Cuando cumplió seis años el padre decretó: “para qué lo mandamos a la escuela si va a ser un hombre malo. Es mejor que no aprenda nada, es menos dañino un malo estúpido que uno preparado”. Por supuesto, el niño malo protestó. Sus hermanos mayores y su único amigo estudiaban, aprendieron a leer, y a sumar, a escribir y a restar.
A los doce años —justa venganza— mató a su padre con un mazo de hierro. No lo hizo antes porque no tenía la fuerza suficiente. Su madre encontró el cerebro del marido regado por toda la sala. “Ni modo, sabíamos que era malo, sólo había que esperar a que se volviera hombre”. Cuando salió de su casa para perderse en el bosque, los habitantes del pueblo lo observaron desde las ventanas cerradas. Por fin se iba, era una carga municipal tener a un hombre malo en el pueblo. Los hombres de la ley lo empezaron a perseguir desde ese momento.
En los siguientes seis años perfeccionó sin maestro el oficio. Era más fácil ser malo que bueno, porque los hombres buenos tenían que seguir la avalancha de leyes, códigos y paradigmas que la constitución y los hábitos y costumbres dictaban. Los malos no tenían que cumplir las ordenanzas, y eso les daba una libertad mental y emocional que les permitía dormir doce horas seguidas. En cambio, los hombres buenos, los pobres hombres buenos se desvelaban soñando con avernos, ergástulas e inmolaciones. Sobre todo en una época en que los países emergentes se la pasaban de revolución en revolución.
Cuando se graduó de adulto, a los dieciocho, su hoja de vida había aprobado todas las materias de la malignidad: robo, asesinato, violación, tráfico de drogas, rapto. Era un maldito Honoris Causa.
Hasta que en su camino se cruzó una mujer buena, muy buena, buenísima.
A los cinco años ya había demostrado al mundo su genética bondad. Sonreía de tiempo completo, amaba a todos, bonitos, feos, buenos, malos. Era tan buena que incomodaba a la gente normal, que junto a ella se sentía falible y obscena. Ayudaba a sus compañeras de escuela, a su mamá en las labores del hogar, y en sus tiempo libres acudía a cuanta institución de beneficencia la requiriera. Cuidaba ancianos, a enfermos terminales a quienes nadie quería atender. Aunque permaneció virgen hasta los dieciocho, era tan buena que no podía negar sus favores a los febriles adolescentes que la requerían, y aprendió a satisfacerlos con la mano. Cuando salía a la calle, la perseguían turbas de menesterosos, solitarios, amargados, y en especial muchachos en búsqueda de sus habilidades.
La coincidencia se dio una mañana de domingo. El hombre malo llegó al pueblo huyendo de la justicia que lo perseguía y se encontró de frente con la mujer buena. Sus miradas se descubrieron y se atraparon —polos opuestos—. Intervinieron todas las leyes químicas y físicas conocidas, los instintos primitivos estallaron, y terminaron huyendo en el caballo del malo hasta el siguiente pueblo. La mujer buena se negó a entregar su castidad sin el trámite del matrimonio. El hombre malo convenció —con su revólver— al cura del pueblo, de casarlos a las cuatro de la mañana. Durante dos días y tres noches se encerraron en el único hotel. Al tercer día, el hombre malo salió a buscar víveres, y se encontró con ocho pistolas apuntándole. La mujer buena y el amor le hicieron bajar las defensas. Fue fusilado al amanecer.
La mujer buena regresó a su pueblo después de enterrar al hombre malo. Solo el alcalde y la esposa dieron el último adiós al hombre malo.
A los nueve meses nació el hijo del hombre malo y la mujer buena.
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