos. Alejandro le llamaba mi insomnio. Este
    pavor procedía de la cantidad de revolución que tenía en sí. Esto es lo que explica y excusa el
    liberalismo bonapartista. Este fantasma producía temblor al viejo mundo. Los reyes reinaron con cierto
    malestar, con la roca de Santa Elena en el horizonte.
    Mientras Napoleón agonizaba en Longwood, los sesenta mil hombres que cayeron en el campo de
    Waterloo se pudrieron tranquilamente, y algo de su paz se esparció por el mundo. El congreso de Viena
    hizo sus tratados de 1815, y Europa llamó a esto la Restauración.
    Esto fue Waterloo.
    Pero ¿qué le importa al infinito? Toda esta tempestad, toda esta nube, esta guerra y luego esta paz,
    toda esta sombra no turbó ni un instante el resplandor de la inmensa mirada ante la cual un pulgón
    saltando de una brizna de hierba a otra iguala al águila que vuela de campanario en campanario, en las
    torres de Notre-Dam.





    XIX


    EL CAMPO DE BATALLA POR LA NOCHE



    Volvamos, es una necesidad de este libro, a ese fatal campo de batalla.
    El 18 de junio de 1815 era plenilunio. Esta claridad favoreció la persecución feroz de Blücher,
    denunció las huellas de los fugitivos, entregó aquellas masas desastrosas a la caballería prusiana y ayudó
    a la matanza. A veces, hay en las catástrofes trágicas condescendencias de la noche.
    Después de disparado el último cañonazo, la llanura de Mont-Saint-Jean quedó desierta.
    Los ingleses ocuparon el campamento de los franceses, es la demostración habitual de la victoria,
    acostarse en el lecho del vencido. Establecieron su vivac al otro lado de Rossomme. Los prusianos,
    lanzados sobre la derrota, siguieron adelante. Wellington fue a la aldea de Waterloo para redactar su
    informe a lord Bathurst.
    Si alguna vez el sic vos non vobi
    [209] ha sido aplicable, es seguramente a esta aldea de Waterloo.
    Waterloo no hizo nada, y está situada a media legua de los lugares donde tuvo lugar la acción. MontSaint-Jean fue cañoneado, Hougomont fue quemado, Papelotte fue quemado, Plancenoit fue quemado, la
    Haie-Sainte fue tomada por asalto, la Belle-Alliance contempló el abrazo de los dos vencedores; y estos
    nombres apenas son conocidos, y Waterloo, que no hizo nada en la batalla, tuvo para sí todos los honores.
    No somos de los que adulan la guerra; y cuando se presenta la ocasión, decimos las verdades. La
    guerra tiene terribles bellezas, que nosotros no hemos ocultado; pero debemos convenir en que también
    tiene algunas fealdades. Una de las más sorprendentes es el rápido despojo dé los muertos después de la
    victoria. El alba que sigue a una batalla se levanta siempre sobre cadáveres desnudos.
    ¿Quién hace esto? ¿Quién mancha de este modo el triunfo? ¿Qué horrible mano furtiva es ésta que se
    desliza en el bolsillo de la victoria? ¿Qué rateros son éstos que dan sus golpes detrás de la gloria?
    Algunos filósofos, Voltaire entre otros, afirman que son precisamente aquellos que han conquistado la
    gloria. Son los mismos, dicen, no ha habido cambio alguno, los que están en pie saquean a los que están
    en tierra. El héroe del día es el vampiro de la noche. Al fin y al cabo, se tiene algún derecho a despojar
    un poco un cadáver del cual se es el autor. En cuanto a nosotros, no lo creemos así. Recoger laureles y
    robar los zapatos de un muerto nos parece imposible que lo haga una misma mano.
    Lo cierto es que, generalmente, después de los vencedores llegan los ladrones. Pero pongamos al
    soldado, sobre todo al soldado contemporáneo, fuera de causa.
    Todo ejército tiene un apéndice, y está ahí lo que debe acusarse. Seres murciélagos, mitad bandidos
    mitad criados, todas las especies de vespertilios que engendra ese crepúsculo que se llama la guerra,
    portadores de uniformes que no combaten, falsos enfermos, cojos temibles, cantineros apócrifos, algunas
    veces con sus mujeres, trotando en carretas y robando lo que luego venderán, méndigos que se ofrecen
    como guías a los oficiales, granujas, merodeadores, todo esto —no hablamos del tiempo presente—seguía a los ejércitos en otro tiempo, de tal suerte que en el lenguaje especial militar se les llamaba «los
    rezagados». Ningún ejército ni ninguna nación era responsable de estos seres; hablaban italiano y seguían
    a los alemanes; hablaban francés y seguían a los ingleses. Uno de estos rezagados miserables, español
    que hablaba francés, fue el que engañó con su charla al marqués de Fervacques, el cual, tomándole por
    uno de los nuestros, se fió de él y fue muerto a traición y robado en el mismo campo de batalla, la noche
    que siguió a la victoria de Cerisoles. Del merodeo nacía el merodeador. La detestable máxima «Vivir a
    costa del enemigo» producía esta lepra, que únicamente una rígida disciplina podía curar. Hay famas que
    engañan; algunas veces, no se sabe por qué algunos generales, grandes por cierto, han sido tan populares.
    Turenne era adorado por sus soldados, porque toleraba el pillaje, la maldad consentida forma parte de la
    bondad; Turenne era tan bueno que dejó pillar a sangre y a fuego el Palatinado
    [210]
    . Detrás de los
    ejércitos, veíanse más o menos merodeadores, según la menor o mayor severidad del jefe. Hoche y
    Marceau no tenían rezagados; Wellington —le hacemos voluntariamente esta justicia— tenía muy pocos.
    No obstante, en la noche del 18 al 19 de junio, los muertos fueron despojados. Wellington fue rígido;
    dio orden de pasar por las armas a quienquiera que fuera cogido en flagrante delito; pero la rapiña es
    tenaz. Los merodeadores robaban en un extremo del campo de batalla mientras se los fusilaba en el otro.
    La luna era siniestra sobre aquella llanura







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    Mensaje por Maria Lua Miér 13 Nov 2024, 07:47

