VII
EL VIAJERO TOMA SUS PRECAUCIONES PARA REGRESAR
Eran cerca de las ocho de la noche cuando el calesín que habíamos dejado en la carretera entró por la
puerta cochera de la casa de postas de Arras. El hombre a quien hemos seguido hasta este momento se
apeó, respondió con aire distraído a las solicitudes de los criados de la posada, despidió al postillón con
el caballo de refresco y llevó al pequeño caballo blanco hasta la cuadra; luego, empujó la puerta de una
sala de billar que estaba en la planta baja, se sentó y apoyó los codos en una mesa. Había empleado
catorce horas en un viaje que esperaba hacer en seis. Se decía que no era suya la culpa; pero, en el fondo,
no estaba disgustado.
La posadera entró.
—¿Queréis comer? ¿Queréis acostaros?
Hizo un signo negativo con la cabeza.
—El mozo de cuadras dice que vuestro caballo está muy cansado.
Aquí rompió el silencio:
—¿No podrá volver a viajar mañana por la mañana?
—¡Oh, señor!, necesita, por lo menos, dos días de descanso.
—¿No es ésta la oficina de correos?
—Sí, señor.
La posadera le llevó al despacho, donde presentó el pasaporte y se informó de si había medios de
regresar aquella misma noche a Montreuil-sur-Mer, en el correo; precisamente el asiento junto al
postillón estaba desocupado; lo reservó y lo pagó.
—Señor —dijo el empleado—, se parte a la una en punto de la madrugada.
Una vez hecho esto, salió de la posada y comenzó a andar por la ciudad.
No conocía Arras, las calles estaban oscuras y él andaba a la ventura. No obstante parecía obstinarse
en no preguntar su camino a los transeúntes. Pasó el riachuelo Crinchon y se encontró en un dédalo de
callejuelas estrechas, donde se perdió. Después de algunas dudas, se decidió a dirigirse a un ciudadano
que andaba con un farol, no sin antes haber mirado en derredor, como si temiera que alguien pudiera oír
la pregunta que iba a hacer.
—Señor, ¿el palacio de Justicia, por favor?
—¿No sois de la ciudad, señor? —respondió el transeúnte, que era un hombre bastante anciano—.
Pues, bien, seguidme. Voy precisamente hacia el palacio, es decir, hacia la prefectura. Están ahora
reparando el palacio y, provisionalmente, los tribunales celebran sus audiencias en la prefectura.
—¿Es allí donde se ven las causas?
—Sin duda, señor. La prefectura era el palacio del obispo, antes de la revolución. Monseñor de
Conzié, que era el obispo en el año ochenta y dos, hizo construir una gran sala. Es ahí donde se juzga.
Mientras andaban, el hombre le dijo:
—Si lo que queréis ver es un proceso, es ya un poco tarde. Ordinariamente, las sesiones terminan a
las seis.
No obstante, cuando llegaron a la gran plaza, el hombre le señaló cuatro amplias ventanas iluminadas
en la fachada de un vasto y tenebroso edificio.
—A fe mía, señor, que llegáis a tiempo; tenéis suerte. ¿Veis esas cuatro ventanas? Son de la sala del
tribunal. Hay luz, lo cual significa que no han terminado aún. El asunto se habrá alargado y tendrán
audiencia de noche. ¿Tenéis interés en esta causa? ¿Es algún proceso criminal? ¿Sois testigo?
Respondió:
—No vengo a ninguna causa; únicamente tengo que hablar con un abogado.
—Eso es distinto —dijo el hombre—. Ahí está la puerta. Donde está el centinela. No tendréis más
que subir la escalera principal.
Siguió las indicaciones del hombre y, algunos minutos más tarde, estaba en una sala donde había
mucha gente y varios grupos compuestos en parte de abogados con toga, que cuchicheaban.
Es cosa que oprime el corazón ver estos grupos de hombres vestidos de negro que hablan en voz baja
ante la puerta de la sala del tribunal. Es muy raro encontrar caridad y compasión en sus palabras; en
cambio, de ellas salen muy a menudo condenas prematuras. Todos estos grupos parecen, al observador
que los contempla, sombrías colmenas donde espíritus zumbantes construyen en común toda clase de
edificios tenebrosos.
Aquella sala, espaciosa y alumbrada por una sola lámpara, era una antigua antecámara del palacio
del obispo, y servía de sala de «pasos perdidos». Una puerta de dos hojas, cerrada en aquel momento, la
separaba de la gran sala donde se reunía el tribunal de la audiencia.
