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“Caldo de cultivo”, por Ignacio Sánchez-Cuenca (La Vanguardia, 12-10-2019)
Al final, la sentencia ha condenado a los líderes independentistas a largas penas de cárcel por los delitos de sedición y malversación. El famoso delito de rebelión, equivalente a un golpe de Estado, que agitó con retórica exaltada la Fiscalía del Estado y que sirvió para que el poder judicial interfiriese gravemente en el proceso electoral, ha quedado en nada,
Había varias alternativas a la hora de aplicar las categorías penales a los sucesos de otoño del 2017. Los magistrados podían haber decidido que dichos sucesos no tenían relevancia penal, o que la tenían, pero en grado menor (desobediencia, malversación), o que la tenían en grado considerable (sedición) o en grado máximo (rebelión). Estoy seguro de que los miembros del Supremo, todos ellos de probada capacidad jurídica, podrían haber construido buenas justificaciones para cada una de las alternativas. En el caso de hechos políticos como los que se han juzgado, el grado de discrecionalidad del poder judicial es especialmente amplio, pues carecemos de categorías precisas con las que analizar lo sucedido, siendo inevitable que se mezclen en la argumentación consideraciones que van más allá de lo estrictamente jurídico.
Los magistrados del Supremo son personas de carne y hueso, viven en un país concreto y en una determinada época, se han socializado en ciertos valores y son sensibles al debate público. De todas las opciones a su alcance, han creído que emplear el tipo penal de la sedición era lo más adecuado. Es fácil imaginar por qué.
En primer lugar, la sedición ha posibilitado un consenso entre magistrados muy conservadores y algo menos conservadores, reforzando así la legitimidad con la que se emite la sentencia. En segundo lugar, una condena por rebelión habría supuesto un descrédito internacional no solo para el sistema judicial, sino también para la propia democracia española y para la imagen del país. Y, en tercer lugar, la opinión pública y la mayoría de las fuerzas políticas demandaban una sanción severa.
Me gustaría insistir en este último punto. El ambiente político que se vive en España desde el otoño del 2017 ha facilitado mucho las cosas al Supremo. Se ha ido creando un caldo de cultivo en el que la justicia penal tiene vía libre para proceder como lo ha hecho. En el momento de los acontecimientos, nadie pensó que la crisis del otoño fuera una rebelión o una sedición. Este tipo de acusaciones comenzaron con las querellas presentadas por la Fiscalía a finales de octubre y fueron extendiéndose paulatinamente por la sociedad, a medida que se reactivaba un nacionalismo español intransigente que se creía superado. Su manifestación más anecdótica es la proliferación de banderas españolas; la más preocupante, el resurgir del discurso de la anti-España.
Dicho nacionalismo español se basa en una concepción excluyente que no acepta la existencia de otra nación que no sea la española, que considera que los ciudadanos que optan por la separación de España son todos víctimas de un gigantesco engaño y que el proyecto nacional catalán tiene como meta construir no una república democrática como las del resto de Europa, sino un Estado basado en la supremacía de la etnia catalana. Además de todo ello, el nacionalismo español no ha dudado en recurrir al marco mental de la lucha contra el terrorismo de ETA. En los medios conservadores de Madrid, la asociación entre independentismo y violencia se da por evidente. No es entonces de extrañar que muchos políticos españoles se refieran a los independentistas como “golpistas”, ni que propongan aplicar el 155 a todas horas.
Al situar el independentismo fuera de los límites de la democracia, resulta imposible promover cualquier acercamiento dialogado y consensuado. Quien cuestiona los valores democráticos no merece otra respuesta que la de los tribunales.
Es en ese contexto donde el delito de sedición cobra sentido. El Tribunal Supremo podía haber entendido que España atraviesa una crisis constitucional, que las relaciones entre el principio democrático y el principio de legalidad se han tensado al máximo y que hay que compaginar el respeto a la ley con el respeto a la protesta. Pero, en lugar de ello, el Supremo ha decidido que el Estado de derecho debe primar sobre el elemento democrático y que la propuesta y la resistencia ante los mandatos de la autoridad equivalen a un “alzamiento tumultuario”. No niego que haya maneras más o menos barrocas de establecer una continuidad entre las sentadas a la puerta de los colegios y un alzamiento, pero, desde luego, también se podía optar por renunciar a la criminalización de la resistencia ciudadana: de las sentadas del 1-O al alzamiento tumultuario hay un salto jurídico.