    ***
    Hacia medianoche, vagaba un hombre, más bien se arrastraba, por la parte del camino de Ohain.
    Según todas las apariencias, era uno de estos que acabamos de caracterizar, ni inglés ni francés, ni
    campesino ni soldado, menos hombre que hiena, atraído por el olor de los muertos, teniendo el robo por
    victoria, acudía a saquear Waterloo. Iba vestido con una blusa que tenía algo de capote, era inquieto y
    audaz, marchaba hacia delante y miraba hacia atrás. ¿Quién era aquel hombre? Probablemente la noche
    sabía de él más que el día. No llevaba mochila, pero es indudable que debajo del capote había amplios
    bolsillos. De vez en cuando se detenía, examinaba la llanura en torno suyo, como para ver si alguien le
    observaba, se agachaba bruscamente, revolvía en la tierra algo silencioso e inmóvil, y luego se
    enderezaba y escapaba de aquel lugar. Su deslizamiento, sus actitudes, su gesto rápido y misterioso le
    asemejaban a las larvas crepusculares que frecuentan las ruinas y que las viejas leyendas normandas
    llamaban los Andantes.
    Ciertas aves nocturnas forman siluetas semejantes en los pantanos.
    Una mirada que hubiera sondeado atentamente toda aquella bruma habría podido observar, a alguna
    distancia, parado y como oculto detrás de un caserón que bordea la calzada de Nivelles, en el recodo del
    camino de Mont-Saint-Jean a Braine-rAlleud, una especie de pequeño furgón de vivandero, con toldo de
    mimbre embreado, del que tiraba un hambriento rocín, que en aquel momento pacía las ortigas a través
    del freno, y en aquel furgón una especie de mujer sentada sobre cofres y paquetes. Tal vez había algún
    vínculo de unión entre este furgón y el merodeador.
    La oscuridad era serena. Ni una nube en el cénit. Qué importa que la tierra sea roja, la luna
    permanece blanca. Éstas son las indiferencias del cielo. En los prados, ramas de árbol rotas por la
    metralla, pero sin caer aún y sujetas a la corteza, se mecían blandamente al suave soplo del viento de la
    noche. Un tenue aliento, casi una respiración, movía las malezas. Había en la hierba cierto
    estremecimiento que parecía el de las almas al abandonar los cuerpos.
    Se oía vagamente a lo lejos el ir y venir de las patrullas y rondas mayores del campamento inglés.
    Hougomont y la Haie-Sainte continuaban ardiendo, formando, una al oeste y la otra al este, dos
    grandes hogueras a las que se unía, como un collar de rubíes extendido con dos carbúnculos en sus
    extremos, el cordón de los fuegos del campamento inglés, encendidos en inmenso semicírculo sobre las
    colinas del horizonte.
    Hemos referido la catástrofe del camino de Ohain. El corazón se aterroriza al pensar lo que había
    sido aquella muerte para tantos valerosos.
    Si hay alguna cosa terrible, si existe una realidad que va más allá del sueño es ésta: vivir, ver el sol,
    estar en plena posesión de la fuerza viril, tener salud y alegría, reír con valor, correr hacia una gloria
    deslumbradora que se tiene delante, sentir en el pecho un pulmón que respira, un corazón que late, una
    voluntad que razona, hablar, pensar, esperar, amar, tener una madre, tener una mujer, tener unos hijos,
    tener la luz, y de repente, en el espacio de tiempo necesario para lanzar un grito, en menos de un minuto,
    hundirse en un abismo, caer, rodar, aplastar, ser aplastado, ver espigas de trigo, flores, hojas, ramas, no
    poder asirse a nada, apretar un sable inútil, tener hombres debajo de sí, caballos encima de sí, debatirse
    en vano, sentir rotos los huesos por alguna coz dada en las tinieblas, el tacón de una bota que os hace
    saltar los ojos, morder con rabia herraduras de caballos, ahogarse, aullar, retorcerse, estar allí debajo y
    decirse: ¡Hace un momento, yo vivía!
    Allí donde había ocurrido este lamentable desastre, reinaba ahora un profundo silencio. La
    hondonada del camino estaba llena de caballos y jinetes amontonados inextricablemente. Terrible
    hacinamiento. Ya no había taludes. Los cadáveres nivelaban el camino con la llanura y llegaban hasta el
    borde, como una media fanega de cebada bien medida. Un montón de muertos en la parte alta, un río de
    sangre en la parte baja; tal era este camino en la noche del 18 de junio de 1815. La sangre corría hasta la
    calzada de Nivelles, y allí se extendía en una ancha laguna delante de la tala de árboles que cerraban el
    paso de la calzada, en un lugar que aún hoy se enseña. Según recordará el lector, en el punto opuesto,
    hacia la calzada de Genappe, fue donde ocurrió el desastre de los coraceros.
    El espesor de los cadáveres era proporcionado a la profundidad de la hondonada. Hacia el centro,
    allí donde se igualaba con la llanura, por donde había pasado la división Delord, la capa de muertos era
    más delgada.
    El merodeador nocturno andaba por aquel lado. Huroneaba en aquella inmensa tumba. Miraba.
    Pasaba no se sabe qué horripilante revista a los muertos. Andaba con los pies hundidos en los charcos de
    sangre.
    De repente, se detuvo.
    A algunos pasos delante de él, en la hondonada del camino, en el punto donde concluía el montón de
    cadáveres, de debajo de aquella masa confusa de hombres y de caballos, salía una mano abierta,
    alumbrada por la luna.
    Esta mano tenía en el dedo algo que brillaba, y que era una sortija de oro.
    El hombre se inclinó, permaneció agachado por un instante y, cuando se levantó, la sortija había
    desaparecido de la mano.
    No se volvió a levantar precisamente; permaneció en una actitud feroz y medrosa, volviendo la
    espalda al montón de muertos, escrutando el horizonte, de rodillas, con el cuerpo inclinado hacia delante
    y apoyando en tierra los dos índices, sacando la cabeza por encima del borde del camino. Las cuatro
    patas del chacal se ajustan a ciertas acciones.
    Luego, tomando una decisión, se levantó.
    En aquel momento, tuvo un sobresalto. Sintió que le sujetaban por detrás.
    Se volvió; era la mano abierta que se había vuelto a cerrar y que había cogido el faldón de su capote.
    Un hombre honrado habría sentido miedo. Éste se echó a reír.
    —¡Vaya! —dijo—, si es el muerto. Prefiero un aparecido a un gendarme.
    No obstante, la mano se fue aflojando y le soltó. El esfuerzo se agota rápidamente en la tumba.
    —Veamos —dijo el merodeador—. ¿Está vivo este muerto? Vamos a ver.
    Se inclinó de nuevo, escarbó en el montón, separó los obstáculos, cogió la mano, empuñó el brazo,
    desembarazó la cabeza, tiró del cuerpo, y algunos instantes más tarde arrastraba en la sombra de la
    hondonada a un hombre inanimado, al menos desvanecido. Era un coracero, un oficial, un oficial incluso
    de cierto rango; por debajo de la coraza asomaba una gruesa charretera de oro; aquel oficial no tenía ya
    casco. Un furioso sablazo había destrozado su cara, en la que sólo se veía sangre. Por lo demás, parecía
    que no tenía ningún miembro roto, y, por una feliz casualidad, si esta palabra es posible aquí, los muertos
    habían formado un arco encima de él, de tal modo que le habían librado de ser aplastado. Sus ojos
    estaban cerrados.
    Sobre su coraza llevaba la cruz de plata de la Legión de Honor.
    El merodeador arrancó aquella cruz, que desapareció en uno de los abismos que tenía debajo del
    capote.
    Hecho lo cual, tentó el bolsillo de la pretina del oficial, descubrió un reloj y lo cogió. Luego rebuscó
    en el chaleco, encontró una bolsa y se la apropió.
    Llegaba a esta fase del socorro que estaba prestando al moribundo cuando el oficial abrió los ojos.
    —Gracias —dijo débilmente.
    La brusquedad de los movimientos del hombre que así lo manejaba, el frescor de la noche, el aire
    respirado libremente, le habían sacado de su letargo.
    El merodeador no respondió. Levantó la cabeza. Se oía un ruido de pasos en la llanura;
    probablemente alguna patrulla que se acercaba.
    El oficial murmuró, pues había aún agonía en su voz:
    —¿Quién ha ganado la batalla?
    —Los ingleses —respondió el merodeador.
    El oficial continuó:
    —Buscad en mis bolsillos. Encontraréis una bolsa y un reloj. Tomadlos.
    Ya estaba hecho.
    El merodeador ejecutó aparentemente lo que se le pedía, y dijo:
    —No hay nada.
    —Me han robado —dijo el oficial—; lo siento. Hubiese sido para vos.
    Los pasos de la patrulla se hacían cada vez más distintos.
    —Vienen —dijo el merodeador, haciendo el movimiento de un hombre que se va.
    El oficial, levantando penosamente el brazo, le retuvo:
    —Me habéis salvado la vida. ¿Quién sois?
    El merodeador respondió rápidamente y en voz baja:
    —Pertenecía, como vos, al ejército francés. Tengo ahora que dejaros. Si me viesen, me fusilarían. Os
    he salvado la vida. Ahora arreglaos como podáis.
    —¿Cuál es vuestra graduación?
    —Sargento.
    —¿Cómo os llamáis?
    —Thénardier.
    —No olvidaré ese nombre —dijo el oficial—. Y vos, recordad el mío. Me llamo Pontmercy




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    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





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    Mensaje por Maria Lua Miér 13 Nov 2024, 07:49

    ***
    LIBRO SEGUNDO


    EL NAVÍO «ORION»





