Intenta luchar contra el recuerdo, pero éste se niega a liberarse de su mente. Es como si dos manos tirasen sin cesar de una soga que le aprieta el cuello. Por un instante, está a punto de asfixiarse antes de que las manos se detengan y quede en el limbo, suspendida entre dos infiernos.
Finalmente, la escritora regresó a lo que quedaba de su casa. Miró a su alrededor, cogió una escoba y empezó a barrer. No sabe si está recogiendo fragmentos de cristal, cenizas de su alma calcinada o el sabor de la muerte que le queda en la lengua. Por ahora, es lo único que puede hacer para asimilar el horror que ha tenido lugar, no sea que algo explote dentro de ella y la mate. Más tarde, se daría cuenta de que cuando todos habían cogido sus escobas y habían salido a la calle, también lo habían hecho por un instinto de supervivencia que les impulsaba a mantenerse ocupados, manteniendo a raya la intensidad de sus emociones, no fuera a ser que les desbordara por completo y les destruyera.
Tras las primeras semanas de la explosión, después de que los habitantes de Beirut consiguieran salir a rastras del angustioso pozo al que habían sido arrojados (aunque, tanto si algunos estamos dispuestos a admitirlo como si no, en realidad nadie ha sido capaz de liberarse por completo de debajo de los escombros y los restos humanos), la escritora conectó su ordenador y lo encendió. Imagínense su sorpresa cuando descubrió que no había sufrido ningún daño. Localizó el archivo de El matadero donde lo había guardado en su escritorio. Había empezado a escribir, o a dar a luz, esta novela hacía aproximadamente un año, aunque lenta y meticulosamente, como si aún no quisiera compartir su bebé con el mundo. No fue hasta la revolución del 17 de octubre de 2019 cuando su escritura tomó impulso, cuando ella, y muchos otros como ella, se cargaron de una energía nacida de un sentimiento colectivo de esperanza.
Hizo clic en el documento de Word y se colocó frente a la pantalla, dispuesta a escribir. Puede que fueran horas las que pasó allí sentada, inmóvil, aquel día. Pasó el tiempo mirando el último párrafo que había escrito antes de que todo se fuera al infierno, con la última palabra truncada en medio mirándola fijamente. Pasaron horas más. "¿A qué esperas?", se preguntó. ¿Esperaba una señal de Hind? "Eh, Joumana", decía, "estoy aquí. Vamos, sigamos con mi historia. Todavía hay mucho que tengo que decir y hacer". Y, sin embargo, salvo por la persistente quietud mortal, como la que se apodera de un ciervo en el momento en que sabe que va a ser asesinado por el leopardo que se abalanza sobre él, no ocurría nada.
En los días siguientes, la escritora hizo casi lo mismo. Un ritual diario en el que se sentaba, abría el portátil y esperaba. Ni una sola vez echó mano al teclado, ni reunió el valor suficiente para completar la palabra truncada, donde permanecía disminuida, una prueba evidente del golpe que había detenido su finalización a mitad de camino, como un grito cortado, suspendido en el tiempo. Una línea divisoria entre lo que había antes y lo que vino después del crimen: la muerte lenta, la desesperación desgarradora y la oscuridad total.
Una noche se convierte en otra.
cont.
https://themarkaz.org/es/joumana-haddad-victim-232/
https://themarkaz.org/es/author/joumanahaddad/
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