Dedicó catorce horas en escribir un poema, pero era perfecto. Contenía en sólo treinta y dos endecasílabos la experiencia de cincuenta años, el amor de toda una vida, la esencia de un soñador. Lo revisó con cuidado, lo leyó con espíritu crítico y su obra resistió todas las pruebas, era impecable.
Después de tantos años de búsqueda incesante, de noches de insomnio, las nueve musas se habían puesto de acuerdo y le habían aportado la inspiración necesaria.
En una hoja arrugada, manchada de café y con múltiples correcciones, estaba el poema: pulcro, profundo, original, capaz de traspasar el más pétreo corazón y la inteligencia más aguda. Nadie podría resistirlo.
De repente, el poeta tuvo un ataque de lucidez. Había llenado el vacío con la letra más perfecta jamás escrita, pero era veinticuatro de diciembre y él no tenía un centavo. Sería requerido para aportar lo suficiente para el pavo, el bacalao y los romeritos. Los hijos mirarían el cielo con ilusión, esperando el costal lleno de juguetes y sorpresas de Santa Claus.
No importaba, tenía en sus manos el más bello poema que hubiera mortal alguno escrito, tendría que valer millones.
Guardó con cuidado la preciada hoja de papel en una carpeta, y decidido, salió a la calle para venderlo. El poema tendría que proveer lo suficiente para los gastos navideños, para que su esposa no lo considerara un inútil soñador y sus hijos no se quedaran esperando a ese señor egoísta que vestido de rojo y tirado por siete renos, solía tener una extraña preferencia por los hijos de los empresarios triunfadores, de los políticos que a diario salían en los periódicos y de los comerciantes audaces que habían hecho su agosto en diciembre.
No había nada que temer. Había escrito un poema. El mundo tendría que reconocerlo, y pagar por él. Se enfundó en su chamarra de pana y salió a la calle lleno de optimismo.
Se dirigió a una editorial. Exigió hablar con el director. Después de una larga espera, el famoso editor le concedió unos minutos.
—¿En qué puedo servirle?
—Vengo a venderle este poema. Lo escribí anoche y estoy seguro que le gustará. Es lo mejor que he escrito en mi vida.
El comerciante de libros leyó los versos de mala gana, con prisa.
—No está mal, pero no vale nada. ¿Acaso no sabe que vivimos en una economía de mercado? ¿Que la ley de la oferta y la demanda regulan el valor de cada objeto, y un poema, por muy bueno que sea, no vale un centavo.
Salió indignado de la editorial. Sabía que los poemas buenos trascendían al tiempo, que eran leídos por mucha gente durante años, que no conocían las leyes del mercado, pero que consolaban a la gente cuando estaba triste, ayudaban a los desesperados, enlazaban parejas y, estaban mucho más allá de la mercadotecnia. Alguien tendría que apreciarlo.
Recorrió oficinas, casas de amigos, mercados, y obtuvo siempre la misma respuesta. Los poemas no valen nada, no se pueden vender.
Era ya de noche, estaba cansado, afligido, tendría que regresar a su casa con las manos vacías. De repente, vio una gran mansión que reflejaba poderosas luces iridiscentes provenientes de un fastuoso árbol de Navidad de más de dos metros de altura. Se asomó a la ventana y se asombró al ver la montaña de regalos multicolores que rodeaban el pie del pino. Vio a los niños vestidos con gran elegancia navideña disputarse los paquetes de colores; imponentes señores brindar con copas de champagne, y a distinguidas damas luciendo exclusivos modelos.
Se atrevió a tocar la puerta y a solicitar al mayordomo que le permitiera hablar un minuto con el señor de la casa.
El empresario acudió al llamado.
—¿En qué puedo servirle?
—Vengo a venderle este poema.
El señor tomó la arrugada hoja y leyó con desgano.
—No está mal, pero, ¿cuánto quiere usted por él?, ¿cuánto puede valer un poema?
—Vale lo que usted diga.
Hastiado e invadido por el espíritu navideño, le ordenó al mayordomo.
—Dale a este hombre veinte pesos.
Regresó a la sala. Tiró hoja de papel a la chimenea. Pobre diablo, no sabe que los poemas no valen nada.
La hoja de papel se quemó en unos segundos y el humo salió por el tiro y se fue hasta el cielo.
Y se ubicó en la inmortalidad, y fue leído y comentado por los filósofos y escritores inmortales de todos los tiempos y reconocido como una de las grandes obras de la literatura universal.
El poeta regresó a su casa con veinte pesos.
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