    I


    EL NÚMERO 24 601 SE CONVIERTE EN EL NÚMERO 9430




    Jean Valjean había sido capturado de nuevo.
    El lector nos agradecerá que pasemos rápidamente sobre los detalles dolorosos. Nos limitaremos
    pues a transcribir dos sueltos publicados por los periódicos de aquella época, algunos meses después de
    los sorprendentes acontecimientos ocurridos en Montreuil-sur-Mer.
    Estos artículos son algo sumarios. Recordaremos que en aquella época no existía aún la Gaceta de
    los Tribunales
    [211]
    . Tomamos el primero de Bandera blanca. Lleva fecha del 25 de julio de 1823.
    Un distrito del departamento de Pas-de-Calais acaba de ser teatro de un acontecimiento poco común.
    Un hombre extraño al departamento, y llamado Madeleine, había dado gran impulso, de algunos años a
    esta parte, gracias a unos nuevos procedimientos, a una antigua industria local, la fabricación de
    azabaches y abalorios negros. En ella había hecho su fortuna, y a decir verdad, la del departamento.
    Como justo reconocimiento a sus servicios, fue nombrado alcalde. La policía ha descubierto que este
    Madeleine no era otro que un antiguo forzado escapado de presidio, condenado en 1796 por robo y
    llamado Jean Valjean. Jean Valjean ha sido reintegrado a presidio. Parece ser que antes de su detención
    había conseguido sacar de casa del señor Laffitte una suma de más de medio millón que tenía colocada
    allí, y que por otra parte, según se dice, había ganado legítimamente en su comercio. No se ha podido
    saber dónde ha ocultado esta suma Jean Valjean.
    El segundo artículo, un poco más detallado, está extraído del Periódico de París
    [212]
    , de la misma
    fecha.
    Un antiguo forzado liberado, llamado Jean Valjean, acaba de comparecer ante los tribunales del Var,
    en circunstancias propias para llamar la atención. Este criminal había conseguido engañar la vigilancia
    de la policía; había cambiado de nombre y había conseguido ser nombrado alcalde de una de nuestras
    pequeñas ciudades del norte. En esta ciudad había establecido un comercio bastante considerable. Por
    fin, ha sido desenmascarado y detenido, gracias al celo infatigable del Ministerio Público. Tenía por
    concubina a una mujer pública que murió de terror en el momento de su arresto. Este miserable, dotado
    de una fuerza hercúlea, había conseguido evadirse; pero tres o cuatro días después de su evasión, la
    policía le apresó nuevamente, en París, en el preciso instante en que subía a uno de los pequeños
    carruajes que hacen el trayecto de la capital a la aldea de Montfermeil (Seine-et-Oise). Dicen que había
    aprovechado estos tres o cuatro días de libertad para entrar en posesión de una suma considerable,
    colocada por él en casa e uno de nuestros principales banqueros. Se evalúa esta suma en seiscientos o
    setecientos mil francos. Si hemos de dar crédito al acta de acusación, debe haberla escondido en un sitio
    conocido sólo por él, y no se ha podido dar con ella. Como quiera que sea, el tal Jean Valjean acaba de
    comparecer ante los tribunales del Var como acusado de robo en despoblado a mano armada, cometido
    hace alrededor de ocho años contra la persona de uno de esos honrados niños, que como dijo el patriarca
    de Ferney en versos inmortales,
    … De Saboya vienen cada año,
    para deshollinar con diestra mano
    los largos tubos de las chimenea
    [213]
    .
    Este bandido ha renunciado a defenderse. Ha sido establecido por el hábil y elocuente Ministerio
    Público que el robo fue cometido en unión con otros cómplices, y que Jean Valjean formaba parte de una
    banda de ladrones en el Mediodía. En consecuencia, Jean Valjean, declarado culpable, ha sido
    condenado a la pena de muerte. Este criminal se ha negado a entablar el recurso de casación. El rey, con
    su inagotable clemencia, se ha dignado conmutar su pena por la de trabajos forzados a perpetuidad. Jean
    Valjean fue conducido inmediatamente al presidio de Tolón.
    No se habrá olvidado que Jean Valjean tenía en Montreuil-sur-Mer costumbres religiosas. Algunos
    periódicos, entre otros el Constitucional
    [214]
    , presentaron esta conmutación de pena como un triunfo del
    partido clerical.
    Jean Valjean cambió de cifra en presidio. Se llamó el 9430.
    Por lo demás, digámoslo de una vez para siempre, la prosperidad de Montreuil-sur-Mer desapareció
    con el señor Madeleine; todo lo que había previsto en su noche de delirio y de dudas, se verificó;
    faltando él faltó el alma de aquella población. Después de su caída, se produjo en Montreuil-sur-Mer ese
    reparto egoísta de la herencia de los hombres caídos, la fatal desmembración de las cosas florecientes
    que se efectúa todos los días oscuramente en la comunidad humana, y que la historia sólo ha consignado
    una vez, porque se hizo después de la muerte de Alejandro. Los tenientes se coronan reyes; los
    contramaestres se convierten fabricantes. Surgieron las rivalidades envidiosas. Los vastos talleres del
    señor Madeleine fueron cerrados; los edificios se arruinaron, los obreros se dispersaron. Unos
    abandonaron la región, y otros abandonaron el oficio. Desde entonces, todo se hizo en pequeño, en lugar
    de hacerse en grande; para el lucro, en lugar de hacerse para el bien. Ya no hubo centro, la competencia y
    el encarnizamiento aparecieron por todas partes. El señor Madeleine lo dominaba y dirigía todo. Cuando
    él cayó, cada uno se fue por su lado; el espíritu de lucha sucedió al espíritu de organización, la aspereza
    a la cordialidad, el odio de unos contra otros a la benevolencia del fundador para todos; los hilos atados
    por el señor Madeleine se enredaron y se rompieron; falsificaron los procedimientos, se envilecieron los
    productos, se mató la confianza; las exportaciones disminuyeron, hubo menos pedidos, bajó el salario,
    los talleres se cerraron y pronto llegó la quiebra. Y por lo tanto, nada para los pobres. Todo se
    desvaneció.
    El Estado mismo se dio cuenta de que alguien había sido arruinado en alguna parte. En menos de
    cuatro años, después de la sentencia del tribunal estableciendo la identidad de Madeleine y de Jean
    Valjean, y de su envío a presidio, los gastos de percepción de impuestos se habían duplicado en el
    departamento de Montreuil-sur-Mer, como observó el señor Villéle en la tribuna, en el mes de febrero de
    1827.





    II



    DONDE SE LEERÁN DOS VERSOS QUE SON TAL VEZ DEL DIABLO



    Antes de seguir adelante, bueno será referir con algunos pormenores un hecho singular que en la
    misma época sucedió en Montfermeil, y que no deja de tener su conexión con ciertas conjeturas del
    Ministerio Público.
    Existe en el país de Montfermeil una superstición muy antigua, tanto más curiosa y tanto más preciosa
    cuanto que una superstición popular en las cercanías de París es como un aloe en Siberia. Somos de los
    que respetan todo lo raro. He aquí pues la superstición de Montfermeil.
    Se cree que el diablo desde tiempo inmemorial ha escogido la selva para ocultar en ella sus tesoros.
    Las buenas mujeres afirman que no es raro encontrar, al morir el día, en los sitios apartados del bosque,
    un hombre negro, con facha de carretero o de leñador, calzado con zuecos, vestido con un pantalón y una
    zamarra de lienzo, y fácil de reconocer, porque en vez de gorra o de sombrero ostenta dos inmensos
    cuernos en la cabeza. En efecto, esto debe servir para reconocerle. Este hombre está ocupado
    habitualmente en practicar agujeros. Hay tres maneras de sacar partido del encuentro. El primero es
    llegarse al hombre y hablarle. Entonces se observa que el hombre es simplemente un campesino, y que
    parece negro porque es la hora del crepúsculo; que no hace tal agujero, sino que corta hierba para su
    ganado, y que lo que se había tomado por cuernos no es otra cosa que una horquilla para remover el heno
    que lleva a la espalda, y cuyos dientes, por efecto de la perspectiva de la noche, parecían salir de su
    cabeza. Vuelve uno a casa, y se muere al cabo de una semana. El segundo método es observarle, esperar
    que haya practicado su agujero, que lo haya tapado y se haya marchado; luego, correr rápidamente a la
    fosa, quitar la tierra y coger el «tesoro», que el hombre negro ha colocado allí necesariamente. En este
    caso, se muere uno al cabo de un mes. El tercer método es no hablar con el hombre negro, no mirarle y
    huir a escape. Entonces, muere uno al cabo de un año.
    Como las tres maneras tienen sus inconvenientes, la segunda, que ofrece al menos algunas ventajas,
    entre ellas la de poseer un tesoro, aunque sólo sea por un mes, es la adoptada más corrientemente. Los
    hombres atrevidos y que buscan toda clase de aventuras han abierto muchas veces, según se dice, los
    hoyos hechos por el hombre negro e intentado robar al diablo. Parece que la operación ha sido mediocre.
    Al menos, si se ha de creer a la tradición, y en particular a los dos versos enigmáticos, en latín bárbaro,
    que sobre este tema dejó escritos un mal monje normando, un poco hechicero, llamado Tryphon. Tryphon
    está enterrado en la abadía de Saint-Georges de Bocherville, cerca de Rúan, y nacen sapos sobre su
    tumba.
    Se hacen pues, esfuerzos enormes, porque estos hoyos son generalmente muy hondos; se suda, se
    cava, sé trabaja durante toda la noche, porque es de noche cuando se ejecuta todo esto; se empapa la
    camisa en sudor, se gasta toda la luz, se mella el azadón; y cuando por fin se ha llegado al fondo del hoyo,
    cuando se ha puesto la mano encima del tesoro, ¿qué es lo que se encuentra?, ¿cuál es el tesoro del
    diablo? Un sueldo, a veces un escudo, una piedra, un esqueleto, un cadáver destilando sangre, algunas
    veces un espectro doblado en cuatro como una hoja de papel en una cartera; otras veces nada. Esto es lo
    que parecen anunciar a los curiosos indiscretos los versos de Tryphon:



    Fodit, et in fosa thesauros condit opaca,
    as, nummos, lapides, cadaver, simulacra, nihilque
    [215]
    .





