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"Cobardes y traidores", por Javier Melero (La Vanguardia, 22-03-2022)
Los mejores análisis empiezan con la poesía; a fin de cuentas, al menos desde la Iliada, casi todo empieza con ella. El poeta Edmund Blunden hizo el suyo a propósito de aquella bárbara carnicería que fue la Primera Guerra Mundial cuando sentenció que ningún bando "había ganado o podía ganar la guerra. La guerra había ganado".
La misma guerra que, en palabras del memo de Woodrow Wilson, tenía que acabar con todas las guerras, no solo fue el origen de la revolución soviética y del apocalipsis de 1945; fue una de las más estúpidas jamás libradas. Eso sí, la tontería supuso diez millones de soldados muertos, veinte millones de heridos y ocho millones de desaparecidos. Comparado con lo que tendría que venir, aún fue poca cosa.
Las razones que se dieron para desatar la catástrofe resultan tan ridículas hoy como en su día. Tras el asesinato del archiduque Francisco Fernando, Austria se negó a que la investigación del crimen se llevara a cabo por la policía serbia. Austria creía, con toda la razón, que esa policía estaba infiltrada por la misma organización terrorista que cometió el atentado. Por eso lanzó su celebre ultimátum: la represión del magnicidio debía dirigirse desde Austria y por funcionarios austríacos. Serbia se negó y Europa se inundó en sangre.
Es verdad que los argumentos contrafactuales son inseguros, pero vale la pena imaginar los horrores que hubiera evitado una solución negociada al litigio. Tal vez Hitler hubiera muerto (de hambre) pintando acuarelas en Viena.
Hubo mucha gente que denunció esto en su momento, que no se dejó arrastrar por la propaganda patriotera y belicista e intentó presionar a la opinión pública y a sus gobiernos para evitar la guerra. Que no tuvieran éxito no les quita un ápice de razón.
Lo hicieron los socialistas de la Segunda Internacional -con Jean Jaurès al frente, y los alemanes Rosa Luxemburgo y Karl Libknecht, lo que les costó la vida a los tres-, y en Gran Bretaña, las primeras feministas y Bertrand Rusell, que perdió su cargo en Cambridge e, incluso, terminó en la cárcel. Eso sin olvidar a los más de veinte mil jóvenes que se declararon objetores, de los cuales seis mil sufrieron condenas de cárcel con trabajos forzados. Algunos fueron condenados a muerte, como los soldados franceses amotinados que nos conmovieron en la magistral película de Stanley Kubrik Senderos de gloria (1957).
Adam Hochschild lo explicó en su estremecedor libro Para acabar con todas las guerras: una historia de lealtad y rebelión: la crónica de quienes fueron encarcelados, víctimas de redadas y detenciones arbitrarias, tratados de traidores y cobardes y definidos, en la liberal Inglaterra, como "excrecencia, un hongo venenoso humano que debía ser extirpado sin más dilación", además de ser acusados, por supuesto, de estar financiados por el enemigo.
Las causas de la guerra de Ucrania son igualmente estúpidas. Y lo peor de todo es que esta agresión incalificable se desarrolla en las tristemente famosas "tierras de sangre", un cinturón de muerte que va de los países bálticos al mar Negro y donde entre 1932 y 1945 murieron asesinadas (que no en combate) más de catorce millones de personas; una cifra que resulta casi inconcebible por su magnitud y que debía hacer esos lugares sagrados para cualquier europeo con un poco de vergüenza.
Allí, donde se produjo el Holodomor (la hambruna provocada por Stalin), las matanzas étnicas de civiles polacos por nacionalistas ucranianos y las posteriores matanzas de civiles ucranianos por polacos, el exterminio de la población judía y los millones de prisioneros rusos dejados morir de hambre y de frío por la Wehrmatch, es donde ahora unos europeos matan a otros europeos por razones que en pocos años habremos olvidado. ¿O es que alguien se acuerda de por qué hubo que atacar a Libia o Siria?
Cuando después de la destrucción y la ruina pasemos cuentas y veamos el precio que ha supuesto mantener la terminología del odio y la dialéctica de los bloques enfrentados, nos llevaremos las manos a la cabeza. Porque ni Ucrania, ni Putin, ni Europa ganarán la guerra. La guerra ganará. Y los cobardes y traidores que -aunque crean que hay que apoyar a Ucrania con todas las armas y la solidaridad que haga falta- se cuestionan la escalada militar y piden con todas sus fuerzas el retorno a la diplomacia habrán tenido tanta razón como sus afines de hace un siglo, aunque su esfuerzo sea igualmente inútil.
