NUEVAS CARTAS A UN JOVEN POETA, por JOAN MARGARIT
Barril Barral Editores, S.L. Barcelona, 2009.
INTRODUCCIÓN
Tenía veinte años cuando leí por primera vez las Cartas a un joven poeta de Rainer Maria Rilke. En ellas aprendí algunas verdades, sobre mí mismo y sobre la poesía, que me han acompañado siempre. Mi trayectoria poética, gracias a las verdades de las que hablaban las Cartas y a las que ellas me ayudaron a encontrar, nunca corrió riesgos vocacionales serios, ni en sus momentos más difíciles.
Rilke me ayudó a formular las cuestiones fundamentales, me mostró que, en poesía, dudar es en realidad negar. Y que querer tener la razón, como en tantos otros aspectos de la vida, es tener miedo a perderla. He dicho que todo esto lo aprendí, pero aprender no es comprender. Comprender es llevar mucho tiempo entendiendo, el tiempo suficiente para que lo que se ha entendido ya no sea exterior, sino que forme parte de uno mismo, del propio carácter. Comprender es un entender que ya no podrá desentenderse nunca.
No sé cuanto tiempo necesité para comprender las Cartas de Rilke, pero sé que ya fueron un refugio seguro durante la travesía de mi personal desierto poético. Entonces ya eran parte de mí mismo. Todavía conservo aquel ejemplar anotado y subrayado de 1957, de Ediciones Siglo XX, de Buenos Aires. Siempre siento la misma calidez cuando vuelvo a hojearlo.
Pienso que sabemos de qué hablamos cuando decimos la palabra poeta o la palabra poesía, pero quisiera aclarar que en las páginas que siguen nunca me refiero a los territorios fronterizos de la poesía con las artes plásticas o con la música (poesía visual, performance, acción visual, etc.). No hablo de la poesía con adjetivos ni de la poesía que es ella misma un adjetivo, sino que hablo de los poemas que acaban escritos, publicados y leídos, siempre que el resultado sea un sustantivo: la poesía.
Hay otra cuestión sobre la que tampoco querría confundir a los lectores: el límite de la poesía a la que me refiero -y para mí valdría también para las otras artes- es el de la emoción. Quiero decir que no me interesa el poema que no contribuya a hacerme mejor persona, a procurarme un mayor equilibrio interior, a consolarme, a dejarme un poco más cerca de la felicidad, sea lo que sea lo que signifique ser feliz.
No se trata de definir la poesía a partir de la rima, el ritmo o la métrica, pero menos aún a partir de su desprecio. No creo en el arte sin esfuerzo, ni en que sea suficiente esforzarse para escribir un buen poema. En cambio, pienso que incluso alguien que haya leído poco -ni que sea solo la prensa- se puede convertir en un buen lector de poesía. Pero esto no quiere decir que para leer un buen poema basta el mismo esfuerzo, la misma tensión, la misma atención, que para leer la prensa. Como en todos los aspectos importantes de la vida, en poesía tampoco se regala nada.
EMPEZAR A ESCRIBIR, EMPEZAR A PUBLICAR
Me dirijo a alguien que no me ha escrito. Alguien que, supongo, nunca me escribirá. No sé si Rilke, aparte de las del señor Kappus, recibió más cartas de poetas que preguntaban por la calidad de sus poemas. En cualquier caso, la correspondencia en los primeros años del siglo XX, descartaba cualquier pretensión de tratar temas inmediatos y urgentes. No había lugar para la prisa, tan ligada a veces con el error de creerse poeta sin serlo.
Una diferencia importante de nuestra época en relación a cuando Rilke escribía las Cartas a un joven poeta es la facilidad actual de publicar un libro. También el gran número de premios literarios que dan una especie de certificado de poeta. Una de las primeras consecuencias de esta situación es que la poesía ha dejado de ser un arte pobre, al incorporarse a los méritos o adornos útiles para escalar niveles profesionales o sociales. Naturalmente, no pretendo afirmar lo contrario, es decir, que quien tiene un cierto nivel profesional o social no pueda ser poeta (un ejemplo lo bastante antiguo es el de la poesía clásica china). Lo que quiero decir es que la poesía está al margen de estos asuntos.
Si el Rilke de 1903, aunque todavía no era demasiado conocido, viviera hoy, seguramente recibiría, en lugar de cartas, libros ya editados con dedicatorias en general devotas, y le sería difícil discernir si se trata de solicitudes de orientación o meros oportunismos, si está ante los comienzos de poetas de verdad o solo de alguien que busca, más que consejo, una aprobación e incluso una admiración que pueda serle útil en algún aspecto ajeno a la poesía.
El poeta auténtico, por joven que sea, puede que dude acerca de en qué momento de su aprendizaje se encuentra, pero pienso que sabe perfectamente que él es un poeta, y nunca preguntará por esta cuestión. El mismo señor Kappus, el corresponsal de Rilke, seguramente no era un poeta sino alguien más parecido a estos jóvenes con libro y premio literario, pero sin un destino de poeta. Incluso uno podría leer las Cartas a un joven poeta como si fuera una obra de ficción del propio Rilke. ¿Por qué me cuesta tanto imaginarme a un poeta preguntando si lo que escribe es poesía? Supongo que porque pienso que la poesía, en el sentido que lo ha entendido toda una serie de generaciones a las cuales yo todavía pertenezco, no es ni un oficio ni una profesión. Es algo que se decide desde uno mismo, con pocas posibilidades de que alguien pueda garantizar el acierto de esta decisión. En este sentido, es peligroso el malentendido, cada vez más habitual, que confunde la conocida expresión poesía para todos con todo el mundo puede escribir un buen poema.