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    Mensaje por Maria Lua Miér 13 Nov 2024, 07:51

    ***

    Parece ser que en estos días es posible hallar también en estos hoyos bien un frasco de pólvora con
    balas, bien una baraja vieja de cartas grasientas y chamuscadas que evidentemente ha servido a los
    diablos. Tryphon no registra ninguno de estos encuentros, porque vivía en el siglo XII, y no parece que el
    diablo haya tenido el ingenio de inventar la pólvora antes que Roger Bacon ni las cartas antes que Carlos
    VI.
    Por lo demás, el que juega con estas cartas puede estar seguro de perder todo lo que posee; en cuanto
    a la pólvora que hay en el frasco, tiene la propiedad de hacer estallar el fusil ante el rostro.
    Ahora bien, muy poco tiempo después de la época en que pareció al Ministerio Público que el
    licenciado de presidio Jean Valjean, durante su evasión de algunos días, había estado merodeando por
    los alrededores de Montfermeil, se observó en esta aldea que un viejo peón caminero llamado
    Boulatruelle hacía frecuentes visitas al bosque. Se creía saber en la comarca, que el tal Boulatruelle
    había estado en presidio; estaba sometido a cierta vigilancia por la policía, y como no encontraba trabajo
    en ninguna parte, la administración lo empleaba por un pequeño jornal como peón en el camino vecinal
    de Gagny a Lagny.
    Boulatruelle era mirado de reojo por la gente de la región; demasiado humilde, pronto a quitarse su
    gorra ante todo el mundo, tembloroso y sonriente ante los gendarmes, probablemente afiliado a alguna
    banda, según se decía, sospechoso de que se emboscaba a la caída de la noche en alguna espesura de los
    bosques. No tenía en su favor sino la circunstancia de ser un borracho.
    Véase lo que se creía haber notado.
    Desde hacía algún tiempo, Boulatruelle dejaba muy temprano su trabajo de echar piedra y componer
    el camino, y se iba con su azadón a la selva. A la caída de la tarde, se le encontraba en los claros más
    desiertos, entre la maleza más sombría, buscando al parecer alguna cosa, y otras veces abriendo hoyos.
    Las buenas mujeres que pasaban por allí le tomaban al principio por Belcebú; después reconocían a
    Boulatruelle, y no por ello quedaban más tranquilas. Tales encuentros parece que incomodaban mucho a
    Boulatruelle. Era visible que trataba de esconderse y que existía algún misterio en lo que hacía.
    Decían en el pueblo:
    —Está claro que el diablo ha aparecido. Boulatruelle lo ha visto y le busca. Vamos, se ha empeñado
    en atraparle el gato a Lucifer.
    Los volterianos añadían:
    —¿Será Boulatruelle quien atrapará al diablo, o el diablo quien le atrapará a él?
    Las viejas se persignaban. No obstante, los manejos de Boulatruelle en el bosque cesaron, y
    reemprendió normalmente su trabajo de peón. Con lo cual se habló de otra cosa.
    Algunas personas, no obstante, no habían dado por satisfecha su curiosidad, pensando que en todo
    aquello había probablemente, no los fabulosos tesoros de la leyenda, sino alguna buena cantidad más
    seria y palpable que los billetes de banco del diablo, y cuyo secreto había sin duda medio sorprendido el
    caminero. Los más «intrigados» eran el maestro de escuela y el bodegonero Thénardier, el cual era amigo
    de todo el mundo, y no había desdeñado unirse a Boulatruelle.
    —¿Ha estado en presidio? —decía Thénardier—. ¡Cómo se ha de saber! No se sabe quién está allí,
    ni quién irá.
    Una noche, el maestro de escuela afirmaba que en otro tiempo la justicia habría inquirido lo que
    Boulatruelle iba a hacer al bosque, y le habría hecho hablar, porque en caso de necesidad se le habría
    sometido al tormento, y no habría podido resistir, por ejemplo, a la cuestión del agua.
    —Le daremos la cuestión del vino —dijo Thénardier.
    Pusieron manos a la obra, e hicieron beber al viejo peón. Boulatruelle bebió enormemente, y habló
    poco. Combinó, con un arte admirable y en una proporción magistral, la sed de un glotón con la
    discreción de un juez. Sin embargo, a fuerza de volver a la carga, y de unir y compaginar las pocas
    palabras oscuras que se le escapaban, Thénardier y el maestro de escuela creyeron comprender lo
    siguiente.
    Una mañana, al ir Boulatruelle a su trabajo apenas amanecía, le sorprendió ver en el recodo del
    bosque, entre la maleza, una pala y un azadón como quien dice ocultos. Sin embargo, pensó que
    probablemente serían el azadón y la pala de Six-Fours, el aguador, y no volvió a pensar en ello. Pero al
    oscurecer del mismo día había visto, sin que le viese a él, porque estaba oculto tras un árbol, «a un
    individuo que no era de la comarca, y a quien yo conocía muy bien, dirigiéndose desde el camino a lo
    más espeso del bosque». Traducción de Thénardier: un compañero de presidio. Boulatruelle se negó
    obstinadamente a decir su nombre. Este individuo llevaba un paquete, algo cuadrado, como una caja
    grande, o un pequeño cofre. Sorpresa de Boulatruelle. Sin embargo, hasta pasados siete u ocho minutos
    no se le ocurrió la idea de seguir al «sujeto». Pero era demasiado tarde, el sujeto se había internado ya en
    la espesura del bosque, había caído la noche y Boulatruelle no había podido alcanzarle. Entonces había
    decidido vigilar la entrada del bosque. «Hacía luna». Dos o tres horas más tarde, Boulatruelle había
    visto salir al sujeto de entre la maleza, llevando no el cofre-maleta, sino una pala y un azadón.
    Boulatruelle le dejó pasar y no se le ocurrió la idea de acercarse a él, porque se dijo para sí que el otro
    era tres veces más fuerte, y armado además con un azadón; probablemente le derribaría de un puñetazo al
    verse reconocido. Emocionante efusión de dos viejos camaradas que vuelven a encontrarse. Pero la pala
    y el azadón habían sido un rayo de luz para Boulatruelle; había corrido a la maleza por la mañana, pero
    no había encontrado ni la pala ni el azadón. Había deducido que el individuo, después de entrar en el
    bosque, había practicado un agujero en la tierra con el azadón, había enterrado el cofre y había vuelto a
    tapar el hoyo con la pala. Ahora bien, el cofre era demasiado pequeño para contener un cadáver;
    contenía, pues, dinero. De ahí sus pesquisas. Boulatruelle exploró, sondeó y escudriñó toda la selva, y
    miró por todas partes donde le pareció que habían removido recientemente la tierra, pero fue en vano.
    No había «pescado» nada. Nadie volvió a pensar en ello en Montfermeil. Sólo hubo algunas
    comadres que dijeron: «Tened por cierto que el caminero de Gagny ha armado por algo toda esta barahúnda; de seguro, ha venido el diablo».




    III



    DE CÓMO ERA PRECISO QUE LA CADENA DE LA MANILLA HUBIERA SUFRIDO
    ALGUNA OPERACIÓN PREPARATORIA PARA ROMPERSE ASÍ DE UN
    MARTILLAZO[216]



    Hacia finales de octubre del mismo año de 1823, los habitantes de Tolón vieron entrar en su puerto, a
    consecuencia de un temporal, y para reparar algunas averías, el navío Orion, que fue más tarde empleado
    en Brest como navío-escuela, y que formaba parte entonces de la escuadra del Mediterráneo.
    Este buque, incluso averiado como estaba, porque el mar lo había maltratado, hizo un gran efecto al
    entrar en la rada. Llevaba no recuerdo qué pabellón, que le valió un saludo reglamentario de once
    cañonazos, devueltos por él, uno a uno; en total: veintidós. Se ha calculado que en salvas, cortesías reales
    y militares, intercambio de alborotos corteses, señales de etiqueta, formalidades de radas y de ciudades,
    salvas hechas diariamente por todas las fortalezas y todos los buques de guerra al salir y ponerse el sol, a
    la apertura y clausura de los puertos, etc., etc., el mundo civilizado gasta en pólvora, cada veinticuatro
    horas, ciento cincuenta mil tiros de cañón inútiles. A seis francos el tiro, importan novecientos mil
    francos al día, trescientos millones al año, que se convierten en humo. Esto no es más que un detalle.
    Entretanto, los pobres se mueren de hambre.
    El año 1823 era el que la Restauración ha llamado «la época de la guerra de España».
    Esta guerra contenía muchos acontecimientos en uno solo, y muchas singularidades; un gran asunto de
    familia para la casa de Borbón; la rama de Francia socorriendo y protegiendo a la de Madrid, es decir,
    ejecutando un acto de primogenitura; una vuelta aparente a nuestras tradiciones nacionales, complicada
    con la servidumbre y sujeción a los gabinetes del norte; el duque de Angulema, llamado por los
    periódicos liberales «el héroe de Andújar», comprimiendo, en una actitud triunfal algo contrariada por su
    aire pacífico, al viejo terrorismo demasiado real del Santo Oficio en lucha con el terrorismo quimérico
    de los liberales; los stifis-coulottcs resucitados con gran terror de las viudas de la nobleza hereditaria,
    bajo el nombre de descamisados
    [217]
    ; la monarquía oponiéndose al progreso, calificado de anarquía; las
    teorías del 89 interrumpidas bruscamente en su trabajo de zapa; un ¡basta! europeo a la idea francesa que
    daba la vuelta al mundo; al lado del hijo de Francia, generalísimo, el príncipe de Carignan, más tarde
    Charles-Albert
    [218]
    , enrolándose en esta cruzada de los reyes contra los pueblos como voluntario, con
    charreteras de granadero en lana roja; los soldados del imperio volviendo a entrar en campaña, pero
    después de ocho años de reposo, viejos, tristes, y bajo la escarapela blanca; la bandera tricolor agitada
    en el extranjero por un heroico puñado de franceses, como la bandera blanca lo había sido en Coblenza,
    treinta anos antes; los frailes mezclados con nuestros soldados; el espíritu de libertad y de novedad,
    cohibido por las bayonetas; los príncipes humillados a cañonazos; Francia deshaciendo con sus armas lo
    que había hecho con su genio; por lo demás, los jefes enemigos vendidos, los soldados vacilando, las
    ciudades sitiadas por millones en metálico; peligros militares nulos, y sin embargo, explosiones posibles,
    como en toda mina sorprendida e invadida; poca sangre vertida, poco honor conquistado; vergüenza para
    algunos, gloria para nadie: tal fue esta guerra hecha por príncipes que descendían de Luis XIV, y dirigida
    por generales que procedían de Napoleón. Tuvo la triste suerte de no recordar ni la gran guerra ni la gran
    política.