La oscuridad era tal que no temió dirigirse al primer abogado que encontró.
—Señor —dijo—, ¿en qué están?
—Ya se acabó —respondió el abogado.
—¡Se acabó!
Esta palabra fue pronunciada con un acento tal que el abogado se volvió.
—Perdón, señor, ¿sois quizás algún pariente?
—No. No conozco a nadie aquí. ¿Ha habido condena?
—Sin duda. No era posible otra cosa.
—¿A trabajos forzados…?
—A perpetuidad.
Continuó, con una voz tan débil que apenas podía oírsele:
—¿Se ha probado la identidad?
—¿Qué identidad? —repuso el abogado—. No había identidad que probar. El asunto era muy
sencillo. Esa mujer había matado a su hijo; el infanticidio ha sido probado y el jurado ha desechado el
cargo de premeditación; ha sido condenada a presidio de por vida.
—¿Es, pues, una mujer? —dijo.
—Claro, la Limosin. ¿De quién habláis?
—De nadie. Pero, puesto que han acabado, ¿por qué está aún la sala iluminada?
—Por otro proceso que ha empezado hace cerca de dos horas. —¿Cuál?
—¡Oh! Está muy claro también: un pícaro, un reincidente, un presidiario que ha robado. No recuerdo
su nombre; pero tiene cara de bandido, sólo por su rostro le enviaría yo a presidio.
—Señor, ¿no hay medio de penetrar en la sala?
—Creo que no. Hay mucha gente. Sin embargo, se ha aplazado la audiencia; han salido algunas
personas y, cuando vuelvan a abrir, podéis probar.
—¿Por dónde se entra?
—Por esa puerta grande.
El abogado lo dejó. En pocos instantes, había experimentado, casi simultáneamente, todas las
emociones posibles. Las palabras de aquel indiferente le habían atravesado el corazón como agujas de
hielo y como puntas de fuego. Cuando vio que aún no había terminado la causa, respiró; pero no hubiera
podido decir si lo que sentía era alegría o dolor.
Se acercó a varios grupos y escuchó lo que hablaban. Había muchas causas, y el presidente había
señalado para aquel día dos de las más sencillas y cortas. Habían empezado por el infanticidio y ahora se
veía la del presidiario, del reincidente, de «la cabra que siempre tira al monte». Aquel hombre había
robado manzanas, pero aquello no estaba bien probado; lo que estaba probado es que había estado ya en
las galeras en Tolón. Esto es lo que daba mal giro a su causa. Por lo demás, el interrogatorio del hombre
había terminado, y las declaraciones de los testigos también; pero faltaba aún la acusación del ministerio
público y la defensa del abogado, con lo cual aquello no terminaría antes de las doce de la noche. El
hombre sería probablemente condenado; el abogado fiscal era muy elocuente, y no perdía ninguna causa
de éstas; era un joven de talento, que hacía versos.
Cerca de la puerta, de pie, estaba un ujier, a quien preguntó:
—¿Se abrirá pronto la puerta?
—No se abrirá —respondió el ujier.
—¡Cómo! ¿No se volverá a abrir cuando continúe la vista? ¿No está aplazada la audiencia?
—La audiencia acaba de ser reanudada —repuso el ujier—, pero la puerta no se abrirá.
—¿Por qué?
—Porque la sala está llena.
—¡Qué! ¿No hay ni un solo sitio?
—Ni uno. La puerta está cerrada y nadie puede entrar. —El ujier añadió, tras un silencio—: Hay aún
dos o tres sitios detrás del señor presidente, pero el señor presidente no admite allí más que a
funcionarios públicos.
Una vez dicho esto, el ujier volvió la espalda.
El hombre se retiró, con la cabeza baja; atravesó la antecámara y bajó la escalera lentamente, como
dudando a cada peldaño. Es probable que tuviera una especie de consejo consigo mismo. El violento
combate que se libraba en él, desde la víspera, no había terminado; a cada momento, entraba en una
nueva peripecia. Al llegar al rellano de la escalera, se apoyó en la barandilla y cruzó los brazos. De
repente, abrió su levita, cogió su cartera, sacó un lápiz, arrancó una hoja, y escribió rápidamente, a la luz
del farol, unas palabras: «Señor Madeleine, alcalde de Montreuil-sur-Mer». Luego, volvió a subir la
escalera a grandes pasos, atravesó la multitud, se dirigió al ujier, le entregó el papel y le dijo, con
autoridad:
—Entregad esto al señor presidente.
El ujier cogió el papel, le echó una ojeada y obedeció.
cont.
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