Javier Melero[/b] (La Vanguardia, 22-03-2022)
"Cobardes y traidores", por Javier Melero (La Vanguardia, 22-03-2022)
Los mejores análisis empiezan con la poesía; a fin de cuentas, al menos desde la Iliada, casi todo empieza con ella. El poeta Edmund Blunden hizo el suyo a propósito de aquella bárbara carnicería que fue la Primera Guerra Mundial cuando sentenció que ningún bando "había ganado o podía ganar la guerra. La guerra había ganado".
La misma guerra que, en palabras del memo de Woodrow Wilson, tenía que acabar con todas las guerras, no solo fue el origen de la revolución soviética y del apocalipsis de 1945; fue una de las más estúpidas jamás libradas. Eso sí, la tontería supuso diez millones de soldados muertos, veinte millones de heridos y ocho millones de desaparecidos. Comparado con lo que tendría que venir, aún fue poca cosa.
Las razones que se dieron para desatar la catástrofe resultan tan ridículas hoy como en su día. Tras el asesinato del archiduque Francisco Fernando, Austria se negó a que la investigación del crimen se llevara a cabo por la policía serbia. Austria creía, con toda la razón, que esa policía estaba infiltrada por la misma organización terrorista que cometió el atentado. Por eso lanzó su celebre ultimátum: la represión del magnicidio debía dirigirse desde Austria y por funcionarios austríacos. Serbia se negó y Europa se inundó en sangre.
Es verdad que los argumentos contrafactuales son inseguros, pero vale la pena imaginar los horrores que hubiera evitado una solución negociada al litigio. Tal vez Hitler hubiera muerto (de hambre) pintando acuarelas en Viena.
Hubo mucha gente que denunció esto en su momento, que no se dejó arrastrar por la propaganda patriotera y belicista e intentó presionar a la opinión pública y a sus gobiernos para evitar la guerra. Que no tuvieran éxito no les quita un ápice de razón.
Lo hicieron los socialistas de la Segunda Internacional -con Jean Jaurès al frente, y los alemanes Rosa Luxemburgo y Karl Libknecht, lo que les costó la vida a los tres-, y en Gran Bretaña, las primeras feministas y Bertrand Rusell, que perdió su cargo en Cambridge e, incluso, terminó en la cárcel. Eso sin olvidar a los más de veinte mil jóvenes que se declararon objetores, de los cuales seis mil sufrieron condenas de cárcel con trabajos forzados. Algunos fueron condenados a muerte, como los soldados franceses amotinados que nos conmovieron en la magistral película de Stanley Kubrik Senderos de gloria (1957).
Adam Hochschild lo explicó en su estremecedor libro Para acabar con todas las guerras: una historia de lealtad y rebelión: la crónica de quienes fueron encarcelados, víctimas de redadas y detenciones arbitrarias, tratados de traidores y cobardes y definidos, en la liberal Inglaterra, como "excrecencia, un hongo venenoso humano que debía ser extirpado sin más dilación", además de ser acusados, por supuesto, de estar financiados por el enemigo.
Las causas de la guerra de Ucrania son igualmente estúpidas. Y lo peor de todo es que esta agresión incalificable se desarrolla en las tristemente famosas "tierras de sangre", un cinturón de muerte que va de los países bálticos al mar Negro y donde entre 1932 y 1945 murieron asesinadas (que no en combate) más de catorce millones de personas; una cifra que resulta casi inconcebible por su magnitud y que debía hacer esos lugares sagrados para cualquier europeo con un poco de vergüenza.
Allí, donde se produjo el Holodomor (la hambruna provocada por Stalin), las matanzas étnicas de civiles polacos por nacionalistas ucranianos y las posteriores matanzas de civiles ucranianos por polacos, el exterminio de la población judía y los millones de prisioneros rusos dejados morir de hambre y de frío por la Wehrmatch, es donde ahora unos europeos matan a otros europeos por razones que en pocos años habremos olvidado. ¿O es que alguien se acuerda de por qué hubo que atacar a Libia o Siria?
Cuando después de la destrucción y la ruina pasemos cuentas y veamos el precio que ha supuesto mantener la terminología del odio y la dialéctica de los bloques enfrentados, nos llevaremos las manos a la cabeza. Porque ni Ucrania, ni Putin, ni Europa ganarán la guerra. La guerra ganará. Y los cobardes y traidores que -aunque crean que hay que apoyar a Ucrania con todas las armas y la solidaridad que haga falta- se cuestionan la escalada militar y piden con todas sus fuerzas el retorno a la diplomacia habrán tenido tanta razón como sus afines de hace un siglo, aunque su esfuerzo sea igualmente inútil.
Javier Melero[/b] (La Vanguardia, 22-03-2022)
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