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    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 6 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Miér 13 Nov 2024, 07:52

    ***

    Algunos hechos de armas, fueron de consideración; la toma del Trocadero
    [219]
    , entre otros, fue una
    hermosa acción militar, pero en suma, lo repetimos, las trompetas de esta guerra producen un sonido
    cascado, el conjunto fue sospechoso, la historia aprueba a Francia en su dificultad de aceptación de este
    falso triunfo. Pareció evidente que ciertos oficiales españoles encargados de la resistencia cedieron con
    demasiada facilidad, desprendiéndose de la victoria la idea de la corrupción; pareció que en lugar de
    ganar batallas se habían ganado generales; y el soldado vencedor regresó humillado. Guerra que
    empequeñecía, en efecto, en lugar de engrandecer, y donde pudo leerse «Banco de Francia», en los
    pliegues de lo bandera.
    Soldados de la guerra de 1808, sobre los que se desplomó Zaragoza formidablemente, fruncían el
    ceño en 1823, ante la fácil apertura de las ciudadelas, y echaban de menos a Palafox. El genio de Francia,
    preferible tener enfrente a Rostopchine antes que a Ballesteros
    [220]
    .
    Desde un punto de vista más grave aún, sobre el que conviene insistir también, esta guerra, que
    lastimaba en Francia el espíritu militar, indignaba el espíritu democrático. Era una empresa de esclavizamiento. En esta campaña, el objeto del soldado francés, hijo de la democracia, era la conquista de un
    yugo para otro pueblo; repugnante contrasentido. El destino de Francia es despertar el espíritu de los
    pueblos, no sofocarlo. Desde 1792, todas las revoluciones de Europa son la Revolución francesa; la
    libertad irradia desde Francia: éste es un hecho resplandeciente. «¡Ciego el que no lo ve!», como dijo
    Bonaparte.
    La guerra de 1823, atentado contra la generosa nación española, era, pues, al mismo tiempo, un
    atentado a la Revolución francesa. Era Francia la que cometía esta monstrua agresión; por fuerza; pues
    aparte de estas guerras liberadoras, todo lo que hacen los ejércitos lo hacen por la fuerza. La palabra
    obediencia pasiva lo indica. Un ejército es una extraña obra maestra de combinación, en que la fuerza
    resulta de una enorme suma de impotencia. Así se explica la guerra, hecha por la Humanidad, contra la
    Humanidad, a pesar de la Humanidad.
    En cuanto a los Borbones, la guerra de 1823 fue fatal para ellos. La tomaron por un triunfo. No vieron
    el peligro que hay en hacer matar una idea por medio de una consigna. Se equivocaron en su ingenuidad,
    hasta el punto de introducir en su establecimiento, como un elemento de fuerza, la inmensa debilidad de
    un crimen. El espíritu de asechanza entró en su política. 1830 germinó en 1823. La campaña de España
    vino a ser en sus consejos un argumento para los golpes de fuerza y las aventuras del derecho divino.
    Restableciendo Francia el rey absoluto en España, podía muy bien restablecer el rey absoluto en su
    misma casa. Cayeron en el temible error de considerar la obediencia del soldado como el consentimiento
    de la nación. Esta confianza pierde a los tronos. No es bueno dormirse ni a la sombra de un manzano ni a
    la sombra de un ejército.
    Volvamos al Orion.
    Durante las operaciones del ejército mandado por el príncipe generalísimo, una escuadra cruzaba el
    Mediterráneo. Acabamos de decir que Orion pertenecía a esta escuadra, y se vio obligado a pasar por
    Tolón por causa de averías sufridas en el mar.
    La presencia de un navío de guerra en un puerto tiene siempre un no sé qué que atrae y ocupa a la
    multitud. Es porque es grande, y la multitud ama lo que es grande.
    Un navío de línea es una de las combinaciones más magníficas del genio del hombre con el poder de
    la Naturaleza.
    Un navío de línea está compuesto a la vez de lo más pesado y de lo más ligero, porque tiene que
    habérselas al mismo tiempo con las tres formas de la sustancia, la sólida, la líquida y la gaseosa, y
    porque debe luchar con las tres. Tiene once garras de hierro para asir el granito en el fondo del mar, y
    más alas y más antenas que los insectos para tomar el viento entre las nubes. Su respiración sale por sus
    ciento veinte cañones, como por enormes clarines, y responde al rayo con firmeza. El océano trata de
    extraviarlo en la horrible similitud de sus olas, pero el navío tiene alma, su brújula que le aconseja y le
    señala siempre el norte. En las noches negras, sus fanales suplen a las estrellas. Así, pues, contra el
    viento tiene la cuerda y la lona; contra el agua la madera, contra la roca el hierro, el cobre y el plomo,
    contra la sombra, la luz, contra la inmensidad, una aguja.
    Si se quiere formar una idea sobre todas estas proporciones gigantescas cuyo conjunto constituye el
    navío de línea, no hay más que entrar en una de las calas cubiertas de seis pisos de los puertos de Brest o
    de Tolón. Los buques en construcción están allí, por decirlo así, bajo una campana. Aquella viga colosal
    es una verga; esa gruesa columna de madera echada en tierra hasta perderse de vista es el palo mayor.
    Midiéndolo desde el fondo del casco, donde empieza, hasta su cima, que se confunde con las nubes, tiene
    de largo sesenta toesas, y tres pies de diámetro en su base. El palo mayor inglés se eleva a doscientos
    diecisiete pies por encima de la línea de flotación. La marina de nuestros padres empleaba cables, la
    nuestra emplea cadenas. El simple montón de cadenas de un navío de cien cañones tiene cuatro pies de
    altura, veinte de longitud y ocho de anchura. Y para hacer este navío, ¿cuánta madera se precisa?
    Tres mil metros cúbicos. Es una selva flotante.
    Además, nótese bien esto, no se trata aquí de una construcción militar de hace cuarenta años, de un
    simple navío de velas; el vapor, entonces en la infancia, ha añadido después nuevos milagros a este
    prodigio llamado navío de guerra. Hoy, por ejemplo, el navío de vapor de hélice es una máquina
    sorprendente, llevada por un velamen de tres mil metros cuadrados de superficie, y una caldera de dos
    mil quinientos caballos de fuerza.
    Sin hablar de estas maravillas nuevas, la antigua nave de Cristóbal Colón y de Ruyter es una de las
    grandes obras maestras del hombre. Es tan inagotable en fuerza, como el infinito en hálitos, almacena el
    viento en sus velas, se mantiene en una dirección fija entre la inmensa difusión de las olas, flota, reina.
    Llega el momento, sin embargo, en que una ráfaga rompe como una paja la verga de sesenta pies de
    largo; en que el viento dobla como un junco el palo mayor de cuatrocientos pies de alto; en que el áncora,
    que pesa diez mil libras, se tuerce en la boca de la ola como el anzuelo de un pescador en la quijada de
    un sollo; en que los monstruosos cañones lanzan rugidos quejumbrosos e inútiles que el huracán se lleva
    en la oscuridad y en el vacío; en que todo este poder y toda esta majestad se abisman en un poder y una
    majestad superiores. Cada vez que se despliega una fuerza inmensa para terminar en una inmensa
    debilidad, semejante resultado hace pensar a los hombres. De ahí los curiosos que abundan, sin que ellos