Si el Supremo no quiere ver la diferencia entre sentadas y alzamiento es por motivos ideológicos, propios de la asfixiante cultura política que se ha impuesto en España en estos últimos años. Dicha cultura se basa en una concepción fina y ligera de la democracia, que atribuye más importancia al cumplimiento de la legalidad que a la práctica democrática. El conflicto territorial no se resolverá hasta que no pongamos en pie de igualdad legalidad y democracia y pensemos en formas de conciliar ambos elementos que resulten satisfactorias para todas las partes. La sentencia del Supremo nos aleja de ese objetivo.
En el pasado he intentado argumentar, sin demasiado éxito, me temo, que los sucesos del otoño catalán son el resultado de una crisis constitucional profunda, en la que el sujeto de la soberanía popular (el demos) ha sido cuestionado por una parte de la sociedad catalana. Este tipo de conflicto político requiere acuerdos complejos que restablezcan un mínimo consenso sobre las reglas que deben articular la convivencia entre ciudadanos con nacionales diversas. Estos acuerdos pueden ser de muchos tipos: entre otras opciones, una reforma federal de la Constitución, el reconocimiento efectivo de la plurinacionalidad española o la celebración de un referendum que certifique la magnitud del apoyo a la independencia.
La Fiscalía General del Estado primero, y el Tribunal Supremo después, han hecho cuanto han podido para negar la crisis constitucional española. El resultado final es la sentencia del pasado 14 de octubre. Aún separándome diferencias muy profundas de los líderes independentistas encarcelados y de la estrategia unilateral que pusieron en marcha, vaya desde aquí mi solidaridad con todos ellos: en un país con fundamentos democráticos más sólidos, esta sentencia nunca habría sucedido.
Ignacio Sánchez-Cuenca (La Vanguardia, 12-10-2019)
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“Caldo de cultivo”, por Ignacio Sánchez-Cuenca (La Vanguardia, 12-10-2019)
Al final, la sentencia ha condenado a los líderes independentistas a largas penas de cárcel por los delitos de sedición y malversación. El famoso delito de rebelión, equivalente a un golpe de Estado, que agitó con retórica exaltada la Fiscalía del Estado y que sirvió para que el poder judicial interfiriese gravemente en el proceso electoral, ha quedado en nada,
Había varias alternativas a la hora de aplicar las categorías penales a los sucesos de otoño del 2017. Los magistrados podían haber decidido que dichos sucesos no tenían relevancia penal, o que la tenían, pero en grado menor (desobediencia, malversación), o que la tenían en grado considerable (sedición) o en grado máximo (rebelión). Estoy seguro de que los miembros del Supremo, todos ellos de probada capacidad jurídica, podrían haber construido buenas justificaciones para cada una de las alternativas. En el caso de hechos políticos como los que se han juzgado, el grado de discrecionalidad del poder judicial es especialmente amplio, pues carecemos de categorías precisas con las que analizar lo sucedido, siendo inevitable que se mezclen en la argumentación consideraciones que van más allá de lo estrictamente jurídico.
Los magistrados del Supremo son personas de carne y hueso, viven en un país concreto y en una determinada época, se han socializado en ciertos valores y son sensibles al debate público. De todas las opciones a su alcance, han creído que emplear el tipo penal de la sedición era lo más adecuado. Es fácil imaginar por qué.
En primer lugar, la sedición ha posibilitado un consenso entre magistrados muy conservadores y algo menos conservadores, reforzando así la legitimidad con la que se emite la sentencia. En segundo lugar, una condena por rebelión habría supuesto un descrédito internacional no solo para el sistema judicial, sino también para la propia democracia española y para la imagen del país. Y, en tercer lugar, la opinión pública y la mayoría de las fuerzas políticas demandaban una sanción severa.