Escribir poesía es una operación que trata de reunir en un solo flash -el poema- sensaciones, sentimientos, experiencias de sentimientos e intuiciones que se combinan mostrando un reflejo de la verdad. Pero este flash tiene lugar, al principio, solo en la mente del poeta. Este debe, entonces, separar los sentimientos de las experiencias de sentimientos, porque estas y no aquellos serán las que conducirán hasta el poema. Después, para que este flash se repita en la mente del lector, hay que trasladarlo a palabras de manera que no pierda ni su concisión, ni su exactitud, ni su intensidad. Para llevar a cabo el comienzo de esta operación, llegar a tener el poema in mente, se necesita ser poeta, haber nacido con unas condiciones iniciales. Después, para trasladarlo a la palabra, hace falta además una tecnología personal que solo se puede aprender conociendo los caminos interiores que hay que seguir para el desarrollo de la propia poesía, para llegar a reconocer qué parte de su descubrimiento pertenece a los poetas que han escrito antes y qué es lo que se va perfilando como algo propio, que no se encuentra en poema alguno. Para llevar a cabo todo este proceso, es necesario dominar herramientas cuyo aprendiazaje está al alcance de todo el mundo, y que básicamente son la gramática, la sintaxis, la ortografía, la métrica, la retórica y la lectura de los clásicos.
Que la parte más importante del trabajo de un poeta necesite unas condiciones innatas es una primera señal que escribir poesía no es un oficio o una profesión. Ser poeta es una manera de ser o de estar en el mundo, como diría Heidegger. Un oficio o una profesión no necesitan de una manera tan rotunda ninguna condición inicial. Siempre es mejor disfrutar de unas buenas habilidades naturales, pero sin ellas también se puede aprender y ejercer con dignidad una profesión o un oficio, solo con el correspondiente aprendizaje y alguna virtud del tipo de la prudencia, la constancia o una cierta inteligencia. Y aún otra diferencia importante: hay una infinita modulación en la eficacia con la que puede ejercerse una profesión o un oficio, mientras que esta modulación no existe para el poema. Un poema, o bien es un buen poema o no es nada. De aquí viene como puede ser cruel en la madurez el error de juventud de haberse creído poeta y equivocarse, si uno ha continuado intentándolo. Es toda su vida la que habrá equivocado. Por suerte, estas cosas se saben o se averiguan con relativa facilidad, como le debió pasar al señor Kappus. Solo pueden engañar o llevar a la simulación, algunas obcecaciones ajenas a la poesía: la ambición, la soberbia, la creencia que un cierto sello de poeta puede ayudar en algún tipo de promoción, o cualquier otra perversión de la poesía. Es frecuente, por ejemplo, utilizar el fracaso poético revistiéndolo de injusticia social. La capacidad de manipulación de la propia identidad es muy alta, aunque siempre se acaba volviendo en contra de quien la lleva a cabo, sobre todo si se trata de escribir un poema.
Me dirijo, pues, a alguien que no me ha preguntado si se podría convertir en poeta porque no tiene ninguna duda de que lo es o de que lo será. Alguien que no ha encontrado aún su propia voz, pero que sabe que esta voz le está esperando en algún lugar del futuro. Lo primero que le diría es que la prisa por publicar no suele llevar más que a arrepentimientos posteriores. Recuerdo haber pedido ayuda en mi juventud a Camilo José Cela que, amablemente, escribió el prólogo de mi primer libro. Ahora prefiero que nadie tenga ocasión de leer aquel libro, porque yo buscaba todavía un objetivo ajeno a la poesía. Incluso podría decir que odio aquel libro y al poeta que yo era cuando lo escribí. No recuerdo con simpatía la época en que ésto sucedía. Aunque fue más difícil, tengo mejores relaciones con mi infancia que con mi juventud. Una vez, cuando aún se pagaba en pesetas, encontré un ejemplar de aquel primer libro en una librería de segunda mano. El librero me pidió tres mil y me miró, preparado para el regateo. Pero yo, como él, sabía que no las valía. Lo había escrito entre 1960 y 1961, a los 22 y 23 años, absolutamente entregado a la poesía de Neruda. Y eso también es un capítulo que el joven poeta debe aprender: hay que sumergirse en la obra de los maestros, pero también hay que saber salir.
No tendría que haber publicado aquel libro de poemas. Su editor fue Pere Vicens, y mi agradecimiento por su confuanza no ha decaído nunca. Pero tendría que esperar hasta 1975, a mis 37 años, para que Joaquim Marco publicara en Ocnos, su mítica colección, el pomario Crónica, donde por primera vez reconocí una voz que era ya la mía, el libro donde ahora pienso que empieza mi obra poética. Por suerte, después de aquel primer libro, fue en las Cartas a un joven poeta de Rilke donde aprendí o me reafirmé en lo fundamental de lo que entonces tenía que saber.
(continuará)
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