    mismos se expliquen perfectamente por qué, alrededor de estas maravillosas máquinas de guerra y de
    navegación.
    Todos los días, pues, de la mañana a la noche, los muelles y la playa del puerto de Tolón estaban
    cubiertos de una multitud de ociosos y de necios, como se dice en París, ocupados solamente en mirar el
    Orion.
    El Orion era un navío enfermo desde hacía algún tiempo. En sus navegaciones anteriores, habíanse
    amontonado sobre su quilla capas espesas de conchas, hasta el punto de hacerle perder la mitad de su
    velocidad; lo habían puesto en seco el año anterior para rasparle las conchas, y luego había sido botado
    al agua de nuevo. Pero este raspado había alterado todos los bulones de la quilla. A la altura de las
    Baleares, la parte del buque inferior a la línea de flotación se había cansado y abierto, y como el forrado
    no se hacía entonces de cobre, el buque hacía agua. Sobrevino un violento vendaval de equinoccio que
    desfondó a babor la roda y una portañola, y deterioró el portaobenque de mesana. Como consecuencia de
    estas averías, el Orion tuvo que regresar a Tolón.
    Fondeó cerca del arsenal. Se intentaba repararlo. El casco no había sufrido nada a estribor, pero se
    habían desclavado algunos listones de los costados, según suele hacerse, para que el aire pudiese
    penetrar en el armazón.
    Una mañana, la multitud que lo contemplaba fue testigo de un accidente.
    La tripulación estaba ocupada en envergar las velas. El gaviero encargado de tomar el mastelero de
    la gavia por la parte de estribor, perdió el equilibrio. Le vieron vacilar, la multitud apiñada en el muelle
    del arsenal lanzó un grito, pero la cabeza pudo más que el cuerpo; el hombre dio vueltas alrededor de la
    verga, con las manos extendidas hacia el abismo; cogió al paso, con una mano primero, y luego con la
    otra, el estribo, y quedó suspendido de él. El mar, debajo de él, tenía una profundidad vertiginosa. La
    sacudida de su caída, había impuesto al estribo un violento movimiento de columpio. El hombre iba y
    venía agarrado a esta cuerda como la piedra de una honda.
    Socorrerle significaba correr un riesgo horrible. Ninguno de los marineros, todos ellos pescadores de
    la costa, que hacía poco habían entrado en el servicio, se atrevían a ello. Entretanto, el desgraciado
    gaviero se cansaba; no se percibía la angustia en su rostro, pero en todos sus miembros se distinguía su
    agotamiento. Sus brazos se torcían en una tensión horrible. Cada esfuerzo que hacía para subir no hacía
    más que aumentar las oscilaciones del estribo. No gritaba, por miedo de perder las fuerzas. La multitud
    esperaba verle de un momento a otro soltar la cuerda, y todo el mundo volvía la cabeza para no verle
    caer. Hay ocasiones en que el extremo de una cuerda, un palo, la rama de un árbol, es la vida misma, y es
    algo terrible ver a un ser viviente que se desprende y cae como un fruto maduro.
    De pronto, viose a un hombre que trepaba por el aparejo con la agilidad de un tigre. Este hombre iba
    vestido de encarnado, era un presidiario, llevaba un gorro verde, señal de condenado a cadena perpetua.
    Una vez llegado a la altura de la gavia, un golpe de viento le arrebató el gorro, y dejó ver una cabeza
    completamente blanca; no era un hombre joven.
    En efecto, un individuo perteneciente a una cuerda de presos empleado a bordo, había corrido desde
    el primer momento hasta el oficial de cuarto, y en medio de la turbación y duda de la tripulación,
    mientras los marineros temblaban y retrocedían, había pedido al oficial el permiso para salvar al
    gaviero. A un signo afirmativo del oficial, había roto de un martillazo la cadena sujeta a la argolla de su
    pie, tomó luego una cuerda y se lanzó a los obenques. Nadie notó en aquel instante la facilidad con que
    fue rota la cadena. Hasta más tarde, no lo recordaron.
    En un abrir y cerrar de ojos, estuvo en la verga. Se detuvo algunos segundos, y pareció medirla con la
    vista. Estos segundos, durante los cuales el viento balanceaba al gaviero al extremo de un hilo,
    parecieron siglos a los que le contemplaban. Por fin, el forzado levantó los ojos al cielo y dio un paso
    hacia delante. La multitud respiró. Le vieron recorrer la verga en un instante. Al llegar al extremo, ató a
    ella un cabo de la cuerda que llevaba y dejó suelto el otro cabo; después empezó a bajar, deslizándose
    por aquella cuerda, y entonces hubo una inexplicable angustia; en lugar de un hombre suspendido sobre el
    abismo, había dos.
    Hubiérase dicho una araña yendo a coger una mosca; sólo que aquí la araña llevaba la vida y no la
    muerte. Diez mil miradas estaban fijas en aquel grupo. Ni un grito, ni una palabra, el mismo
    estremecimiento fruncía todas las cejas. Todas las bocas retenían su aliento, como si hubiesen temido
    añadir el menor soplo al viento que sacudía a aquellos infelices.
    Entretanto, el presidiario había conseguido acercarse al marinero. Ya era tiempo; un minuto más
    tarde, el hombre, agotado y desesperado, se hubiera dejado caer al abismo; el forzado le había amarrado
    sólidamente con la cuerda a la que se sujetaba con una mano, mientras trabajaba con la otra. Por fin, le
    vieron subir sobre la verga e izar al marinero, hasta que le tuvo también en ella; allí le sostuvo un instante
    para dejarle recobrar las fuerzas, después le cogió en sus brazos y lo llevó andando sobre la verga hasta
    el tamborete, y de allí a la gavia, donde le dejó en manos de sus camaradas. En este preciso instante, la
    multitud aplaudió; algunos de la chusma lloraban; las mujeres se abrazaban en el muelle, y oyóse gritar a
    todo el mundo con una especie de furor enternecido: «¡Perdón para ese hombre!».
    Éste, mientras tanto, se había preparado para bajar inmediatamente con el fin de unirse a la cuerda a
    la que pertenecía. Para llegar más pronto, dejóse deslizar, y echó a correr por una verga baja. Todas las
    miradas le seguían. Por un momento, la multitud temió por él; ya porque estuviera fatigado, ya porque la
    cabeza le daba vueltas, creyeron verle dudar y tambalearse. De repente, la multitud lanzó un grito, el
    presidiario acababa de caer al mar.
    La caída era peligrosa. La fragata Algeciras estaba anclada cerca del Orion, y el pobre presidiario
    había caído entre los dos navíos. Era de temer que hubiese ido a parar debajo del uno o del otro. Cuatro
    hombres saltaron a una embarcación apresuradamente. La multitud los animaba, y la ansiedad había
    vuelto a todos los semblantes. El hombre no había salido a la superficie. Había desaparecido en el mar
    sin dejar huella, como si hubiese caído en una cuba de aceite. Se sondeó y se buscó en el fondo. Fue en
    vano. Buscaron hasta la noche sin encontrarlo.
    Al día siguiente, el diario de Tolón imprimía estas líneas:
    17 de noviembre de 1823. Ayer, un forzado que se hallaba trabajando con su cuerda a bordo
    del Orion, al acabar de socorrer a un marinero, cayó al mar y se ahogó. No se pudo encontrar su
    cadáver. Se cree que habrá quedado enganchado en las estacas de la punta del arsenal. Este
    hombre estaba inscrito en el registro con el n.° 9430, y se llamaba Jean Valjean.