Me gustaría insistir en este último punto. El ambiente político que se vive en España desde el otoño del 2017 ha facilitado mucho las cosas al Supremo. Se ha ido creando un caldo de cultivo en el que la justicia penal tiene vía libre para proceder como lo ha hecho. En el momento de los acontecimientos, nadie pensó que la crisis del otoño fuera una rebelión o una sedición. Este tipo de acusaciones comenzaron con las querellas presentadas por la Fiscalía a finales de octubre y fueron extendiéndose paulatinamente por la sociedad, a medida que se reactivaba un nacionalismo español intransigente que se creía superado. Su manifestación más anecdótica es la proliferación de banderas españolas; la más preocupante, el resurgir del discurso de la anti-España.
Dicho nacionalismo español se basa en una concepción excluyente que no acepta la existencia de otra nación que no sea la española, que considera que los ciudadanos que optan por la separación de España son todos víctimas de un gigantesco engaño y que el proyecto nacional catalán tiene como meta construir no una república democrática como las del resto de Europa, sino un Estado basado en la supremacía de la etnia catalana. Además de todo ello, el nacionalismo español no ha dudado en recurrir al marco mental de la lucha contra el terrorismo de ETA. En los medios conservadores de Madrid, la asociación entre independentismo y violencia se da por evidente. No es entonces de extrañar que muchos políticos españoles se refieran a los independentistas como “golpistas”, ni que propongan aplicar el 155 a todas horas.
Al situar el independentismo fuera de los límites de la democracia, resulta imposible promover cualquier acercamiento dialogado y consensuado. Quien cuestiona los valores democráticos no merece otra respuesta que la de los tribunales.
Es en ese contexto donde el delito de sedición cobra sentido. El Tribunal Supremo podía haber entendido que España atraviesa una crisis constitucional, que las relaciones entre el principio democrático y el principio de legalidad se han tensado al máximo y que hay que compaginar el respeto a la ley con el respeto a la protesta. Pero, en lugar de ello, el Supremo ha decidido que el Estado de derecho debe primar sobre el elemento democrático y que la propuesta y la resistencia ante los mandatos de la autoridad equivalen a un “alzamiento tumultuario”. No niego que haya maneras más o menos barrocas de establecer una continuidad entre las sentadas a la puerta de los colegios y un alzamiento, pero, desde luego, también se podía optar por renunciar a la criminalización de la resistencia ciudadana: de las sentadas del 1-O al alzamiento tumultuario hay un salto jurídico.
Si el Supremo no quiere ver la diferencia entre sentadas y alzamiento es por motivos ideológicos, propios de la asfixiante cultura política que se ha impuesto en España en estos últimos años. Dicha cultura se basa en una concepción fina y ligera de la democracia, que atribuye más importancia al cumplimiento de la legalidad que a la práctica democrática. El conflicto territorial no se resolverá hasta que no pongamos en pie de igualdad legalidad y democracia y pensemos en formas de conciliar ambos elementos que resulten satisfactorias para todas las partes. La sentencia del Supremo nos aleja de ese objetivo.
En el pasado he intentado argumentar, sin demasiado éxito, me temo, que los sucesos del otoño catalán son el resultado de una crisis constitucional profunda, en la que el sujeto de la soberanía popular (el demos) ha sido cuestionado por una parte de la sociedad catalana. Este tipo de conflicto político requiere acuerdos complejos que restablezcan un mínimo consenso sobre las reglas que deben articular la convivencia entre ciudadanos con nacionales diversas. Estos acuerdos pueden ser de muchos tipos: entre otras opciones, una reforma federal de la Constitución, el reconocimiento efectivo de la plurinacionalidad española o la celebración de un referendum que certifique la magnitud del apoyo a la independencia.
La Fiscalía General del Estado primero, y el Tribunal Supremo después, han hecho cuanto han podido para negar la crisis constitucional española. El resultado final es la sentencia del pasado 14 de octubre. Aún separándome diferencias muy profundas de los líderes independentistas encarcelados y de la estrategia unilateral que pusieron en marcha, vaya desde aquí mi solidaridad con todos ellos: en un país con fundamentos democráticos más sólidos, esta sentencia nunca habría sucedido.
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