    234
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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 6 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Jue 14 Nov 2024, 10:12

    ***
    LIBRO TERCERO


    CUMPLIMIENTO DE LA PROMESA HECHA A LA DIFUNTA




    I



    LA CUESTIÓN DEL AGUA EN MONTFERMEIL




    Montfermeil está situado entre Livry y Chelles, en la orilla meridional de la elevada meseta que
    separa el Ourcq del Marne. Hoy es una villa bastante poblada, adornada todo el año con casitas de
    campo construidas de yeso, y el domingo por alegres y honrados ciudadanos. En 1823 no había en
    Montfermeil ni tantas casas blancas ni tantos ciudadanos satisfechos. No era más que una aldea en los
    bosques. Solía verse aquí y allá alguna casa de recreo del último siglo, fáciles de conocer por su aire
    aristocrático, sus balcones de hierro forjado y sus largas ventanas, cuyos vidrios verdes tomaban matices
    muy distintos sobre el color blanco de las cortinas corridas. Pero no por ello dejaba Montfermeil de ser
    una aldea. Los mercaderes de paño retirados y los aficionados a veranear no la habían descubierto aún.
    Era un lugar apacible y encantador, que no era paso para parte alguna; se vivía en él económicamente, y
    se vivía esa vida campestre tan abundante y tan fácil. Sólo que el agua era escasa, a causa de la elevación
    de la meseta.
    Era preciso ir a buscarla bastante lejos. El extremo de la aldea que está al lado de Gagny se proveía
    de agua en los magníficos estanques que hay en aquellos bosques; el otro extremo, que rodea la iglesia, y
    que está en la parte de Chelles, no hallaba agua potable sino en un pequeño manantial que había en mitad
    de la cuesta, cerca del camino de Chelles, a un cuarto de hora de Montfermeil.
    Así, pues, el abastecimiento de agua para cada casa era una tarea bastante dura. Las casas grandes, de
    cuya aristocracia formaba parte la taberna Thénardier, pagaban medio sueldo por cubo de agua a un
    hombre que tenía este oficio, y que ganaba con esto unos ocho sueldos al día; pero este hombre sólo
    trabajaba hasta las siete de la tarde en verano, y hasta las cinco en invierno, y una vez llegada la noche,
    una vez cerradas las cortinas de los pisos bajos, quien no tenía agua para beber iba a buscarla o se
    privaba de ella.
    Esto era lo que aterraba a esa pobre criatura que el lector no ha olvidado tal vez, a la pobre Cosette.
    Recordaremos que Cosette era útil a los Thénardier de dos modos, se hacían pagar por la madre y se
    hacían servir por la niña. Así pues, cuando la madre dejó enteramente de pagar, por las razones expuestas
    en los capítulos anteriores, los Thénardier se quedaron con Cosette. La pobre niña les servía de criada.
    Como tal, era ella la que iba a buscar el agua cuando faltaba. Así es que, espantada con la idea de ir a la
    fuente por la noche, cuidaba de que el agua no faltase nunca en la casa.
    La Navidad del año 1823 fiie particularmente brillante en Montfermeil. El principio del invierno
    había sido suave; no había helado ni nevado aún. Los feriantes llegados de París habían obtenido del
    señor alcalde el permiso para instalar sus tiendas en la calle ancha de la aldea, y una bandada de
    mercaderes ambulantes situó sus puestos, gracias a la misma tolerancia, en la plaza de la Iglesia, y hasta
    en la calle de Boulanger, donde como recordaremos estaba situada la taberna Thénardier. Toda aquella
    gente llenaba las posadas y las tabernas, y daba a este país tranquilo una vida alegre y ruidosa. Debemos
    decir, para ser fieles historiadores, que entre las curiosidades expuestas en la plaza había una especie de
    barraca, en la cual unos saltimbanquis vestidos de harapos y llegados no se sabe de dónde, mostraban en
    1823 a los campesinos de Montfermeil uno de esos horribles buitres del Brasil que nuestro Museo Real
    no poseyó hasta 1845, y que por ojo tienen una escarapela tricolor. Los naturalistas llaman a este pájaro,
    según creo, Caracara Polyborus; es de la familia de los halcones y del orden de las apícides. Algunos
    viejos soldados bonapartistas retirados en el pueblo iban a ver a aquel animal con devoción. Los
    charlatanes presentaban la escarapela tricolor como un fenómeno único y creado expresamente por Dios
    para su colección de animales raros.
    En la misma noche de Navidad, muchos hombres, carreteros y trajineros, habíanse sentado y bebían
    alrededor de una mesa, con cuatro o cinco velas de sebo, en la sala baja de la taberna Thénardier. Esta
    sala se parecía a todas las salas de taberna; mesas, cántaros de estaño, botellas, bebedores, fumadores;
    poca luz, mucho ruido. El 1823 estaba indicado por dos objetos, entonces de moda entre la clase
    burguesa, que estaban sobre una mesa, a saber: un caleidoscopio y una lámpara de hojalata. La
    Thénardier vigilaba la cena que se estaba asando ante un buen fuego. El marido bebía con sus
    parroquianos, y hablaba de política.
    Además de las charlas políticas, que tenían por objetos principales la guerra de España y el duque de
    Angulema, se oían paréntesis enteramente locales como éstos:
    —Por la parte de Nanterre y Suresnes ha dado mucho el vino. Donde se contaba con diez tinajas, se
    han obtenido doce. El lagar ha dado más jugo del que se creía.
    —Pero las uvas no debían estar maduras.
    —En esos lugares no se deja madurar enteramente la uva, porque el vino se tuerce, si se deja, en
    cuanto llega la primavera.
    —¿Es, pues, un vino flojo?
    —Más flojo que los de por aquí. Hay que vendimiar en verde.
    Etcétera…
    O bien era un molinero que exclamaba:
    —¿Acaso somos responsables de lo que hay en los sacos? Encontramos en ellos una gran cantidad de
    granos que no podemos entretenernos en limpiar, y que es preciso dejar pasar por las ruedas, como la
    cizaña, el añublo, el tizón, la algarroba, el cañamón, la cola de zorra, y otra infinidad de drogas, sin
    contar con las piedras que abundan en ciertos trigos, especialmente en los trigos bretones. A mí no me
    gusta moler trigo bretón, así como a los serradores de largo no les gusta serrar vigas donde hay clavos.
    Figuraos el maldito polvo que forma todo esto entre la harina después de la molienda. Y luego, se quejan
    de la harina. Si la harina no sale limpia, no es culpa nuestra.
    En el espacio comprendido entre dos ventanas, un segador hablaba con un propietario que ponía
    precio al trabajo de una pradera que había que segar en la primavera y decía:
    —No importa que la hierba esté mojada. Así se corta mejor. El rocío es bueno, señor; pero de todos
    modos vuestra hierba es joven, y difícil de segar; en unos sitios no está demasiado tierna, en otros la
    guadaña no ceba.
    Etcétera…
    Cosette estaba en su lugar de costumbre, sentada sobre la traviesa de la mesa de la cocina, cerca de
    la chimenea. Iba vestida de harapos, y tenía los pies desnudos metidos en zuecos; a la luz del fuego, se
    entretenía en tejer calcetines de lana destinados a las pequeñas Thénardier. Debajo de las sillas jugaba un
    gato pequeño. En la habitación vecina, oíanse dos voces frescas e infantiles que reían y charlaban; eran
    Éponine y Azelma.
    En un rincón de la chimenea, había un látigo colgado de un clavo.
    De vez en cuando, oíase en la taberna el grito de un niño de muy tierna edad en el interior de la casa.
    Era una criatura que la Thénardier había tenido en uno de los inviernos precedentes «sin saber por qué —decía ella—; por efecto del frío», y que tenía algo más de tres años. La madre le había alimentado, pero
    no le quería. Cuando el clamor encarnizado del chiquillo se volvía demasiado importuno, decía
    Thénardier a la madre:
    —Tu hijo llora, ve a ver qué quiere.
    —¡Bah! —respondía la madre—. Me fastidia.
    Y el pobre, abandonado, continuaba llorando o en la oscuridad.




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    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 6 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Jue 14 Nov 2024, 10:14

    ***
    II



    DOS RETRATOS COMPLETADOS



    En este libro, no se ha visto aún a los Thénardier más que de perfil; ha llegado el momento de dar la
    vuelta alrededor de ésta pareja, y mirarla por todas sus caras.
    Thénardier acababa de cumplir los cincuenta años; la señora Thénardier rozaba la cuarentena, que es
    la cincuentena de la mujer; de modo que entre marido y mujer estaba equilibrada la edad.
    Los lectores quizás han conservado algún recuerdo de la mujer de Thénardier, desde su primera
    aparición: alta, rubia, colorada, gruesa, cuadrada, enorme y ágil; ya hemos dicho que parecía de la raza
    de esas salvajes colosales que en las ferias levantan del suelo grandes piedras colgadas de sus cabellos.
    Ella lo hacía en su casa todo, las camas, los cuartos, la colada, la cocina. Por única criada, tenía a
    Cosette; un ratón al servicio de un elefante. Todo temblaba al sonido de su voz, los cristales, los muebles
    y las personas. Su ancho rostro cribado de pecas tenía el aspecto de una espumadera. Tenía barba. Era el
    prototipo de un matón del mercado, vestido de mujer. Juraba como un carretero, y se jactaba de partir una
    nuez de un puñetazo. Sin las novelas que había leído, y que de cuando en cuando producían el efecto
    extravagante de presentar a aquella gigante bajo el aspecto de una niña melindrosa, jamás se le hubiese
    ocurrido a nadie la idea de decir de ella: es una mujer. Esta Thénardier era como el injerto de una
    señorita en una rabanera. Cuando se la oía hablar se decía: es un gendarme; cuando se la veía beber, se
    decía: es un carretero; cuando se la veía pegar a Cosette, se decía: es un verdugo. Cuando dormía, de la
    boca le salía un diente.
    Thénardier era un hombre bajito, delgado, pálido, anguloso, huesudo, endeble, que parecía enfermizo
    y no obstante se conservaba a maravilla; aquí empezaba su trapacería. Sonreía habitualmente por
    precaución, y era cortés con casi todo el mundo, incluso con el mendigo al que negaba una limosna. Tenía
    la mirada de una zorra y el aspecto de un hombre de letras. Se parecía mucho a los retratos del abad
    Delille. Su coquetería consistía en beber con los trajineros. Nadie había podido jamás emborracharle.
    Fumaba en una pipa muy grande; llevaba una blusa, y debajo ropa negra muy vieja. Tenía pretensiones de
    literato y de materialista. Pronunciaba con frecuencia ciertos nombres para apoyar todo lo que decía,
    Voltaire, Raynal, Parny, y, cosa extraña, San Agustín. Afirmaba tener un «sistema». Por lo demás era un
    estafador, pero estafador según principios y reglas científicas, matiz que existe. Se recordará que
    pretendía haber servido en el ejército; contaba con algún lujo que en Waterloo, siendo sargento de un 6.°
    o un 9.° ligero cualquiera, solo contra un escuadrón de húsares de la muerte, había cubierto con su cuerpo
    y salvado a través de la metralla «a un general peligrosamente herido». De ahí procedía la muestra y el
    nombre de su posada, «Taberna del sargento de Waterloo». Era liberal, clásico y bonapartista. Se había
    suscrito para el Campo de Asilo
    [221]
    . Decían en el pueblo que había estudiado para sacerdote.
    Creemos que había estudiado simplemente en Holanda
    [222] para ser posadero. Este tunante por partida
    doble era, según las probabilidades, algún flamenco de Lille, en Flandes; francés, en París; belga, en
    Bruselas, siempre con un pie en cada frontera. Su proeza en Waterloo ya la conocemos. Como se ve,
    exageraba un poco. El flujo y reflujo, el meandro, las aventuras, eran el elemento de su existencia; una
    conciencia rasgada produce siempre una vida descosida; y verosímilmente, en la tormentosa época del 18
    de junio de 1815, Thénardier pertenecía a la variedad de cantineros merodeadores de los cuales hemos
    hablado ya, que recorrían los caminos, vendiendo a éstos, robando a aquéllos, y rodando en familia, el
    hombre, la mujer, los hijos, en algún carretón cojo, detrás de las tropas en marcha, con el instinto de
    agregarse siempre al ejército vencedor. Concluida la campaña y teniendo, como decía, du quibus, había
    abierto un bodegón en Montfermeil.
    Este quibus, compuesto de las bolsas y de los relojes, de los anillos de oro y de las cruces de plata
    cosechados en los surcos sembrados de cadáveres, no formaban un total muy elevado, y no había hecho
    adelantar mucho al descuidero convertido en bodegonero.
    Thénardier tenía un no sé qué de rectilíneo, que cuando juraba evocaba el cuartel, y cuando hacía la
    señal de cruz recordaba el seminario. Era charlatán. Se creía un sabio. Sin embargo, el maestro de
    escuela había observado que cometía grandes errores. Hacía la cuenta de gastos de los viajeros con
    superioridad; pero los ojos ejercitados hallaban algunas veces en ella faltas de ortografía. Era taimado,
    glotón, perezoso, hábil. No desdeñaba a sus criadas, por lo cual su mujer no las tenía. Aquella gigante era
    celosa. Le parecía que aquel hombrecito delgado y amarillo era el objeto de la codicia universal.
    Además de todo esto, Thénardier, hombre astuto y equilibrado, era un bribón del género templado.
    Esta especie es la peor; en ella se mezcla la hipocresía.
    Esto no quiere decir que Thénardier no fuera capaz en ocasiones de encolerizarse, tanto por lo menos
    como su mujer; pero esto era muy raro, y en aquellos momentos, como odiaba a todo el género humano,
    como tenía en sí una profunda dosis de odio, como era de esas personas que se vengan perpetuamente,
    que atribuyen la culpa de todo cuanto cae sobre ellos a cuanto tienen delante de sí, que siempre están
    dispuestos a arrojar sobre el primero que llega, como legítimo agravio, el total de las decepciones,
    bancarrotas y calamidades de su vida, y como le hervía en la boca y en los ojos, en esos momentos estaba
    espantoso. ¡Desgraciado del que entonces se hallaba al alcance de su furor!
    Además de todas sus cualidades, tenía Thénardier la de ser atento y penetrante, silencioso o
    charlatán, según la ocasión y siempre con una inteligencia elevada. Tenía algo en la mirada de los
    marinos habituados a guiñar los ojos en los anteojos de larga vista. Thénardier era un hombre de estado.
    Todo recién llegado que entraba en su bodegón decía al ver a la Thénardier: Esa es el amo de la casa.
    Error. No era ni siquiera el ama: el amo y el ama eran el marido. Ella hacía, él creaba. Lo dirigía todo
    con una especie de acción magnética invisible y continua. Una palabra le bastaba, algunas veces una
    señal; el mastodonte obedecía. Thénardier era para su mujer, sin que ella se diera demasiada cuenta, una
    especie de ser particular y soberano. Tenía las virtudes de su modo de ser; jamás hubiese ella disentido
    en un detalle del «señor Thénardier», hipótesis por lo demás inadmisible, ni hubiese quitado la razón a su
    marido públicamente en ninguna cosa del mundo. Jamás habría cometido delante de extraños la falta que
    con tanta frecuencia cometen las mujeres y que en lenguaje parlamentario se llama dejar en descubierto a
    la corona. Aunque su conformidad y mutuo acuerdo no tuviese por resultado sino el mal, había algo
    admirable en la sumisión de la Thénardier a su marido. Esta montaña de ruido y de carne se movía bajo
    el dedo meñique de aquel frágil déspota. Visto este matrimonio por su lado mezquino y grotesco, se
    verificaba en él el gran fenómeno universal: la adoración de la materia al espíritu; pues ciertas fealdades
    tienen su razón de ser en las profundidades mismas de la belleza eterna. En Thénardier había algo de lo
    desconocido; de aquí el imperio absoluto de este hombre sobre esta mujer. En ciertos momentos, ella le
    veía como una vela encendida; en otros, lo sentía como la garra de una fiera.
    Esta mujer era una criatura formidable que no amaba más que a sus hijos, y no temía más que a su
    marido. Era madre porque era mamífero. Por lo demás, su maternidad se detenía en sus hijas, y como se
    verá no se extendía a los varones. El, el hombre, no tenía más que un pensamiento: enriquecerse.
    Y no lo conseguía. Un digno teatro faltaba a este gran talento. Thénardier, en Montfermeil, se
    arruinaba, si es posible arruinarse partiendo de cero; y, sin embargo, este rapaz hubiera llegado a ser
    millonario en Suiza o en los Pirineos; mas el posadero tiene que vivir allí donde la suerte le pone.
    Entiéndase que la palabra posadero se emplea aquí en sentido limitado, y que no se refiere a la clase
    entera.
    En este mismo año de 1823, Thénardier se hallaba empeñado en unos mil quinientos francos, en
    deudas de pago urgente, lo cual le tenía preocupado.
    Cualquiera que fuese la injusticia tenaz en su vida, era uno de los hombres que comprendían mejor,
    con más profundidad, y del modo más moderno, eso que es una virtud en los pueblos bárbaros y una
    mercancía en los pueblos civilizados, la hospitalidad. Por lo demás, era un gran cazador furtivo, y en
    todas partes se le citaba por su acertada puntería. Tenía cierta risa fría y pacífica que era particularmente
    peligrosa.
    Sus teorías de posadero brotaban de él a modo de relámpagos. Tenía aforismos profesionales que
    procuraba imbuir en el espíritu de su mujer. «El deber del posadero —le decía un día violentamente y en
    voz baja— es vender al primer llegado, guisado, reposo, luz, fuego, sábanas sucias, criada, pulgas y
    sonrisas; retener a los caminantes, vaciar los bolsillos pequeños y aligerar honradamente los grandes,
    acoger con respeto a las familias que viajan, estafar al hombre, desplumar a la mujer, desollar al niño,
    poner en la cuenta la ventana abierta, la ventana cerrada, el rincón de la chimenea, el sillón, la silla, el
    taburete, el escabel, el lecho de plumas, el colchón y el haz de paja; saber cuánto se usa el espejo y
    reducirlo a tarifa, y, diablos, hacer que el viajero lo pague todo, hasta las moscas que su perro come».
    Este hombre y esta mujer eran trampa y rabia unidos, pareja repugnante y terrible.
    Mientras el marido rumiaba y combinaba, la Thénardier no pensaba en los acreedores ausentes, no se
    inquietaba por lo pasado ni por lo porvenir, viviendo sola y exclusivamente para el presente.
    Tales eran estos dos seres. Cosette se hallaba entre ellos sufriendo su doble presión como una
    criatura que se viese a la vez triturada por una piedra de molino y hecha trizas por unas tenazas. El
    hombre y la mujer tenían cada uno un modo distinto de martirizar a Cosette; Cosette estaba molida a
    golpes, y era cosa de la mujer; si iba descalza en invierno, era cosa del marido.
    Cosette subía, bajaba, lavaba, cepillaba, frotaba, barría, caminaba, sudaba, cargaba con las cosas
    más pesadas, y a pesar de ser débil, se ocupaba en los trabajos más duros. No había piedad para ella; una
    ama feroz, un amo venenoso. La taberna Thénardier era como una tela de araña, en la que Cosette estaba
    cogida, y temblaba. El ideal de la opresión se veía realizado en esta domesticidad siniestra. Era algo
    parecido a una mosca sirviendo a las arañas.
    La pobre niña sufría y callaba.
    ¿Qué ocurre en las almas de estos seres que acaban de dejar el seno de Dios cuando se encuentran a
    sí mismas, desde que nacen, pequeñas y desnudas entre los hombres?



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